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Fuentes Bibliográficas
Homenaje a Vicuña Mackenna Tomo 2º.
Capítulo I.

Para penetrar a fondo en la obra y en la actuación de un grande hombre es sin duda útil el estudio de sus antecedentes familiares, el análisis de la vida de quienes le aportaron su sangre. En este sentido-biológico y psicológico-tendrán su justificación científica estudios que en general sólo vanidades pueriles han impulsado hasta hoy.

Creo que en el caso de Vicuña Mackenna es útil conocer la figura de sus abuelos materno y paterno y la de su propio padre, ya que características de todos ellos pueden determinarse en su vida.

Poco estudiada y mal comprendida hasta hoy ha sido la vida pública del general Mackenna. Desde las invectivas violentas que le dirigiera José Miguel Carrera en su Diario, escrito con mordaz cuanto brillante ingenio, hasta los juicios superficiales de casi todos los historiadores chilenos del siglo XIX, la noble figura de Mackenna ha pasado a través de cristales opacos. Se alaba su valor, su hidalguía de raza, sus conocimientos técnicos. Nada más. Un monumento vino, sin embargo, a cubrir un poco la deuda chilena reconociendo los servicios prestados a la nación por el vencedor de Membrillar. El historiador Bulnes hizo juicio más razonado, pues lo llama, en el más importante de sus libros: «la primera cabeza militar de sal tiempo, una figura esclarecida que espera su resurrección histórica»(1).

Vicuña Mackenna publicó en 1856,-en hermosa edición tirada a cincuenta ejemplares, acaso por tratarse de su abuelo la vida del ilustre Mackenna(2). Su juicio carece de la necesaria libertad, pues tal vez sintió que al trazar los razgos de esa vida, sondeaba en afectos muy próximos a su corazón. Se adivina que juzgando muy en alto la personalidad de su antepasado no quiso manifestar de ella todo lo que pensaba. Vicuña Mackenna sintió bullir en su sangre, más que otra cualquiera, la influencia del general irlandés. En verdad muchas de sus cualidades -la tenacidad, la sinceridad profunda, un amor apasionado por todo lo puro y lo recto - venían de él. Es, pues, interesante, analizar en su propia obra la vida de Mackenna.

«Vamos a escribir-dice en el primer capítulo -la vida de un hombre a quien los chilenos debemos una inmensa gratitud, la vida del jefe que creó nuestros primeros soldados, que ilustró con su valor y su inteligencia las más gloriosas campañas de la Independencia, que, como militar, fue el padre de nuestras primeras guerras y que, por otra parte, como ciudadano y como hombre, hizo tan bellos servicios y nos legó ejemplos de tan alta moralidad» (3).

Nació Mackenna en Clogger, Irlanda, el 26 de Diciembre de 1771, de don Guillermo Mackenna y doña Eleonor O'Reilly, descendientes ambos de «esas ilustres familias católicas que diezmó el odio inglés y que leales a su Dios y a la tradición de sus mayores, emigraron por toda la Europa, o quedaron regando el suelo de su patria con la sangre de los martirios y con el llanto de la orfandad y la pobreza».

Cuando sólo contaba 13 años, en 1782, abandonó su patria para siempre, lanzándose a España en busca de glorias militares, bajo los auspicios de su tío el conde de O'Reilly. Ingresó en la Real Academia de Matemáticas de Barcelona. A los 16 recibió el grado, de cadete del Regimiento de Irlanda y a los 21 era ingeniero extraordinario del ejército real y ayudante del real cuerpo de su gremio.

Pronto, empero, debió interrumpir los estudios para lanzarse en el camino de la acción. Embarcado para el Africa se le destinó a la guarnición de Ceuta, en donde fue promovido a sub-teniente. Terminada la campaña contra los moros retornó a Barcelona en 1791 y completó sus estudios. Rotas las relaciones con Francia dos años más tarde, a consecuencia de la ejecución de Luis XVI, fue ascendido a teniente del Cuerpo de Ingenieros y enviado al ejército de operaciones del Rosellón, al que se incorporó en Marzo de 1794. Durante su larga campaña, que sólo terminó con la paz de Basilea en 1795, Mackenna tuvo ocasión de destacarse. En el sitio de la plaza de Rosas fué tan notorio el heroísmo del joven oficial que el rey Carlos IV le otorgó los despachos de capitán en recompensa de «su mérito, contraído en la brillante defensa de su plaza de Rosas» (Real Orden de 22 de Marzo de 1795).

El 6 de Mayo de ese mismo año la línea de defensa del ejército español fue rota por los franceses. La situación era desesperada y sólo el empuje de Mackenna logró evitar la consumación del desastre, poniéndose a la cabeza de las tropas hispanas, animándolas y conduciéndolas a un ataque en que resultaron vencedoras. En esa oportunidad recibió una herida.

Comisionado luego para levantar el plano de la villa de Bañolas se desempeñó en tal forma que fue en el acto nombrado Cuartel Maestre.

Consumada la paz pasó a residir un tiempo en la corte y allí solicitó que, de acuerdo con las ordenanzas vigentes, se le diese el grado de teniente coronel, ganado, a pesar de su juventud, por el mérito de excepcionales y heroicas hazañas. Poco después partía para América.

Un secreto de amor hay en la vida de Mackenna que no ha llegado sino indirectamente hasta nosotros. Una pasión llenó los años de su mocedad y fue rota al trasladarse a América. ¿Quién era esa mujer y qué influencias ejerció sobre su destino? A través de la correspondencia del marqués de Coupigni, que se decía su hermano, puede adivinarse que hubo en esa partida a mundo nuevo un sacrificio grande.

Advertida Eleonor O'Reilly de los propósitos de su hijo le escribió estas palabras que, andando los años, alcanzaron valor profético: «¿Por qué hablas de ir a América, cuando conoces las disenciones que agitan esos países tanto en el norte como en el sur? Por todas partes encontrarías las mismas turbulencias, porque, en general, yo creo que la agitación y descontento que reina entre los hombres procede de una equivocada ambición».

Partió Mackenna en Octubre de 1776, llegando poco tiempo más tarde a Montevideo y Buenos Aires, ciudad la última en que permaneció cerca de dos meses, continuando viaje a Chile el 23 de Enero de 1790. La visión de las pampas, desiertas de pobladores y de trabajo, impresionó su imaginación y, más tarde, atravesando la cordillera de los Andes en compañía de un clérigo español y de un coronel de milicias de Guayaquil, sintió que su espíritu se conmovía hondamente ante los maravillosos paisajes que los ojos advertían. «A los seis días de nuestra salida de Mendoza, escribía más tarde, entramos en el tan decantado reino de Chile, considerado por algunos escritores como el paraíso terrestre, por la fertilidad de su terreno, y el paraíso de Mahoma, por la hermosura de sus mujeres». Recorrió, en ese viaje, el valle de Aconcagua, y no sin sorprenderse ante la extrema miseria de sus habitantes: «Para indagar la causa de tanta infelicidad, dice en la carta a que aludimos, en medio de la mayor abundancia y bajo unas leyes tan suaves como las de Indias, me apeé con mis compañeros en varias chozas de estos desgraciados indios; y presto averiguamos que el verdadero origen de donde dimana tan triste situación, es de la tiranía del clero y nobleza, quienes han esclavizado su moral y físico a un punto desconocido en Europa, aún en aquellos tiempos bárbaros y oscuros del horroroso feudalismo. Todo el reino de Chile estaba repartido en Feudos o Encomiendas, poseídos por 80 familias en derecho de conquista o usurpados, en la venta de cuyas propiedades; después de la caballada, bueyada, etc., entraba la peonadá que era la principal riqueza de las haciendas». Estas nobles palabras de Mackenna, que revelan su comprensión del sentido profundo de la Revolución Francesa, ¿no hablan un lenguaje socialista? Mackenna, continuando su viaje a través de Chile, se embarcó poco más tarde en Valparaíso con destino al Perú, para cuyo Virrey, el ilustre don Ambrosio O'Higgins, llevaba recomendaciones altamente halagüeñas. Llegó a Lima en Mayo de 1797.

Sus relaciones con O'Higgins fueron cordiales desde el primer momento. Una mutua comprensión los unió y el acierto con que el joven realizara diversos encargos oficiales acabó de sellar su amistad. O'Higgins, empeñado en repoblar Osorno, última empresa que pensaba llevar a cabo en su dilatada y brillante carrera, nombró a Mackenna, con fecha 11 de Agosto de 1797, gobernador político y militar de Osorno con independencia del gobierno de Chile y bajo la sola dirección del virrey del Perú. Mackenna no perdió mucho tiempo en los ocios y regalos de la corte limeña y se embarcó en la fragata Castor el 4 de Octubre. El 6 de Noviembre desembarcó en San Carlos y en Castro dos días más tarde, a fin de llevar algunas familias miserables del archipiélago. Con ellas y la tenaz voluntad de cumplir con brillo sus nuevos destinos tomó posesión de su cargo el día 20 de aquel mismo mes y año.

En medio de pobrezas, de abandono casi constante-pues el virrey O'Higgins no tardó mucho en caer en desgracia-, de los más penosos esfuerzos y trabajos, el gobierno de Mackenna en Osorno duró once largos años. Todo lo hizo: caminos, calles, edificios, puentes, paseos, templos y jardines. A nada faltó su esfuerzo y todo a la realización de sus proyectos, cumplida con voluntad inaudita (4). O'Higgins murió pocos años después de su llegada y de los sucesores no obtuvo nunca ayuda de alguna eficacia. Una colonia si no próspera por lo menos trabajadora y anhelosa de progreso brotó de su acción. Todo fue obra suya. «Padre de aquella honrada gente, escribe Vicuña Mackenna (5), él la había moralizado por la religión y la cultura; mandatario había hecho el bien de todos y el de cada uno; jefe militar había creado una numerosa milicia, y por último, como sabio había estudiado y descrito aquel país, trazado sobre el papel las lindes de esa tierra que nadie antes que él había visitado». Memorias científicas sobre los ramos más importantes de su profesión, completaban su labor.

Más, no fué. estéril el sacrificio de Mackenna, sacrificio de casi toda su juventud, pues un pueblo que alcanzaría sólidos progresos en los tiempos futuros había nacido de su solo y personal esfuerzo y no pocos de sus prestigios emanarían, por otra parte, de esa actuación suya (6).

En la península, entre tanto, los acontecimientos tomaban cariz alarmante. Producida la invasión de España y alterada la paz en el viejo y en el nuevo mundo, el virrey Abascal consideró indispensables en Santiago los conocimientos técnicos del Gobernador de Osorno y el 30 de Junio de 1808 éste fue llamado a la capital. A ella debían seguirle conmovedores testimonios del reconocimiento de sus gobernados (7).

A su llegada a Santiago enamoróse Mackenna de una de las damas más bellas de la engreída capital, «mujer de concepciones elevadas», al decir de sus contemporáneos. Aquel amor tuvo camino rápido y a los pocos meses contrajo matrimonio con doña Josefa Vicuña y Larraín, que tal era su nombre. Este enlace debía ejercer decisiva influencia en el curso de un destino tan glorioso como mal aventurado.

«Ya rugía en el horizonte de la América-escribe el genial historiador -aquella tempestad grandiosa que venía del viejo mundo, - cargada en los trofeos arrancados a veinte tronos caídos por el suelo, trayendo en sus manos el libro augusto que proclama la igualdad, la libertad y la fraternidad de todos los pueblos, para que la América a su vez estampase en sus páginas, con sangre de sus venas, su firma de nación independiente!».

Vino 1810. La revolución fue desencadenando por todo el continente de Colón vientos vivificadores; interrumpióse de golpe la modorra secular y un aliento de juventud y de libertad sacudió las fibras de la raza. Mackenna, que debía su educación militar a España, hubo de vacilar algunas horas, pero pudieron más en su espíritu la nobleza de la causa que solicitaba sus servicios y las generosas influencias de la casa de Larraín, a que se hallaba vinculado por su mujer. Los «ochocientos», entregados en cuerpo y alma a la lucha libertadora, a pesar de sus pergaminos con los cuales todos ellos concluyeron por abanicarse, inclinó finalmente la voluntad del ilustré soldado. Dos sacerdotes meritorios, don Vicente y don Joaquín Larraín, participaron en esa tarea cuyos resultados revestían importancia fundamental para el país naciente. «Fué aquél-el de su conversión, escribe Vicuña Mackenna-un día de regocijo para los partidarios de la Independencia que aspiraban a la adquisición de aquel hombre, de quien el acaso hacía en 1810 una de las necesidades de la revolución: fuélo sobre todo para aquellos hombres pensadores, que sabían que es una fatal ley humana que las revoluciones, para ser fecundas, necesitan el riego de la sangre de los pueblos; para los que sabían que la libertad no se conquista sino a través de las batallas y el patíbulo».

Las actividades de Mackenna, en favor del movimiento de independencia, comenzaron inmediatamente. El Cabildo lo nombró miembro de la comisión encargada de formar un plan de defensa general del país (26 de Octubre), siendo fruto de su labor una «célebre memoria, hoy desconocida, pero que algún día será uno de los más importantes monumentos de nuestra historia militar».

En Enero de 1811 fué nombrado Gobernador interino de Valparaíso y meses más tarde, con fecha 5 de Septiembre y a consecuencia de la revolución del día 4 de ese mismo mes, Vocal de la Junta de Gobierno. Paralelamente a estas distinciones le fueron otorgados los ascensos correspondientes a sus méritos y servicios: teniente coronel y comandante general de ingenieros en Marzo de 1811 y coronel graduado en Septiembre del mismo año, confiándole la junta el mando del cuerpo de caballería.

En el gobierno procuró Mackenna desarrollar sus planes de organización militar y de defensa para el caso no improbable de una invasión española. En tal sentido enderezó e influyó la marcha de la junta. Los acontecimientos no debían tardar mucho en darle la razón y si su paso por la dirección política del nuevo estado hubiese sido menos rápido y más hondo su influjo seguramente habría cambiado la faz del proceso de independencia nacional.

Pero estaban ya en el redondel político los hermanos Carrera, cooperadores de la revolución de Septiembre en compañía de los Larraín. De los tres, el mayor, don José Miguel, poseía talentos superiores, tenacidad a toda prueba y heroico desprecio por los contrastes de la suerte. Quería ser amo de su propio destino y ninguna fatalidad logró detenerlo, pues ante la muerte misma supo tener gesto de altivo desdén. Los dos menores valían bien poca cosa. Juan José tuvo gallarda figura, propia para el brillo de las paradas de corte más que para los días azarosos en que la naciente libertad parecía agonizar. Don Luis, soberbio, enconado, torpe, pasó por la historia haciendo triste papel, que sólo prestigió, en la última etapa, el valor con que arrostró su propia desventura. Sobróles a todos inexperiencia de juventud, mas a ninguno faltó entusiasmo en defensa de la causa libertaria que conmovía al país. Eran hombres de guerra, más no individuos de gobierno y de consejo.

La Junta de Mackenna gobernó poco tiempo. A mediados de Noviembre dió José Miguel Carrera un golpe de estado y a comienzo del mes siguiente quedó entronizado en el poder. El presidente de la nueva junta acusó a los Larraín y a Mackenna de conspirar contra su vida y fueron todos ellos perseguidos y aprisionados algunos. Inicióse un sumario incorrecto y parcial por los amigos de Carrera, siendo Mackenna condenado a tres años de destierro en la villa de la Rioja (Febrero 27 de 1812). El gobierno conmutó esa sentencia días más tarde, por dos años de confinación en la hacienda de Catapilco.

En aquella época, a la edad de cuarenta años, Mackenna aparecía ya como la figura militar de mayor relieve. Su nieto trazó de él, en esa hora de su vida qué debía preceder de poco al trágico y prematuro fin que luego le pondría sello, un exacto retrato físico: «Corpulento, como casi todos los hombres de su raza, era alto y arrogante. Su fisonomía franca, movible, llena de bondad, tenía esa belleza brusca con que nacen o adquieren los hombres de guerra. Sus ojos, de un color oscuro, tenían cierto tinte de ternura y de melancolía, y sus párpados estaban en un incesante movimiento. Mackenna, que hablaba con igual exactitud y .fluidez el español, el francés y su propio idioma, tenía una voz clara. A pesar de sus desgracias y de una juventud sacrificada en los colegios y en la guerra, Mackenna era alegre en su trato y de una amabilidad llena de franqueza. y naturalidad»(8).

Mackenna no se equivocaba. La hora prevista del peligro sonó, sorprendiendo a todos menos a él. En Marzo de 1813 desembarcó en San Vicente la expedición militar española dirigida por el general Pareja. Carrera, nombrado general en jefe, salió al encuentro del enemigo y Mackenna se incorporó de inmediato al ejército patriota, dando al olvido resentimientos y querellas anteriores.

Los resultados de la campaña, abundante en hechos heroicos y en desastres, no fueron favorables a las armas nacionales. Mackenna hizo lo que pudo pero careció de libertad para obrar. Si hubiera aceptado el mando en jefe del ejército que más tarde le ofreciera el gobierno, poco antes del nombramiento de O'Higgins, de seguro las perspectivas de la campaña habrían cambiado por completo. Mackenna poseía extraordinarios conocimientos tácticos, visión estratégica y don de mando. Buena prueba de ciencia militar quedó en su magnifico plan de Defensa Nacional, en donde se ve de cuerpo entero al hombre que de milagro y en medio de miserable situación económica había creado y hecho vivir una ciudad. ¡Lástima grande para la República que nunca se aprovecharan sus talentos en la cabal medida de su capacidad!

Mackenna tomó parte activa en el sitio de Chillán, lleno de penalidades, como en las principales acciones militares de las diversas campañas de la Patria Vieja, con lo que su figura se sitúa en el mismo plano de O'Higgins y Carrera, que todos tres fueron sus más altos personeros.

En Febrero de 1814 Gaínza, que había sucedido a Pareja en el mando de las fuerzas españolas, resolvió avanzar hacia la capital. Mackenna, decidido a impedirlo a toda costa, se anotó un triunfo el 23 de Febrero, día en que Las Heras, con sólo cien hombres, dispersó y puso en fuga a fuerzas numerosas. Era una circunstancia más que O'Higgins debió aprovechar, acudiendo en socorro de Mackenna que se situó en Membrillar, para infringir derrota seria y tal vez decisiva al enemigo. Pero el generalísimo, a pesar de sus promesas reiteradas, no se decidía a obrar. El peligro arreciaba.
Mackenna escribió a O'Higgins desde su campamento de Membrillar, el 19 de Marzo: «Más actividad mi querido amigo, si no todo es perdido y esto por culpa de U. y por falta de energía. Hablo a U. con la franqueza de un sincero amigo» (9).

O'Higgins no vacila más y avanza pero el enemigo se apresura y el día 20 de Marzo ataca a Membrillar. La batalla, modelo de táctica, se desenvolvió en medio de desecha tempestad y duró cuatro largas horas. Chilenos y españoles se batieron con bravura extraordinaria, quedando el campo cubierto de cadáveres, con gran pérdida del enemigo. Mackenna logró aminorar los daños de los suyos e inflingió al adversario una derrota que tuvo la trascendental importancia de salvar a la capital (10). Si Mackenna hubiese sido batido en el camino de aquélla, dejándolo franco a los españoles, la rendición de Santiago habría sido inevitable. En la batalla Mackenna fue herido. O'Higgins avanzó con su división, juntándose con la del vencedor dos días más tarde.

El 10 de Abril Mackenna partía piara Santiago a fin de conferenciar con el gobierno. «Un triunfo más dulce a su corazón que la espléndida victoria que acababa de obtener -escribe Vicuña-le aguardaba en el seno de los suyos, y siempre será entre estos un justo motivo de orgullo la ovación popular que se tributó a Mackenna en el día de su llegada a Santiago, cuando cubierto con el polvo de sus jornadas y vestido aún con su raído traje de campaña, contó a la muchedumbre que lo rodeaba la victoria que había salvado a la patria, y fue proclamado entonces, entre los vítores populares, el Héroe del Membrillar».

La situación no mejoró, -sin embargo, como correspondía a los éxitos militares, y fue preciso firmar el Tratado de Lircay por el que los españoles convenían en una tregua militar. Ese documento-que el adversario violó y burló antes de mucho-lleva las firmas de O'Higgins y Mackenna. Ambos lo consideraron como un paso inevitable para reorganizar las fuerzas nacionales y preparar una nueva campaña en condiciones más favorecedoras. Era casi un último esfuerzo para salvar a la República.

Días antes Mackenna fué ascendido a general de brigada, que era el más alto grado en el ejército nacional, y se le nombró al mismo tiempo comandante general de armas de la plaza de Santiago. Pudo así pasar algunos días de paz junto a los suyos, los últimos en su vida azarosa. «Mackenna contaba entonces con la felicidad, expresa Vicuña (11). Le habían nacido dos hijos y tenía una esposa que adoraba, y a quien, después de dos campañas, había vuelto a ver joven y hermosa, cuando él sentía su alma fatigada y su cabeza se había encanecido por los sufrimientos... La guerra, la guerra horrible de que había sido testigo, tocaba su alma con aquellas emociones, que revestidas del poder de los recuerdos, concentran el sentimiento y le dan una intensidad que traen al hombre siempre preocupado y melancólico. Había hecho ya bastante por la suerte de Chile, y sufrido lo suficiente para merecer un descanso en aquella doble lucha contra la metrópoli y las facciones. La ambición no tenía imperio en aquella alma profundamente sensible y desengañada; y quería «retirarse al campo, como el mismo lo escribía, para poner lo restante de una borrascosa vida» en el seno de los suyos. Otra cosa quisieron los acontecimientos y el 23 de Julio de 1814 un grupo de soldados lo redujo a prisión. Carrera con un nuevo golpe de fuerza había asumido otra vez la dictadura y uno de sus primeros actos era precisamente alejar de las actividades militares al más importante auxiliar con que contara el país hasta ese momento.

Separóse de su mujer el.desterrado y llevando un pasaporte honroso, otorgado por la junta que presidía Carrera, partió de Chile en Agosto de 1814. Diecisiete años de su vida, lo mejor de su juventud, quedaban en el territorio que los Andes resguardan y el Pacífico baña. Nunca, afirma Vicuña, aparece la figura de Mackenna «más alta y justificada que en esta ocasión solemne en que sus vencedores y sus enemigos lo pintan como una meritoria víctima de su lealtad y lo lamentan como a un ciudadano ilustre que la patria pierde, a pesar suyo, en medio de sus conflictos. El alma de Carrera rara vez se engañaba y el destierro de Mackenna era para él un presagio funesto. Algún día acaso se preguntará en verdad la historia si el Cuadro de Rancagua pudo ser por la táctica y la victoria un gemelo de los Reductos del Membrillar; y acaso se preguntará también si el ejército de los Andes hubiera traído un jefe de Estado Mayor como Mackenna si se habría registrado en nuestras páginas el nombre de Cancha Rayada antes de la cifra gloriosa de Maipo».

Mackenna, apenas llegado a Mendoza, se puso en comunicación con el gobierno de Buenos Aires y comenzó a trabajar activamente, pidiendo socorros que más tarde servirían al futuro Ejército Libertador. No mucho tiempo después, en Octubre, tuvo el consuelo de abrazar a O'Higgins, el amigo y compañero de sus mejores jornadas militares. Rancagua había puesto sello de sangre y de catástrofe a la Patria Vieja. Pronto la bala de un mezquino caudillejo pondría término a la vida del esforzado guerrero.

A principios de Noviembre se dirigió Mackenna a Buenos Aires. Detrás iba el destinó disfrazado con la máscara de don Luis Carrera. El destino quería liquidar a los hombres de una época y prono, como las piezas en un tablero de ajedrez, irían cayendo todos.

Carrera envió a Mackenna una esquela de desafío compuesta en insolentes términos. Era una esquela que el jefe de aquella malaventurada familia nunca hubiera escrito. Misiva empapada en amargura, cuyas consecuencias debían alcanzar, más tarde, a víctimas más altas 411e su autor. En esas cuatro líneas estaba ya clavado el doble patíbulo de Mendoza.

Mackenna respondió a Luis Carrera en estos términos: «La verdad siempre sostendré y siempre he sostenido: demasiado honor he hecho a U. y a su familia, y si U. quiere por darse como hombre, pruebe tener este asunto con más sigilo que el de Talca y el de Mendoza. Fijo a U. el lugar y hora para mañana a la noche; y en ésta de ahora podría decidirse si me viera U. con tiempo para tener pronto pólvora, balas y un amigo, que aviso a U. llevo conmigo -De U.-M».

En pocas palabras, con pluma de poeta, Vicuña resume todo el dramatismo, que como en las producciones de Sófocles o Esquilo, pasa por la vida de Mackenna. «Faltábale a éste algo para que la tragedia de su vida fuese acabada! faltábale que su sangre inocente sellase su último momento! faltábale morir sin que una mano amiga cerrase sus ojos! faltábale morir en una solitaria agonía, sin que tuviera otro mensajero para decir un adiós eterno a sus hijos que las brisas de la noche!»

En la del 21 de Noviembre de 1814 se reunieron en el bajo de la Residencia, media legua al poniente de la ciudad, los dos adversarios. Mackenna llevaba como testigo al comandante Vargas, su ayudante, y don Luis Carrera al almirante Brown. El primer disparo sólo alcanzó el sombrero de Carrera que rodó por tierra. Los padrinos intervinieron. estimando que el honor de ambos quedaba satisfecho. Pero Carrera exigió que Mackenna se desdijese de supuestas injurias. «No me desdeciré jamás, respondió éste, y antes de hacerlo me batiré un día!»-«Y yo me batiré dos» repuso el otro.

Cargáronse de nuevo las armas, dióse la voz de fuego y Mackenna cayó con la garganta atravesada por la bala de su adversario. Esa bala -dice Vicuña- iba a herirlo «en el mismo sitio donde un tiro mil veces más glorioso, se estrelló impotente en el asalto del Membrillar».

Añade el nieto: «Así murió el general don Juan Mackenna a los 43 años de su edad, joven aún por la cuenta de sus días y en la iniciación de una gloria cuyos albores comenzaban a sonreirle. Así murió aquel hombre que tenía todas las dotes dé un esclarecido capitán y de un eminente ciudadano; murió como soldado y como hombre, con las armas en la mano, defendiendo su honor; murió en el destierro, sin patria, sin familia, sin tumba talvez para sus huesos y por una mano que otra vez había estrechado como amigo; murió como estaba llamado a morir, obedeciendo a la ley de su destino, ley implacable cebada en su existencia desde la cuna, ley que debía sellar sus rigores con un horrendo martirio».

Mackenna fue enterrado en el claustro del convento de Santo Domingo, en Buenos Aires.

En 1855, cuarenta años más tarde, Vicuña Mackenna, de paso por la capital argentina, mandó colocar una plancha de mármol en su recuerdo. Y ese homenaje no hacía sino esteriorizar el profundo amor que sentía por aquel hombre de extraordinario temple que fuera su abuelo, cuyas virtudes y adversidades lo equiparaban a los héroes de la antigüedad helénica y cuya sangre, ardiente, tenáz, rica en generosas energías y en activismo, debía primar en la suya por sobre todas las otras herencias que influyeron en la formación de su prodigiosa personalidad.

 

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Notas

1

Gonzalo Bulnes: 1810. Nacimiento de las Repúblicas Americanas. Tomo segundo, capitulo IX.
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2

Vida del General don Juan Mackenna por
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3

Vicuña Mackenna. Obra citada
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4

El gasto total de la colonia durante todo el gobierno de Mackenna fué de 74,333 pesos 2 reales. «Esa miserable cantidad alimentó 11 años un pueblo de 1,500 habitantes, sirvió para construir una ciudad y cultivar inmensos campos, cuyos productos la compensaron veinte veces» (V. M.).
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5

Obra citada.
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6

Describiendo los progresos de Osorno, en informe al Ministro de Guerra de Carlos IV, en Septiembre de 1798 decía el Virrey O'Higgins: «Todo esto se debe a la inteligencia actividad y desinterés heroico con que procede el capitán de ingenieros don Juan Mackenna, a quien he encargado de tan importante empresa. Su continuación en aquel destino hace infalible su prosperidad futura, Y yo, por lo mismo, no olvidaré de recomendar a S. M., para que en su carrera se le atienda como lo exigen su excelente conducta, aplicación y gran talento».
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7

Los vecinos de Osorno, reunidos en la casa de Ayuntamiento, declararon en acta pública, que poco más tarde fué entregada en Santiago al ex-mandatario: «El celo, desinterés y dulzura con que los había gobernado por más de 11 años: en cuyo tiempo declaramos que jamás se mezcló ni directa ni indirectamente en ninguna especie de comercio ni hacienda de ganados, nunca cobró derecho alguno de pasaportes, ni la administración de justicia, siendo siempre su principal objeto componer cualquiera disención que acaecía, y que todos viviesen en paz y unión. Puso el mayor esmero en corregir los vicios y costumbres públicas; aumentó y disciplinó las milicias, manteniendo siempre la colonia en el mejor pie de defensa contra los indios infieles; y cuidó de la enseñanza y educación de la juventud. No es menos digna de alabanza la notoria integridad y economía que observó en la inversión de los caudales públicos y del repartimiento a los colonos de tie-rras, ganados y herramientas, etc. Principió y concluyó la reedificación de la ciudad, entre cuyas obras se distingue una famosa Iglesia de tres naves de piedra de sillería con la casa de Ayuntamiento y cárcel del mismo material, y demás edificios públicos y particulares; como también todos los caminos y puentes (menos el del río de las Damas) de esta jurisdicción. Reconoció, en requerimiento de tierras para la colonia, todo el distrito desde la mar hasta la cordillera y estuvo al perecer en la desembocadura del río Bueno, cuyo reconocimiento hizo con el objeto de proporcionar a la colonia el beneficio de la navegación de este río. Otros muchos y debidos elogios podíamos hacer del citado señor Mackenna, a no temer lastimar su modestia; pero sírvale de satisfacción (la más dulce de todas para un corazón noble y generoso) que aunque es notorio que ha salido pobre de esta colonia, y sin el menos premio, ha salido acompañado de las bendiciones de los pobres, dejando penetrados de reconocimiento a cuantos vecinos honrados tiene Osorno y su jurisdicción».
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8

Vicuña Mackenna: Obra citada
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9

Días antes, el 13 de Marzo, Mackenna escribía al mismo: «Deseo con ansia que el enemigo pase el río (Ñuble) para atacarlo en el momento, y dar a la patria un día de gloria ».
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10

Es interesante por su concisión y justeza el parte de la batalla pasado por el vencedor al general en jefe del ejército chileno. Vicuña lo reproduce íntegro en su Vida de Mackenna.
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11

Obra citada.
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