Por Paz Larraín Mira

Dentro de la historiografía chilena de la Guerra del Pacífico en la que destaca la obra de Gonzalo Bulnes, el papel desempeñado por la mujer es ignorado y por ello el objetivo de este trabajo es lograr conocer y demostrar cuál fue el rol de la mujer en la contienda.

Luego de una larga investigación, creo que es posible sostener la hipótesis de que a diferencia de lo que suele pensarse, la mujer chilena participó activamente en la Guerra del Pacífico y tuvo un rol importante como compañera, esposa, enfermera y dispensadora de beneficencia, aparte de haber tomado las armas en casos puntuales.

Hubo tres grupos o condiciones entre las mujeres que se destacaron durante la contienda. Primero están las más conocidas, las cantineras, aquellas mujeres que recién comenzada la movilización corrieron a alistarse en los regimientos impulsadas por su patriotismo como por el deseo de ayudar a las víctimas de las batallas. Estas mujeres vestían el mismo uniforme que los soldados de su batallón, ayudaban durante los combates repartiendo agua y municiones, socorriendo y aliviando a los heridos e incluso empuñando el fusil y luchando en caso de necesidad. Las cantineras muchas veces fueron verdaderas madres de los soldados, como protectoras, enfermeras y confidentes. Ellas han registrado sus nombres en la historia, nadie puede olvidar a Irene Morales que, viuda dos veces, residiendo en Antofagasta al momento que fue recuperada por Chile en febrero de 1879, siguió al Ejército chileno en todas las campañas.

El segundo estaba compuesto por aquellos miles de mujeres que permanecieron en sus hogares y cumplieron una labor, en la mayoría de los casos anónima, pero no por ello menos significativa. Ellas cooperaron, en la medida de sus posibilidades, en la confección de uniformes, ropa interior, pañuelos; otras fabricaron sábanas, vendajes, apósitos e implementos hospitalarios; fueron muchas las mujeres que bordaron banderas, estandartes y gallardetes; otras las que engalanaron las calles con arcos de triunfo y flores para el paso de los soldados que regresaban victoriosos, y todas en conjunto oraron por el triunfo de las fuerzas chilenas.

Sin embargo hubo dos rubros o actividades donde el papel de la mujer de la ciudad tuvo un significado especial. Uno de ellos el trabajo hospitalario y el segundo, la labor desplegada en la ayuda a los desamparados de la guerra. En el primero, la dedicación principalmente fue hacer hilas y otras vituallas para los heridos y ayudar a los que regresaban al país y debían permanecer en los hospitales en un momento en que la cantidad de nosocomios no eran suficientes para atender a tantos enfermos. El segundo rubro se refiere a las varias sociedades de beneficencia que tan eficientemente cooperaron auxiliando a las viudas y huérfanos que dejó la guerra (…).

El embarque hacia Antofagasta

En los siglos anteriores, cuando los ejércitos no contaban con la logística, intendencia y demás servicios actuales, fue costumbre que las mujeres los siguieran cuando se encontraban en campañas militares. Esto se vio en todas partes del mundo y ejemplo de ello lo tenemos en las rabonas de los ejércitos peruano y boliviano, en Flandes, México, Argentina o Colombia.

El Ejército expedicionario chileno no fue una excepción respecto a esto, siendo común que las mujeres siguieran a los soldados hacia Antofagasta desde los comienzos de la Guerra del Pacífico.

Efectivamente, las mujeres empezaron a llegar a Valparaíso desde distintos puntos del país para embarcarse hacia el Norte. Un ejemplo de ello fue el Batallón 3° de Línea, el que partió en tren desde Angol hacia Valparaíso deteniéndose en su trayecto en Talca y en Rancagua. Frente a esto, los corresponsales de El Ferrocarril comunicaron a Santiago: “Talca, 13 de febrero (1879). Desde las primeras horas de la mañana una gran concurrencia invadía toda la estación ansiosa de presenciar el embarque de las 3 compañías del 3º de Línea que iban a Valparaíso. Esa fuerza compuesta de 11 oficiales, 280 hombres de tropa y como 100 mujeres, ocupaba un tren especial”.

El corresponsal en Talca, describía la partida de los que iban a Santiago a enrolarse en el Regimiento de Artillería de Línea de la capital: “Durante el tiempo que duró la despedida, fuimos testigos de escenas bastante tristes y conmovedoras que desgarraban el corazón: en una parte padres despidiéndose de sus hijos, hermanas de sus hermanos, esposas de sus esposos, etc. También iban 2 carros completamente llenos de mujeres en número como de 200”.

En Concepción se formó un batallón para ir a la guerra y se aseveraba que por ello “la ciudad ha perdido de 800 a 900 habitantes, porque mujeres fueron muchas a compartir con el soldado los azares de la campaña”.

El embarque del Batallón 2° de Línea, enviado a Antofagasta, suscitó tal interés que El Mercurio le dedicó dos artículos diferentes el mismo día. Uno de ellos relató cómo fue el despacho de las tropas propiamente tal, presidido por el ministro de Guerra y el comandante general de Armas, y que el embarco se efectuó en tres lanchas y un lanchón hasta llegar a bordo del “Rímac”. “El vapor ‘Rímac' salió más tarde con la tropa y las mujeres de los soldados. Las rabonas, o sea las camaradas, como los militares llaman a sus mujeres, fueron embarcadas una hora antes que la tropa. Dos lanchas salieron cargadas con 100 mujeres, pero creemos que con más chiquillos que mujeres”.

En el otro artículo se testimoniaron las peripecias que tuvieron que hacer las mujeres para acomodarse en el “Rímac”: “Las mujeres de la tropa fueron alojadas en el piso superior del vapor, en cubierta, bajo una gran carpa. Tuvimos la curiosidad de visitar ese alojamiento; una visita de esta naturaleza y a tal local no carece de curiosidad. Por de pronto, la primera impresión de tal museo ambulante es de una novedad encantadora. Ahí estaban 80 y tantas mujeres, revueltas con tortillas, barrilitos, tremendas pañoladas de humitas, arrollados y otras municiones de guerra; todo esto amenizado con chiquillos que gritan, párvulos que riñen y muchachos que devoran. ¿Van ustedes contentas? les preguntamos a estas Cornelias a la rústica, ¡pues noria! (sic) nos respondió una amazona de rompe y rasga, nosotras somos soldados y a la guerra vamos. Y ustedes agregó una (in)oportuna interruptora, ustedes que no vienen más que a curiosear, ¿porque no nos dejan un vientecito? Pero chica, qué papel haría un pobre 2º entre doscientas interesadas? Sabemos que se habían puesto en lista los nombres de 120 camaradas; pero como a última hora se les dijera que sus compañeros podrían dejarles mesada, algunas desistieron del viaje, y solo partieron una 80 y tantas”.

Días después, el corresponsal de El Mercurio informaba sobre la partida de otro barco hacia el Norte: “El contingente que llevará hoy el ‘Limarí' a Antofagasta en derechura, se compone como de 500 hombres y 100 mujeres, además de 120 caballos de los Cazadores que salieron en el Santa Lucía. El jueves estará el ‘Limarí' en Antofagasta”.

Pero no a todas las mujeres les agradaba partir a la guerra. Los Tiempos, en un número de marzo de 1880, informó que “en la subdelegación de Santa Bárbara se ha ahorcado una infeliz mujer. Dicen que el motivo de este suicidio ha sido el rumor que propaló un individuo de que todas las mujeres que vivían en relaciones ilícitas iban a ser enviadas a la guerra para fabricar pan para el Ejército”.

Para tratar de detener la gran afluencia de mujeres a Valparaíso, que llegaban por ferrocarril procedentes de distintos puntos del país, el gobierno tomó medidas. Hasta entonces se otorgaba pasajes gratis en los trenes a los soldados y sus mujeres desde el lugar que provenían hasta la ciudad donde se instruían como reservas del Ejército. Esto llevó a que se abusase impunemente de estos medios de transporte, por lo que se ordenó “que en adelante los jefes de los cuerpos existentes en esta capital pasen a esta comandancia general una lista de las mujeres de los individuos de tropa de los suyos que se hallen en el caso de obtener pasaje libre para volver a sus casas. A las mujeres que pertenezcan a los contingentes de tropas que se envíen a Valparaíso con objeto de embarcarse al litoral del Norte no se les dará pasajes para aquel puerto, a no ser que tengan allí su domicilio. El señor ministro de Guerra, teniendo presente esto último y consultando el bienestar de las pobres mujeres, que de puntos y lugares apartados, vienen siguiendo a sus deudos (o no deudos) de quien muy bien pueden despedirse en sus hogares, ha expedido con fecha 14 del corriente la siguiente orden que se ha circulado para todas las provincias”.

Decreto del 14 de junio de 1879

No obstante, poco tiempo después se empezó a notar cierta incomodidad entre las autoridades por el alto número de mujeres instaladas en Antofagasta. La primera reacción procedió del capellán Ruperto Marchant Pereira, quien, en marzo de 1879, escribía: “Florencio se está portando como un héroe: ayer emprendió una verdadera cruzada en los cuarteles, perorando a la tropa a fin de que concurrieran a la misión. A indicación suya se ha mandado echar fuera a todas las mujeres que estaban allí revueltas con los soldados y se ha prohibido bajo prisión el bañarse desnudo, lo que era aquí moneda corriente a pesar de hallarse en el mismo punto, y a descubierto el baño de hombres y mujeres”.

Se empezó a advertir entonces a las mujeres los inconvenientes de acompañar a sus hombres. El corresponsal de El Ferrocarril hacía ver la necesidad de que el gobierno tomara medidas para evitar que las mujeres fueran al Norte: “De Caldera a las 4 PM. Sírvase comunicar por telégrafo al gobierno que con la tropa no vengan mujeres. Se aumenta el consumo y tienen mucho que sufrir”.

Unos días después un periodista relataba: “Las pobres camaradas cantineras han quedado en este puerto abandonadas y llorando como Magdalena. Ningún soldado ha llevado la suya o las suyas y cuanto han podido dejarles algunas escasas asignaciones mensuales para que no se mueran de hambre en esta desolada costa. Por eso las pobres se lamentaban y quejaban a sus jefes. ‘Que mi capitán' arriba, que ‘mi teniente' abajo, pero no ha habido escapatoria. Todas han tenido que quedarse aquí y bueno será que esta lección sirva de escarmiento a las infelices que por seguir a sus maridos o a sus dragoneantes no hacen caso de las advertencias y de las prohibiciones y se vienen de guerra en los vapores”.

Más tarde, en junio del mismo año, el general en jefe del Ejército del Norte fue notificado por el ministro de Guerra y Marina, Basilio Urrutia, sobre la propagación de enfermedades venéreas en el Ejército y la necesidad de solucionar este problema a la brevedad posible. Por ello establecía la urgente necesidad de que las mujeres de cada batallón fueran examinadas por los médicos para evitar la propagación de estas enfermedades: “El presidente de la Comisión Sanitaria del Ejército en Campaña me dice lo que sigue: Tiene conocimiento esta Comisión de que las enfermedades venéreas se han propagado en el Ejército del Norte de una manera lamentable y cree de absoluta necesidad para contener su desarrollo progresivo y los males consiguientes, que Ud. se sirva ordenar al Cuerpo Sanitario que allí reside o a quien corresponda, que semanalmente examinen a las mujeres del batallón para averiguar si se encuentran infectadas y ordenar su retención y aislamiento hasta que no se encuentren curadas. Algunas otras medidas de localidad tal vez podrían tomarse sobre este mismo asunto, como ser la de transportar a las mujeres que, según indicaciones, hayan transmitido con más frecuencia las enfermedades venéreas. Para ello serían del resorte de las autoridades locales, a las cuales sería conveniente indicarles que tomen algunas medidas a fin de evitar las desastrosas consecuencias de la propagación de estas enfermedades en el Ejército. Lo transcribo a Ud. para su conocimiento, juzgando, por mi parte, de suma importancia se hagan observar las disposiciones de la ordenanza del Ejército en esta materia, para que no se hagan enganches de personas enfermas, ni se embarquen tropas para el Norte sin previo reconocimiento de su estado sanitario. Cualquier principio de enfermedad venérea tiene, por necesidad, que tomar un desarrollo considerable con el temperamento del Norte, y, según todos los informes que tengo, ese mal ha sido inoculado desde aquí. Me permito pues recomendar a Ud. el que se tomen desde luego todas las medidas preventivas que aconseja la prudencia para evitar el desarrollo de un mal que puede tomar proporciones considerables”.

En respuesta a esta notificación se publicó oficialmente el 14 de junio de 1879 la primera prohibición por parte del gobierno para que no fuesen mujeres acompañando al Ejército: “El buen servicio público exige que al emprender su marcha los contingentes de tropa de las provincias y departamentos de la República, con destino al Ejército Expedicionario del Norte, no sean acompañados por mujeres, porque, además del mayor gasto que estas originan en los transportes, entorpecen los movimientos de la tropa y la rápida ejecución de las órdenes superiores. Dios guarde a Ud. Basilio Urrutia. Circulado por el ministro de Guerra a las comandancias generales de Armas de la República”.

Los problemas de que fueran las mujeres tras el Ejército también fueron notados por los extranjeros. Tal es el caso del marino norteamericano Theodorus Mason, quien hablando sobre la organización del Ejército chileno, manifestó que “en momentos de paz, los soldados vivían de su paga, estando la comida y el lavado de la ropa a cargo de sus propias mujeres, que siempre acompañaban a la tropa, hasta que los inconvenientes de este sistema se hicieron evidentes en Antofagasta y determinaron la organización de un comisariato regular”.

Establecimiento de normas

Investigando las posibles causas de los problemas sanitarios que afectaban a los soldados en campaña, se llegó a la conclusión que el gobierno preocupado de reunir y organizar sus unidades no prestó mayor atención al estado sanitario del personal, el cual “no contó con examen médico alguno, llegando al Norte individuos aquejados de toda clase de enfermedades y achaques, cuyos males pronto encontraron campo propicio en aquel duro clima”.

Solo con fecha 30 de junio de 1879, el gobierno, a instancias reiteradas del general en jefe, hizo presente “que los jefes de los cuerpos de Reserva y demás que se organicen y ordenen el examen de los individuos y alisten solo a los robustos y de buena salud”. Era necesario que los soldados enganchados y enviados al Norte estuviesen completamente sanos porque, por una parte, el clima favorecía el recrudecimiento de las enfermedades sociales en algunos individuos, y por otra, existía una gran “falta de atención médica durante el período de operaciones” y, finalmente, también por el hecho de que hubiese tantas mujeres acompañando a soldados sin haberse previamente sometido a algún tipo de examen médico.

Se vio entonces la necesidad de que los médicos del Ejército tuvieran un exacto conocimiento de “las afecciones herpéticas, fiebres eruptivas, afecciones tifoideas, fiebres sinocales, afecciones sifilíticas y venéreas, neumonías y afecciones orgánicas del corazón”, porque eran muy frecuentes entre los individuos de tropa.

Las principales dolencias que se desarrollaban entre los soldados en el Norte eran las tercianas, catarro bronquial, reumatismo, fiebre tifoidea, disentería y paperas, siendo las enfermedades venéreas las que cobraban más víctimas.

Los primeros controles sanitarios se practicaron después de la batalla de Tacna cuando la Comandancia General de Armas dictó órdenes “de medidas preventivas como ser la prohibición de venta de licores, el cierre de despachos, cafés y prostíbulos a cierta hora”.

Por otra parte se empezó entonces a examinar a las mujeres que estaban en los campamentos militares. El médico Guillermo Castro informó que él, en Tacna, otorgó “certificado de sanidad a dos mujeres”. Lucio Venegas en su obra “Sancho en la guerra” relata que en Pisco se presentó “el jefe a Sancho” y le ordenó “que reuniera las rameras del campamento... una vez juntas, como un mansísimo rebaño, el pastor-teniente debía conducirlas a una ambulancia para que las examinara un galeno entendido”.

Ante todos estos problemas de salud las autoridades procedieron entonces con severas medidas “y merced al celo desplegado, el estado sanitario cambió rápidamente, a tal punto que las salas especiales del hospital quedaron poco a poco desiertas”.

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