jueves, 26 de agosto de 2010

El descubrimineto de Caracoles

Ajenas a la querella diplomática que libraban Chile y Bolivia por la posesión de las riquezas del desierto de Atacama, caravanas de cateo vagaban sin cesar por su árida y abrupta geografía buscando indicios que delataran la presencia de yacimientos y vetas. Vívidos relatos sobre los senderos y sus hitos, tema preferido en la charla de los cateadores, terminaron por generar una corriente de entusiasmo y movilización en el ámbito minero: “Se refieren derroteros con tanto tinte de certidumbre, con tanta exactitud se cuentan las jornadas de viaje, se demarcan con tanta precisión los cerros, las quebradas, los árboles y demás contornos del punto de la riqueza, que al escucharlos se siente uno arder de entusiasmo por ponerse en marcha”.




Los cateadores proyectaban la travesía por el desierto según sus recursos; los de mayor capacidad económica y aquéllos financiados por capitalistas o casas comerciales se preparaban para salir por uno o varios meses, llevando un cierto número de peones, además de mulas y asnos cargados con víveres, agua, leña y herramientas. Los de condición menos holgada, se marchaban por una semana, cargando una mula o un asno con una botija de agua y un saco de harina tostada, higos y tabaco. Aquellos que ni siquiera eran dueños de un animal de carga, realizaban sus expediciones a pie, llevando sobre sus espaldas lo necesario para la subsistencia.



José Díaz Gana fue uno de esos cateadores; su trayectoria expresa una estructura de vínculos y motivaciones que se repiten en otros casos. Nacido en Valparaíso en 1827, trabajó como cajero de la Casa Cerveró hasta 1852, año en que se dirigió rumbo al norte, como tantos chilenos tentados por la fortuna.



Antes de 1870, lo encontramos cateando, por cuenta de habilitadores de Valparaíso, los cerros de Mejillones, Cerro Gordo y Huanillos en busca de cobre. Fue entonces, que siguiendo el derrotero de Garabito, un indio que se decía poseedor de un rico rebosadero de metales de cobre en la zona de Sierra Gorda, encontró un rodado de plata, el cual rindió ochocientos marcos de plata fina en el ensaye realizado en Cobija. Díaz Gana informó a sus habilitadores del descubrimiento y pidió recursos para volver al lugar del hallazgo. Como éstos le fueron negados, decidió independizarse. Luego de fracasar en su primera expedición por falta de medios, formó una empresa de cateo con el francés Arnous de la Rivière que se encontraba en Mejillones explotando guaneras.



José Ramón Méndez, un cateador de plata conocido como el “Cangalla”, célebre por sus descubrimientos mineralógicos en la provincia de Atacama, fue expresamente llamado de Copiapó para incorporarse a dicha empresa. Esta, a principios de marzo de 1870, organizó, en Mejillones, una caravana compuesta por Méndez, como jefe de la expedición, el guía Simón Saavedra, un arriero de Limache llamado Sagredo y los peones Reyes y Porras, éste último proveniente de Petorca. Montados en cinco mulas, y con otras tres cargando agua, víveres y forraje, se internaron en el desierto, alentados por la promesa verbal de ser recompensados con la mitad de cualquier hallazgo minero.



Luego de semanas en el desierto y ya casi sin provisiones, los expedicionarios se dirigieron a la cumbre del cerro Limón Verde, desde donde divisaron las serranías del futuro Caracoles. En la madrugada del 24 de marzo de 1870, “Cangalla” tropezó con los rodados, piedras desprendidas del filón principal, de la que más tarde sería llamada mina Flor del Desierto; Reyes encontró los de la Descubridora, Porras los de la San José, y Saavedra se topó con los afloramientos superficiales de la veta nombrada Buena Esperanza.



Dos miembros de la expedición volvieron inmediatamente a la costa para dar aviso del hallazgo a sus patrones, llevando las alforjas repletas con muestras de los ricos rodados. Díaz Gana se dirigió sigilosamente al nuevo mineral que llamó Caracoles debido a la inmensa cantidad de fósiles de amonitas que se hallaban entre las piedras y arenas de las serranías. Y en dos meses consecutivos de incesante labor de reconocimiento descubrió los principales yacimientos. Posteriormente, obtuvo los pedimentos legales de las minas en Cobija. A título de descubridor, se reservó doce barras –es decir la mitad, pues cada mina en Bolivia se dividía en veinticuatro partes- las cuales dividiría por igualcon su socio habilitador Arnous de la Rivière, quien a la sazón se encontraba en Francia. Las otras doce barras de cada una de las minas descubiertas fueron cedidas a los cateadores de la expedición, como forma de pago anteriormente estipulada.

Extraído del libro "La flor del desierto: el mineral de Caracoles y su impacto en la economía chilena", de la autora Carmen Gloria Bravo Quezada

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