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Capítulo XIII

Gobierno de don Martín de Mujica. Su muerte. Interinato de don Alonso de Figueroa. Principio del gobierno de Acuña y Cabrera (1648-1653)


1. Nuevos trabajos del Gobernador para adelantar la pacificación del territorio araucano. 2. Muerte de don Martín de Mujica. 3. Gobierno interino del maestre de campo don Alonso de Figueroa y Córdoba. 4. Llega a Chile el gobernador don Antonio de Acuña y Cabrera y celebra nuevas paces con los indios en Boroa. 5. Los indios cuncos asesinan a los náufragos de un buque que llevaba el situado a Valdivia. Medidas tomadas para su castigo. 6. Vacilaciones de Acuña ante los consejos encontrados; recibe el título de gobernador propietario.



1. Nuevos trabajos del Gobernador para adelantar la pacificación del territorio araucano

Retenido en Santiago por las atenciones y trabajos de que hemos dado cuenta en el capítulo anterior, el gobernador don Martín de Mujica se ocupó todavía en disponer otras medidas con que creía dar movimiento y seguridades al comercio, y levantar la ciudad de la postra ción a que había sido reducida. Su espíritu religioso lo llevó también a dictar otras providencias para asegurar la conversión de los indios y destruir sus supersticiones y, al efecto, prohibió las fiestas y reuniones de los indígenas por cuanto «en ellas, decía, intervenían pactos implícitos con Satanás», y retardaban su conversión definitiva al cristianismo496. El Gobernador,   -330-   como el mayor número de sus contemporáneos, no estaba preparado para comprender que la transformación moral e intelectual de los indios no podía ser la obra de un día ni de un año; y de allí el que atribuyesen a la intervención directa del demonio la persistencia pasiva, pero incontrastable con que aquellos guardaban sus hábitos y preocupaciones.

Los negocios de la frontera, que no daban un año de descanso a los gobernadores, llamaron a Mujica a Concepción en los últimos días de noviembre. Lleno de ilusiones en el resultado de los trabajos emprendidos para obtener la pacificación completa del territorio, esperaba consolidar la paz celebrada con los indios, reducir otras tribus y establecer en ese verano algunas poblaciones o fuertes. Así, pues, al llegar a Concepción, el 15 de diciembre, mandó activar los aprestos para hacer otra nueva campaña. Dejando sólo las guarniciones indispensables en las plazas de la frontera, entraría en el territorio enemigo todo el ejército español dividido en dos cuerpos, uno por la región de Arauco y Tucapel, y otro por Nacimiento y Angol; y reuniéndose en un solo cuerpo en Lumaco, avanzaría hasta Valdivia y su comarca para dejar expedita la comunicación y afianzado el sometimiento de los indios. El Gobernador, que pensaba mandar en persona la campaña, salió de Concepción el 1 de enero de 1648 a la cabeza de las tropas que debían expedicionar por el lado de la costa.

Sin embargo, don Martín de Mujica no pudo pasar del nuevo fuerte de Tucapel. Un violento ataque de gota lo postró de tal manera que fue necesario transportarlo a Concepción. No queriendo demorar la empresa un solo día, dio al maestre de campo Fernández de Rebolledo, junto con el mando de todo el ejército, las más prolijas instrucciones de cuanto debía hacer. El principal encargo que esas instrucciones contenían, era el de fundar un fuerte en la arruinada ciudad de la Imperial o en sus inmediaciones, levantar una iglesia, cuarteles, depósitos de municiones y viviendas para los religiosos que lo acompañaban. Ese fuerte, que debía ser el núcleo de una ciudad, serviría, según sus propósitos, para mantener expeditas las comunicaciones entre Concepción y Valdivia.

El maestre de campo ejecutó este encargo sin grandes dificultades. Los indios de esa comarca, impotentes para oponer resistencia a un ejército de cerca de mil soldados españoles y de otros tantos indios auxiliares, se mostraban tranquilos y pacíficos. En Boroa, en el sitio mismo en que bajo el gobierno de García Ramón existió otro fuerte, estableció su campo Fernández Rebolledo, y desplegando una gran actividad, en menos de un mes levantó bastiones, abrió fosos, construyó cuarteles y graneros y lo dispuso todo para su defensa. Dejó allí 83 soldados de caballería con víveres para un año, y dos padres jesuitas497, y dio la vuelta al norte con su ejército. A su regreso, las tropas españolas se ocuparon ese verano en fortificar y dar ensanche a la plaza de Nacimiento, sobre las orillas del Biobío, para mantener las comunicaciones mediante algunas barcas que se pusieron en ese río.

Mientras tanto, el capitán Gil Negrete, gobernador de Valdivia, fundaba algunos fortines en los lugares inmediatos, sin encontrar por entonces resistencia formal de los indios. El Gobernador recibía en Concepción con el más vivo contento estas noticias de los progresos de sus armas, que eran para él un signo evidente de que se acercaba el momento de la pacificación definitiva de todo el país. Los jesuitas, por su parte, le daban cuenta de los progresos que hacían en la conversión de los indios, del deseo que éstos mostraban por   -331-   bautizarse y de la confianza que debía tenerse en el resultado de aquellos trabajos. «Cuando el gobernador don Martín de Mujica, escribe uno de los jesuitas, supo el fruto que con la comunicación de los indios por medio de estos fuertes hacían los padres en sus almas y cuan domésticos estaban y deseosos de recibir nuestra santa fe, holgose en extremo por ver que se iban cumpliendo sus deseos y los de Su Majestad de la conversión de la gentilidad, y dio muchas gracias a Dios, y escribió a los padres estimando las diligencias que hacían por salvar aquellas almas, animándoles a proseguirlo, y con su gran piedad les envió dos mil rosarios para que repartiesen a los indios que se cristianasen, y lo mismo hizo con los padres de Boroa, que sabiendo la voluntad con que aquellos indios recibían la fe y los bautismos que se hacían, nos envió otra partida de rosarios y nos escribió una carta muy cristiana y pía, y como la pudiera escribir un Obispo, exhortando a la predicación del evangelio y a la extensión del nombre de Cristo y dilatación de su fe santa, con un celo y fervor que prendían fuego»498. Esta distribución de rosarios a los indios bárbaros a quienes el Gobernador quería reducir, es un hecho que caracteriza a un hombre y a una época en que se creía vivir en un mundo sobrenatural.

A pesar de esta confianza del Gobernador, y, aunque en algunos distritos los indios se mantuvieron en una quietud relativa, los españoles que se habían establecido en aquellos lugares estaban obligados a vivir con las armas en las manos y, aun, a sostener una guerra constante con las tribus de más al sur, hasta las orillas del río Bueno y la arruinada ciudad de Osorno. Algunos de sus capitanes, interesados en hacer cautivos, daban impulso a esas operaciones militares, expedicionando contra los indios de aquellos lugares y, aun, atacando con fútiles motivos a otras tribus que no habían ejecutado verdaderos actos de hostilidad. El Gobernador había encargado en el principio que fuesen degollados todos los indios de más de quince años de edad que habiendo dado la paz volviesen a tomar las armas; pero cuando vio los horrores de esa lucha, dio el mando de la plaza de Boroa al general Ambrosio de Urra, con instrucciones mucho más humanas, hizo poner en libertad a muchos de los cautivos tomados en las correrías anteriores, y trató de regularizar el comercio que se hacía, vendiendo por esclavos los indios prisioneros, muchos de los cuales eran extraños a toda rebelión. «Su Majestad, como católico, decía el Gobernador, quiere y es voluntad real que todas las piezas (cautivos) que se cojan, sean doctrinadas y bautizadas para reducirse al gremio de la Iglesia, a cuyo fin se permite esta guerra, siendo ésta la causa más esencial de cuantas se ofrecen para continuarla, lo cual no puede tener cumplido efecto volviendo a su gentilidad, y queda sin castigo el enemigo. Y así ordeno que todas las piezas y gandules que se maloquearen, sin ocultar ninguna, pena de perderla, en que desde luego condeno a quien lo hiciere, las manifiesten así los indios como los españoles, al general Ambrosio de Urra para que tome razón en un libro que para sólo este efecto ha de tener»499. Los indios, después de examinados sus antecedentes, y de comprobada su edad, con consulta de los padres jesuitas, eran inscritos en aquel registro, y pasaban a ser esclavos; pero esta esclavitud, según las ideas del Gobernador, debía redundar en beneficio de sus almas, porque sería ocasión de bautizarlos y de hacerlos cristianos.

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Todo hace creer que la situación de los españoles que sostenían aquella guerra era verdaderamente lastimosa, y que las privaciones y miserias que sufrían conservaban en sus campamentos la desmoralización que los gobernadores habían pretendido combatir. «Por este tiempo, dice un cronista contemporáneo, se huyeron de Valdivia veintiséis soldados y un negro, en un barco, hombres todos pusilánimes y cansados de los trabajos de la milicia y de bajos pensamientos por lo que después hicieron»500. Habiendo ocurrido el incendio casual de un rancho en la isla de Mancera, en la misma noche en que se ponían en viaje, los fugitivos se creyeron descubiertos, y metiéndose por los canales del sur, fueron a asilarse entre los indios enemigos. Algunos de ellos fueron asesinados por los bárbaros en sus fiestas y borracheras, tres lograron escaparse al otro lado de las cordilleras y llegar después de peligros infinitos a Buenos Aires; pero hubo otros que consiguieron aplacar a sus aprehensores, y aliados a ellos pasaron a dirigirlos en las operaciones militares en contra de los defensores de Valdivia.




2. Muerte de don Martín de Mujica

El gobernador Mujica permaneció todo aquel año (1648) en Concepción ocupado en dirigir esas operaciones militares con que creía adelantar la pacificación definitiva del reino. Pero atenciones de otro orden lo llamaban a Santiago, donde se continuaban los trabajos de reconstrucción de la ciudad. A mediados de abril de 1649, después de asistir religiosamente en Concepción a las fiestas de Semana Santa, y de cumplir los deberes religiosos a que daba tan marcada importancia, se puso en camino para la capital. Cuéntase que durante su viaje hizo cuantiosas limosnas para la reedificación de algunas iglesias de campo destruidas por el terremoto. En Santiago fue recibido con gran satisfacción por el Cabildo y por el vecindario, y especialmente por las órdenes religiosas, a las cuales había socorrido tan generosamente después de aquella catástrofe.

«Estaba sano y bueno, dice el cronista que nos ha legado más amplias noticias sobre estos sucesos. Acabando de oír misa y sermón, vino a comer al tercer día que llegó a Santiago. La comida era de ostentación, los convidados muchos, y al primer plato que le pusieron de una ensalada, apenas la comenzó a comer cuando sintió la fuerza de un eficacísimo veneno, y echando con bascas y espuma, se le trabó la lengua, levantose de la mesa, fuese a la cama y dentro de una hora murió enajenado de los sentidos. Quedaron todos atónitos y espantados de una muerte tan acelerada de un Gobernador tan querido, de tan grandes prendas y de tan acertado gobierno, y mostraban el sentimiento en los ojos, no habiendo persona que no le llorase. Fueron varios los juicios que se echaron sobre su muerte. El día del juicio se sabrá quién la hizo, si es que fue veneno, como dijo el común; pero las justicias no se persuadieron a eso ni a que un caballero tan bien quisto y tan amado tuviese enemigo que le quitase la vida, y así no hicieron averiguación ni pesquisa sobre su muerte»501.

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La historia carece de datos seguros para pronunciar si en verdad la muerte de don Martín de Mujica fue el efecto de un crimen. Es evidente, sin embargo, que ésta fue creencia general de sus contemporáneos. Otro de éstos, el maestre de campo don Jerónimo de Quiroga, escribía poco más tarde estas breves, pero maliciosas palabras: «Bajó a Santiago el Gobernador, y a los tres días de su llegada murió con sentimiento de todos, menos de un togado que depuso de su empleo y lo confirmó el Rey»502. Sea de ello lo que se quiera, la verdad es que la muerte del Gobernador produjo una dolorosa impresión en todo el reino, donde la seriedad de su carácter, su espíritu activo y laborioso, su alma caritativa y hasta su acendrada devoción, le habían ganado las simpatías casi universales. Un tercer escritor contemporáneo, que casi siempre revela un criterio bastante seguro, nos ha dejado un retrato muy lisonjero de este Gobernador en las líneas siguientes: «Con sus buenas disposiciones en lo militar, acompañadas de la justa distribución de los puestos, y con otras que en lo político acreditaban su buen celo, gran talento, liberalidad y justicia, (el gobernador Mujica) se hizo a un tiempo amar y temer. Socorría a los pobres de su mismo caudal; hacía observar sus bandos con entereza inviolable, asegurando los caballos, que en las fronteras son bienes comunes, por el uso que hay de hurtarlos unos a otros. Singularísimas fueron las prendas de este caballero, digno de mayores ocupaciones. Murió cuando más necesitaba aquel reino de tal cabeza, súbitamente, estando comiendo una ensalada en la ciudad de Santiago de Mapocho, por mayo de 1649. Fue su muerte tan bien llorada del común como sentida después, reconociéndose cada vez más la falta de tan gran sujeto»503.

El cadáver del Gobernador fue sepultado aparatosamente y en medio de las demostraciones del duelo público, en la iglesia de madera improvisada después del terremoto. «Reedificose la catedral, añade Jerónimo de Quiroga, y al pasar a ella los huesos del dicho Gobernador, se halló incorrupta una mano; y el señor obispo Villarroel predicó que era por las limosnas que hacía». La persistencia con que los cronistas posteriores han repetido este pretendido prodigio, y la explicación dada por el Obispo, al paso que revelan el mantenimiento de la credulidad de aquellos días, hace ver que don Martín de Mujica había dejado un recuerdo duradero de sus virtudes.



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3. Gobierno interino del maestre de campo don Alonso de Figueroa y Córdoba

Según hemos contado en otra parte504, Felipe IV, por una cédula de 7 de mayo de 1635, había conferido al virrey del Perú la facultad de proveer a las vacantes de gobernador de Chile por medio de un nombramiento anticipado que guardaría la Real Audiencia en pliego cerrado y secreto. Era ésta la primera vez que se iba a usar este sistema. La Real Audiencia abrió el último pliego que para este efecto había recibido del Perú, y halló en él una provisión de 5de marzo de 1643, por la cual se nombraba gobernador interino de Chile al maestre de campo don Alonso de Figueroa y Córdoba505. Pero esa provisión estaba firmada por el marqués de Mancera, que el año anterior había dejado de ser virrey del Perú; y esta circunstancia dio origen a que se intentara dificultar su cumplimiento. Don Nicolás Polanco de Santillán, oidor más antiguo del supremo tribunal, sostenía que aquella provisión había caducado; y reclamaba para sí el gobierno interino del reino, según las prácticas usadas antes que el Rey hubiera dado la cédula de 1635; pero la Audiencia, pronunciándose contra ese parecer, mandó que fuese reconocido gobernador interino el maestre de campo Figueroa y Córdoba. El Rey, por su parte, al tener noticia de estas competencias, sancionó el acuerdo del supremo tribunal, y mandó que en adelante se cumpliera en la misma forma su anterior resolución506.

Era el nombrado un militar envejecido en el servicio de las armas. Soldado desde la edad de dieciséis años, llegó a Chile en 1605,en el refuerzo de tropas que trajo de España el general don Antonio de Mosquera; y había recorrido aquí todos los grados de la milicia, hasta llegar al de maestre de campo, que poseía hacía veinticuatro años. Parece que si Figueroa y Córdoba no podía recordar servicios tan brillantes como algunos otros capitanes de su tiempo, su carrera estaba limpia de toda mancha, y gozaba por esto mismo, así como por la rectitud de su carácter, del respeto y de la consideración de sus compañeros de armas. Sus escasos bienes de fortuna, casi insuficientes para el sostén de su familia, lo mantenían, sin embargo, en una posición modesta, lo que no había impedido que algunos de los gobernadores lo distinguieran con particular aprecio. Don Martín de Mujica lo había honrado con su confianza, hasta el punto de darle uno de los cargos más importantes del reino, el de gobernador de la plaza de Valdivia, que en esos mismos días iba a quedar vacante por cuanto el capitán Gil Negrete debía pasar al gobierno de Tucumán por designación del Rey.

Sin nuevos inconvenientes, Figueroa y Córdoba fue recibido en Concepción a mediados de mayo en el cargo de gobernador interino. Contrajo toda su atención a los negocios militares,   -335-   preparándose para continuar en la primavera siguiente los trabajos de reducción de los indios. «Habiendo llegado el tiempo para ponerse en campaña con el ejército, escribe él mismo, queriendo ejecutar las disposiciones que había preparado, me embarazó a hacerlo el haber reconocido la mayor y más general falta de mantenimientos que de muchos años a esta parte ha experimentado este reino, originada de la esterilidad de la tierra, particularmente la de los indios amigos, con que forzosamente me hallé obligado a esperar las cortas cosechas y que se aseguren las mieses para proseguir la marcha hasta donde se pudiese, sin perdonar diligencia conveniente al servicio de Vuestra Majestad En tanto que esto se consigue, añade, por no tener la gente ociosa, y por hacer nuevas experiencias de los indios amigos nuevamente reducidos, empeñando su fidelidad en odio y castigo de los rebeldes, ordené se hiciese una entrada a las tierras enemigas con buen número de gente para que el destrozo junto con la necesidad que padecen, los obligase a reducirse al debido vasallaje de Vuestra Majestad y al gremio de la Iglesia»507. Estas correrías, enteramente ineficaces para obtener el sometimiento de los indios, y mucho más aún su conversión al cristianismo, no daban otro resultado que la captura de algunos prisioneros que luego eran negociados como esclavos.

Pero si el gobernador interino pensó en los primeros días de mando en acometer empresas militares de alguna trascendencia, su entusiasmo debió enfriarse antes de mucho tiempo. Su primer cuidado al recibirse del gobierno había sido comunicar su elevación al rey de España y al virrey del Perú, pidiendo a ambos que se sirvieran confirmarlo en este puesto; pero sólo cosechó una bochornosa decepción. «Representé, dice él mismo, al nuevo virrey del Perú conde de Salvatierra, cuan conveniente era el servicio de Vuestra Majestad que gobernase estas armas persona experta en ellas, que tuviese conocimiento de la forma con que se hace la guerra a este enemigo y de su naturaleza y arte, todo muy distinto a lo de Europa, y necesario para la conservación de la paz que se goza y sujetar a los rebeldes, y que por faltar este conocimiento a los gobernadores que vienen de España y querer gobernarse con las mismas disposiciones de Flandes o de Italia, aunque han sido grandes soldados y de mucho nombre en aquellas partes, no se ha dado fin a esta guerra y se ha errado la forma siempre. Y que pues en este gobierno me había cabido la suerte a mí por estar nombrado en primer lugar, y era notoria la aprobación con que he gobernado las armas en cuarenta y cinco años que ha sirvo a Vuestra Majestad en este ejército, ocupando repetidamente el puesto de maestre de campo general de más de veinticuatro años a esta parte, con aciertos tan grandes y con triunfos tan gloriosos que no los experimentó mayores este reino desde su principio hasta el tiempo presente, y que no era menos notoria la calidad de mi sangre y las obligaciones con que me hallaba de mujer y siete hijos, nietos (por su madre) de los primeros pobladores y conquistadores de este reino y del Perú, sin más caudal que mis méritos por haber servido en los puestos que he ocupado desnudo de intereses, celoso del mayor servicio de Vuestra Majestad, me confirmase el nombramiento de mi antecesor, despachándome nuevos títulos de Gobernador, Capitán General y presidente de la Real Audiencia de este reino en tanto que Vuestra Majestad se sirviese de proveerlos, y premiar con esta merced u otra de su real mano mis méritos. Y sin atender a estas conveniencias tan del servicio de Vuestra Majestad ni a mi calidad, servicios, obligaciones y pobreza, ni a que actualmente me hallaba en ejercicio de estos puestos, los ha proveído en el maestre de campo don Antonio de Acuña y Cabrera, dejándome con mayores obligaciones   -336-   para mi decente lucimiento y con más imposibles y menos caudal para acudir a ellas, cuando apenas puedo sustentar moderadamente mi pobre y desamparada familia». El anciano militar, al recibir en octubre de ese año (1649) la repulsa del Virrey a sus pretensiones, debió sentirse desanimado para emprender las campañas que había proyectado.

Sin embargo, su sucesor tardaba en llegar, y mientras tanto las hostilidades de los indios en la comarca de Valdivia se hacían más y más inquietantes. En la noche del 24 de diciembre, conducidos por uno de los soldados españoles que habían desertado poco antes de aquella plaza, asaltaron un fuerte que sólo distaba una legua de ella, mataron a casi todos los soldados que lo defendían, apresaron a otros y prendieron fuego a las palizadas y habitaciones. Más al sur todavía, tomaron como prisioneros a un padre jesuita de mucho prestigio, llamado Agustín Villaza, y a los españoles que en su séquito habían entrado confiadamente en el territorio enemigo con el propósito quimérico de convertir a los indios. Figueroa y Córdoba, en vista de estos hechos, se vio forzado a renovar en aquellos lugares las operaciones militares. Mientras las tropas españolas que guarnecían Valdivia y Boroa hacían la guerra a los indios rebeldes de esa región, el capitán don Ignacio Carrera Iturgoyen, que acababa de recibir el nombramiento de gobernador de Chiloé, desembarcaba en Carelmapu al frente de una buena columna, y a entradas del invierno de 1650, ejecutaba una penosa campaña para escarmentar a las tribus indígenas de la comarca de Osorno. Ahora, como en otras ocasiones, los expedicionarios talaron los campos de los indios, mataron muchos de éstos, y apresaron otros; pero no obtuvieron ninguna ventaja que hiciera presentir el término más o menos remoto de aquella lucha interminable.




4. Llega a Chile el gobernador don Antonio de Acuña y Cabrera y celebra nuevas paces con los indios en Boroa

Aunque el virrey del Perú tenía resuelto desde julio de 1649 el enviar otro Gobernador para el reino de Chile, éste no pudo ponerse en camino para recibirse del mando sino ocho meses más tarde. El favorecido por la designación del Virrey fue, como queda dicho, don Antonio de Acuña y Cabrera, viejo militar que gozaba en el Perú de cierto prestigio, más que por sus propios méritos, por la influencia de algunos parientes que tenía en la Corte. Antiguo soldado de las guerras de Flandes, no había alcanzado en ellas el renombre que tuvieron otros capitanes que antes habían venido a Chile. Con la protección de un tío, don Hernando Ruiz de Contreras, que fue secretario de Estado de Felipe IV, e individuo de algunos consejos de gobierno, obtuvo, sin embargo, un corregimiento en el Perú, y luego el cargo de maestre de campo de la plaza del Callao y el hábito de la orden de Santiago. Habiendo aceptado el título de gobernador interino de Chile que le ofrecía el virrey del Perú, Acuña y Cabrera levantó una compañía de infantería española, e hizo todos los aprestos de viaje. Estando próximo a embarcarse, recibió su nombramiento el 9 de marzo de 1650, y diecisiete días más tarde zarpaba para Chile en las naves que traían el situado.

En este reino era esperado desde tiempo atrás. El 4 de mayo, al desembarcar en Concepción, Acuña y Cabrera fue saludado con salvas de artillería; y tres días después (el 7 de mayo), recibido solemnemente por el Cabildo en el cargo de Gobernador. Su primer cuidado fue distribuir bastimentos y vestuarios a los cuerpos españoles que guarnecían los fuertes, e imponerse del estado de la guerra, que como casi todos sus antecesores, se proponía   -337-   llevar a término definitivo. Los informes que recibió, aunque más o menos contradictorios, eran en general lisonjeros. Contábase que la gran mayoría de las tribus enemigas habían aceptado la paz, y que aquéllas que persistían en una actitud hostil, habían recibido severos escarmientos que las obligarían en breve a deponer las armas.

El nuevo Gobernador se dejó persuadir fácilmente por estos informes, y creyó que los tratos pacíficos y el empleo de los medios de suavidad reducirían en breve a todos los indios a la más perfecta sumisión. Oyendo los consejos de algunos padres jesuitas, mandó que se suspendieran las malocas, o entradas en las tierras del enemigo, y que se pusiera en libertad algunos indios que estaban prisioneros. Las ilusiones de Acuña y Cabrera cobraron luego mayor cuerpo. El capitán don Diego González Montero, que acababa de ser nombrado gobernador de Valdivia, le anunciaba que habían llegado a esa plaza algunos mensajeros de los indios del interior, de Calla-Calla y Osorno, a ofrecer la paz en nombre de sus tribus respectivas. Reunidos en parlamento en la iglesia de los jesuitas con todos los religiosos que allí había, con los militares de mayor graduación y con los caciques de los indios amigos, se había acordado comunicar esas proposiciones al Gobernador del reino como un signo de las felicidades que Dios le deparaba en el desempeño de su cargo»508. Ofrecimientos análogos a éstos habían hecho también los indios al gobernador de Chiloé; y, si bien esas manifestaciones debían inspirar muy poca confianza a los militares más experimentados en aquellas guerras, fueron recibidas con gran contento por Acuña y Cabrera y por sus consejeros.

Sin vacilar dispuso que el veedor del ejército Francisco de la Fuente Villalobos partiera de Concepción a desempeñar una misión semejante a la que había desempeñado bajo el gobierno de don Martín de Mujica, esto es, a convocar a todos los indios a un gran parlamento que se celebraría en el siguiente mes de enero para dejar establecida y sancionada la paz. Todas las providencias del gobernador Acuña iban encaminadas a aquietar a los indios por los medios más humanos y conciliadores para llegar a ese resultado. A pesar de sus repetidas órdenes para que no se hiciesen malocas o correrías en los territorios enemigos, algunos de sus capitanes habían atacado con diversos pretextos a los puelches, que habitaban al otro lado de las cordilleras. Uno de ellos, don Luis Ponce de León, hizo en noviembre de ese año (1650) una entrada en las tierras de esos indios, y volvió con cuarenta y cuatro cautivos que debían ser vendidos por esclavos. El Gobernador, reprobando expresamente estas operaciones, dispuso que el padre Diego de Rosales partiese de Boroa a la tierra de los puelches para dar libertad a los cautivos y para demostrar a esos indios las ventajas de la paz que se les ofrecía. El padre Rosales desempeñó sin inconvenientes esta comisión, y volvió a Boroa en enero siguiente persuadido de que se acercaba el término de aquella larga y fatigosa guerra509.

A mediados de enero de 1651 todo estaba listo para el solemne parlamento que debía celebrarse en Boroa. Comenzaban a llegar los indios, y se esperaba al Gobernador que debía presidir la asamblea. Acuña y Cabrera, sea por la confianza que le inspiraba el estado de las negociaciones, o porque quisiese dar a sus tropas una prueba de arrojo, ejecutó en esa   -338-   ocasión un acto que los más experimentados de sus capitanes calificaron de insensata temeridad. Mientras los tercios o divisiones de su ejército se preparaban para concurrir al parlamento de Boroa, el Gobernador, sin comunicar sus propósitos ni a los españoles ni a los indios amigos, partía de incógnito, acompañado sólo por seis capitanes de su confianza, de la plaza de Nacimiento el 19 de enero, y penetraba resueltamente en el territorio araucano. Un emisario suyo tenía prestos los caballos de remuda en un punto del camino. Galopando sin descanso dos días enteros y sin encontrar en ninguna parte enemigos que quisieran disputarles el paso, el Gobernador y su comitiva llegaron de improviso a Boroa, causando en los oficiales y soldados reunidos allí un sentimiento de sorpresa y de admiración por aquella aventura tan imprudente como audaz que pudo haber costado la muerte de los viajeros y nuevas complicaciones en todo el reino.

El parlamento tuvo lugar el 24 de enero. Los caciques allí reunidos hicieron de nuevo sus ofrecimientos de paz, y renovaron, como de costumbre, sus protestas de estar animados del más sincero deseo de respetarla siempre. El gobernador Acuña, por su parte, aceptando este ofrecimiento, propuso las condiciones estipuladas en las asambleas anteriores, y las amplió, además, con otras más francas y explícitas, que importaban casi claramente el sometimiento absoluto de los indios a la dominación del rey de España. Debían renunciar definitivamente al uso de sus armas sino para auxiliar a los españoles, trabajar en las fortificaciones de éstos, dar paso por sus tierras a las tropas del Rey, facilitar por todos los medios las diligencias de los misioneros que fuesen a predicarles la religión cristiana, y reducirse a vivir como gentes pacíficas, consagradas a los trabajos agrícolas para la manutención de sus familias y del ejército. Los indios, a quienes las promesas empeñadas en tales circunstancias no obligaban a nada, aceptaron estas condiciones, como habrían aceptado cualesquiera otras que les hubieran dejado algunos meses de suspensión de hostilidades para hacer sus cosechas y reponerse de los quebrantos anteriores. «Acabose con gran regocijo de todos el juramento de las paces, dice un testigo ocular, y fue este día el más festivo que se ha visto en Chile, por no haberse visto jamás, si no es hoy, todo Chile de paz, desde Copiapó a Chiloé, sin que hubiese en todo el reino indio ni provincia de guerra, que si bien muchas veces y en tiempo de otros gobernadores se han celebrado paces, siempre han quedado alguna y algunas provincias de guerra; pero ahora no quedó provincia que no se hallase en este parlamento y diese la paz a Dios y al Rey»510. El tiempo se iba a encargar en breve de desvanecer estas ilusiones.

Desligado de estas atenciones, Acuña y Cabrera se propuso visitar toda la región que estaban ocupando los españoles. Aunque al día siguiente de la celebración del parlamento llegaron a Boroa las tropas que habían salido de las fronteras del Biobío, el Gobernador mostraba tanta confianza en el resultado de aquellas paces, que se puso en viaje para Valdivia acompañado sólo por diez hombres, si bien tuvo cuidado de ocultar su partida a los indios. Recibido ostentosamente en aquella plaza, recorrió, además, los otros fuertes inmediatos, desplegando en todo el mayor celo por el servicio del Rey, y una incansable actividad. Al fin, reuniéndose a sus tropas en Boroa, emprendió la vuelta a Concepción, persuadido de que el parlamento que acababa de celebrar marcaba la época de la pacificación completa del   -339-   reino. Sin embargo, como es fácil suponer, apenas el Gobernador había vuelto las espaldas, recomenzaron las inquietudes de los indios, las pedencias entre unas y otras tribus y las alteraciones de algunas de ellas contra los españoles, excitadas por el espíritu turbulento de varios cabecillas y por la maldad de un desertor de Valdivia. El Gobernador de esta plaza tuvo no sólo que mantenerse en la más activa vigilancia sino que acudir con sus soldados a desarmar los nuevos gérmenes de insurrección.




5. Los indios cuncos asesinan a los náufragos de un buque que llevaba el situado a Valdivia. Medidas tomadas para su castigo

La noticia de las paces de Boroa fue comunicada prontamente a Santiago. Aunque la experiencia de tantos años debía haber enseñado a los colonos la ineficacia de los tratos que se celebraban con los indios, parece que en aquella ocasión fueron pocos los que no creyeron en el feliz resultado del último parlamento. Los padres jesuitas decían que Dios, compadecido de las desgracias del reino después de las terribles pruebas a que acababa de someterlo, le deparaba mejores días. Hiciéronse con este motivo grandes fiestas religiosas para dar gracias al cielo por aquellos pretendidos beneficios. Al anunciarse que el Gobernador pasaría en breve a la capital a recibirse oficialmente del mando civil, la Audiencia dispuso que se le preparara un hospedaje conveniente; y el Cabildo, a pesar de la pobreza de la ciudad, pero contribuyendo con sus donativos los mismos capitulares, se empeñó en hacer a ese mandatario un ostentoso recibimiento. Dos de sus miembros fueron a esperarlo a las orillas del río Maipo, se le compró un caballo y una silla, se hicieron los arcos y se tendieron las colgaduras, según los antiguos usos, en las calles que el Gobernador debía recorrer al entrar en la ciudad.

El gobernador Acuña llegó a Santiago el 30 de marzo de 1651. Recibido aparatosamente por el Cabildo, por la Audiencia y el vecindario, prestó el juramento de estilo y fue llevado enseguida a la catedral para asistir al Te Deum que el Obispo tenía preparado511. Fue aquél un día de gran fiesta para la ciudad después de los luctuosos meses que se habían sucedido al gran terremoto de mayo de 1647. Pero la satisfacción del Gobernador y del vecindario no duró largo tiempo. Un suceso inesperado, que importaba una pérdida considerable para el tesoro del Rey, vino a demostrar cuan infundadas eran las esperanzas que habían hecho concebir las paces de Boroa, y a producir de nuevo la consternación y la alarma.

Antes de salir de Concepción, el Gobernador había despachado para la plaza de Valdivia el buque que llevaba cada año el situado para el pago de la guarnición. Arrastrado por un fuerte temporal de viento noreste, ese barco pasó más allá del puerto de su destino, y fue a estrellarse el 21 de marzo en los arrecifes de la costa del sur que poblaban los indios denominados cuncos512. Algunos de los tripulantes perecieron en el naufragio; pero el mayor   -340-   número de ellos logró salir a tierra. Ocupábanse éstos en salvar la carga de la nave cuando se vieron rodeados por numerosos grupos de indios que se decían dispuestos a prestarles auxilio y a conducirlos a Valdivia por los caminos de tierra. Es posible que sus ofrecimientos fueran sinceros; pero estimulados por la codicia del botín, aquellos bárbaros cambiaronn prontamente de propósito, y cayendo a traición sobre los náufragos, los asesinaron inhumanamente. Uno solo de ellos, que por hablar la lengua de los indios, fue perdonado en los primeros momentos, fue también asesinado pocos días después. Los salvajes se alejaron del sitio del naufragio, creyendo ocultar el crimen que acababan de cometer; pero las ropas, las telas y los demás objetos que se habían repartido fueron indicios suficientes para despertar las sospechas de las tribus vecinas, y para que llegara a los establecimientos españoles la noticia de aquel desastre.

En todas partes produjo esta noticia una justa y general indignación. No sólo se veían frustradas las esperanzas de paz y se lamentaban las pérdidas de vidas y de capitales, sino que se sabía que por falta de aquel socorro la plaza de Valdivia y los fuertes vecinos iban a hallarse en la mayor angustia, faltos de vestuarios y hasta de víveres. Careciendo de recursos para proveer a las nuevas necesidades que creaba aquella desgracia, el gobernador Acuña se apresuró a comunicarla al virrey del Perú, para pedirle el envío de algunos auxilios. Como creyera que los indios que habían cometido aquel crimen se habían limitado a saquear las mercaderías que llevaba esa nave, dispuso que el capitán Gaspar de Alvarado se trasladase a Chiloé, y que volviese con buzos al sitio del naufragio para extraer el dinero que, desatendido por los bárbaros según se suponía, debía hallarse en el casco del buque. Esta diligencia, aunque practicada con todo empeño, no produjo el resultado que se esperaba.

En el primer momento, no se habló más que de aplicar a los indios un castigo tremendo y ejemplar. El Gobernador mismo, a pesar de sus propósitos pacíficos, ordenó al capitán Juan de Roa, que mandaba en la plaza de Boroa, que se preparara para expedicionar contra los cuncos. Pero antes de mucho tiempo cambió de dictamen. Dos jesuitas que residían en las provincias australes, ambos de mucho prestigio y de gran ascendiente en el ánimo del Gobernador, los padres Diego de Rosales y Juan Moscoso, le escribieron para demostrarle que «el delito que como bárbaros habían cometido los cuncos se podía castigar con otro género de castigo sin mover guerra». Sostenían ellos que la paz se conservaba inalterable en   -341-   aquellas provincias, que el crimen había sido cometido por unos pocos indios, pero que era reprobado por las otras tribus; y que una expedición militar iba a hacer desaparecer todos los beneficios alcanzados por las últimas paces. El gobernador Acuña se dejó persuadir por estas representaciones y, en consecuencia, ordenó al capitán Roa que en cuanto dispusiese se ajustase al parecer y dictamen del padre Moscoso. «Nunca he querido, escribía a este último, que el acuerdo de todas mis disposiciones tengan ejecución sin preceder el de vuestra paternidad, por la satisfacción con que me aseguro los aciertos»513. No podía aquel alto mandatario mostrarse más sumiso a la influencia y al poder que los jesuitas habían adquirido en la dirección de los negocios públicos.

En Santiago también el Gobernador había consultado el parecer de otros consejeros más legalmente autorizados: los oidores de la Real Audiencia. Las malocas o correrías en territorio enemigo, el abuso de apresar indios de todas edades y muchas veces pacíficos y extraños a la rebelión, para venderlos como esclavos, con violación de las leyes vigentes, habían llamado la atención de aquel alto tribunal, que atribuía a esos procedimientos el ser causa de la perpetuación de la guerra. En esta ocasión, reconociendo la necesidad de castigar a los autores del asesinato de los náufragos, se pronunció por que se evitara la repetición de aquellos horrores, y por que se conservase del mejor modo posible el estado de paz.

En virtud de todas estas resoluciones, los gobernadores de Valdivia y de Chiloé recibieron orden de entrar cada uno por su lado al castigo de los cuncos, absteniéndose de cometer hostilidades contra las otras tribus. Debían ambos proceder de acuerdo en todo, y reunirse en las orillas del río Bueno para combinar su acción. El capitán don Ignacio Carrera Iturgoyen, en efecto, partió de Chiloé con un cuerpo de tropas españolas y de indios auxiliares, y desembarcando en Carelmapu, avanzó hasta Osorno en el mes de noviembre. Los indios de aquella comarca, ya que no podían oponerle resistencia, lo trataron como amigo y, aun, entregaron a tres caciques que habían tomado parte principal en el asesinato de los náufragos. Los tres fueron condenados a la pena de garrote, y sus miembros descuartizados fueron colocados en escarpias en los campos vecinos para muestra del castigo. Después de recomendar a los indios las ventajas de conservar la paz, y de oír las protestas de éstos en el mismo sentido, Carrera Iturgoyen dio la vuelta a Chiloé sin haber logrado reunirse con el gobernador de Valdivia, don Diego González Montero.

Éste, sin embargo, había salido a campaña con doscientos soldados españoles; pero la mal encubierta hostilidad de los indios le había impedido llegar en tiempo oportuno a las orillas del río Bueno, y contribuir por su parte al resultado de aquella expedición. Las mismas tribus que en el parlamento de Boroa habían ofrecido no tomar las armas sino para auxiliar a los españoles contra sus enemigos, se negaban con diversos pretextos a acompañarlos en esta ocasión. González Montero se resignó a no contar con esos auxiliares; pero en su marcha fue, además, engañado por los falsos informes de algunos caciques que se le presentaban en son de amigos; y después de una fatigosa correría en que comenzó a sufrir la escasez de víveres, se vio forzado a regresar a Valdivia sin haber conseguido ningún resultado. Durante su ausencia, doce españoles habían sido asesinados a traición por los indios de la costa vecina a aquella plaza. Sus cabezas fueron repartidas en los diversos distritos de   -342-   la región del sur como si se quisiera estimular un levantamiento general. A pesar de todo, la paz aparente se mantuvo por algún tiempo más514; pero no se necesitaba de una gran sagacidad para comprender que no podía ser de larga duración.




6. Vacilaciones de Acuña ante los consejos encontrados; recibe el título de gobernador propietario

El gobernador Acuña, después de haber permanecido cerca de nueve meses en Santiago, se hallaba de vuelta en Concepción el 15 de enero de 1652, en los momentos en que comenzaban a llegar las noticias del poco o ningún fruto sacado por las últimas expediciones. El castigo aplicado a los indios cuncos después del crimen cometido en marzo anterior, parecía irrisorio a los militares del ejército. En su propia casa tenía Acuña y Cabrera consejeros más ardorosos y resueltos que no se alarmaban ante la idea de la renovación de la guerra, porque ésta podía ser beneficiosa para sus intereses. El Gobernador, hombre entrado en años, se había casado en el Perú con una mujer joven llamada doña Juana de Salazar, que ejercía sobre él un predominio ilimitado y absoluto. Los parientes de ésta, desprovistos de fortuna, pero no de pretensiones de nobleza, habían visto en la elevación de don Antonio de Acuña, el medio de llegar a un rango más elevado y de enriquecerse. Así, pues, al lado del Gobernador se fueron agrupando una hermana de su mujer, casada con un caballero que obtuvo un título de capitán; dos hermanos de ella, casados y pobres; otro hermano clérigo y algunos otros deudos. El Gobernador había mostrado una condescendencia infinita para servir a tan larga parentela. A poco de haber llegado a Chile dio el mando de la importante plaza de Boroa a uno de sus cuñados, a don Juan de Salazar, y poco más tarde lo elevó al alto rango de sargento mayor de las tropas del reino. El otro cuñado, don José, que vino del Perú en el puesto de capitán de la compañía de infantes que el Gobernador organizó en Lima, fue elevado al rango de maestre de campo general, con desaire de los militares que habían prestado largos servicios en la guerra de Chile. Parece que desde el principio ambos oficiales concibieron la esperanza de hacer fortuna, renovando las campañas contra los indios y sacando cautivos para venderlos por esclavos. No debe extrañarse que ellos y su hermana estimularan al Gobernador a proceder con mayor eficacia contra los cuncos, desde que las nuevas expediciones podían ser un negocio lucrativo.

Pero don Antonio de Acuña estaba sometido a sugestiones de otro orden. Conocemos su respetuosa deferencia a los consejos de los padres jesuitas, y sabemos que éstos se oponían firmemente a la renovación de las operaciones bélicas, persuadidos, a pesar de las amargas experiencias de cada día, de que los tratos de paz celebrados con los indios iban a producir en poco tiempo más la conversión de éstos al cristianismo y el reconocimiento de la soberanía del rey de España. Así, aunque encomendó al capitán Juan de Roa la represión de los   -343-   nuevos atentados que cometiesen los indios, le impuso la orden de no desviarse de las instrucciones que le diesen los padres jesuitas.

En estas vacilaciones del Gobernador entraba por mucho la debilidad incuestionable de su carácter; pero debía también influir la inconsistencia de un poder. Acuña y Cabrera desempeñaba el mando interinamente, por un nombramiento del virrey del Perú, pero, aunque con la recomendación de éste había pedido al soberano la confirmación de ese título y, aunque contaba con poderosos protectores en la Corte, era de temerse que saliera desairado en sus pretensiones. En efecto, cuando en España se supo que la muerte repentina de don Martín de Mujica había dejado vacante el gobierno de Chile, el Rey lo confió a don Pedro Carrillo Guzmán, militar prestigioso que en años anteriores había dirigido la guerra contra Portugal desde las fronteras de Galicia. Sea que éste no aceptara el puesto que se le ofrecía, o que por cualquiera otra causa no pudiera venir a Chile, Felipe IV, por cédula expedida el 18 de mayo de 1652, confirmó al mismo don Antonio de Acuña y Cabrera en la posesión de ese puesto por un período de ocho años.

Este nombramiento llegaba a Chile a principios del año siguiente. El Gobernador se apresuró a comunicarlo a las otras autoridades para dar más consistencia a su poder, y a expresar al Rey sus sentimientos de gratitud y de lealtad. «Luego que llegó, decía con este motivo, la merced que Vuestra Majestad se sirvió hacerme de la presidencia y gobierno político de este reino en propiedad, ejecutando el tenor del título repetí el juramento en esta ciudad de la Concepción con la solemnidad ordinaria; y bajaré a la de Santiago a continuar la misma diligencia cuando el tiempo y las ocupaciones actuales lo permitan. A tanto favor y honra como recibo de la liberal mano de Vuestra Majestad no puede haber correspondencia más proporcionada de un vasallo fiel a su señor que el reconocimiento de la obligación en que se halla, que no faltará en mí continuando la de mis antepasados, y los empeños con que he procurado servir a Vuestra Majestad desde mis primeros años»515. El gobernador don Antonio de Acuña y Cabrera debió creerse desde ese día más consolidado en el poder; pero una larga serie de desaciertos a que lo arrastraba la debilidad de su carácter, iba a hacer de este nombramiento el origen de grandes desgracias para él y para el reino.





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Capítulo XIV

Gobierno de Acuña y Cabrera. Alzamiento general de los indios. Deposición del Gobernador (1654-1656)


1. Desastre de los españoles en el río Bueno. 2. Levantamiento general de los indígenas el 14 de febrero de 1655. 3. Los españoles abandonan la mayor parte de los establecimientos que tenían en el distrito de Concepción para replegarse a esta ciudad. Desastre sufrido por uno de sus destacamentos. 4. Deposición del gobernador Acuña y Cabrera, y elección del veedor Francisco de la Fuente Villalobos. 5. Alarma producida en Santiago por el levantamiento de los indios; la Real Audiencia manda reponer en el mando al gobernador Acuña. 6. Reasume el gobierno don Antonio de Acuña, y el maestre de campo Fernández Rebolledo toma el mando de las tropas para la defensa de Concepción. 7. Actitud resuelta de la Audiencia para restablecer la tranquilidad; el Gobernador se traslada a Santiago. 8. El virrey del Perú llama a Lima al gobernador Acuña: niégase éste a obedecer esa orden. 9. Don Antonio de Acuña y Cabrera es enviado al Perú: su proceso.



1. Desastre de los españoles en el río Bueno

Desde que el gobernador Acuña y Cabrera recibió el nombramiento real que consolidaba su poder, se vio más empeñosamente apremiado por las exigencias de aquéllos de sus consejeros que le recomendaban el castigo eficaz de los indios cuncos. No fue difícil a sus parientes el inclinarlo a preparar una expedición militar en la primavera de 1653. «La codicia de las piezas (cautivos), y el deseo de hacer esclavos a los de esta nación, dice un escritor contemporáneo, fue lo que hizo poner el ejército en campaña y obligarle a recorrer setenta leguas»516. El Gobernador, juzgando que aquella situación lo autorizaba para declarar obligatorio el servicio militar a los vecinos encomenderos, como se practicaba en años atrás, impartió sus órdenes para ello, pero no obtuvo los contingentes que esperaba. Reducido a no poder disponer más que del ejército permanente, cuidó de equiparlo del mejor modo posible. En octubre hizo comprar cuatrocientos caballos en Santiago517, y a principios de diciembre estuvo   -346-   todo listo para la campaña. Las fuerzas expedicionarias, perfectamente equipadas, constaban de novecientos soldados españoles y de mil quinientos indios auxiliares, bajo el mando del maestre de campo don Juan de Salazar, instigador principal de la empresa.

Partiendo del fuerte de Nacimiento, los expedicionarios penetraron en el territorio araucano, y recorrieron sin graves inconvenientes todo el valle central hasta encontrarse el 11 de enero de 1554 a orillas del caudaloso río Bueno, que los separaba del territorio poblado por los cuncos. Estos indios, prevenidos de la expedición que se dirigía contra ellos, estaban sobre las armas, y habían acudido con sus mujeres y sus hijos a la orilla austral de aquel río para impedir el paso a los españoles, dejándose ver sólo los que estaban a caballo, y ocultándose los infantes en los bosques vecinos. No había allí vado posible. El maestre de campo que creía segura la victoria, y que esperaba recoger inmediatamente algunos centenares de cautivos, no se arredró por esta dificultad. Mandó hacer un puente de balsas de madera, amarradas entre sí por sogas y bejucos. Aquella construcción improvisada no tenía mucha solidez, y ofrecía, además, inconvenientes de otro orden que suscitaron las observaciones de los capitanes más experimentados del ejército. Manifestaron éstos que ese puente podía cortarse con el peso de la tropa; y que, por otra parte, siendo muy angosto, el paso del río no podía hacerse con la rapidez conveniente, de manera que las primeras compañías que llegasen a la orilla opuesta iban a perecer a manos de los indios sin que se les pudiera prestar socorro. Don Juan de Salazar no hizo caso de estas prudentes observaciones, y dio la orden de romper la marcha. Conociendo el peligro a que se les arrastraba, muchos soldados se confesaron para morir como cristianos.

Las previsiones de los que impugnaban esta operación se realizaron desgraciadamente. Los primeros soldados que pasaron el puente, en número de cerca de doscientos hombres entre españoles e indios auxiliares, al tomar tierra en la orilla opuesta, se vieron atacados por fuerzas mucho más numerosas, y tuvieron que sostener un combate desesperado sin poder recibir socorro de los suyos. Casi todos ellos perecieron a manos de los bárbaros, y los que se precipitaron al río esperando hallar su salvación, fueron arrastrados por la corriente o lanceados por los enemigos que los perseguían con el más encarnizado tesón.

A la vista de este fracaso, don Juan de Salazar mandó que los otros cuerpos de tropas acelerasen el paso del río; pero esta orden produjo una desgracia mayor. El puente, sea porque se dislocaran las balsas de madera que le servían de base o porque con el peso se cortaran las sogas o bejucos con que estaba ligado, se rompió repentinamente, precipitando al agua a casi todos los que lo iban atravesando en ese momento. Estas primeras operaciones militares importaban un verdadero desastre. El ejército expedicionario había perdido un sargento mayor, cuatro capitanes, varios oficiales inferiores, cien soldados españoles y cerca de doscientos auxiliares. La tropa que veía los dolorosos resultados de la inexperiencia y de la indiscreción de su jefe, perdió toda confianza en su propio poder. El maestre de campo, por su parte, perturbado por aquellos contrates, sin crédito ni prestigio ante sus propios soldados, se vio en la necesidad de disponer la vuelta de su ejército a la frontera del Biobío.

Esta larga y penosa marcha pudo hacerse sin dificultades. En ninguna parte de su camino hallaron los expedicionarios resistencias de los indios; pero al llegar a la frontera se levantó entre los oficiales más experimentados del ejército una verdadera tempestad contra el jefe incapaz y atolondrado que había dirigido la campaña. Acusábasele de ser autor de todas las desgracias, y se pedía casi sin embozo su separación del mando. El mismo Acuña y Cabrera se creyó en el deber de mandar levantar una información acerca de la conducta de su cuñado;   -347-   pero, por los empeños y diligencias de doña Juana de Salazar, la esposa del Gobernador, los testigos llamados a prestar sus declaraciones, no sólo disculparon la conducta del maestre de campo sino que la aplaudieron empeñosamente, «pidiendo que se le encomendase mayor ejército para ir a recuperar su honra y castigar a fuego y hierro a los cuncos que nos habían hecho tanto daño»518. La información había sido una pura fórmula que sirvió sólo para glorificar oficialmente al cuñado del Gobernador.




2. Levantamiento general de los indígenas el 14 de febrero de 1655

Este resultado estimuló la ambición y la codicia de los hermanos Salazar. Resueltos a enriquecerse con la venta de esclavos tomados en la guerra, redujeron al débil gobernador Acuña a disponer otra expedición al territorio de los cuncos para el verano siguiente519. Desde que se comenzaron a disponer los aprestos militares, se hicieron sentir los más alarmantes síntomas de inquietud entre los indios que hasta entonces se mantenían en paz con los españoles. Decían ellos que esas fatigosas expediciones a que se les obligaba a salir, y en que muchos hallaban la muerte, como había sucedido en la última campaña a río Bueno, no tenían más objetivo que tomar cautivos para enriquecerse con su venta. De todas partes llegaban al Gobernador avisos seguros de la inquietud y desconfianza en que vivían los indios. Don Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, el autor del Cautiverio feliz, comandante de la plaza de Boroa, comunicó en dos ocasiones que los indios de esa comarca estaban dispuestos a rebelarse si se renovaban las expediciones de esa naturaleza. Anuncios de la misma clase dieron otros capitanes que servían en otros fuertes; y hasta el gobernador de Chiloé avisó que los proyectos de rebelión se habían trascendido en aquellas islas. Hubo, aun, algunos indios amigos que informaron al Gobernador acerca de este estado de cosas; pero don Antonio de Acuña, bajo el predominio absoluto de sus parientes, se negaba a dar crédito a tales avisos. Doña Juana de Salazar y sus hermanos le habían hecho comprender   -348-   que todo aquello era una simple intriga de algunos capitanes del ejército que querían impedir la proyectada expedición solamente porque debía mandarla el maestre de campo520.

Mientras tanto se reunían en la plaza de Nacimiento las tropas expedicionarias. Formaban un cuerpo de dos mil cuatrocientos hombres, de los cuales sólo cuatrocientos, según unos, y setecientos, según otros, eran soldados españoles, y el resto indios auxiliares. Bajo las órdenes del maestre de campo don Juan de Salazar, rompieron la marcha el 6 de febrero de 1655. Sin ningún accidente desfavorable llegaron cinco días más tarde a la plaza de Boroa, cuyo comandante Bascuñán tenía orden precisa de reunirse a la columna expedicionaria con la mayor parte de las fuerzas de su mando. Habían avanzado hasta cerca del fuerte de la Mariquina, cuando el 14 de febrero fueron sorprendidos por una noticia que venía a desbaratar todos los planes del Gobernador y de sus parientes.

Los indios habían preparado artificiosamente un gran levantamiento de toda la población indígena de la vasta extensión de territorio que se dilata desde Osorno hasta el río Maule. Ese levantamiento debía estallar en un día dado en todas partes a la vez, para tomar a los españoles de sorpresa y no darles tiempo de reconcentrar sus fuerzas y de oponer una resistencia eficaz. La inercia y la ceguera del Gobernador, habían permitido la preparación de estos planes de los indios; y la salida a campaña de toda la parte móvil del ejército, iba a facilitar su ejecución. En efecto, en la madrugada del 14 de febrero estalló como una mina la formidable insurrección. Los indios de servicio, levantándose simultáneamente contra sus amos, atacaron de improviso las casas de las estancias, mataban a los hombres, apresaban a las mujeres y a los niños, robaban los ganados, incendiaban las habitaciones y corrían a reunirse con los otros grupos de sublevados para caer sobre los fuertes en que estaban acuarteladas las guarniciones españolas. Más de cuatrocientas estancias situadas entre los ríos Biobío y Maule fueron destruidas y asoladas en pocas horas. Las pérdidas sufridas por los encomenderos de esa región, fueron avaluadas más tarde en ocho millones de pesos521.

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En el mismo día, los otros establecimientos españoles, las aldeas y los fuertes se vieron acometidos por los indios. La insurrección era general y formidable. Las tropas, además, se hallaban desprevenidas, y su distribución en los diferentes establecimientos, no era tal vez la más favorable para dominar aquella tempestad. Sin embargo, si esos diversos destacamentos hubiesen estado mandados por capitanes de experiencia y de resolución, y si la dirección general de la resistencia hubiese corrido a cargo de un militar de buen temple, como el que habían poseído algunos de los antiguos gobernadores de Chile, la insurrección habría sido vencida antes de mucho. Pero, como vamos a verlo, parecía que todo se había conjurado para hacer más terrible la situación y más inminente el desastre.




3. Los españoles abandonan la mayor parte de los establecimientos que tenían en el distrito de Concepción para replegarse a esta ciudad. Desastre sufrido por uno de sus destacamentos

Sea porque no pudiera resistirse a creer los repetidos denuncios que se le daban del próximo levantamiento de los indios o porque quisiese tranquilizar los ánimos de los españoles acudiendo a un lugar en que pudiese dominar la insurrección, el gobernador Acuña había salido de Concepción el 12 de febrero y había ido a establecerse a la plaza de Buena Esperanza, situada donde se levanta ahora el pueblo de Rere. Había allí un buen destacamento de tropas españolas, cuarteles regularmente defendidos, algunas casas y un extenso convento de jesuitas con su iglesia. El domingo 14 de febrero el Gobernador acababa de oír misa, cuando comenzaron a llegar de todos lados los españoles fugitivos, hombres, mujeres y niños, que se habían salvado del saqueo y de la destrucción de las estancias vecinas. La tropa se puso sobre las armas, hizo varias salidas por los campos inmediatos, y si algunas partidas fueron rechazadas por los indígenas sublevados, otras tomaron prisioneros unos veinte indios yanaconas o de servicio. Todos ellos fueron inhumanamente asesinados a hachazos y estocadas como culpables del delito de traición, concediéndoles, sin embargo, la gracia de que los confesaran los padres jesuitas. En la noche se recibieron noticias más cabales del levantamiento de los indígenas. Un acreditado capitán español llamado Domingo de la Parra, había sido sorprendido en su estancia y tomado prisionero por los sublevados; pero logró escaparse de sus manos, y llegaba a Buena Esperanza comunicando que la insurrección parecía general. Esta plaza podía defenderse perfectamente contra los indios. Tenía una guarnición regular y abundantes municiones, y no le faltaban víveres para soportar un sitio que no podía ser largo. Pero el gobernador Acuña, sea que quisiera correr a la defensa de Concepción, como él mismo decía, o que pensara sólo en poner en salvo su persona, como dijeron sus acusadores, resolvió en el acto evacuar aquella plaza.

Aquella operación fue un verdadero desastre. Al amanecer del día siguiente (15 de febrero) salieron de la plaza cerca de tres mil personas que se habían reunido allí, soldados, religiosos, mujeres y niños, sin más bagajes que los que podían cargar en sus brazos. Unos   -350-   iban a caballo; pero los más emprendían la marcha a pie. El padre jesuita Domingo Lázaro llevaba en sus manos el Santísimo, dando a aquella jornada el carácter de una procesión religiosa, y poniendo la suerte de los fugitivos bajo la protección del cielo. Por fortuna, no tuvieron que experimentar en el camino ninguna contrariedad. Cuando después de cerca de dos días de la más penosa marcha llegaron a las inmediaciones de Concepción, el pueblo, que se hallaba en la mayor alarma, salió a recibirlos con las muestras de la más respetuosa veneración. La plaza de Buena Esperanza, donde quedaban abandonadas abundantes municiones, las ropas y muebles de sus pobladores y la iglesia de los jesuitas con todos sus ornamentos e imágenes, fue ocupada por los indios pocos días después; y habiéndola saqueado completamente, le prendieron fuego destruyendo la iglesia, las casas y los cuarteles522.

Pero en otros puntos, los desastres de los españoles fueron mucho más trágicos y dolorosos. La importante plaza de Nacimiento, colocada en una situación favorable para su defensa en la confluencia de los ríos Vergara y Biobío, estaba bajo el mando inmediato del sargento mayor don José de Salazar, cuñado del Gobernador. Su guarnición, compuesta de más de doscientos hombres, rechazó felizmente los primeros ataques de los indios; pero el comandante Salazar creyó que prolongándose el sitio, podrían faltarle los víveres y las municiones; y para sustraerse a este peligro, determinó evacuar la plaza, esperando llegar con sus tropas y sus armas a reunirse con el destacamento establecido en Buena Esperanza. La retirada debía efectuarse por el Biobío en una balsa grande y dos barcas o lanchones, que allí servían para el paso de una ribera a otra. Fue inútil que algunos de los suyos le representasen los inconvenientes de este viaje. Era aquella la estación menos propicia para emprenderlo. Como sucede siempre en la segunda mitad del verano, cuando escasean las lluvias y cuando ha disminuido el derretimiento de las nieves de la cordillera, el río arrastraba muy poca agua, y las embarcaciones corrían riesgo inminente de encallarse a cada paso en los bancos de arena. El sargento mayor Salazar, sin querer oír estas razones, mandó embarcar toda la gente de la plaza, hombres, mujeres y niños, así como las armas y municiones, y emprendió su retirada siguiendo la corriente del río. Cerca de cuatro mil indios lo siguieron por ambas orillas, esperando que se presentase el momento oportuno para caer sobre los fugitivos.

No tardó en realizarse la catástrofe prevista. Las embarcaciones encallaron algunas veces, pero pudieron seguir su viaje hasta el punto en que el Biobío recibe las aguas del Laja y donde se había levantado el pequeño fuerte de San Rosendo, entonces abandonado. Los fugitivos se proponían desembarcar en este sitio para reunirse a la guarnición de Buena Esperanza. Al saber que esta plaza había sido evacuada, les fue forzoso resignarse a seguir el viaje hasta Concepción por más dificultades que presentase esta empresa. Para aligerar las embarcaciones, a fin de salvarlas de que continuasen encallándose en los bandos del río,   -351-   el sargento mayor mandó arrojar al agua una gran parte de los bagajes y de las armas, y ordenó o, a lo menos, toleró un acto de la más inaudita inhumanidad. Muchas de las mujeres y de los niños que habían salido de Nacimiento, fueron dejados en tierra, donde debían ser presa de los indios sublevados que seguían las embarcaciones. «Fue acerba la elección, terrible la ejecución y lacrimosa su inspección», dice el cronista Córdoba y Figueroa al referir este inhumano sacrificio, que, como vamos a verlo, fue absolutamente estéril523.

En efecto, las embarcaciones no alcanzaron a llegar a la mitad de su camino. Enfrente del fuerte abandonado de Santa Juana, encallaron en un banco, de donde fue imposible desprenderse. «Era tan poca el agua, dice otro cronista, que ni para navegar un corcho era suficiente». «Viendo inmóviles a los españoles, refiere Córdoba y Figueroa, se vinieron los indios (que los seguían desde Nacimiento) al abordaje a caballo por su izquierda y derecha. Defendíanse aquéllos; y para recrecer su turbación, se pegó fuego una botija de pólvora. Por fin, de muertos y prisioneros no se exceptuó ninguno de doscientos cuarenta hombres que venían. El sargento mayor, mal herido, se echó al río, donde se ahogó con el capellán»524.Ya veremos la impresión que este desastre produjo en Concepción.

Algunos de los otros establecimientos españoles del distrito de Concepción fueron igualmente abandonados por sus defensores, venciendo éstos dificultades más o menos considerables y, aun, con algunas desgracias, sobre todo el Talcamávida y el Colcura; pero sin experimentar en ninguna parte desastres semejantes al que acabamos de referir. Los más importantes de esos establecimientos eran la ciudad de Chillán y la plaza de Arauco, y ambos habían sido atacados en los primeros días de la insurrección. El capitán Tomás Ríos y Villalobos, corregidor de Chillán, puso sobre las armas la gente de que podía disponer, y resistió del mejor modo posible el primer asalto que dieron los indios una mañana al amanecer. Pero confiando más en la protección del cielo que en el poder de sus soldados, y viendo que los ataques del enemigo se repetían sin cesar, hizo colocar en la plazuela de San Francisco, y a corta distancia de sus trincheras, una imagen de la Virgen María, de la cual se esperaba que operaría un milagro. Mas, cuando vieron que los indios, más arrogantes a cada momento, dirigían sus flechas contra la sagrada imagen sin que se verificasen los prodigios que se aguardaban, los pobladores de Chillán se creyeron abandonados por el cielo, persuadiéndose de que eran impotentes para sobreponerse a los bárbaros que los atacaban.

La plaza de Arauco se halló en una situación más aflictiva todavía. El capitán don Pedro Bolea, que mandaba en ella, fue estrechamente sitiado por numerosos cuerpos de indios, contra los cuales apenas podía mantenerse a la defensiva. Sus víveres, además, eran escasos, y antes de mucho tiempo estaban a punto de agotarse. Su situación llegó a hacerse tanto más difícil y angustiada cuanto que sólo un socorro venido de lejos podía salvarlo a él y a los suyos de un espantoso desastre.



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4. Deposición del gobernador Acuña y Cabrera, y elección del veedor Francisco de la Fuente Villalobos

A Concepción llegaban hora a hora las noticias de estas desgracias llevadas por los mismos fugitivos que iban a buscar asilo contra la saña implacable de los indios. Esta misma ciudad se vio antes de muchos días seriamente amenazada por la general sublevación de toda la comarca. Partidas de indios tan insolentes como resueltos, practicaban sus correrías en las inmediaciones, y a veces penetraban por las calles hasta dos cuadras de la plaza, apresando como cautivas a las mujeres que encontraban a su paso, y ejerciendo otras depredaciones. Era tal el estado de alarma de sus pobladores, que abandonando todas las habitaciones que no estaban en el centro de la ciudad, se redujeron a vivir en la plaza y en los edificios de sus contornos, construyendo, además, chozas provisorias para albergarse.

En medio de las angustias de aquella situación, se oían por todas partes las quejas mal encubiertas contra el gobernador Acuña y contra los Salazar, a quienes el pueblo acusaba de ser los verdaderos autores de tantas desgracias. Se les atribuía el haber provocado por su codicia el levantamiento de los indígenas, y se les reprochaba el no haber tomado ninguna medida oportuna para evitarlo o para reprimirlo. El abandono de la plaza de Buena Esperanza, que había enorgullecido a los indios y dejádolos en estado de caer con mayores fuerzas sobre Concepción, era considerado un acto de culpable cobardía del Gobernador. Pero el desastre de las fuerzas que se retiraban de la plaza de Nacimiento produjo una indignación mucho mayor. Con razón o sin ella, se forjaban los más terribles cargos contra el jefe de esas fuerzas. Contábase, dice el cronista Córdoba y Figueroa, «que don José de Salazar distribuyó porción de dinero entre varios soldados para que se lo trajesen, y que esto estorbó la ofensa y defensa por estar gravados de su peso». La excitación era más violenta cada hora no sólo contra el Gobernador y su familia sino contra sus parciales y consejeros, y en particular contra el doctor don Juan de la Huerta Gutiérrez, oidor de la audiencia de Santiago, que se hallaba en Concepción desempeñando una visita judicial. El sargento mayor don José Cerdán, que mandaba las tropas de la ciudad, conoció el peligro de una conmoción popular, y por medio de un religioso franciscano trató de dar aviso de todo al gobernador Acuña para que se pusiera en guardia.

Pero no había remedio posible contra la efervescencia general de los ánimos. El sábado 20 de febrero525, el Cabildo y el pueblo de Concepción acudían en tumultuoso tropel a la casa en que tenía su residencia el Gobernador, llevando casi todos las espadas desnudas, y lanzando los gritos alarmantes y amenazadores de: ¡viva el Rey!, ¡muera el mal Gobernador! Don Antonio de Acuña, favorecido en esos momentos por uno de los oficiales reales, don Miguel de Cárcamo y Lastra, apenas tuvo tiempo para retraerse al fondo de su casa; y saliendo por una puerta excusada, pasó a buscar un asilo en el vecino convento de jesuitas. Uno de los cuñados, el clérigo Salazar, llegó a reunírsele poco más tarde, saltando unas   -353-   tapias y huyendo también del odio popular contra toda su familia. El doctor don Juan de la Huerta Gutiérrez, amenazado igualmente por la insurrección, había encontrado su salvación en el convento de San Juan de Dios. El pueblo habría querido arrancarlos de esos asilos; pero los fugitivos hallaron en ellos protectores decididos que supieron ocultarlos hábilmente en los momentos más críticos de la excitación revolucionaria.

Instalados en la casa del Gobernador el Cabildo y los vecinos más caracterizados de Concepción, y habiendo enarbolado el estandarte real, para que se entendiese que obraban en servicio del Rey, se trató de designar la persona que debiera tomar el mando. Aquella asamblea pudo resolver este negocio sin desorden y sin grandes dificultades. La intervención de algunos clérigos y frailes para evitar los excesos de la irritación popular, había tranquilizado un poco los ánimos. Los padres jesuitas, por su parte, redujeron al gobernador Acuña a hacer por escrito la renuncia del mando, como el único medio de salvar su vida. Simplificada así la situación, los capitulares y vecinos de Concepción, proclamaron Gobernador al veedor general del ejército, Francisco de la Fuente Villalobos, uno de los vecinos más respetables y acaudalados de la ciudad, y muy conocedor de los negocios administrativos y militares de Chile por servir en este país desde 1605. Muchas personas deseaban que el elegido fuera el maestre de campo Juan Fernández de Rebolledo, militar de gran experiencia y de notorio prestigio, que, sin embargo, vivía en Concepción alejado del servicio; pero la mayoría prefirió a De la Fuente Villalobos por razones que explican el abatimiento de los ánimos y la poca confianza que los españoles tenían en su poder militar. «El Gobernador designado era, dice el cronista Olivares, hombre tenido por todos por de gran celo del servicio de su Rey, que había trabajado mucho en la pacificación y de quien esperaban que por el amor que todos le tenían, se aquietasen los indios, viendo que quien tanto los había agasajado, era Gobernador, y dejarían el proseguir el alzamiento que todavía tenía mucho remedio».

El veedor general aceptó el mando con repugnancia. Su edad avanzada, el quebrantamiento de su salud y, más que todo, el religioso respeto que profesaba a la autoridad del Rey y de sus delegados, lo habían mantenido lejos de las maquinaciones que produjeron la deposición del Gobernador; pero aclamado por el pueblo, y persuadido de que era un deber de leal vasallo del soberano el contribuir al restablecimiento del orden y a la recuperación del reino, aceptó el difícil puesto que se le ofrecía. Su primer acto fue el comunicar a la audiencia de Santiago los graves sucesos que acababan de tener lugar, y su elevación al mando. Sin descuidar las providencias militares para la defensa de la ciudad, se contrajo a entablar negociaciones con los indios sublevados, profundamente persuadido de que la bondad que siempre había demostrado por ellos les haría comprender ahora que debían tener confianza en el cumplimiento de las promesas que se les hiciesen. «Mas como estaban tan encarnizados y tan recelosos del perdón por los muchos daños y atrocidades que se habían cometido, agrega el cronista Olivares, no vino el remedio que se deseaba, y prosiguió la guerra»526. Las inútiles diligencias que hizo el veedor Villalobos para apaciguar a los indios, fueron censuradas por los militares más experimentados de Concepción, y más tarde dieron origen a serias acusaciones contra su conducta.



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5. Alarma producida en Santiago por el levantamiento de los indios; la Real Audiencia manda reponer en el mando al gobernador Acuña

Las primeras noticias del levantamiento de los indios llegaron a Santiago el 20 de febrero; pero eran de tal manera vagas que no fue posible apreciar la importancia de esos sucesos. El día 23 se recibían informes más prolijos. El oidor De la Huerta Gutiérrez que, como sabemos, se hallaba en Concepción, escribía a la Real Audiencia una carta en que le pintaba el estado desastroso de la frontera en los primeros días de la sublevación, cuando, sin embargo, no habían ocurrido los sucesos más terribles que dejamos contados. Decía allí que el levantamiento de los indios era general, que el ejército que había partido para el sur con don Juan de Salazar, se hallaba cortado por los insurrectos y no podía prestar auxilio alguno a Concepción y su frontera, que esta ciudad, así como Chillán y Arauco, quedaban sitiadas, que el Gobernador se encontraba encerrado en la plaza de Buena Esperanza sin que se le pudiera socorrer, y que casi todos los fuertes habían sido despoblados. En vista de este tristísimo cuadro, pedía que Santiago enviara los auxilios necesarios para dominar la insurrección.

El Cabildo de la capital se reunió el mismo día. El corregidor don Cristóbal Fernández Pizarro hizo la exposición de estos sucesos, y enseguida se pasó a tratar lo que convenía hacer. La primera resolución fue enviar al Perú un procurador general que diese cuenta al Virrey de la deplorable situación en que se hallaba Chile, y que pidiese los socorros más prontos y más eficaces que pudieran enviársele. Para desempeñar este cargo, fue designado allí mismo don Juan Rodulfo de Lisperguer y Solórzano, uno de los vecinos más caracterizados de Santiago. Careciendo el Cabildo de fondos para costear el viaje de este procurador, y creyendo los capitulares que la imposición de una derrama extraordinaria sobre el vecindario no daría un resultado tan inmediato como convenía, ofrecieron enterar ellos mismos con sus haberes particulares la suma de cuatro mil pesos. Lisperguer, por su parte, al prestar el juramento de desempeñar lealmente el encargo que se le confiaba, declaró que, aunque «no se hallaba sobrado por las mayores obligaciones de su familia», no aceptaba el ofrecimiento de los cuatro mil pesos, por cuanto la situación iba a exigir de los capitulares muchos otros sacrificios, que haría el viaje a su costa, y que expondría «su persona, vida y hacienda para él servicio de Su Majestad y de esta república, como uno de los hijos principales de ella». El corregidor recibió allí mismo el encargo de levantar en Santiago las fuerzas que pudieran reunirse, designando entre los vecinos los capitanes que debieran mandarlas527. Esas tropas salieron pocos días más tarde bajo las órdenes del mismo corregidor a guarnecer las orillas del río Maule para impedir que los indios sublevados pasasen al distrito de la ciudad de Santiago528. Organizose, además, una junta de guerra compuesta de los militares más experimentados que había en la capital, la cual debía entender en todos los trabajos concernientes a la defensa del reino.

Según las antiguas leyes y prácticas españolas, en circunstancias como éstas el enarbolar el estandarte real equivalía a declarar a la ciudad en peligro, y a llamar a las armas a todos sus habitantes. El Cabildo había pedido que se tomase esta medida; pero conocidas las   -355-   resoluciones por las cuales el Rey había eximido a los vecinos de Santiago del servicio militar, no era posible apelar a este arbitrio sin la aprobación de la Audiencia que, por otra parte, a falta del Gobernador, tenía el mando civil. El supremo tribunal, en vista de las circunstancias extraordinarias por que pasaba el reino, mandó «enarbolar el real estandarte y hacer muchas otras prevenciones, que se han hecho y se van haciendo, y socorros de gentes y municiones. Y en su cumplimiento, agrega el acta de aquella ceremonia, el dicho día (lunes 1 de marzo) entre las cinco y las seis de la tarde, con acompañamiento de los vecinos, compañías de a caballo e infantería del batallón de esta ciudad, en una esquina de la plaza de ella, se enarboló el estandarte real con toda veneración»529. Los miembros del Cabildo debían renovarse de dos en dos para hacer la guardia del estandarte real mientras estuviese enarbolado.

El siguiente día, 2 de marzo, llegaban a Santiago noticias mucho más alarmantes todavía. Un soldado partido de Concepción comunicaba los últimos desastres de la guerra, y traía, además, varias comunicaciones, dos de ellas dirigidas al doctor don Nicolás Polanco de Santillán, oidor más antiguo de la Real Audiencia. Una era del veedor Francisco de la Fuente Villalobos en que anunciaba que por dejación de don Antonio de Acuña y Cabrera el Cabildo y el pueblo de Concepción le habían confiado el cargo de gobernador y capitán general del reino de Chile. La otra había sido escrita por el Gobernador depuesto. Contaba en ella el motín popular que lo había privado del mando, y el peligro que él y el oidor De la Huerta habían corrido de ser asesinados; y pedía que cuanto antes enviase la Audiencia una embarcación en que pudiera trasladarse a Santiago para verse libre de los riesgos que a cada hora amenazaban su vida.

La deposición de un Gobernador nombrado por el Rey era un hecho enteramente nuevo en los anales de Chile, un acto que bajo el régimen de las leyes y de las ideas de esa época, casi equivalía a un sacrilegio. Por esto mismo debía producir una alarma mucho mayor todavía que el mismo levantamiento de los indios. En Santiago como en Concepción, se creía que el mal gobierno de don Antonio de Acuña y la arrogante codicia de sus cuñados, habían producido la deplorable catástrofe que tenía al reino al borde de su ruina; pero a nadie se le ocurría que, aun, en esas circunstancias era lícito quitar el mando al alto funcionario que lo desempeñaba en nombre del Rey. Los dos oidores que en esos momentos formaban la real audiencia de Santiago, asesorados por el protector general de indios, que hacía las veces de fiscal530, se impusieron con la mayor sorpresa de aquellos graves sucesos, y condenándolos desde el primer momento como un punible desacato contra la autoridad real, acordaron comunicarlos al Cabildo y a la Junta de Guerra, «encargándoles el secreto de la materia, ponderándoles con toda cautela el delito en que han incurrido los del cabildo de Concepción, y exagerándoles gravemente el sentimiento que hará Su Majestad».

Estas precauciones eran innecesarias. Reunidos el mismo día el Cabildo y la Junta de Guerra, los miembros de uno y otro cuerpo estuvieron casi unánimes en condenar lo ocurrido en Concepción, y en pedir que se tomaran medidas enérgicas para reponer en su puesto al gobernador Acuña, por más que la asamblea parecía estar penetrada de que éste era el   -356-   responsable de esas desgracias, y que no se levantase en ella una sola voz en defensa de su conducta. Sólo uno de los regidores de Santiago, el capitán don Diego de Aguilar Maqueda, se permitió expresar una opinión contraria, y hasta favorable al movimiento revolucionario de Concepción, diciendo «que atento a que este reino está perdido por omisión del Gobernador, y que consta haber hecho dejación (de mando), se le admita, y que estos señores de la Real Audiencia provean el gobierno a quien tocare». La resolución de la asamblea, salvo la divergencia de pareceres en los accidentes, fue que procediendo con toda prudencia para no ofender a la ciudad de Concepción, que estaba sosteniendo la guerra, y a la cual era necesario socorrer, se le encargase que restituyese al gobernador Acuña, «al uso y ejercicio de su oficio», si bien parecía conveniente que este funcionario se trasladase a Santiago531. La Audiencia, después de reconsiderar nuevamente el negocio al día siguiente, despachó sus provisiones en el mismo sentido a Concepción. En ellas, además, censuraban la conducta del veedor De la Fuente Villalobos no sólo por haber aceptado el mando concedido por una asamblea sediciosa sino por las diligencias que había comenzado a hacer para aquietar a los indios por medio de tratos y de negociaciones, cuando el crimen que habían cometido tomando las armas, merecía un castigo ejemplar, «porque no hay, decía, razón divina ni humana que justifique guerra, del vasallo a su Rey por agravios personales». Los pobres indios declarados hacía tiempo vasallos del Rey, no gozaban por este título de otra prerrogativa que la de ser tratados como rebeldes por sus duros opresores.




6. Reasume el gobierno don Antonio de Acuña, y el maestre de campo Fernández de Rebolledo toma el mando de las tropas para la defensa de Concepción

Cuando llegaron estas provisiones a Concepción, se había modificado notablemente el estado de los ánimos y de los negocios públicos, y comenzaba a operarse una reacción no en favor del gobernador Acuña, sino en contra del funcionario que lo había reemplazado en el mando. En efecto, la política adoptada por el veedor De la Fuente Villalobos había producido los más tristes resultados. Los agasajos hechos a los indios para atraerlos a la paz, habían sido del todo inútiles o, más propiamente, sólo habían servido para ensoberbecerlos. Los desastres se habían sucedido en aquella comarca, y nada se veía que pudiera ponerles remedio. La plaza de Arauco se hallaba estrechamente sitiada por los indios rebeldes; y como no podía ser socorrida, era de temerse que se viera en la necesidad de rendirse o de ser tomada por asalto. Los defensores de Chillán se habían sostenido algún tiempo en la ciudad, en un fuerte de palizadas; pero creyéndose privados de todo socorro, en los primeros días de marzo abandonaron sus hogares, y cargando todo lo que podían llevar consigo, y enterrando cuidadosamente los santos de las iglesias para que no cayeran en manos de los indios, emprendieron su marcha hacia el Maule, en cuyos acantonamientos esperaban repararse.

Por otra parte, De la Fuente Villalobos había cometido un grave error en la designación de los jefes militares, buscando no los más acreditados y los más útiles, sino los que no contrariaban su proyecto quimérico de apaciguar y dominar la rebelión de los indios por medio de halagos y de transacciones. El antiguo maestre de campo Fernández de Rebolledo,   -357-   el militar más experimentado y prestigioso del ejército, y a quien los revolucionarios habrían debido confiar el mando el 20 de febrero, se había pronunciado abiertamente contra el sistema de pacificación que se había intentado poner en planta. El mayor número de los militares que había en la ciudad, era de su mismo dictamen, de manera que el nuevo gobierno, a los muy pocos días de instalado, carecía de todo apoyo sólido en la opinión.

En esas circunstancias llegaron a Concepción, a mediados de marzo, los despachos de la real audiencia de Santiago. En ellos, como ya dijimos, reprobaba la deposición del gobernador Acuña como un punible desacato contra la autoridad del Rey, y mandaba que se le repusiera en el mando. Estas órdenes, por más templadas que fueran en su forma para no irritar al Cabildo y a los vecinos de Concepción, hicieron comprender a éstos la enorme responsabilidad que pesaba sobre ellos por un acto que ese tribunal calificaba de sedición y de desobediencia al soberano. El gobernador Acuña, viéndose amparado por esa resolución, y apoyado, además, por los descontentos que había creado la política absurda de De la Fuente Villalobos, se consideró restituido de nuevo al poder y, en consecuencia, hizo diferentes nombramientos militares, y confió el mando de las tropas al maestre de campo Fernández de Rebolledo. Temiendo, sin embargo, que su autoridad no fuese convenientemente respetada, se apresuró a solicitar el apoyo más eficaz de la Audiencia, sobre todo para que se le permitiera salir de Concepción y trasladarse a Santiago. El oidor De la Huerta Gutiérrez se puso en viaje para la capital trayendo esas comunicaciones, para informar también detenidamente a la Real Audiencia sobre todos aquellos sucesos.

Pero De la Fuente Villalobos conservaba algunos amigos y parciales que reconocían su poder. Aunque había perdido toda autoridad sobre la tropa que mandaba Fernández de Rebolledo, el Gobernador revolucionario estaba convencido de la legitimidad de su elección, y llegó a sostenerla en sus comunicaciones a la Real Audiencia. Por lo demás, aquella situación anómala por que pasaba la ciudad de Concepción no dio lugar, por el momento, a violencias de ningún género entre los dos bandos. Parece que el peligro común, esto es, la insurrección de los indios, había inspirado en todos la prudencia conveniente para no salir de la más templada moderación.

Los indios, sin embargo, no habían sabido aprovecharse de las ventajas de sus primeros triunfos. Habían muerto a muchos españoles, habían cautivado centenares de mujeres, asolado todas las estancias, robado los ganados, incendiado los fuertes que los españoles abandonaron y repartídose un copioso botín; pero en vez de reunirse en masas considerables para caer sobre los establecimientos que quedaban en pie, se dispersaron por los campos, y sólo mantenían fuerzas relativamente débiles en frente de Concepción y de la plaza de Arauco. Así se comprenderá que a los pocos días del alzamiento pudieran pasar a Santiago los emisarios que traían noticias de los sucesos de la frontera. Por otra parte, antes de fines de marzo, la ciudad de Concepción se halló con fuerzas suficientes para su defensa contra todas las eventualidades de la guerra y para comenzar a dominar la formidable insurrección. Vamos a referir de dónde y cómo llegaron esos socorros.

Hemos contado532 que el maestre de campo don Juan de Salazar se hallaba el 14 de febrero cerca del fuerte de la Mariquina, en la comarca de Valdivia, a la cabeza del ejército que había sacado de Concepción para expedicionar contra los cuncos. En la noche de ese día fue   -358-   alcanzado por el comandante militar de otro fuerte que había en las márgenes del Toltén. Llegaba este oficial sin sombrero, en un caballo en pelo, agitado y despavorido, para comunicar al jefe expedicionario el levantamiento de los indios. El fuerte de su mando había sido tomado por asalto esa mañana, y la guarnición quedaba prisionera, sin que se hubiera escapado otro hombre que el mismo que traía esta noticia. Luego, llegaron otros españoles que comunicaban que la importante plaza de Boroa quedaba sitiada por los indios sublevados. Ante tan graves acontecimientos, el maestre de campo Salazar perdió toda entereza, y sólo pensó en ponerse en salvo con sus tropas. El capitán don Francisco Núñez de Pineda y Bascuñán, que, como ya contamos, se había reunido al ejército en la plaza de Boroa, fue de distinto parecer. Con gran resolución aconsejó al maestre de campo que volviese atrás con sus tropas, que socorriese aquella plaza y que se empeñase con todo su poder en dominar la insurrección533. El honor militar dictaba al maestre de campo el deber de adoptar esta línea de conducta; pero sordo a todas las representaciones, hizo destruir el fuerte de la Mariquina y otro denominado de las Cruces, que había más adelante, y siguió su marcha precipitada hacia la plaza de Valdivia. En su atolondramiento, mandó degollar seis mil caballos de remuda que llevaba para el uso de su ejército, queriendo evitar con este costoso sacrificio el que cayesen en poder del enemigo534. En Valdivia no se demoró más que algunos días. Había en este puerto dos buques que desembarcaban el situado real. En ellos se embarcó don Juan de Salazar con 360 hombres de sus tropas; y dejando encendida la guerra en toda esa comarca y muy apremiadas a las guarniciones españolas que debían sostenerla, se hizo a la vela para Concepción.

El arribo de este refuerzo cambió por completo, como debe suponerse, la situación militar y política de esta ciudad. El maestre de campo Fernández de Rebolledo, que tenía el mando general de todas las tropas, consolidó la autoridad del gobernador Acuña. Dispuso, además, algunas operaciones militares contra los indios rebeldes, que si no fueron de gran trascendencia, sirvieron al menos para suspender la serie no interrumpida de desastres que desde febrero venían sufriendo los españoles. La plaza de Arauco se hallaba sitiada por los indios rebeldes, y su guarnición reducida a las mayores extremidades. En su socorro partió de Concepción a principios de abril un buque con doscientos hombres mandados por el capitán don Antonio Buitrón. Habiendo desembarcado éste con no pocas dificultades, batió a los indios que sitiaban Arauco y salvó a sus defensores de una muerte inevitable. Pero, según sus instrucciones, Buitrón tuvo que desmantelar la plaza y dar la vuelta a Concepción con todas las tropas, dejando a los indios rebeldes dueños absolutos de esa comarca. En las mismas inmediaciones de Concepción obtuvieron los españoles pocos días después una ventaja más señalada todavía. Si bien la ciudad no tenía que sufrir un sitio regular de los indios, mantenían éstos una especie de bloqueo que hacía peligroso para los vecinos el salir   -359-   a los campos inmediatos. Un destacamento de doscientos hombres despachado bajo las órdenes del capitán don Francisco de Bascuñán, los dispersó tomándoles algunos prisioneros, y contribuyó a asentar la tranquilidad en toda la región inmediata.




7. Actitud resuelta de la Audiencia para restablecer la tranquilidad; el Gobernador se traslada a Santiago

La audiencia de Santiago, entretanto, se afianzaba más y más en sus determinaciones desde que vio que sus primeras órdenes habían sido obedecidas en Concepción. A principios de abril mandaba en términos más imperativos que nadie pusiera obstáculos al Gobernador y a su familia para trasladarse a la capital, y que en su ausencia tuviera el mando de las armas el maestre de campo Fernández de Rebolledo; y encargaba a éste que con «los resguardos, arte y maña de que debe usar, antes de llegar al último extremo de proceder con rigor último a la ejecución, despache a esta ciudad (Santiago) por mar o por tierra a don Francisco de la Fuente Villalobos para que comparezca en esta Audiencia; y si le pareciere lo envíe con guardias»535.

En esos mismos días, la Audiencia estaba, además, ocupada por otras atenciones relacionadas también con el levantamiento de los indígenas. En medio de la confusión y de la alarma producidas por estos sucesos, habían circulado rumores de que los indios del distrito de Santiago estaban dispuestos a sublevarse. Fundados o infundados, estos rumores inquietaron seriamente a las autoridades y produjeron las medidas del más severo rigor para descubrir y para castigar a los presuntos culpables. En tales casos, el tormento era aplicado sin tardanza como el medio más expedito de investigación. Aplicose, en efecto, a muchos de esos infelices. Dos indios del partido de Melipilla, condenados como promotores de un alzamiento, fueron ahorcados en la plaza de Santiago, y sus cabezas, llevadas a aquellos lugares, quedaron colocadas en escarpias, «para escarmiento de todos». Es probable que estos procedimientos, inspirados por el miedo y por el desprecio con que era mirada la raza indígena, distaran mucho de ser la expresión de la justicia.

Mientras tanto, la mayor parte de las fuerzas levantadas en Santiago, se hallaba a las orillas del río Maule bajo las órdenes del corregidor don Cristóbal Fernández Pizarro. Habíanse construido algunos fortines para resguardo de esa gente y para cerrar el paso a los insurrectos del sur. A fines de marzo llegaban allí los pobladores de Chillán, hombres, mujeres y niños, escoltados por los cincuenta hombres que formaban la guarnición de esa ciudad. A los sufrimientos causados a esos infelices por la guerra, por la pérdida de sus propiedades, y por aquella penosa retirada, se había añadido otro no menos alarmante: una epidemia de viruela. La Audiencia, condenando enérgicamente la despoblación de Chillán como un acto de cobardía, mandó que esas gentes fueran repartidas en las estancias más cercanas al Maule, con prohibición, bajo pena de la vida, de pasar adelante no sólo para que no comunicasen el contagio sino para que estuviesen prontas para volver al sur cuando   -360-   fuese posible repoblar esa ciudad. Todo hace creer que aquellas órdenes fueron ejecutadas con la más rigurosa exactitud. En Santiago se convocó un cabildo abierto para recoger erogaciones con que socorrer a aquellos infelices536.

Como hemos dicho, la imprevisión de los indios, su falta de cohesión y de concierto para ejecutar operaciones que exigían un plan regularmente combinado, les habían impedido aprovecharse de las grandes ventajas alcanzadas en los primeros días de la insurrección. Después de las matanzas y saqueos de aquellos días, parecían satisfechos con el botín recogido, y volvían a sus tierras a llevar la vida ociosa y libre a que aspiraban, como si no tuvieran nada que temer de sus antiguos opresores. A entradas del invierno, los españoles, a pesar de las dolorosas pérdidas de gente que habían sufrido, y de la destrucción de sus fuertes y de tantas y tan valiosas propiedades, pudieron contar con una temporada de quietud y de descanso que les permitió reponerse de las fatigas anteriores y prepararse para reconquistar todo lo perdido. El corregidor Fernández Pizarro, dejando los acantonamientos del Maule con las guarniciones que se creían indispensables, regresaba a Santiago en los últimos días de abril. El Cabildo acordó el 30 de ese mes darle las gracias por el celo que había desplegado en el cumplimiento de la comisión que se le confió.

En Concepción se hacía notar la misma tranquilidad. El gobernador Acuña delegó, según el encargo de la Audiencia, todo el poder militar en el maestre de campo Fernández de Rebolledo, y en los primeros días de mayo se embarcó para Valparaíso. Quería consolidar su poder con el apoyo de la Audiencia, y combinar las medidas que fuesen necesarias para la restauración del reino después de la crisis tremenda porque acababa de pasar. El prestigio personal del Gobernador estaba muy aminorado después de aquellos dolorosos sucesos; pero los leales y sumisos colonos veían en él al representante del Rey, y creían, por tanto, que era un deber sagrado el demostrarle en esta ocasión la más respetuosa deferencia. Al saber su desembarco en Valparaíso, el cabildo de Santiago se reunió el 9 de mayo para tratar del recibimiento que debía hacérsele. Tomando en cuenta que ya antes había sido recibido ostentosamente por la ciudad, y que el Rey por una cédula reciente había prohibido que se hicieran los gastos usados en esas ceremonias, acordó que sólo dos miembros de la corporación fueran a saludarlo a Valparaíso y a acompañarlo en su viaje a Santiago. Don Antonio de Acuña debió creer desarmada para siempre la terrible tempestad que había amenazado su poder y su vida; pero se le esperaban todavía pruebas más duras como desenlace final de aquella situación.




8. El virrey del Perú llama a Lima al gobernador Acuña: niégase éste a obedecer esa orden

La primera noticia de las desastrosas ocurrencias de Chile que acabamos de referir, llegaron a Lima a mediados de abril, comunicadas por don Juan Rodulfo Lisperguer, el procurador enviado al Perú por el cabildo de Santiago. Hacía apenas mes y medio que había tomado el mando de este virreinato don Luis Enríquez de Guzmán, conde de Alba de Liste y marqués de Villaflor, hombre de carácter sólido y de experiencia en los negocios administrativos.

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«Cuando llegué a esta ciudad (Lima), escribe él mismo, sin saber quién era don Antonio de Acuña ni sus cuñados, vino inmediatamente la nueva del alzamiento general de los indios de Chile; y a pedimento del procurador general de ese reino y de dos fiscales que fueron los licenciados don Bernardo de Iturrizarra y don Juan de Valdés y Llanos, se resolvió en diferentes juntas generales de oidores, alcaldes de corte, contadores del tribunal de cuentas y oficiales reales que hiciese comparecer a don Antonio y a sus cuñados, y remitiese al dicho reino persona independiente, de celo, letras y entereza, que averiguase la pérdida y motivo del alzamiento y sedición popular y juntamente enviase persona que gobernase las armas en el entretanto que Vuestra Majestad disponía lo que fuese de su mayor servicio»537. Pero como la designación y la partida de estos funcionarios debía tardar algunos meses, el Virrey se apresuró a despachar un navío cargado de bastimentos y municiones para socorrer inmediatamente al reino de Chile, y con las órdenes premiosas con que esperaba poner algún remedio a las desgracias de este país.

Según los informes llegados a Lima, el alzamiento general de los indios de Chile había sido provocado por la debilidad del Gobernador y por la codicia de sus cuñados; y, por tanto, era ante todo necesario sacar a éstos del país, para dar confianza y cohesión a los funcionarios encargados de su defensa. En esta virtud, el Virrey mandó al gobernador Acuña que sin tardanza, y en la primera embarcación que se presentase, se dirigiese a Lima con su familia. Del mismo modo, encargó a la Audiencia que hiciera cumplir esta orden, y que asumiese el gobierno provisorio del reino mientras llegaba el funcionario que debía encargarse del mando. Estas órdenes, perentorias y ejecutivas, llegaron a Valparaíso a fines de mayo; pero venían revestidas de tales precauciones de reserva que sólo los interesados, es decir, el Gobernador y la Audiencia, debían tener conocimiento de ellas.

A pesar de estas precauciones, el cabildo de Santiago tuvo noticia de la resolución del Virrey por las comunicaciones que de Lima le dirigía su representante. Recelando que el gobernador Acuña se negara a cumplir aquella orden, celebraba el Cabildo el 4 de junio el siguiente acuerdo: «Habiendo tratado la materia de la pérdida del reino y la provisión que Su Excelencia (el virrey del Perú) ha enviado para que el señor Gobernador y presidente de la Real Audiencia de este reino don Antonio de Acuña y Cabrera, caballero de la orden de Santiago, y su familia y cuñados vayan en el primer navío a la ciudad de los Reyes, y por noticia que de ello ha tenido este Cabildo, y haberlo resuelto el Virrey con consulta y acuerdo general a pedimento del procurador que envió esta ciudad como cabeza de gobernación, el general don Juan Rodulfo Lisperguer, y por las noticias, relaciones, cartas y autos remitidos por los señores de la Real Audiencia, y por haber sido notoriamente el dicho señor Gobernador y sus cuñados la causa a la dicha pérdida del reino, y la poca esperanza de la mejora y conservación de lo que aquí queda que puede haber en su gobierno, acordaron se pida por este Cabildo el cumplimiento de la dicha provisión, y que se representen todas las conveniencias del servicio de Su Majestad y conservación de este reino que obligan a la dicha ejecución»538.

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Pero el Gobernador no quiso hacer caso alguno de estas representaciones ni obedecer las órdenes del Virrey. Provisto como se hallaba de un nombramiento real, creía que sólo una orden firmada por el soberano podría despojarlo del mando. Por otra parte, estaba convencido de que las dificultades creadas por el levantamiento de los indios y por el motín de Concepción, estaban vencidas, y de que su poder quedaba definitivamente afianzado. Sin duda, también don Antonio de Acuña, por un sentimiento de amor propio, quería ser él mismo quien terminase la pacificación del reino. Al tomar conocimiento de la orden del Virrey, contestó por escrito, en términos categóricos y hasta irrespetuosos, las razones que tenía para no obedecerla. Requerido enseguida por la Audiencia en acuerdo de 17 de junio, y con todas las formalidades de estilo, para que diera cumplimiento al mandato del Virrey, Acuña repitió secamente su negativa, mandando que no se le hablara más de este negocio, y confiado, al parecer, en que el mismo Virrey, mejor informado de los sucesos de Chile, cambiaría de determinación539.

Si estas ocurrencias hubieran sido conocidas por el público, habrían estimulado sin duda alguna las manifestaciones del descontento, y procurado quizá un segundo motín en contra del Gobernador. En efecto, aunque la Audiencia, procediendo con la mayor cautela, había hecho venir a Santiago a los principales promotores del movimiento revolucionario de Concepción, quedaban en esta última ciudad algunos espíritus inquietos que censuraban duramente la conducta del Gobernador y de sus parientes. En aquel tiempo, estas censuras, aunque no pasasen de ser simples conversaciones, eran consideradas un grave delito. El maestre de campo Fernández Rebolledo, dando cuenta de ellas a la Real Audiencia, pedía que se le concediese facultad para castigarlas ejemplarmente. En el mismo seno del supremo tribunal, el oidor decano don Nicolás Polanco de Santillán sostuvo que la suavidad usada hasta entonces había hecho más insolentes a los revoltosos, y que debía procederse «con celeridad a cortar las cabezas de los que parecieren más culpados», persuadido de que la ejecución de cuatro de éstos, cuya participación en los sucesos pasados era reconocida por el Gobernador y por el oidor De la Huerta Gutiérrez, bastaría para aquietar los ánimos y hacer cesar las alarmas. Este parecer no fue aceptado por los otros oidores, que creían que dadas las circunstancias del reino, era conveniente no salir de la línea de templanza y de moderación que la Audiencia se había trazado540.

Estos recelos de nuevos trastornos debieron producir una gran inquietud en la ciudad de Santiago por aquellos días. El Cabildo, seriamente alarmado por los nuevos peligros que amenazaban al reino, propuso también un remedio que si podía no ser muy eficaz, tenía al menos la ventaja de no ocasionar el doloroso sacrificio de las ejecuciones capitales. En acuerdo de 31 de agosto, «el señor general don Martín Ruiz de Gamboa, procurador y regidor de este Cabildo, propuso como diferentes veces se ha tratado que para aplacar la divina misericordia por que se minoren y procure algún remedio a los trabajos de este reino (que por nuestros grandes pecados han venido al reino), se ofreciese un novenario de misas   -363-   en la catedral de esta ciudad, confesando y comulgando las personas de este Cabildo y ciudad»541. Este remedio fue aceptado sin vacilación, acordándose que el novenario se cerrase con una procesión general tan suntuosa como la de Corpus. Los costos de estas festividades debían ser pagados con los propios de la ciudad y con las erogaciones de los mismos regidores. El gobernador del obispado en sede vacante, por muerte del obispo Zambrano y Villalobos, ocurrida dos años antes, publicó un jubileo de cuarenta horas para dar más prestigio y eficacia al arbitrio propuesto por el Cabildo. La imperturbable devoción de los colonos, exaltada particularmente por tantas desgracias, esperaba el remedio de todo los males de la intervención milagrosa y sobrenatural del cielo que invocaban con la más ciega confianza.




9. Don Antonio de Acuña y Cabrera es enviado al Perú: su proceso

A pesar de los temores y de los anuncios de nuevos trastornos, la tranquilidad interior se mantuvo inalterable todo el resto de ese año, sin tener que apelar a las medidas extremas que se habían propuesto. El gobernador Acuña, persuadido de que ya no tenía nada que temer, se trasladó a Concepción con el pensamiento de preparar las nuevas operaciones militares para obtener la restauración del reino. Contra sus previsiones y sus esperanzas, su gobierno llegaba a un término fatal, pero que no debía parecer imprevisto.

El conde de Alba de Liste, virrey del Perú, recibió en los primeros días de septiembre las comunicaciones de Chile en que se le hacía saber la negativa de gobernador Acuña para trasladarse a Lima. Considerando inoportunos los fundamentos en que éste apoyaba su determinación, y viendo en ella una desobediencia ultrajante para la autoridad del Virrey, no sólo se apresuró a dar cuenta de todo al soberano sino que dispuso las medidas convenientes para hacerse obedecer. Habiendo reunido nuevamente en consulta las corporaciones de quienes tomaba consejo, y citando a ella a don Martín Francisco Néstarez, presidente de la audiencia de Charcas, que se hallaba en Lima, resolvió enviar a Chile con el título de gobernador interino a un hombre de prestigio y de carácter que supiera cumplir sus órdenes con prudencia y resolución. Eligió para ello al almirante don Pedro Porter Casanate, que entonces se hallaba accidentalmente en el Perú, y puso bajo sus órdenes un cuerpo de 376 soldados que, aunque destinados a someter a los indios, debían servir también para hacer respetar las órdenes del nuevo Gobernador en caso de hallar resistencia de parte de las autoridades existentes en Chile542. El Virrey lo proveyó, además, de un subsidio extraordinario   -364-   de diez mil pesos en dinero y de abundantes auxilios de víveres, armas y municiones, y puso a su lado al doctor don Álvaro de Ibarra, para que con el título de visitador judicial, levantara las informaciones conducentes al esclarecimiento de los hechos pasados y de la culpabilidad de todos aquellos a quienes se acusaba de haber contribuido de un modo u otro a las desgracias del reino. Ibarra, que había desempeñado el cargo de inquisidor apostólico, estaba nombrado oidor de la audiencia de Lima.

Habiendo partido del Callao a mediados de noviembre, Porter Casanate desembarcaba en Concepción el 1 de enero de 1656. Parece que en el primer momento no faltaron quienes aconsejasen al gobernador Acuña que se resistiera a entregar el mando; pero él no se atrevió a ponerse en rebelión abierta. «Estuvo el reino a pique de una guerra civil, escribía el oidor Polanco de Santillán, si don Antonio de Acuña no hubiera, por excusarla, cedido el puesto por más servir a Vuestra Majestad, porque si se pone en defensa, se parten los campos en efectos y desafectos y se hace batalla el recibimiento, porque como el Virrey sólo tenía poder especial para el caso de vacante y no para otro, y el de ausencia legítima no sea de esta regla, a no contenerse don Antonio de Acuña, sucedería mal»543. Reunidos solemnemente el cabildo de Concepción y algunos de los jefes militares de la Plaza, Porter Casanate se recibió del gobierno sin dificultades ni dilaciones de ninguna especie.

El nuevo Gobernador desplegó una actitud tan prudente como resuelta. Guardando a don Antonio de Acuña y Cabrera los miramientos debidos a su rango, lo indujo a trasladarse al Perú con su familia para dar cuenta de sus actos y para justificarse de los cargos que se le hacían. El visitador Ibarra, por su parte, comenzó inmediatamente a levantar la información sobre los sucesos pasados, formando, al efecto, tres procesos diferentes: uno contra Acuña, otro contra los Salazar, y el tercero contra los que depusieron al Gobernador; pero halló en el desempeño de su cargo inmensas resistencias. Habiéndose trasladado a Santiago para adelantar la investigación, se vio contrariado por las competencias que le suscitaba la Real Audiencia. Pretendía ésta que sólo a ella correspondía llevar a término los procesos iniciados contra los autores del motín de Concepción; pero Ibarra, apoyado por el Gobernador, consiguió imponer su resolución, y, en consecuencia, fueron también enviados a Lima los cuatro individuos a quienes se acusaba de mayor culpabilidad en aquellos sucesos544. Junto con los autos que se habían formado, el visitador envió una prolija exposición de los hechos que había podido conocer y comprobar545.

  -365-  

Iniciose entonces ante la real audiencia de Lima otra serie casi interminable de procesos, unos para investigar la conducta del gobernador Acuña y de sus cuñados, a quienes se acusaba de haber provocado el levantamiento de los indios, y de no haber tomado después las medidas convenientes para dominarlo; y otros para juzgar a los que depusieron al Gobernador y nombraron al funcionario que debía reemplazarlo. Todo hace creer, sin embargo, que a estos últimos sucesos se les dio en Lima menos importancia de la que le había atribuido la audiencia de Santiago. Sin duda, se juzgó que aquellos hechos, por punibles que fueran, no importaban un verdadero desacato a la autoridad real, puesto que sus autores no se habían apartado un instante de la más respetuosa fidelidad al soberano, y que en la deposición del gobernador Acuña creían buscar el medio más eficaz de mantener la tranquilidad pública, y de conservar este reino como parte integrante de la monarquía española. Por otra parte, el carácter y los antecedentes de los mismos procesados eran una prueba de la rectitud de sus propósitos. El veedor De la Fuente Villalobos, hombre de edad muy avanzada y con más de cincuenta años de buenos servicios, habría podido justificar su conducta; pero murió a los pocos días de haber llegado a Lima. Los otros tres procesados sufrieron una prisión de más de cuatro años, pero al fin fueron también indultados546. La opinión pública les había sido generalmente favorable. El Virrey, por motivos de prudencia, mandó que no se siguiera el juicio contra los otros revolucionarios que habían quedado en Chile.

En cambio, la opinión y la justicia fueron mucho más severas con los individuos a quienes se acusaba de haber provocado el levantamiento de los indios. El gobernador don Antonio de Acuña, encontró, sin embargo, alguna indulgencia, porque casi no se le reprochaba otra falta que su debilidad para someterse a las sugestiones de sus cuñados, y se le permitió residir en su casa. Por el contrario, el maestre de campo don Juan de Salazar, instigador de las campañas contra los indios cuncos, responsable del desastre de Río Bueno en 1654, y cuya conducta en el alzamiento del año siguiente no admitía disculpa, fue retenido en estrecha prisión. El visitador don Álvaro de Ibarra había embargado en Concepción los bienes   -366-   del Gobernador y de sus cuñados para responder por las resultas del juicio, y había enviado a Lima, según contamos, tres voluminosos cuerpos de autos con cerca de cuatro mil fojas de las informaciones que recogió547. Los cabildos de Santiago y de Concepción habían suministrado otros antecedentes para apreciar la conducta de esos funcionarios. En Lima mismo, a requisición de los fiscales, se habían adelantado las investigaciones, y se habían recibido las defensas y probanzas de los acusados para justificar su conducta. Después de cerca de dos años de prisión y de las más fastidiosas y hasta humillantes tramitaciones judiciales, don Juan de Salazar comprendió que aquel negocio llevaba un aspecto muy poco favorable para él, y que, aun, en el caso de absolución, su cautiverio debería prolongarse por mucho tiempo más, hasta que llegase el fallo definitivo pronunciado por el Consejo de Indias. Cohechando al alcaide de la cárcel, llamado Agustín de Miranda, se fugó con éste, y se sustrajo hábilmente a todas las persecuciones decretadas contra ambos. Fue inútil que el Virrey despachara emisarios por todos lados, y que ofreciera premios considerables al que descubriese el paradero de don Juan de Salazar. Éste supo burlar la acción de la justicia, marchándose secretamente a España, donde la familia de su cuñado podía prestarle una protección eficaz. Pocos meses más tarde, en septiembre de 1658, el proceso estaba terminado, y el Virrey enviaba a la Corte, en dos grandes cajones, los catorce cuerpos de autos formados en Chile y en el Perú, para que el Consejo de Indias pronunciase la sentencia definitiva548.

El virrey del Perú debió creer que la resolución final de este negocio iba a ser la justificación completa de su conducta y la condenación del gobernador de Chile y de sus cuñados. En efecto, al recibir la primera noticia del levantamiento de los indios de este país, de la deposición del gobernador Acuña en Concepción, y de la desobediencia de éste negándose a trasladarse a Lima como se le mandaba, Felipe IV había despachado el 12 de noviembre de 1657 dos cédulas que revelaban claramente la impresión que esos sucesos habían producido en los consejos de gobierno. En una de ellas reconvenía con dureza al gobernador de Chile por no haber cumplido la orden del Virrey. «Y aunque por esto solo, le decía, fuera   -367-   justo hacer con vos tal demostración que sirviera de ejemplo y escarmiento para lo de adelante, por ahora he suspendido tomar otra resolución, esperando que no obstante lo que habíades respondido al Virrey, habiéndolo considerado con más acuerdo y atención, ejecutoríades sus órdenes como os mando lo hagáis, cumpliendo la que os diere en todo y por todo, precisa y puntualmente, porque de lo contrario me daré por deservido». Por la otra cédula dirigida al Virrey, Felipe IV no sólo aprobaba ampliamente la conducta de este funcionario sino que le recomendaba que se hiciera obedecer, enviándole al efecto un nombramiento de gobernador de Chile, firmado por la real mano, en que estaba en blanco el nombre del favorecido para que el Virrey lo llenase con el de la persona que mereciera su confianza.

Esta resolución estaba en armonía con las prácticas y con el espíritu de la administración española, tendentes a fortificar la acción y el poder de los empleados superiores. Pero en 1659, cuando llegaron a Madrid los autos del proceso sobre el cual debía dar su fallo definitivo el Consejo de Indias, se había operado un cambio notable en la opinión de los consejeros reales. La familia de don Antonio de Acuña y Cabrera, no había dejado resorte por mover para interesar en favor de éste a todos los que tenían que entender en ese negocio. Las influencias puestas en juego parecían tan eficaces, que el mismo Acuña dirigía desde Lima un extenso memorial en que no sólo hacía la defensa de sus actos sino que pedía como una reparación de los vejámenes que se le habían hecho sufrir, que se le nombrase de nuevo gobernador de Chile por otro período de ocho años.

La confianza de don Antonio de Acuña y de sus parientes de Lima se fortificaba más y más cada día con los avisos que recibían de la Corte. Sus deudos les comunicaban desde Madrid el rumbo favorable que tomaban sus negocios, y esas noticias eran esparcidas en Lima, despertando, como era natural, la más viva curiosidad por saber el desenlace final del litigio. En noviembre de 1660, se anunciaba en esta ciudad que el Rey desaprobaría enérgicamente la conducta del Virrey por haber suspendido a Acuña del gobierno de Chile. El conde de Alba de Liste se sintió herido por la noticia de la ofensa inmerecida que se pretendía inferirle. «Me ha causado notable desconsuelo, escribía al Rey, lo que en cada aviso publican las partes (Acuña y sus parciales) en descrédito del gobierno superior de este reino sobre el expediente que dicen se ha tomado en el Consejo, que es muy de advertir en reino tan separado del abrigo de Vuestra Majestad; y sólo me parece digno de representar a Vuestra Majestad que la resolución ha de ser ley y forma para otros gobernadores, que viendo que en casos tan arduos no hay quien los pueda contener, procederán sin temor con manifiesto riesgo de la paz y conservación del reino»549. El Virrey esperaba todavía que esta última representación llegaría a la Corte en tiempo oportuno para impedir que se diera un fallo ofensivo para su persona y, además, contrario a todos los principios que reglaban la administración española en esa época.

Sin embargo, cuando el conde de Alba de Liste escribía esa carta, hacía ya más de tres meses que estaba dada la resolución real. Las intrigas y las influencias de ciertos personajes, tan poderosas en la corte de Madrid en aquellos años de decadencia y de degradación, habían podido más que todas las consideraciones políticas y jurídicas. El 28 de julio de 1660, Felipe IV, después de oír el dictamen del Consejo de Indias, firmaba una real cédula   -368-   con que ponía término final a aquel proceso. Evitando artificiosamente el aprobar o desaprobar la conducta observada por don Antonio de Acuña y Cabrera en el gobierno de Chile, el Rey decía que por haberse cumplido el término por que éste fue nombrado, «y por otras consideraciones que se ofrecen» había resuelto darle sucesor; pero al mismo tiempo resolvía, en contra de lo que había sancionado por sus dos cédulas de noviembre de 1656, que el virrey del Perú no tenía «facultad para quitar ni remover del gobierno de las provincias de Chile a quien con titulo real lo estuviera sirviendo, sin dar primero cuenta al Rey de las causas y motivos que hubiere para ello. Y así, os mando, agregaba, que en lo de adelante, os abstengáis precisamente de quitar ni remover ninguna persona que con título mío lo estuviere ejerciendo, si no fuere en algún caso de todo punto inexcusable y que la calidad y gravedad de las causas sean de tanto peso que obliguen a usar de este medio; y entonces ha de ser precediendo el comunicarlo con todo el acuerdo de mi Audiencia de esa ciudad de los Reyes». La real cédula declaraba a Acuña hábil para ser consultado en los negocios de gobierno, y le reconocía el derecho de reclamar indemnización por los daños que había padecido. Este fallo, que dejaba, sin embargo, por resolver la mayor parte de las cuestiones sometidas a juicio, preparado por las intrigas de Corte y por las sugestiones de los favoritos, al paso que importaba una grave ofensa al virrey del Perú, que en todo este negocio se había conducido con tanta entereza como rectitud, era una pobre victoria del gobernador Acuña, cuya conducta administrativa condenada por los contemporáneos, no había merecido tampoco la expresa aprobación del Rey. Pero ni, aun, alcanzó el malhadado Gobernador a gozar largo tiempo este pobre triunfo. Don Antonio de Acuña y Cabrera falleció en Lima muy pocos meses más tarde. Seguramente las agitaciones, amarguras y contrariedades que experimentó en estos últimos años aceleraron el fin de sus días.

Todavía nos falta conocer las consecuencias que en Chile tuvo el terrible levantamiento de 1655, y el trabajo que costó restablecer la tranquilidad. Ésta será la materia del capítulo siguiente550.







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