Moda

George Brummell, el príncipe de los elegantes

En los primeros años del siglo XIX, el "bello" Brummell se hizo famoso como el hombre mejor vestido de Inglaterra. Hoy se le recuerda como el primer dandi de la historia

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FOTO: Granger / Aurimages

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Retrato de George Brummel de los años en que triunfaba en Londres

La obsesión por ser distinto

George Brummell ha sido considerado como el padre fundador del dandismo, un movimiento nacido al calor del primer romanticismo y que, a lo largo del siglo XIX, tendría entre sus grandes nombres a Robert de Montesquiou, Boni de Castellane, Barbey d’Aurevilly o, por supuesto, Oscar Wilde. El dandi daba menos importancia a la elegancia que a su propia singularidad. Desde luego, su meta era llegar a la distinción en la vestimenta, pero lo hacía para afirmar una individualidad rebelde e irreductible en un mundo cada vez más gregario.

FOTO: Bridgeman / ACI

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Jorge, príncipe de Gales. Camafeo obra de James Rassie. Hacia 1790

Brummell, el más delicado de los hombres, siempre contrario a cualquier tipo de ejercicio físico, comenzó su imperio de elegancia al entrar al servicio del príncipe de Gales en el regimiento de húsares que éste comandaba.

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El mercado de Queen’s Bazaar durante el invierno de 1833-1834. Archivos Metropolitanos de Londres

¿Cuál era su secreto, cómo lograba cautivar un hombre que –según se ha dicho– era alto, pero no demasiado, y guapo, pero no arrebatador? El propio Brummell da una pista al afirmar que "si alguien se da la vuelta para mirarnos, es que no vamos bien vestidos". 

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George Brummell vestido con su estilo habitual, por Robert Dighton. 1805

El inventor del traje moderno

George Brummell fue posiblemente el primer "común" o plebeyo admitido en el círculo de la realeza. La sobriedad característica de su estilo tuvo que ver, a buen seguro, con la comparativa modestia de sus orígenes: al no poder competir en joyas y ornato, lo hizo en el corte de las ropas. Con Beau Brummell nace la indumentaria que, con el tiempo, desembocaría en el traje actual: una pieza hecha a mano a la medida que, además de resultar favorecedora para el cuerpo, iba a suponer el adiós a bombachos, medias y túnicas. La fantasía la dejaba Brummell para las antecesoras de la corbata actual, unas piezas de seda que ceñía con gran arte sobre camisas de corte sencillo y similar a las nuestras.

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Nudo de corbata característico de la regencia

La corbata perfecta

Para hacerse  el nudo de la corbata de una forma perfecta, George Brummell podía llegar a invertir toda una mañana. Se dice que si el nudo no quedaba a la primera como él quería, desechaba la corbata y empezaba de nuevo con otra. Al final, miraba la montaña de corbatas inservibles y suspirando exclamaba: "¡Cuánto error!".

En el Londres de 1815, dos fenómenos causaron una gran sensación: la victoria en la batalla de Waterloo y las excéntricas corbatas de George Brummell. Como escribió Virginia Woolf, imperios como el de Napoleón podían conocer su auge y su caída mientras el "bello" Brummell, impertérrito, "experimentaba con el pliegue de un pañuelo o criticaba el corte de un abrigo". Poco antes de su muerte en la pobreza y el exilio, el propio Brummell manifestó que esa aparente frivolidad había valido la pena, puesto que su nombre viviría por siempre. Razón no le faltaba. Al fin y al cabo, seguimos siendo deudores de quien consiguió que el hombre empezara a llevar chaqueta oscura, camisa blanca y pantalones (y no medias).

Sacaba brillo a sus botas con champán o utilizaba una escupidera de plata por verse incapaz, según la costumbre de la época, de escupir sobre el suelo

Su influjo en materia de vestimenta ha sido indudable, pero no lo ha sido menos su pervivencia literaria. Consiguió esa posteridad sin tener que escribir un solo libro: le bastó con su carácter pionero a la hora de representar ese "desafío a las leyes morales" en que consistía el dandismo, a decir de Camus. Por eso todos los dandis que en el mundo han sido lo iban a tener de santo patrón. Y por eso todos intentaron imitar su modelo, del inglés Byron al francés Barbey d’Aurevilly.

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El ritual de vestirse

Son conocidas las excentricidades del bello Brummell: sacar brillo a sus botas con champán, por ejemplo, o utilizar una escupidera de plata por verse incapaz, según la costumbre de la época, de escupir sobre el suelo. Su liturgia de baño y vestido podía ocupar gran parte de la mañana: pasaba horas probando distintos nudos de corbata tan sólo para que pareciera que la había anudado a toda prisa. Jorge IV, protector de Brummell por un tiempo y siempre atraído por la vida elegante, llegó a asistir a este ritual matutino del nuevo "Petronio" londinense.

En algún momento, Brummell dejó dicho que, sin lujos, el guardarropa mínimo de un hombre requeriría de un presupuesto no menor a lo que hoy serían 150.000 euros. Eso da para unos cuantos trajes, incluso en una de las mejores firmas de Savile Row, la calle de la alta sastrería londinense. Por su fidelidad a este planteamiento, Brummell se vería de continuo asaltado por todo tipo de deudas. Antes había tenido tiempo de gastarse la herencia de una familia por lo demás sin mayor lustre, pero que se pudo permitir pagarle la estancia en colegios tan prestigiosos como Eton y Oxford. Allí, precisamente, comenzó a marcar estilo como el escolar que enjoyaba la corbata del colegio.

Elegancia inefable

Su revelación llegaría años más tarde, cuando Brummell, el más delicado de los hombres, siempre contrario a cualquier tipo de ejercicio físico, comenzó su imperio de elegancia al entrar al servicio del príncipe de Gales en el regimiento de húsares que éste comandaba. Su indiferencia hacia la vida castrense no impidió que el príncipe, fascinado por su figura, le ayudara a ascender con rapidez –en el ejército y, ante todo, en la sociedad–. Desde ahí, la gloria londinense de Brummell se extendería, como un régimen autoritario, de 1798 a 1816. Su huella en materia de vanidad iba a ser tan marcada que, al recordar los cambios de traje exigidos en el Londres de la época, Chateaubriand afirmó que "hubiese preferido mil veces las galeras".

Chateaubriand afirmó que "hubiese preferido mil veces las galeras" antes que los cambios de traje que exigía la moda

¿Cuál era su secreto, cómo lograba cautivar un hombre que –según se ha dicho– era alto, pero no demasiado, y guapo, pero no arrebatador? El propio Brummell da una pista al afirmar que "si alguien se da la vuelta para mirarnos, es que no vamos bien vestidos". El gran dandi dejó de lado el colorido característico de las ropas del Antiguo Régimen para abrazar tonos más sobrios y discretos, de acuerdo con otro de sus consejos: "Poner el mayor de los lujos al servicio de la menor de las ostentaciones". La elegancia iba ya a basarse más en el corte que en el color, en la calidad de las telas y los tejidos, en una autenticidad masculina de la que el propio Brummell se jactó al afirmar que no necesitaba ningún perfume pues, como había observado otro dandi excelso, Lord Byron, él ya lucía bien fresco y limpio. Pero si sus colores eran menos bizarros, su corte era aún más exigente: no extraña que, justamente por cumplir con sus demandas, Savile Row llegase a ser la meca mundial de la sastrería.

Amante de lo excéntrico

Tal vez vistiera discretamente, pero la elegancia de Brummell tenía manifestaciones indiscretas: para no romper su difícil compostura, se negaba a alzar el sombrero al saludar por la calle. Es lo propio de un dandismo que siempre preferirá deslumbrar a gustar. No en vano, si Brummell fue conocido como el poeta de la sastrería, su ingenio, su desparpajo y –por qué no decirlo– sus desplantes se hicieron inseparables de su porte. Llegó a interrumpir una fiesta para quejarse de que no había agua caliente en el baño. Pedía sidra si en otra velada no le gustaba el champán del anfitrión. No le importaba decir que una vez había cogido un resfriado por dormir en el mismo cuarto que un extraño cuyo cuerpo estaba mojado. Y llegó a perder el interés por una muchacha tras haber visto que repetía de sopa.

Para pedir más champán al servicio, ordenó al príncipe: "Gales, toca la campana", y Gales la tocó, pero para que prepararan el carruaje de Brummell

Este desparpajo mundano le iba a convertir en figura de referencia en el Londres social de los clubes y la ópera, y en esa vida epicúrea llegaría a tener una influencia casi tiránica. Con todo, la misma desenvoltura que le había servido de ascensor social también iba a hundirle en la desgracia. Al parecer, según cuentan las crónicas, cometió un abuso de confianza con su protector Jorge IV cuando éste era aún príncipe. Para pedir más champán al servicio, ordenó al príncipe: "Gales, toca la campana", y Gales la tocó, pero para que prepararan el carruaje de Brummell. En todo caso, el hecho de llevarse mal con la consorte del príncipe tampoco le ayudó.

Ocaso de una leyenda

Con el tiempo, Brummell no dejaría de cobrarse su venganza. Y supo darle al futuro rey donde le dolía. Una tarde, de paseo en compañía de un amigo lord, se toparon con el príncipe, quien ignoró a Brummell. Al separarse, éste habló a su acompañante en un tono lo suficientemente alto como para que su comentario llegara a oídos principescos: "Ese amigo tuyo gordo, ¿quién es?".

Los últimos años de Brummell iban a ser un tiempo de miseria

Quizá por honrar la intuición de Barbey d’Aurevilly, para quien no hay dandi feliz, los últimos años de Brummell iban a ser un tiempo de miseria. Para escapar de sus prestamistas huyó al norte de Francia, a Caen, donde consiguió un puesto de cónsul. Desde allí se dedicaría a cortejar por carta la caridad de sus antiguas amistades. Y aunque su tren de vida jamás volvería a ser el mismo, aún fue capaz de escandalizar a sus nuevos vecinos. En Caen tomó la costumbre de recibir a los viajeros británicos, a los que engatusaba de tal modo que casi se sentían agradecidos de darle una limosna.

Lejos de su reinado mundano, los últimos días de Brummell coquetearon con la locura. Él, que había considerado de lo más vulgar beber cerveza, acabó por confundirla con el champán. Y, en un ejercicio de patetismo, llegó a dar fiestas imaginarias a invitados que no lo eran menos –duques, lores y grandes del reino–, hasta que su criado anunciaba que los no menos fantasiosos carruajes estaban ya dispuestos y Brummell se retiraba a descansar. Para entonces ya había perdido incluso la bicoca de su puesto de cónsul y, con ello, también la inmunidad diplomática. Los franceses no tardaron en meterle en la cárcel por deudas. Moriría en un cuartucho pagado con la caridad ajena, pero para entonces Brummell ya sabía que su don –"saberse vestir"– le haría inmortal. Hoy, es de justicia que su estatua presida, entre Burlington Arcade y Jermyn Street, un rincón del Londres frecuentado por los elegantes.