Los Lisperguer y la Quintrala - Benjamin Vicuña Mackenna

Los Lisperguer y la Quintrala

Benjamín Vicuña Mackenna

Advertencia a la Segunda Edición

No es tan desacertado plan, como algunos pudieran imaginarlo, el confiar a la publicidad diaria ciertos relatos históricos y sociales, cualquiera que sea su aliento o su importancia. Al calor de la discusión abierta y frecuente se vivifican las ideas, anímense los cuadros, se depuran los errores y se corrigen los defectos de forma y de detalle. Copiosos, variados y nuevos documentos surgen de remotos e inexplorados archivos, y cada cual se apresura con buena voluntad a traer a la reedificación posterior y definitiva de la obra bosquejada de ligera, un guijarro o un trozo de granito, que sirven para humilde cimiento de decorosa columna.
Tal es, al menos, lo que ha acontecido con la primera edición de este ensayo sobre la vida social de un siglo, publicada aceleradamente en El Ferrocarril de Santiago durante la última quincena del mes de enero. Por manera que en febrero hemos podido emprender la segunda edición ofrecida de la obra, rejuvenecida, ensanchada y corregida de numerosos defectos.
No diremos en qué consisten estos cambios y mejoras, porque el lector ha de ir notándolos sin esfuerzo. Nos bastará simplemente anticipar que el hallazgo de muchos nuevos documentos, encontrados con particularidad en el archivo de la notaría de San Bernardo, nos ha permitido completar la figura de doña Catalina de los Ríos en su período más lóbrego y desconocido, el de su juventud. Por esto podemos asegurar ahora que esta mujer célebre y terrible será conocida en adelante desde su cuna al sepulcro.
En cuanto a los detalles, hemos traspuesto algunas notas que recargaban tal vez el texto, a causa de nuestro empeño antiguo en justificar con documentos todos nuestros conceptos, manera única, a nuestro juicio, de escribir hoy día la historia; porque si todos tenemos derecho para ser creídos bajo nuestra palabra en las cosas corrientes de la vida, tratándose de una empresa tan augusta como es la revelación de la verdad, la comprobación más nimia no es inoficiosa sino de deber. Por esto hemos descargado el texto de muchas de estas anotaciones, pero las hemos conservado como Apéndice.
El número de documentos del último ha sido aumentado también considerablemente, sobre los que se habían anunciado en la primera edición.

Benjamín Vicuña Mackenna
Viña del Mar, febrero 25 de 1877


A Anacleto Montt Pérez, José Antonio Tagle, Federico Valdés Vicuña,
Su sincero amigo, Benjamín Vicuña Mackenna
Santiago de Chile, Enero 15 de 1877

Orígenes

Entre las tradiciones y leyendas de pasados siglos que ha conservado indelebles la memoria de las generaciones, existe una, sombría, terrible, espantosa todavía, y digna por lo mismo de ser investigada y de ser dada a luz.
Esa tradición es la de la siniestra Quintrala, la azotadora de esclavos, la envenenadora de su padre, la opulenta e irresponsable Mesalina, cuyos amantes pasaban del lecho de lascivia a sótanos de muerte, la que volvió la espalda e hizo enclavar los ojos al Señor de Mayo, la Lucrecia Borgia y la Margarita de Borgoña de la era colonial, en una palabra.
Esa tradición existe viva, aterrante, manando sangre todavía.
Pero no se sabe más que lo que esa tradición ha conservado en su nebulosa memoria: azotes, voluptuosidades sangrientas, sacrilegios, orgullo, impunidad y, por último, la imagen de aquella rea del infierno suspendida a su puerta por un cabello, que es el resumen popular de la leyenda de la Quintrala, tal cual se contaba hace treinta años en la cuna temblorosa de los niños.
Eso es todo.
Más allá comienza la duda, la oscuridad, la ponderación, el horror.
¿Quién era, en efecto, esa mujer?
¿Existió en realidad en nuestro suelo, o es un mito extranjero, transportado a Chile, de los cuentos de brujos que componían la antigua biblioteca de la niñez y de la plebe? ¿En qué siglo vivió? ¿De dónde procedía? ¿Cuáles fueron sus mayores crímenes? ¿Quiénes sus víctimas más señaladas? ¿Cómo vivió, en fin, en nuestras ciudades? ¿Acaudalada o menesterosa? ¿Aristócrata o pechera? ¿Esposa o harpía? ¿Y cómo desapareció al fin de la escena de sus delitos y de su poderío social casi sin límites?
He aquí lo que parecería hoy imposible desenterrar de la bóveda de las tumbas, del fondo de carcomidos protocolos, de las arcas en fin en que las patricias familias de Santiago suelen guardar, junto con sus tesoros, los documentos preciosos con que será dable reconstruir alguna vez la vida social de nuestro pueblo.
Pero nada está reservado bajo del sol a la buena voluntad y a la labor. Y por esto creemos presentar hoy una investigación no Sólo completa sino documentada de la vida, hechos, crímenes y costumbres de la famosa doña Catalina de los Ríos y Lisperguer, una de las más encumbradas damas de la aristocracia de Santiago en el siglo XVII, y cuyo parentesco, cercano o remoto, no podría hoy repudiar ninguna casa solariega del Mapocho, sin incurrir en la terrible sentencia que sobre el particular lanzó el más famoso de nuestros genealogistas cuando dijo: En Santiago el que no es Lisperguer es mulato.
No queremos hacer cuenta abultada del trabajo que esta empresa ha podido costamos. Bastará decir, que ni uno solo de los cronistas e historiadores, tanto antiguos como modernos, ha mencionado siquiera el nombre de esta mujer, que desde hoy pasará a ocupar un sitio preferente entre los más notorios y abominables delincuentes de cualquier país del mundo, pero cuyas riquezas y levantada alcurnia han parecido hasta aquí suficiente amparo para su memoria en esta tierra olvidadiza y sin escuela social, de los ¿quién sabe?, de las indulgencias sencillas o plenarias y de los cobardes pero seculares egoísmos que se llaman todavía compromisos.
Acostumbrados nosotros a afrontar las pasiones y las iras de los vivos, no nos ha parecido empresa de romanos penetrar en los sótanos, en que bajo la mortaja de San Agustín, duermen todavía, en la iglesia que fundaron, aquellos memorables Lisperguer, abolengos forzosos de esta gran ciudad, de sangre azul, amortajada en su orgullo, pero no en su virtud.
Y así como sin pasión ni propósito de secta iremos vengando el pasado depurándolo, así correrá la pluma feliz y casi ufana al trazar las páginas honrosas de esa extraña raza, generatriz de la nuestra, que produjo a la vez héroes y monstruos, ángeles y harpías. Porque desde ahora mismo anticipamos que el ilustre Juan Rodulfo Lisperguer, el héroe y mártir de Boroa, era tío de doña Catalina de los Ríos, y fue sobrina suya otra noble dama que llevó su nombre y que mereció ser llamada “la \Santa Rosa de Chile”: doña Catalina de Amaza y Lisperguer.
Por otra parte, el presente estudio no será sólo un episodio aislado, un rasgo biográfico de la era colonial: es un cuadro más o menos imperfecto y mal bosquejado, pero fiel y curioso de esa misma era. No es, por dicha, doña Catalina de los Ríos un tipo en la vida tenebrosa de nuestros mayores, pero en los accidentes que rodearon su cuna, en su educación, en su vida de encomendera y cortesana, tiene de seguro algo que aprender el historiador y no poco que meditar con provecho y enseñanza el filósofo social.
Es cosa, a la verdad, generalizada y vulgar en nuestra afanosa sociedad moderna, la creencia de que la ya olvidada, antes de ser conocida, existencia de nuestros antepasados, fue como un letargo y una mortaja, el sueño, el llanto y el silencio de tres siglos, vida de penas, de inercia, de dolores mudos y prolongados, perdida entre plegarias y disciplinas, cual si nuestro lóbrego pasado hubiese sido sólo un purgatorio y sus pobladores ánimas en pena.
Pero apenas toca la vara del estudio esa edad yerta y monótona, cae al suelo su sudario, como el espectro de cenizas de Carlo Magno en su tumba de la catedral de Aix, y aparecen por las grietas de la loza las vislumbres de apariciones que poco a poco toman vida, y forman al fin el extraño y sombrío conjunto de una sociedad que ha sido sepultada con pasiones, virtudes, heroísmos y crímenes iguales a los nuestros y aun mayores.
Es esto lo que nos proponemos demostrar en esta página, contando con llaneza y autenticidad la historia de la más famosa, más ilustre, más emparentada y a la vez más extraña y siniestra familia que haya vivido en este pueblo de familias. Aludimos a aquellos renombrados Lisperguer que ocuparon con su poder, su opulencia, su belleza, su heroísmo y sus horrores un siglo entero de nuestra colonia, que se desvanecieron y dispersaron en la decadencia durante otro siglo, y de quienes el conocido rey de armas de Santiago y triunviro de la revolución citado más adelante en nuestro epígrafe, decía como sentencia de su cabalística ciencia, que habían distribuido su sangre en todas las castas nobles de Chile, ni más ni menos como nuestros caudalosos y azulados ríos reparten sus aguas en canales, acequias y regadores. Las familias que no tienen sangre de Lisperguer son familias de rulo.
Nosotros, sin embargo, no vamos a estudiar ni a contar la vida de aquella aristocrática raza, mitad alemana y mitad india, a la luz de los blasones, sino de la filosofía social e histórica que sus cruzamientos domésticos y su influencia política marca, porque la leyenda de esa familia es la vida verdadera de la colonia y de su siglo. ¡Y qué siglo! El siglo de la gran rebelión; el siglo del gran terremoto; el siglo de los duelos sangrientos en la plaza pública por feudos domésticos; el siglo de los claustros con sus riñas y sus milagros, sus escándalos y sus santos; el siglo, en fin, del crimen feudal, místico e impune, que personificó en su ser aquella memorable Quintrala, suspendida todavía en las puertas del eterno castigo y cuyos días, tan oscuros como sus delitos, vamos hoy a contar por la primera vez a los chilenos y especialmente a los santiaguinos, con la austera verdad de los archivos.
Para dar camino a ese propósito y marcar las diferentes faces de la existencia de esta raza ya extinguida, dividiremos nuestro relato en diversos cuadros, pero vaciados todos sobre un solo lienzo. De esta suerte, sin fatiga para el lector, se desenvolverá a su vista un dilatado panorama, a veces fantástico, a veces horrible, pero siempre verdadero.
Que no sea por tanto la curiosidad satisfecha del lector el único galardón de esta tarea, pues en mucho mayor estima tenemos el que la gente estudiosa comience al fin a preocuparse del pasado, a fin de darse cuenta cabal de cómo hemos llegado a ser lo que hoy somos, y tal cual somos, con nuestras pocas virtudes, y seguidos por cohorte numerosa, mas no incurable, de imperfecciones sociales y políticas.
Mas no deseando anticipar dato alguno de importancia a su colocación oportuna en el breve relato histórico que emprendemos, nos limitaremos a señalar aquí ligeramente las principales fuentes de que hemos derivado nuestra composición, porque esta nomenclatura nos permitirá dos cosas de utilidad y cortesía a un propio tiempo.
Es la primera, agradecer la bondad y franqueza de las personas amigas que sin reserva alguna nos han franqueado sus papeles de familia.
Es la segunda, la de dejar señalados en la portada de esta relación los documentos principales a que en el curso de su desarrollo haremos referencia.
Los orígenes de esta relación completamente histórica y justificada hasta en sus más ligeros detalles, son en consecuencia los siguientes:
1. El archivo general, donde, entre millares de mamotretos, ha sido posible descubrir algún documento precioso, tal como el testamento auténtico de doña Catalina de los Ríos y otros.
2. El archivo de la curia eclesiástica, en cuyos armarios existen no menos de seis de los doce testamentos de la familia Lisperguer que más adelante daremos a luz.
3. La historia de Chile (inédita) por el padre Diego de Rosales, en la que se registran algunos servicios públicos de los primitivos Lisperguer.
4. La breve noticia de la vida y virtudes de la señora doña Catalina Amaza y Lisperguer, por el canónigo Bermúdez, obra rara, impresa en Lima en 1821. Obsequio del señor Mauricio Cristi.
5. Papeles de la familia Cerda, actual poseedora del vínculo de las haciendas que fueron de doña Catalina de los Ríos en el valle de la Ligua y que debemos a nuestro amigo José Nicolás de la Cerda.
6. Papeles de la familia Hurtado de Mendoza, de cuyo examen somos deudores a la cortesía del señor José Nicolás Hurtado.
7. Papeles de la familia Cortés y Azúa que debemos al comedimiento de su último representante, el señor Scipión Cortés.
8. Papeles de la familia Recabarren en posesión del señor don Diego Echeverría y Recabarren.
9. Papeles diversos, en posesión del señor don Francisco de Paula Figueroa, especialmente sobre la familia Flores Lisperguer.
10. Papeles diversos, en posesión del señor Luis Montt, especialmente sobre la cacica doña Elvira de Talagante, fundadora de aquella familia.
11. Papeles inéditos del obispo Salcedo, en posesión del señor don Crescente Errázuriz.
12. Correspondencia inédita del gobernador de Chile Alonso de Ribera con el rey de España, extraída del archivo de Indias.
13. Colecciones varias de documentos inéditos que existen en nuestro poder.
Nuestras citas del texto se referirán, por tanto, a estos orígenes, a menos que señalemos una fuente especial y distinta, lo que tendremos cuidado de anotar en el lugar oportuno.

Benjamín Vicuña Mackenna
Santiago de Chile, enero 15 de 1877

Capítulo I
El Primer Lisperguer

En Santiago el que no es Lisperguer, es mulato
(José Manuel de Astorga)

Entre la lucida hueste de capitanes, monjes, mayordomos, confesores, caballeros, pajes y poetas en cuya compañía se entró en Chile en 1557 don García Hurtado de Mendoza, niño sin bozo, hecho señor por el orgulloso capricho de su padre, virrey del Perú, notábanse dos mancebos de apuesta figura y gentil donaire, puestos uno y otro en riguroso contraste con la corte de frailes y rudos soldados del imberbe sucesor de don Pedro de Valdivia. Ambos habían sido en efecto pajes en Europa, el uno de Carlos V en Alemania y en España, de Felipe II en Inglaterra el otro. Llamábase éste don Alonso de Ercilla, y venía a hacer el acopio de una leyenda heroica que ha hecho imperecedero su nombre y el de nuestra tierra. Don Alonso era español.
Llamábase su camarada de palacio, el paje de Carlos V, Pedro Lisperguer, y había pasado al Perú de maestresala del virrey don Andrés Hurtado de Mendoza, padre de don García. Traía éste, si no la lira de más tarde sublime epopeya, una cuna tan ilustre, que algunos suspendíanla a los artesones de los emperadores de Alemania, o por lo menos, a la de los duques de Sajonia, parientes feudatarios y electores de aquellos. Don Pedro era alemán.
Pero sobre lo que no cabe duda, con relación al linaje de los Lisperguer, es el padre del paje de Carlos V era cónsul de la mística y rebelde ciudad de Worms, a orillas del Rhin en el Palatinado, cuando ocupóla aquel soberano en 1546, después de la batalla de Albis, y que a aquel magnate cúpole el honor triste pero insigne de poner en sus manos las llaves de la ciudad vencida. En cambio de este rendimiento, Carlos V dio servicio en su antesala al hijo mayor del preboste, que tenía su propio nombre, Pedro Lisperguer, mancebo a la sazón de quince años o sus cercanías.
El apellido verdadero y alemán de los Lisperguer era, según Gay, Leisperberg, y éste parece por lo menos el más próximo a la etimología del primitivo idioma. En Chile, donde los Evans se han llamado Ibáñez, y los Pereira, Albano, dióse desde temprano a aquellos el nombre de Lisperguer, y aun ciertos escritores, como Suárez de Figueroa, han descompuesto el último en dos, llamando .al primero de su raza que vino a estos reinos don Luis Perguer.
Más tarde, casi un siglo después de la desaparición del primer Lisperguer, y cuando sus descendientes habían caído en irremediable decadencia, comenzaron éstos a añadir a su apellido originario el de Bittamberg, que ninguno de sus mayores durante cuatro generaciones había usado.
Ese apellido era evidentemente el nombre de Württemberg, españolizado o más bien barbarizado, porque los que lo usaron escribíanlo con minúscula y dos t: Bittamberg.
Mas si esa era su natural procedencia, porque los alemanes pronuncian de esa manera el nombre de aquel estado (Wurtemberg), no podemos darnos cabal razón del motivo por qué lo llevaron unos y lo desdeñaron los otros ¿Era sólo para marcar el país del origen de su raza, como lo acostumbraban los españoles?
¿O tenía ese apellido alguna atingencia al del ilustre descubridor de los tipos metálicos y movibles de la prensa?
No sabríamos decirlo, pero parécenos que ese recargo de nobleza y de ortografía gastado por los últimos Lisperguer, no procedía sino de la nacionalidad de sus fundadores, sin significación de abolengos, como los que lo llevaron tal vez lo entendieron.
El hermoso paje de Carlos V, que para tal puesto necesitaba serlo, pasó a España con el duque de Feria, y en seguida en la corte virreinal de los Hurtado de Mendoza al Perú, con el título de maestresala o jefe del servicio de pajes, lo que era ya un ascenso en su carrera. Su edad no podía ser mayor de veinte y cinco años cuando aportó al Perú y en seguida pasó a Chile. Las dos reales cédulas en que se le otorgó el permiso y despachos para pasar al Nuevo Mundo tienen fechas de 14 de noviembre de 1554 y la segunda de 14 de enero del año subsiguiente. La primera fue expedida en Flan- des por Carlos V.
Vino el fundador de la casa de los Lisperguer, no con un vano tributo palaciego, sino con la autoridad y ejercicio del mando de una de las naves que condujo a Chile entre borrascas la expedición de don García en invierno de 1557, y a él cúpole en lote llevar cautivos a Lima y en su barco, pero rodeados de respetos, a los dos más famosos capitanes que después de la muerte de Valdivia habían estado alborotando el reino con los vaivenes de su desasosegada ambición. Por esto, al encontrarse ambos caudillos sobre la cubierta del galeón que mandaba el caballero de Worms, había dicho don Francisco de Aguirre a su tocayo el de Villagra:
—Lo que son las cosas de este mundo, señor don Francisco, que ayer no cabíamos los dos en un reino y hoy nos hace caber don García en una tabla.
En una información antigua de familia aparece que el capitán de una de las tres naves de la expedición de don García, a cuya pericia en las tormentas consagra Ercilla no pocas de sus sonoras estrofas (como que a su bordo venía), era ya un personaje político de nota, porque figuraba como uno de los cuatro consejeros íntimos que el virrey del Perú diera a su hijo, el infantil y arrebatado gobernador de Chile. Y el haberle confiado el último la guarda de los dos grandes perturbadores del reino, era una prueba más de la encumbrada posición de respeto que ocupaba ya en la conquista el patricio alemán. [1]
Sábese también por la propia información citada que don Pedro Lisperguer regresó con su nave y con refuerzos de importancia enviados por el virrey a su hijo cuando hacía cruda y feliz guerra a los araucanos en 1560.
Pero desde este segundo viaje y desde su cooperación eficaz a las operaciones de la conquista, piérdese la huella del ilustre marino por algunos años.
Parece que entró al servicio de tierra en calidad de capitán de una compañía de caballos ligeros y que se batió heroicamente defendiendo el fuerte de Quiapo, de que era comandante. El único despacho auténtico que existe de su carrera en esa época es su nombramiento de capitán de caballos ligeros, conferido por Pedro de Villagra el 20 de febrero de 1564.
Pero como dato cierto, en pos del último sólo volvemos a encontrarle cuatro años más tarde, nombrado alcalde de Santiago, pero sometido a un censura eclesiástica que le inhibía en su ejercicio. [2]
¿Cuál era la causa de aquella excomunión? ¿Eran sus creencias? ¿Era su vida? ¿Era la tradición bíblica de su ciudad nativa, los muros de cuya catedral, tan antigua como el Rhin, muestran todavía el hollín de las llamas encendidas en guerras religiosas?
No lo sabemos, porque el parco lenguaje de los escribanos, que sólo es redundante cuando es ajustado a aranceles, no nos guía más allá de ese esclarecimiento en los papeles puramente políticos del cabildo de Santiago.
Pero lo que en esa época nebulosa se descubre como más seguro es que, apasionado don Pedro del temple del país y de su riqueza desde su primera visita, vino a hacerse encomendero de Santiago por los años de 1564 a 65, y a poco se arraigó en esta ciudad, gracias a un opulento enlace.
Cabe aquí explicar este llano suceso, por el cual el hijo de un príncipe alemán vino a ser el esposo de una dama criolla, hija de una cacica chilena.
Entre los aventureros cosmopolitas que acompañaron a Pedro de Valdivia en su descubrimiento (1540), venía un soldado alemán llamado Bartolomé Blumen, a quien sus camaradas conocían sólo con el nombre de Bartolomé Flores, traduciendo literalmente su apellido al castellano. Era hombre del estado llano, pechero, soldado, pero dotado, como la generalidad de sus compatriotas, de las condiciones que hacen de la adquisividad y sus medios la escala de pingües fortunas.
Consta de papeles inéditos que Bartolomé Flores pasó del servicio de Carlos V, con permiso de su madre doña Juana, a los reinos del Perú cuando ocurrió la rebelión de Gonzalo Pizarro (1545-48), que puso en alarma no sólo a la América, sino a la España misma y sus dependencias europeas, y consta que se dio tan buena traza en sus haberes y negocios, fuera como mercader o como conquistador, que vino a ser cuatro o cinco años más tarde uno de los más generosos habilitadores de Pedro de Valdivia en su empresa para descubrir y conquistar a Chile. Prestóle en efecto doce mil pesos de oro en Chuquisaca, y trajo, además de treinta yanaconas para su servicio, dos negros esclavos, y tan magníficos caballos que cada uno de ellos valía más que los dos negros y los treinta yanaconas reunidos. [3]
Fue por esto desde la fundación de Santiago el aventurero alemán un personaje de gran valimiento y el primer rico y aviador de la colonia, como Pedro de Valdivia fue su primer menesteroso. Su fortuna y su diligencia valióle en consecuencia que a los pocos meses de la fundación de Santiago, y habiendo perecido en la horca el primer procurador de ciudad, el inquieto Antonio de Pastrana, le designaran sus camaradas para reemplazarle,por solícito y por ser persona de experiencia, dice el acta de su nombramiento ypor ser grandísimo republicano, añade otro papel de la época. [4]
Tan solícito se mostró en verdad el soldado alemán, que cinco años más tarde (septiembre 15 de 1546) poseía la mejor chácara del valle, en los terrenos del cacique Pualpilla, a la lengua de la acequia que baja del Salto . Así dice su título, y era en esa precisa localidad donde se disputaban las mejores tierras los conquistadores porque tenía sobra de aguas.
Compró en seguida el infatigable encomendero una chácara colindante del capitán Gaspar de Villarroel, uno de los conquistadores más afecto a los negocios y a las rifas de que haya quedado memoria, y que estaba situada en Quilicura a la orilla de la codiciada agua del Salto. [5]
Adquirió en seguida el afanoso bávaro la famosa propiedad de Tobalaba, que regaba el rio de Ramón, entonces solitario arroyo, que hoy empapa en dulces ondas las más albas gargantas del Mapocho.
Pero Bartolomé Flores no se había contentado con ser el primer chacarero de Santiago. Su ambición era subir a la categoría del más rico encomendero del reino, y para esto no vaciló en ofrecer su corazón y su alcoba a la famosa doña Elvira de Talagante, cacica del lugar, y dueña, según un biógrafo de su raza, de las tierras y valles que se extendían desde su heredad patrimonial hasta Cauquenes.
Según esto, doña Elvira era la señora feudal, por título del Inca y después de Pedro de Valdivia, del valle de Acúleo y del de la Compañía hasta los pintorescos desfiladeros en que existen hoy las más frecuentadas termas de Chile, conocidas y usadas desde siglos antes de la conquista.
Hase sostenido por todos los púdicos cronistas de la primera edad de la conquista que el aventurero alemán hizo de la princesa chilena su legítima consorte. Más otra cosa declara en su testamento, que tenemos a la vista, su poco recatado amante.
Pero lo que en nuestro caso interesa demostrar, es que de aquel enlace nació una joven que fue la primera desposada criolla en nuestro suelo y a la vez el más suntuoso partido matrimonial de Chile, porque fue hija única y heredera de un cacicazgo que parecía un reino.
Llamábase esa niña doña Águeda Flores, nombre dulce al conquistador porque era el de su madre. Bartolomé Flores era bávaro, natural de la industriosa ciudad de Nüremberg, y habían sido sus padres Juan Blumen y Águeda Weltzer , que algunos cronistas y escribanos han traducido malamente en Juberi.
La ascendencia de doña Elvira blasonada de más ilustre prosapia, porque su padre legítimo, el cacique don Bartolomé de Talagante, tenía ya “don” cuando Pedro de Valdivia recelaba todavía llevarlo en su apellido. Era probablemente un factor considerable de los Incas, no sólo por lo que demuestra tuvo en riqueza y respetabilidad social en la comarca, sino porque en aquel fértil paraje, cruzado a la sazón de las deliciosas acequias que todavía lo fecundan y que labraron agrónomos peruanos, existía un obraje, o fábrica de tejidos, llamados antes paños de la tierra y hoy sayal, por cuenta de los emperadores del Cuzco. Tal vez don Bartolomé de Talagante era el director de ese obraje.
De todos modos, es lo cierto que mientras los más poderosos caciques eran sometidos por los castellanos al duro trabajo del oro, de las mieses y aun de los menesteres viles de la casa y de la edilidad, Bartolomé Flores, no sólo respetó a don Bartolomé de Talagante, desposeído de su sangre y de su heredad, sino que le dejó ocho indios de encomienda para su servicio [6]. Por cuanto doña Elvira de Talagante, dice un título original del gobernador Ruiz de Gamboa, que tenemos a la vista, fecho en mayo 25 de 1580, hija y heredera de don Bartolomé de Talagante, señor y cacique principal de llave y demás pueblos y tierras por él poseídas, me hizo relación que tenía ocho indios que le habían dejado a su padre [7].
Volviendo ahora a nuestra relación interrumpida, y pasando de la heredad al linaje, que es todo una sola cosa, ahora como antes, es muy posible que cuando don Pedro Lisperguer fue nombrado alcalde de Santiago, en 1568, hubiese alcanzado ya doña Águeda la edad núbil, pues el conocimiento de su padre con la cacica de Talagante databa, al menos, desde 1547, en que ese lugar era llamado por algunos la madera de Flores, y diérale su posesión Pedro de Valdivia. Es de legítima conjetura, por tanto, suponer que antes de 1570 ya había entregado el hijo del cónsul de Worms su mano de príncipe a la hija del pechero de Nüremberg.
Y aquí reaparece otra vez la laguna y la niebla de aquel siglo que fue la opaca alborada de nuestra historia. Sólo se sabe que en 1576 el general don Pedro Lisperguer era nombrado juez de hechicerías por el presidente Bravo de Saravia, en reemplazo del historiador Alonso Góngora Marmolejo, que murió en el oficio de quemador de brujos. Y, ¡extraña coincidencia!, aquel nombramiento para perseguir a los hechiceros (los machis) y atarlos al poste de la hoguera, vino a ser el presagio de un cruel achaque de familia, porque más adelante hemos de ver a las hijas de don Pedro Lisperguer y de doña Águeda de Flores acusadas de brujas y perseguidas como tales.
Entre tanto, en ese largo período de treinta años, que corrieron desde el legítimo matrimonio del primer Lisperguer con la primera doncella chilena, sólo podemos fijar como exacta una sola fecha. Es ésta la de la muerte de Bartolomé Flores, acaecida en Santiago, en su “heredad y viña”, a espaldas del Santa Lucía, el 11 de noviembre de 1585. [8]
Cuando en su casa y viña del Santa Lucia, moría, después de ochenta años de valiente, laboriosa y benéfica vida, el más acaudalado feudatario de Santiago y de sus valles circunvecinos o remotos, desde el Salto a Talagante, desde Tobalaba al Putagán, había cumplido un esclarecido servicio para con su patria adoptiva el esposo de su hija única y heredera, don Pedro Lisperguer de Bitambergue. Acosado por los araucanos después de cien batallas que eran una derrota continuada, porque las victorias se malograban como desastres, resolvió el presidente don Alonso de Sotomayor enviar al Perú por socorros a un vecino prestigioso, y fue éste el primero de los Lisperguer. Ya antes le había conferido igual o mayor honra designándole desde Mendoza como uno de los patricios que en su nombre deberían recibir el reino de manos de su antecesor.
Cumplió aquella comisión el antiguo paje de Carlos V por el año de 1583 a 85, y parece que con el mismo éxito de su primera misión en 1560, porque trajo doscientos hombres de guerra y treinta mil pesos en pertrechos.
Y es de notarse que sus hijos y sus nietos llenaron con satisfacción y lucimiento ese mismo género de deberes en tres ocasiones sucesivas, como más adelante hemos de contar, porque si bien alguna vez los últimos vieron su nombre deshonrado por crímenes abominables y de culpa de mujer, es una comprobación histórica fuera de toda duda la de que los primeros Lisperguer tuvieron estas dos grandes virtudes, meritorias en todas partes, pero que en Chile por lo raras son sublimes: el patriotismo y el desprendimiento personal.
Verdad es también que por esto empobrecieron y cayeron en la oscuridad sus descendientes, quedando sólo a su nombre la fama póstuma de sus hechos, humo deslumbrador, pero que al fin de cuentas brilla con luz más duradera que los millones puestos a réditos, porque los últimos suelen desaparecer en caídos.
Los Candamos no sobreviven a su siglo ni a su caudal.
Los Lisperguer resucitan después de los siglos en gloriosa pobreza.
Tal fue entre tanto el primero de los Lisperguer, abuelo de doña Catalina de los Ríos, en cuya postrera y devota ancianidad volveremos a encontrarle, limpio ya de la excomunión de que hemos hecho memoria, y fundador de claustros, cuya sombra sería fatal a las generaciones que llevaron su nombre.
Ocupémonos ahora de sus hijos antes de dar a conocer su horrible nieta y el fin que a él mismo en tierra extraña le cupiera.

Capítulo II
Don Pedro El Pendenciero

Digan si don Pedro es acostumbrado a cometer muchos y graves delitos y a tener muchas pendencias
(Interrogatorio contra don Pedro Lisperguer y Flores por el Dr. Mendoza en 1614).


Levántate, viejo, que yo no acostumbro a matar a rendidos.
(Palabras de don Pedro Lisperguer y Flores en su duelo con el Dr. Mendoza, 1614).

Refiere el buen obispo don Francisco de Salcedo, que gobernó en mediana paz y concordia la diócesis de Santiago desde 1624 a 1635, después de los disturbios del belicoso ilustrísimo don Juan Pérez de Espinosa, y que en su correspondencia con el rey nos ha conservado algunas noticias ciertas de las pasiones y de los crímenes femeninos de la extraña familia que ha dado pábulo a esta relación, refiere, decíamos, que doña Águeda de Flores, la hija del primer benefactor del hospital de Santiago y de la cacica de Talagante, fue una buena mujer, que tuvo muchos hijos e hijas. Pero no designa el lacónico prelado cuáles fueran aquellos y cuáles las últimas.
Sin embargo, los testamentos de familia, los papeles de archivos europeos y alguna leve luz de la tradición autorizada, van a permitirnos reconstruir no sólo la ociosa genealogía sino la gradación de caracteres y de entroncamiento de esa familia chilena, la más augusta y la más odiada, la más poderosa y la más temida de su siglo Fueron aquellos muchos hijos e hijas los siguientes por el orden de los varones y de la fama: don Juan Rodulfo, don -Pedro, don Bartolomé (heredero del nombre de su abuelo), don Fadrique y don Mauricio, nombres del almanaque alemán más que del español los dos últimos, como lo era también don Juan Rodulfo. Don Pedro llevaba di nombre de su padre.
Las mujeres, más tristemente famosas que sus hermanos, eran tres, y llamábanse: doña María, que fue la predilecta de su casa, doña Magdalena y doña Catalina, el regazo de cuya última maldijo el cielo: doña Catalina fue la madre de la Quintrala . Vivía doña Águeda de Flores en Santiago, como si la ciudad entera fuese su heredad: ¡tan rica eral Porque ora habitaba en las casas de dos solares que le había legado su padre en la Plaza de Armas de Santiago; ora en la que fue más tarde la casa patronímica de los Lisperguer y de los Ríos en la calle del Rey, junto a San Agustín (El Dorado); ora en la finca de verano que su padre poseía en el Alto del Puerto de la ciudad; ora, por fin, en una quinta que de su propio peculio y del de su marido disfrutaba la hija de la cacica de Talagante en la cañada de San Lázaro, que así, por esos años, llamaban los santiaguinos nuestra hermosa Alameda.
Hallábase ubicada esta propiedad suburbana en la manzana que da frente a la Alameda, entre las calles del Carmen y de San Isidro, y en la acera opuesta existía la antigua capilla de San Saturnino (después casa de recogidas y hoy cuartel de la Guardia Nacional), que se arruinó en el terremoto de 1647, escapando ileso el santo retocado pero milagroso que acompaña todavía al histórico Señor de Mayo por las calles de la capital en su lúgubre aniversario. Y así, por un caso propio de la edilidad y de la devoción de nuestros mayores, la Cañada, que no era sino un fétido basural, terminaba en sus extremidades en dos iglesias consagradas a santos guardianes de los flagelos. Por esto hicieron bien en ponerle, por contraposición, de las delicias.
Encontrábase en esa estancia doña Águeda por el mes de mayo de 1595, rodeada de sus hijos, y sabedora de que su esposo ausente en Lima se hallaba en dificultades, o más probablemente, enfermo, resolvió ir a hacerle generosa compañía, aventurándose al mar. Dispuso con este motivo su testamento, en el que se refleja el alma apasionada de la madre, junto con el desprendimiento y la devoción de la criolla.
Es el primer testamento del siglo XVI, después del de su padre, en el que encontramos un corto legado para el hospital de pobres, y en el que la testadora señala las misas que por separado deben consagrarse a los manes de sus antepasados. Doña Águeda mandaba rezar cien misas por el alma de su padre. Para la suya pedía mucho menos.
De sus bienes disponía la opulentísima señora con cierta equidad entre sus hijos, pero descubriendo su evidente y acaso justificada preferencia por su primogénito. Dejaba en efecto a don Juan Rodulfo cuantiosa cantidad de tierras y sus casas de la plaza para que viviera en ellas toda la vida, rogándole no las enajenase por ser heredadas de su padre, tierno afecto de hija con el cual se hermanaba la vanidad de la criolla. Entre las haciendas que apartaba la testadora para don Juan Rodulfo menciona la de Pudagual (Pudagüel) y la estancia de la mar.[9]
Entre las mujeres, mostraba iguales preferencias por doña María, pues le otorgaba sus casas frente a San Saturnino y la mitad de su chácara de Tobalaba, rogando a su marido le legase la parte que a él correspondía a título de gananciales; y débasela a más la solícita madre poblada con tres mil ovejas y trescientas vacas.
A doña Magdalena le legaba sus estancias de Talagante. Y lo demás de su caudal en proporción a sus hijos. Proveía por otra parte al sustento de éstos encargando a don Juan Rodulfo que a perpetuidad les suministrase 70 novillos de sus crianzas. Los Lisperguer gustaban, por lo visto, comer carne robusta.
Se hace notar en el testamento de doña Águeda que apenas menciona a los dos hijos que más a prisa trajeron canas a su noble frente, a don Pedro, que "hemos llamado por su índole y sus aventuras el pendenciero, y a doña Catalina, cuya triste vida en breve contaremos.
En cambio manifiesta una tierna solicitud hasta por sus esclavos, a quienes ruega a sus hijos no vendan, caso raro en el hogar de la colonia.
Resulta de todo esto que cuando el obispo Salcedo llamaba buena a doña Águeda de Flores, le hacía cabal justicia, y la mejor prenda de ello es su testamento, que por fortuna hemos encontrado íntegro, y reproducimos en el oportuno lugar de este ensayo. [10]
Fáltanos sólo agregar que doña Águeda de Flores regresó a Chile probablemente después del fallecimiento de su esposo en Lima, y que sobrevivió a éste más de 40 años, porque volvemos a encontrarla viva y en buena salud todavía en el segundo tercio del siglo XVII (1641).
Digamos ahora y de ligera lo que como hombres y como ciudadanos fueron los hijos de doña Águeda de Flores.
Cabe de derecho el primer puesto y el más alto al primogénito, el famoso y llorado capitán Juan Rodulfo Lisperguer (el primero de los muchos que más tarde llevarán, por lo esclarecido y popular, su nombre de soldado), y que murió tan lastimosamente como cuenta la historia en el campo de Boroa el 29 de septiembre, día de San Miguel, en 1606. Fue don Juan Rodulfo, dice el jesuita Rosales, soldado antiguo, de mucho valor y experiencia que en todos los puestos que había tenida había dado muy buena cuenta y lucido sus muchas obligaciones.
Y esto prueba que debió entrar muy mozo en la milicia, pues se le consideraba veterano cuando fue sacrificado en una edad que entonces, como hoy, era todavía la juventud. En 1606 Juan Rodulfo Lisperguer habría llegado apenas a los cuarenta años. Veinte años atrás había sido uno de los mejores capitanes del valeroso gobernador don Alonso Sotomayor, que nunca gustó de poltrones.
En cuanto a su muerte, fue de esta manera:
Alzado Arauco en masa y destruidas las siete ciudades, ordenóse por el rey de España que, a fin de rescatar los cautivos de Valdivia, Osorno, Villarrica, la Imperial y otras ciudades asoladas por las tribus vencedoras, se fundase una fortaleza en el corazón de la tierra rebelada.
Con esta mira el gobernador García Ramón, a la cabeza de un verdadero ejército, se internó en las fragosidades enemigas y eligió el sitio de la antigua Boroa, Al sur del Cautín y cuatro leguas al norte de Toltén. Allí edificó de prisa un fuerte en el verano de 1606, y ofreció su comando para la época dura y azarosa del invierno a sus más aguerridos capitanes. Todos rehusaron por el aislamiento y la penuria.
Pero Juan Rodulfo, que allí campeaba, movido de los impulsos de una naturaleza rica, no sólo aceptó el puesto y el peligro sino que lo solicitó. Dejólo en consecuencia en aquel desierto paraje el gobernador García Ramón con sólo 243 soldados, y allí, en medio de ansiedades y privaciones sin cuento, pasó con su tropa un largo invierno.
Pero el bizarro y abnegado general, llegada la primavera, y deseando hacer acopio de carbón para el fuerte, salió al bosque una mañana llevando consigo 163 jinetes.
En tal coyuntura, los bárbaros, que acechaban escondidos el primer momento propicio para una sorpresa, rodearon a los castellanos como en un corral de buitres, cuando estaban a pie y sin armas en su vulgar tarea, y los mataron a todos sin escapar uno solo. El único que se encontraba a caballo y con sus armas a la cintura en el momento del asalto fue el joven general, y aunquepeleó como un Héctor con una espada ancha, dice el historiador que acabamos de citar, acosado por millares de enemigos, arrojóse al río de Boroa, y con el peso de la armadura se ahogó, perdiéndose allí, añade aquel, el más bizarro y valiente caballero que habla en la guerra. Y luego agrega, sobre el duelo público que se hizo a su memoria, estas palabras: Pasó la nueva a la ciudad de Santiago, y como don Juan Rodulfo era allí tan emparentado y tan bien recibido, hizo toda la ciudad grandísimo sentimiento.[11] Cúmplenos ahora exhumar del olvido la figura del segundo hermano de Juan Rodulfo Lisperguer y el verdadero representante de su raza, porque si en el corazón del soldado de Boroa dominó sólo el amor de la gloria y de las armas, anidáronse en el pecho del próximo nacido de los suyos las pasiones más encontradas y más turbulentas de las naturalezas sin freno y sin escarmiento. Sus demás hermanos Bartolomé, Fadrique y Mauricio pasaron a la nada sin dejar más huella que la de su fe de bautismo y su fe de muerte.
Rico como un mayorazgo, orgulloso como un primogénito, bravo como un conquistador, don Pedro Lisperguer y Flores, criollo además, ocioso, sin escuela de letras ni ejemplos, inquieto, altanero y libre por la regla de su familia y el prestigio de su opulencia, dio muestras desde sus primeros años de que su vida entera sería sólo una continuada altanería y una eterna pendencia. El mismo confesaba en uno de los procesos a que dio lugar su ira y su espada, “que había tenido algunas riñas,en defensa de las alevosías que contra él solían acometer sus enemigos”.
Como hombre de aventuras, de encrucijadas y de amoríos, fue don Pedro en su juventud el don Juan Tenorio de su época. Baste decir que a su propia esposa, la bella doña Florencia de Solórzano, hurtóla escalando las paredes de un oidor.
Como tipo social, don Pedro no fue sólo el primer patricio de Santiago, sino su feudatario más arrogante, más insolente y perdonavidas. Su casa, situada en la plaza de Armas, era el centro de todos los caballeros que gustaban de las prodigalidades y del banquete, de las riñas a espada en la calle pública o de los duelos de la media noche entre el vino, los naipes y las mujeres. Ningún criollo era tampoco más gentil que él en el arzón de la silla del torneo o en la enjalma de las apartas de ganado bravío en campo abierto. [12]
Mas por eso mismo, si don Pedro Lisperguer Flores era seguido de parte considerable de un pueblo que fue las más veces un campamento de alegres y poco escrupulosos soldados, teníanle otros pasión y malquerencia por su orgullo, su impunidad y la jactancia que solía hacer en el estrado o en los corrillos públicos, a la puerta de la Catedral o de la Audiencia (sitios de universal congregación después del pleito o de la misa), a propósito de su noble alcurnia, no igualada por ningún criollo, porque era alcurnia de reyes, o del temple de su espada que había probado muchas cotas en enfado en castigo, o sobre su poderío actual en el gobierno por sus influjos de familia.
· Los Lisperguer habían logrado ser la primera estirpe de Chile, no sólo por sus blasones y sus escudos, sino porque se adueñaron con tiempo de las tres grandes fuerzas que gobernaban aquella sociedad enérgica pero sin culto, devota y bravía. Pero por la propia razón que en una ciudad feudal, arisca y armada, cual lo era la capital de la conquista, osaba ostentarse por encima de todas, aquella casa, acostumbrada a apellidarse consanguínea de príncipes y de emperadores, el espíritu de fiereza, de individualismo y de agrupación de familias que los enlaces iban formando y fortaleciendo, llegó a crear un núcleo de resistencia primero y en seguida de hostilidad contra la índole soberbia y avasalladora de una casta que no era castellana ni cristiana vieja, sino cruza de bárbaros, gentiles y alemanes excomulgados. Ya hemos dicho que el primer Lisperguer padeció bajo las censuras de la Iglesia.
Santiago, al comenzar el tenebroso siglo XVII, estaba de esta suerte dividido en dos campos.
En el uno formaban los Lisperguer y sus aliados los Ríos, los Flores, los Campo Frío, los Ordóñez, los Carvajal, los Pastene, los González Montero, y era don Pedro Lisperguer y Flores, como el jefe natural de los suyos, después de la muerte de su glorioso hermano, quien llevaba más alto el penacho a que le daban derecho su alcurnia, su riqueza y su espada.
Pero las familias criollas más antiguas, más recatadas y más beneméritas y cristianas rancias de la conquista, se habían agrupado, a su vez, al derredor en un tronco común y prestigioso.
Los Guzmán, los Fuenzalida, los Escobar, los Barrera, los Ahumada, los Azocar, los Sánchez de la Cadena, los Cuevas, los Mendoza, los Bravo de Saravia, los Arévalo Briceño, los Jaraquemada, reconocían por jefe social y político a un ilustre caballero, cuyo padre había muerto gloriosamente en las batallas de la pacificación del Perú.
Llamábase éste el doctor don Andrés Jiménez de Mendoza, y a la sazón había ya encanecido en las armas y en las letras, porque era a la vez soldado y el abogado de más nota en la Audiencia de Chile, recién restaurada en la época en que hemos llegado, que es el comienzo de un siglo. [13]
Pero no era sólo el predominio social de la colonia lo que se disputaban aquellos grupos de casas solariegas, Capuletos y Montegoni, Güelfos y Gibelinos del Mapocho, a cuyas sañudas discusiones no faltaban de continuo ni las Julietas del romance ni el filtro emponzoñado de la historia, como a poco de correr la pluma y el velo hemos de ver. Era la dominación política la que, entonces como hoy, desvivía a sus jefes y a sus candidatos.
Viniendo nombrados de España los gobernadores y capitanes generales, esa ambición alta y fascinadora estaba vedada a los criollos. Pero en la elección anual de los alcaldes y especialmente en la de corregidores o intendentes de las ciudades, que tenían lugar cada dos años, era donde las familias patricias empeñaban en los estrados del cabildo y de la Real Audiencia toda la pujanza de su influencia, todo el lujo de su parentela. Extendíase este furor de predominio a la elección de priores y de abadesas, pasión electoral esta última favorita de Santiago, en que la urna era la marmita y los sufragios los alfajores.
En ese género de feudos estaban empeñados los Lisperguer y los Mendoza cuando se instaló la Audiencia en 1609.
En la contienda de 1610 vencieron los Lisperguer, porque don Pedro hizo elegir a su cuñado don Gonzalo de los Ríos, hijo del famoso conquistador y casado, como más adelante veremos, con una hermana de aquel, llamada doña Catalina, de terrible memoria.
Pero los Mendoza, menos poderosos como núcleo pero más emparentados como vínculo, triunfaron dos años más tarde sacando avante al jefe de su bando, el licenciado don Andrés Jiménez de Mendoza, que hemos mencionado y que había sido alcalde de Santiago hacía ya 27 años (1585).
En fuerza de esta misma azarosa situación en que los bandos lugareños se equilibraban como en las repúblicas italianas de la edad media, o en los valles originarios de la antigua Navarra, la elección de 1614 debería ser terrible y sangrienta en la capital del inquieto reino.
Los Lisperguer volvieron a sacaren efecto como candidato a Gonzalo de los Ríos el mozo, aunque ya no lo era.
Mendoza y sus confederados los Fuenzalida y Guzmán, los Córdoba y Villarroel, los Cuevas y los Díaz de Carvajal, presentaron como suyo y bajo el inmediato patrocinio del doctor su caudillo a don Luis de las Cuevas, hermano del último y que había sido alcalde en 1609, cuando entró la Audiencia.
Y acaloráronse de tal manera los ánimos en la disputa y en la información de méritos, que una mañana corrió' libremente por la plaza de Armas de Santiago la mejor sangre de sus hijos.
Al salir de la misa de San Lorenzo (día de San Quintín, agosto 10 de 1614), don Andrés Jiménez de Mendoza, desmontándose de su caballo en las gradas de la Catedral, arremetió espada en mano contra don Pedro Lisperguer, que salía del templo por la puerta del perdón, y allí se acuchillaron un rato como bravos hasta que los deudos de uno y otro, en número de más de treinta formaron tan sangriento torneo de espadas y de dagas cual jamás se viera antes en la monótona ciudad. Don Pedro fue herido de gravedad, pero en un momento dado y teniendo a sus pies a su acometedor, que era ya anciano, díjole con lástima y desprecio aquellas palabras que hemos copiado del proceso en nuestro epígrafe: Levántate viejo, que yo no acostumbro matar a rendidos.
Esa exclamación retrata el alma, la sangre y el orgullo de don Pedro el pendenciero: siempre bravo y generoso, pero siempre insolente y altanero en su propia magnanimidad.
Debemos agregar, para ser del todo imparciales, que en esta ocasión no fue don Pedro el agresor, sino el agredido, y que por lo mismo sus asaltantes fueron condenados por la Real Audiencia a diversos castigos de destierro. Mas, para que la imparcialidad del fallo sea completa, fuerza es añadir que era precisamente en la Real Audiencia, juez de la contienda, donde los Lisperguer tenían el baluarte de su predominio. Don Pedro, lo hemos dicho, estaba ya casado con la hija de un oidor. En breve, su hijo primogénito contraería análoga alianza.
Excusado es agregar que la victoria política de aquella campaña electoral, que no tenía más notas explicativas que el acero de los contendientes, quedó por los Lisperguer. El general (que así se llamaban los corregidores) don Gonzalo de los Ríos, fue nombrado por un nuevo período corregidor de Santiago en 1614. [14]
Afianzóse por este camino, que había sido el de la ruina de sus émulos, la influencia de los Lisperguer, y don Pedro, cabeza a la sazón del bando vencedor, siguió siendo el primer potentado de la colonia, después del gobernador. Y como tal prestó en el orden civil servicios tan señalados como los que su ilustre hermano hiciera a la colonia en las armas.
Don Pedro era también militar, como casi todos los hijos y los nietos de los conquistadores, y fue durante treinta años capitán del batallón de infantería, que era en ese siglo la valerosa y única milicia de Santiago. Pero las condiciones de su carácter altivo, orgulloso y disimulado le hacían más a propósito para las negociaciones en que la diplomacia, tal cual se le entendía en esa época, la mano sobre la empuñadura de la espada, era parte.
Por esto, después de los desastres que atrajo al país la muerte de su hermano y el exterminio de la mejor tropa de las fronteras que pereció a su lado, pasó don Pedro a Lima como delegado del gobierno de Chile para procurarse armas y soldados.
Dio la vuelta el encumbrado emisario por el año de 1609, según Rosales, único historiador que menciona este hecho, y añade que la tropa que vino de Lima con don Pedro ostentaba tanto lujo en sus arreos que fue sólo conocida con el nombre de el ejército de las plumas.
El diligente capitán trajo este refuerzo en el navío San Francisco, y su nombramiento de jefe de tan vistosos soldados, otorgado por el virrey conde de Montes Claros, tiene fecha de 11 de marzo de 1609. [15]
En 1618 volvió don Pedro por segunda vez al Perú, a ejemplo de su padre, y con una comisión mucho más grave y delicada, cual era la de hacer valer ante el príncipe de Esquilache, virrey del Perú, la general e indignada protesta con que los chilenos habían recibido la real cédula que abolía el servicio personal de los indígenas, reemplazándolo por un tributo, tímida pero ineficaz transacción que intentaba la corte de España entre la esclavatura, que fue el derecho explícito de conquista, y el inquilinaje, que es la servidumbre tácita de la república.
Excusado es dejar aquí nota de que en estas comisiones de interés público, don Pedro servía no sólo gratuitamente a la colonia, sino que consumía, a fuer de embajador y de príncipe, lo mejor de su caudal. La ciudad era menesterosa, y por otra parte un Lisperguer si sabía recibir una cuchillada a pecho descubierto, habría visto secarse su mano antes que estirarla para recibir su galardón en oro.
La afición al lucro es lote del linaje humano. Pero la pasión del sueldo y del empleo encarnóse en nuestra sociabilidad sólo cuando a los fieros encomenderos de la conquista, se sucedieron los labriegos de Navarra y los mercaderes de Vizcaya, que en el siglo último se adueñaron por el sobrio trabajo y la apretada avaricia de la herencia de aquellos. Y desde entonces las ideas caballerescas pasaron en Chile a los costales, como cosa necia y de insensatos. Y así el lema antiguo de los soldados y de los caballeros que había sido el de Dios y Patria, cambióse en un refrán vil y que está ahora escrito en las más suntuosas portadas porque sirve para encubrir todos los escándalos y todas las miserias:
La bulla pasa...
Y la plata queda en casa.
En el interior no decaía tampoco sino que se enaltecía con encumbrados honores el prestigio de los Lisperguer, no obstante hondos escándalos domésticos que desde tiempo atrás venían empañando su lustre antiguo.
Gonzalo de los Ríos volvió en efecto a ser reelegido por tercera vez corregidor (caso rarísimo en la colonia) en 1619, y don Pedro, su hermano político, lo fue por una segunda ocasión en 1622. En dos diversas y próximas coyunturas había sido nombrado también el último alcalde por el cabildo de Santiago (1620 y 1625).
Pero no era en manera alguna a su mérito personal y exclusivo a lo que los Lisperguer, y en especial el orgulloso don Pedro, debieron su sostenida posición de magnates, no obstante la ruda guerra de sus enemigos y el desdoro y la mengua que a manos llenas arrojaban sobre el hogar común las costumbres licenciosas e impuras de sus hermanas, Mesalinas tempranas, incorregibles y desenfrenadas, amancilladoras públicas de su alto nombre.
La verdadera columna de resistencia que sostenía los blasones y el poderío de aquella familia, reposaba en la sala de la Real Audiencia, en cuyos estrados lograba siempre aquella tener con dádivas un padrino o con sus alianzas de alcoba un deudo.
Éralo este último, por los años a que hacemos alusión, un magnate de cuenta con cuya hija habíase casado por medio de un rapto don Pedro Lisperguer, a los cinco años de haber levantado su solio de justicia la Real Audiencia en nuestro suelo. Y como ha contado esta escena de la vida colonial uno de nuestros maestros en el arte narrativo, vamos a dejarle de buen grado la palabra para asistir a tan peregrino lance.
Era en 1614 oidor de la audiencia de Chile don Pedro Álvarez de Solórzano, padre, entre otros hijos, de una niña llamada doña Florencia.
Es de presumir que esta joven fuese bella e interesante, pues inspiró una ardiente pasión a uno de los más insignes y cumplidos caballeros, don Pedro Lisperguer, hijo y nieto (?) de conquistador, militar él mismo, vecino y encomendero de Santiago, uno de los troncos más ilustres de la aristocracia chilena.
Por desgracia, el firme propósito que desde un principio habían formado los reyes españoles de procurar cuanto pudiesen la incomunicación de los altos funcionarios de América con sus subordinados, entre otros motivos, a fin de que los encargados de velar por los intereses de la corona no se sintiesen jamás inclinados a faltar a su deber, era un poderoso obstáculo para que aquel caballero y aquella dama vieran realizado el objeto de sus ansias. Pero el don Pedro Lisperguer y la doña Florencia Álvarez de Solórzano pertenecían a la clase de los galanes y heroínas que proporcionaron modelos a Lope de Vega y Calderón para los personajes de sus comedias.
Apenas principió el año de 1614, una noche el enamorado joven, escalando la casa del oidor, se robó a su amada.
Fácil es figurarse el ruido que aquello causaría en la ciudad de Santiago. El oidor Álvarez de Solórzano se querelló contra Lisperguer, que inmediatamente fue puesto en prisión. A su turno, Lisperguer ocurrió al provisor exponiendo que entre él y doña Florencia se habían cambiado promesas de casamiento, y solicitando que se les autorizase para cumplirlas. La autoridad eclesiástica accedió a la petición y mandó poner en libertad a Lisperguer.
Este exigió entonces que su novia fuera sacada de la casa paterna, a donde había sido vuelta a conducir después de la ruidosa calaverada, y fuera depositada en un monasterio, como efectivamente se hizo, hasta que al pie del altar recibieron la bendición nupcial. Visto el aspecto que tomaba el asunto, el padre, excusado es decirlo, desistió de la querella contra el que le daba la debida reparación del agravio, haciéndose su yerno.
[16]
Narra después, con su animado y peculiar estilo, el autor de Los Precursores de la Independencia los infinitos sinsabores y penalidades, suspensión de oficio y de salario, viaje a España y regreso desde Panamá al Perú y en seguida a Chile, a los dos años (marzo de 1616) que cupo al poco cauto oidor Álvarez de Solórzano por haber consentido, oponiendo sólo fingidas resistencias, a un enlace prohibido por las leyes de Indias. Y no estará demás que nosotros completemos esa curiosa relación con algunos antecedentes desconocidos del personaje que rejuveneció en su hogar la sangre de los primeros Lisperguer, creando, como más adelante veremos, su segunda generación.
Era el oidor don Pedro Álvarez de Solórzano (que Carvallo llama don Pedro Alonso) natural de Valladolid, hijo de don Juan Álvarez, del valle de Solórzano en las montañas de Burgos, personaje el último de tanta cuenta que había sido aposentador del rey.La madre del letrado fue doña Beatriz López de Sarria, oriunda de la diócesis de Pamplona.
Don Pedro había pasado en su juventud a Lima, y tomado allí estado con doña Antonia Cortés de Velasco, noble madrileña, y de este último apellido resultará más adelante que los Lisperguer de Chile lo usen junto con el nombre patronímico y muchas veces solo, como los de la primera cuna se servían del de Flores que tenían por su madre.
En 1613 vino el oidor Álvarez de Solórzano con su garnacha a la Audiencia de Chile, recién reinstalada, y parece que no trajo consigo sino el luto de su matrimonio porque doña Antonia falleció en Lima. [17]
En cambio, hermoseaban su hogar tres seductoras hijas, de las cuales, la ya nombrada doña Florencia, fue la heroína del suceso de más conversación y chisme que recordó Santiago en medio siglo, y causa a la vez inocente de las acerbas persecuciones que sufrió su padre como consentidor de sus amores. Llamábanse sus dos hermanas, tan bellas como ella, doña Luisa y doña Úrsula.
Escarmentado el oidor con lo ocurrido por causa de su primogénito, pero resuelto a casar a toda costa a sus dos hijas doncellas, y a casarse él mismo, a fin de evitar hablillas de su conducta, buscó partido para todos a la vez y en un solo lance en la otra banda de la cordillera. Ofreció para esto su mano a una noble viuda de Córdoba del Tucumán llamada doña Petronila de la Cerda y Villarroel, enlace que era lícito conforme a las apretadas leyes españolas, porque tenía la cordillera nevada de por medio. Pero puso por condición absoluta de sus esponsales el resabiado oidor la de que con diligente anterioridad su novia, la viuda cordobesa, y un amigo de ésta y agente de su matrimonio llamado el general don Luis de Cabrera, habían de proporcionar partido a doña Luisa, casándola con un mozo tucumano que llevaba el nombre de don Gonzalo de la Cerda, sobrino de la viuda, y a doña Úrsula con don Félix de Cabrera, hijo de su agente. He venido en ello (dice don Pedro hablando de la aceptación de su matrimonio con doña Petronila, en un poder para desposarse que remitió a Córdoba con fecha 7 de noviembre de 1617) con calidad y condición que primero y antes todas cosas hayan de tratar y traten de casar y casen a mis hijas doña Luisa y doña Úrsula o cualquiera de ellas.[18] Pero si se mostraba ansioso de coyundas, el oidor de las montañas de Burgos no daba señales de egoísta sensualidad, como hombre acostumbrado a la justicia distributiva, porque así como de su puño corregía la escritura para dar el derecho de elegir entre cualquiera de sus hijas, así se otorgaba él mismo por esposo y por palabras de presente, no sólo a la viuda mencionada, sino a otra viuda, al parecer mucho más joven e hija de su apoderado... ¡No era lerdo en elegir viudas el viudo de doña Antonia Cortés de Velasco!
Y lo más curioso de este matrimonio al montón y por mayor, era que los ocho contrayentes no se conocían ni de vista; y decimos ocho, aunque las parejas fueron sólo tres porque así como el oidor se reservaba dos viudas, señalaba también un tercero en discordia para sus hermosas y necesitadas hijas: era éste un tal Juan de Galiano, encomendero de Santiago del Estero y primo todavía de una de las viudas de Córdoba del Tucumán. Habríase creído por todo esto, que el oidor del valle de Solórzano, había querido más que contraer un cristiano matrimonio, abrir un serrallo a las puertas de la potente Audiencia del Mapocho.
Olvidábamos decir que el oidor señalaba en dote a cada una de sus hijas cinco mil pesos de a ocho reales en barra de plata ensayadas y marcadas, pero con plazo de cinco años, a cuya garantía hipotecaba su sueldo y su garnacha.
Mas las falacias del destino humano no permitieron que esta vez fuesen cumplidos los cristianos votos del oidor viudo, porque consta de la historia de los matrimonios de Santiago, que las dos viudas de Córdoba dieran sendas calabazas a don Pedro, y los sobrinos de las viudas a sus dos encantadoras hijas, tal vez lo último por aquello de las hipotecas del sueldo y el plazo de cinco años en la dote. Pero el heroico viudo no se descorazonó por esto, y al año siguiente volvemos a encontrar otro poder enviado a San Marcos de Arica para contraer allí esponsales en su nombre con una cuarta viuda de un contador de aquel puerto. El oidor Solórzano había pasado de un salto por encima de las cordilleras desde las pampas argentinas a los páramos arenosos de la costa del Perú.
Pero otra vez en vano, porque la muerte puso fin intempestivamente a sus ardores. En 1625 estaban ya huérfanas sus dos hijas solteras, y una de éstas, doña Luisa, declara en un documento de ese año su estado de doncella. Que en esto suelen parar los afanes por casarse a todo trance en la gente olvidadiza de aquel sabio refrán que iguala al matrimonio y la mortaja. [19]
No anduvieron desacertados, según se ve, los juicios de los que habían acusado al oidor de Valladolid de favorecedor secreto del vedado enlace de su hija con el más encopetado caballero del Mapocho, pues por esta carta déjase ver que le comían las manos por casar las hijas que después de doña Florencia le quedaban.
^Comienza en el regazo harto fecundo de esta última y hermosa dama la segunda faz de la existencia colonial de los Lisperguer, cuyos detalles perseguimos porque son los que constituyen la sociedad misma del siglo en que aquellos se cumplían, y por esto, con relación al menos a los hombres que figuran entre los primeros de su linaje, pondremos fin al presente cuadro, diciendo que don Pedro el pendenciero falleció en Panamá por los años de 1626 a 1628, pues dos años después de esta última fecha estaba ya casada en segundas nupcias su bella viuda doña Florencia, que en esto imitaba el ejemplo de su padre: el matrimonio ante todas cosas.
Entre tanto ¿por qué había ido don Pedro a morir en Panamá, sepultura de la América española en esos siglos? ¿Iba a España? ¿Volvía de ella? Y en uno y otro caso, ¿por qué había dejado su patria y su hogar? ¿Era en busca de honores? ¿Habíale ocurrido en edad ya madura una última aventura, un negocio descalabrado, una fatal pendencia?
No lo sabemos, ni lo sabremos tal vez jamás, como para hacer aún más misteriosa la vida de estos hombres fantásticos y terribles, y que al propio tiempo son los representantes legítimos de una edad entera entre nosotros. [20]
Con relación a la parte femenina y más delicada de este relato histórico y que constituye su verdadero argumento, entraremos de lleno en el cuadro social que por orden cronológico sigue al presente.
Hemos faltado de seguro a la galantería postergando a las damas al tratar de la familia Lisperguer, pero cuando el lector haya tomado noticia de su índole, de su vida y de sus delitos, tal vez nos perdone que hayamos sabido anticipar la luz a las sombras, la gloria al horror.

Capítulo III
La Madre de la Quintrala

Tuvieron a las hijas de doña Águeda de Flores en esta república por encantadoras, como se experimentó por un duende que en su casa alborotó toda esta tierra con quien decían tenían pacto.
(Carta del obispo de Santiago don Francisco de Salcedo al Consejo de Indias. Santiago, abril 10 de 1634).

Era una de las casas solariegas del primer Lisperguer, y lo fue de sus sucesores durante un siglo, la que hoy ocupa El Dorado, en el sitio de mayor honor de la ciudad porque era el centro y medianía de la Calle del Rey, núcleo del comercio en esos años. Allí, desde su establecimiento en Santiago, había edificado un espacioso solar el deudo de los emperadores de Alemania para regalo y solaz de su esposa, la hija de una coya o princesa americana.
Habitaba la casa fronteriza que es hoy propiedad de la familia Echenique, el caballero don Juan Velásquez de Covarrubias, de nobilísima alcurnia de Vizcaya, padre sin duda del general que militó en Arauco a mediados del siglo XVII bajo el nombre de Alonso Velásquez de Covarrubias, corregidor de Concepción y abuelo del ilustre don Juan de Covarrubias, que fue gobernador de Valparaíso en los primeros años del pasado siglo y más tarde, según Molina, mariscal de Francia en los ejércitos de Felipe V.
Calle de por medio hacia el sur existía la morada de los Riveros, aquellos bravos soldados llamados, el padre, el viejo y el hijo el mozo, ilustres ambos por sus bríos en el caballo y en la lanza y que luego se emparentaron con otra familia de valientes: la que procreó en La Serena el primer alanceador de la conquista don Francisco de Aguirre.
Tal era, más o menos, el vecindario de la casa de los Lisperguer cuando nacieron sus siete hijos e hijas, probablemente entre los años de 1570 a 1585.
Hemos ya dado a conocer a los varones.
Conviene ahora fijar el nombre y el destino de las mujeres, que fueron tres, según ya dijimos.
Doña María, al parecer la mayor, doña Magdalena', y doña Catalina, madre la última de la Quintrala.
Cuando alboró el siglo XVII habían llegado las tres hermanas de don Pedro Lisperguer el pendenciero, por la incierta cuenta que es dable seguir de sus hechos y de sus enlaces, a la edad núbil, pues sus matrimonios tuvieron lugar con toda probabilidad en la mitad de la última década del siglo precedente y en la primera de la del que le siguió: 1595-1605.
La primera de esas fechas marca, sin embargo, para la ciudad de Santiago, para el vecindario de la Calle del Rey, y especialmente para la porción femenina de la familia Lisperguer, una época memorable, que pudo ser de dicha para sus hogares, pero que su mala ventura convirtió en hondo y lóbrego antro de lágrimas, de misterios y de crímenes.
Tal fue la fundación de la iglesia y del claustro de San Agustín que tuvo lugar el 13 de mayo (¡extraña fecha!) de 1595 en el sitio que habían ocupado y ocupaban todavía los Riveros, familia de piadosos conquistadores. Medio siglo más tarde esa misma fecha sería la de la desolación de Santiago por el terremoto que se ha llamado del Señor de la Agonía y que se conmemora todavía en San Agustín (mayo 13 de 1647).
No cabe en esta relación social y doméstica, pero de ninguna manera eclesiástica, la narración de los milagros que precedieron a la cesión de aquel solar a los agustinos por la hija o nieta de Francisco Riveros el viejo, doña Catalina, que allí vivía, probablemente viuda y solitaria, en los últimos años del siglo XV. [21]. Será suficiente decir que la orden de ermitaños de San Agustín fue la postrera en venir a Chile, y que habiendo estado sus fundadores hospedados provisoriamente en el sitio que es todavía su Colegio, en la parte inferior de la antigua Cañada, pasaron su iglesia al centro de la Calle Real por donación que de su morada les hizo, después de prolijos milagros, la familia ya mencionada. Tiénese también por cierto que el generoso don Pedro Lisperguer les envió de Lima para su mudanza e instalación definitiva la suma de dos mil pesos, dádiva de príncipes en aquella edad. [22]
De todas suertes, es una cita histórica comprobada que el fundador de aquella orden de ermitañosque venía a echar los cimientos de su claustro en el seno mismo de la aristocracia colonial y en medio del bullicio de su comercio, tomó posesión del local en que existe todavía hermoso y restaurado el templo de San Agustín, en la fatídica data ya recordada. Llamábase aquel fundador Cristóbal de Vera.
Para una ciudad tan profundamente mística como lo fue Santiago en el siglo que desentrañamos, y como lo es todavía en la presente hora, hubiera parecido que la fundación de una orden monástica debió ser un fausto acontecimiento.
Pero no sucedió así por un fenómeno extraño respecto de los ermitaños de San Agustín.
Fuera porque la ciudad entera era ya un claustro; fueran celos de las órdenes monásticas que, como la de la Merced, San Francisco y Santo Domingo, habíanse fundado desde hacía casi medio siglo en barrios apartados, la una al pie del peñón del Huelén (1554), al otro lado del eriazo de la Cañada la otra (1562), y en la margen pedregosa del Mapocho la última (1567); fuera, en fin, la arrogancia de aquellos postreros huéspedes de la cristiandad para instalarse, con desdoro de más antiguas celdas, en la parte más opulenta y floreciente de la ciudad, es lo cierto que los agustinos fueron recibidos con mal ceño por la generalidad del vecindario y por la totalidad de los monjes que les habían precedido en el sendero, tumultuoso entonces, de las comunidades regulares. Ya es sabido que por poca cosa los frailes de aquel tiempo venían a los puños; y aun las tímidas vírgenes del Señor sentían engrifarse sus blancas tocas bajo las pasiones del confesionario, y correr por las calles las faldas en cinta, apellidando las unas al Papa y las otras al Rey.
Sucedió en consecuencia que el fundador Cristóbal de Vera, que parece fue un hombre ríspido y tenaz, tuvo contrariedades infinitas para fundar su claustro, y entre otras calamidades se cuenta la de un anegamiento ruinoso que causaron sus émulos, desbarrancando sobre su iglesia recién comenzada y sus aposentos la copiosa acequia de los molinos del Santa Lucía, en una tenebrosa noche del invierno de la fundación (1595).
Pero el encono contra los últimos llegados no paró en este conato. Después de la inundación vino el fuego, y este redujo a cenizas la iglesia, los claustros y las dependencias recientemente terminadas.
¿Quién ejecutó aquellas venganzas? ¿Por qué en una ciudad devota, donde era desconocido el crimen público de incendio, había manos sacrílegas y escondidas que aplicaban la tea a los altares?
¿O era la decidida protección de la casa de los Lisperguer y su inmediata vecindad la que así castigaban sus émulos en los inocentes frailes?
Tal es al menos la sospecha justificada de la historia, y ella dejará demostrado por lo menos que los odios tradicionales que despertaron en la colonia los Lisperguer y Flores eran de antigua data.
La voz pública, dice el ilustrado historiador eclesiástico señor Eyzaguirre, aludiendo probablemente a estas sospechas
, individualizó a los autores de estos atentados sacrílegos, y el corregidor don Nicolás de Quiroga inició proceso para castigarlos; prendió a los que habían servido de instrumentos para perpetrar el delito; confesaron éstos de plano todo el hecho; nombraron a las personas que los habían inducido a él; mas no pasaron adelante los procedimientos del corregidor porque su jurisdicción no alcanzaba a los verdaderos delincuentes. [23]
¿Eran éstos, por ventura, los mismos fieros señores que veinte años más tarde acometieron con sus hijos y sus nietos, espada en mano, contra los orgullosos Lisperguer en la plaza de Armas de Santiago? (1614).
Pero la protección abierta y enérgica de los cuantiosos herederos de Bartolomé Flores, es decir, del fundador don Pedro, de su esposa doña Águeda, que le sobrevivió más de treinta años, y de sus hijos e hijas, ya altamente colocadas en el reino, hizo surgir la nueva casa religiosa sobre todas las animosidades y asechanzas.
Tomaron esto a orgullo de familia y vecindad las mujeres de la raza, cuyas pasiones favoritas y más ardientes fueron, como vamos en breve a comprobarlo, la soberbia indígena, y cierta especie de misticismo taimado y feroz de que los testamentos de tres generaciones han dejado palpitante constancia. Las Lisperguer fueron las primeras patronas, y en cierta manera las artífices del tenebroso Señor de la Agoníaque en cada aniversario del terremoto que hundió en su cuello la corona de espinas de sus sienes (que aquellas le clavaron) pasea su aterradora mirada sobre esta ciudad no ya de ermitaños sino de pecadores.
En un sentido doméstico la vecindad del claustro de San Agustín no fue tampoco propicia a la ventura ni al nombre de los Lisperguer. En aquellos tiempos en que la cogulla era más bien aureola que trapo de penitencia, cuando las celdas de los monasterios, lánguidas y misteriosas bajo las enramadas de jazmines y azahares, disputaban las cándidas bellezas a la alcoba fecunda pero azarosa de los capitanes distraídos en eterna guerra, y cuando el trato frailesco de las familias era consentido y buscado como una dicha y una honra, las altas paredes del convento de Cristóbal de Vera hicieron sombra de tristeza y de siniestra sospecha a la casa de las doncellas que más tarde vistieron la fúnebre mortaja de la orden. El mayor cuidado y el mayor orgullo de aquellas damas, madre e hijas, había sido ver abrirse las puertas del claustro y empinarse la tarima del altar bajo la sandalia de uno de sus propios hermanos. [24]
Por esta manera, y oyendo al despertar cada mañana el canto matutino de los monjes que las desperezaban en sus regalados lechos de criollas opulentas y de sangre casi real crecieron en las pasiones del mundo las tres doncellas Lisperguer y otorgáronse pronto por esposas a insignes caballeros, ricos encomendadores algunos, patricios todos.
Doña Magdalena, que al parecer era la segunda en edad y fue la primera en morir en 1648, habitaba la casa contigua a sus padres, cuya fachada se diseña todavía bajo la prosaica leyenda de una tienda de zapatería que ocupa todo su zaguán (Calle del Estado), y fue casada con un capitán cuyo nombre no es extraño ni al Cabildo de Santiago ni a la guerra de las fronteras. Llamábase don Pedro Ordóñez Delgadillo, y sobrevivió a su esposa porque ella lo menciona en su testamento, pero sin nombrarle su heredero. Hace presumir esto que ambos cónyuges no vivieron en amorosa coyunda porque la testadora le deja sólo un usufructo de dos mil pesos que, a su muerte, debería devolver el viudo al alma en pena de la esposa. Por lo demás, embebido todo entero el espíritu de aquella dama en el tenebroso misticismo que el claustro de San Agustín esparcía como voluptuoso incienso en las moradas contiguas de la Calle Real, dejó su fortuna cabal a su propia alma, depositando aquella en la alcancía del convento vecino, en desdén de la de su marido. San Agustín fue, durante dos siglos, el sepulturero y el legatario universal de las Lisperguer. Item mando, decía en su última voluntad doña Magdalena, el de los dos mil pesos de su viudo), desde luego se imponga el tal resto a censo sobre posesiones y fincas seguras, para que desde luego comience a correr la dicha capellanía a favor de las ánimas del purgatorio y demás almas en cuyo favor se imponga.
La preferida entre todas esas almas era naturalmente la suya. [25]
Pero las más famosas de las Lisperguer y de las cuales la tradición ha guardado dolorosa memoria fueron doña María y doña Catalina, cuya siniestra silueta vamos a bosquejar en esta página, bajo el dictado de dos ilustres acusadores, cuyo testimonio se invoca por la primera vez ante el delito. Fueron aquellos el ilustre Alonso de Ribera, gobernador de Chile por la primera vez desde 1601 a 1605, y el blando pero verídico don Francisco de Salcedo que se ciñó la mitra de Santiago algo más tarde.
Penetra aquí la mano y la sospecha del historiador en el primer arcano y en la primera culpa de aquellas grandes damas que con su altivez presidieron su siglo y con sus crímenes lo espantaron. Y sería dolorosa la ejecución de tal tarea si no hiciera llano él camino de cumplirla la luz de documentos públicos que las denuncian y condenan.
No sabemos tampoco hasta dónde el nombre de la mujer débil y dulce sujetaría la justicia del anatema que se debe a los grandes crímenes sociales, al asesinato, al envenenamiento, al parricidio. César Borgia ha tenido defensores que hoy le glorifican. Su atroz hermano no los ha encontrado todavía.
Pero si conocemos el delito y sus tenebrosos senderos, encúbrenos todavía la niebla de los siglos los móviles que a él arrastraron, como a un primer abismo, seguido de muchos otros cada vez más hondos, a dos mujeres jóvenes, acatadas, de gran caudal, y cuya sangre traía parentesco con la de príncipes en uno y otro mundo.
Entre tanto, trátase en la historia de una acusación pública de envenenamiento, a virtud de la cual doña María y doña Catalina Lisperguer son perseguidas en 1604 por la más alta autoridad del reino. Y como el resorte de aquel crimen no pudo ser el oro, debía tomar raíz en la venganza, pasión de mujer, porque es achaque de débiles, y porque más que esto es las más veces en el pecho femenino el áspid venenoso de malhadado amor.
El delito porque fueron procesadas las dos hermanas Lisperguer fue nada menos que el haber intentado envenenar al apuesto gobernador de Chile don Alonso de Ribera, el más bizarro y el más ilustre de los capitanes que vinieron a guerrear en Chile en pos de don Pedro de Valdivia.
¿Por qué intentaron aquel crimen?
Esta es la conjetura, y esta la sombra que nos forzaría a detenernos si fuésemos jueces llamados a pronunciar un grave fallo.
Pero no por esto el hecho del intento, de la acusación y del proceso deja de ser menos efectivo, y así se ha perpetuado hasta nosotros en documentos que no admiten contradicción porque están contestes. Doña Catalina Lisperguer, dice el obispo Salcedo en un documento público, quiso matar con veneno al gobernador Ribera. Y en seguida añade la crónica que las dos hermanas echaron el tósigo propiciado por un indio perito en yerbas,dentro de la tinaja en que bebía aquel magistrado.[26]
Encontrada la huella del propósito, no es dable empero seguirla hasta su fin sino por vía de inducciones más o menos autorizadas, porque a primera vista parece arduo acometimiento explicar, después de tres siglos, las causas porque dos de las más galanas señoras de la sociedad patricia de Santiago atentaron contra la vida de un capitán recién llegado y que traía consigo la fama de los mayores merecimientos como caballero y como soldado. Sabemos sólo de este último que se hallaba en la flor de su edad, y si bien algún raro cabello blanco matizaba el penacho de su frente, era de complexión de hierro y además soltero. Consta, en otro sentido, de nuestra cronología, que habiendo llegado a Chile a dar solución a la guerra que duraba ya medio siglo, después de haber campeado durante algunos meses en Arauco, vino don Alonso a reposarse en la capital del reino durante el invierno de 1601.
Recibiéronle los pobladores del Mapocho con fiestas y regocijos inusitados, pero debidos a su fama y a sus victorias. ¿Y fue acaso en esos saraos donde prendió en el pecho de una de las hijas del primer Lisperguer la escondida llama de un ambicioso amor? Y siendo así, ¿por qué el capitán de Flandes y el vencedor de Amiens no habrían de dar su mano a una de las descendientes del príncipe de Sajonia, elector de emperadores?
Imposible pasar más allá de estas sospechas. Pero Alonso de Ribera regresó con la primavera a sus malocas de Paicaví y de Purén, al paso que las arrogantes y apasionadas criollas de Santiago no pudieron guardar de él sino el enojoso recuerdo de sus fríos homenajes. Era otra alma la que hacía bullir bajo la coraza el pecho del guerrero, y por eso tal vez había dado tan pronta vuelta a las fronteras que él creó. A la sombra de los robles y de los boldos del Biobío había en efecto columbrado el gobernador de Chile el destello puro de una virgen, hija de una heroína, a la que sacrificó su gloria y un reino. Alonso de Ribera casóse en el otoño de 1603 con la hermosa y juvenil Beatriz de Córdoba, flor nacida en las praderas de la Imperial, ciudad que defendieron hasta el martirio por salvar la cuna de la virgen, su madre doña Beatriz de Aguilera, mujer de sublime mente, y su padre don Pedro Fernández de Córdoba, soldado de animoso pecho. El casamiento fue clandestino, como acto vedado a los capitanes generales y oidores españoles bajo rigurosas penas y con las espuelas calzadas, dice Rosales, por la premura con que traían al enamorado gobernador las cosas de la guerra.
Por las exigencias de ésta y de sus socorros volvió el gobernador a Santiago en el invierno de 1604, y fue entonces cuando las hermanas Lisperguer intentaron matarlo con veneno. ¿Fue parte en aquel crimen el despecho o los celos? ¿Hubo interés de amor en una sola de aquéllas, siendo la otra su cómplice? No sabríamos decirlo. Pero un distinguido historiógrafo que ha descorrido el primer velo de este drama de la colonia, dice a ese propósito estas palabras: Un día se corrió en Santiago que el gobernador Alonso de Ribera había estado a punto de ser envenenado, y el supuesto crimen coincidía con el matrimonio del gobernador.[27]
Pero por un acaso singular, es la propia víctima la que, velando como era su deber de gentilhombre la causa verdadera del atentado, nos ha conservado su recuerdo. Por la obligación que tengo de mi cargo, escribía Alonso de Ribera al rey en una carta inédita, datada desde Santiago el 17 de septiembre de 1604, de dar cuenta a Vuestra Majestad de lo que sucediese en el de su real servicio, se ha procedido contra doña María y doña Catalina Flores su hermana por delitos graves.[28]
Doña María estaba a la sazón soltera y es la primera que el gobernador designa. ¿Era ella la que quería castigar con la muerte su desdén?
Ordenada entre tanto la prisión de las dos damas por la acusación de aquel delito grave, los padres agustinos, que se habían aposentado hacía nueve años a las puertas de su casa, las salvaron, porque dieron asilo a doña María en la celda de su primo hermano el padre Flores, al paso que los dominicos primero, y en seguida los mercedarios, ocultaron con maña y energía a doña Catalina. Huyendo de la justicia, dice el gobernador en su epístola citada al rey, y por evadirse del castigo, a la dicha doña María la recelaron[29] en el convento de San Agustín de esta ciudad, donde muchos días la sirvieron en el aposento a ella y dos criadas suyas, y después en la sacristía donde la visitaban públicamente hombres y mujeres... Y la dicha doña Catalina estuvo en el convento de Santo Domingo algunos días y ahora ha estado y está en el de nuestra Señora de las Mercedes, con tres indias, en la celda del padre fray Pedro Galaz, presidente (provincial ) de aquel convento.[30]
Descúbrese por estas curiosas revelaciones de la vida colonial en los comienzos del siglo XVII, cuál era el recato y el fausto de las damas que así tomaban sagrado con un numeroso séquito, y la arrogancia de los frailes que convertían lo más sagrado de sus claustros, cual era la sacristía, en el dormitorio de sus protegidas. Por esto dijimos antes que las murallas de San Agustín habían proyectado adusta sombra sobre la casa de los Lisperguer.
Más, ¿cuál fue el fin de aquel proceso? Ignórase hasta aquí por qué el gobernador Ribera se limita a reclamar contra el abuso de la inmunidad eclesiástica que hacía burla de todos los apremios de la justicia; y en consecuencia, parece que el juicio no pasó más adelante. Tuvo, por otra parte, serios motivos para ser cauto en estos particulares aquel por lo demás tan arrogante y poderoso gobernador de Chile, porque habiendo hecho azotar en una ocasión a cierto clérigo de menores, que había dado un candelerazo en el rostro al marido a quien ultrajaba en su propia alcoba, le tuvo el obispo largo tiempo excomulgado y no consintió en levantarle la censura hasta que, echado de rodillas el fiero soldado, como Francisco de Aguirre en el Tucumán, encorvó el cuello, y el prelado, más fiero e implacable todavía, puso sobre él su sandalia mientras le absolvía.
Pasando las cosas de esta maniera, y siendo las Lisperguer por sus riquezas y por sus alianzas de familia^ en los conventos tan temidas, no debió ser extraño que aquel su primer delito público quedara impune, y que fuera el gobernador el castigado. Alonso de Ribera fue privado, en efecto, de su gobierno de Chile en 1605 con motivo de su vedado matrimonio con la hermosa Beatriz de Córdoba y Aguilera.
Por otra parte, atribuíase a aquellas extrañas mujeres, no sólo por el crédulo vulgo, sino por la timorata y supersticiosa sociedad en cuyo seno vivían como malditas, ciertas confabulaciones sobrenaturales en que figuraban encantos, brujos, duendes aposentados en su morada, y hasta pactos con el diablo. Hemos citado a este propósito en el epígrafe las autorizadas palabras del obispo de Santiago, y es más probable que el genio altivo de aquella familia, su misticismo frailesco, y especialmente sus afinidades íntimas y cercanas con la raza indígena de que procedían, las arrastrase a aquellas prácticas cabalísticas en que, según los ritos araucanos del presente día, intervienen Pillán, que es el diablo, y sus machis, que son los curanderos de daños, desfacedores de encantos y otras supercherías idolátricas.
¡Cuándo habría imaginado el primero de los Lisperguer, que recorrió el país quemando brujos, que ése había de ser el triste renombre y el oficio de sus hijas! Digamos aquí, como de paso, que aquel desgraciado padre falleció ya muy entrado en años en la primera década del siglo XVII. Al menos en 1604 vivía aún en Lima, y el 22 de marzo de ese año recibió del virrey don Luis de Velasco el honor de ser nombrado gentilhombre de palacio. Su última residencia en Lima se prolongó más de diez años, y hay que notar que esa sistemática separación del seno de su familia coincidió con las irregularidades atribuidas a la vida de sus hijas. ¿Era éste el motivo de ese alejamiento?
Cuando sobre el hogar de doña Águeda de Flores caían aquellas sombras que debieron ser eterno luto para su alma y la de su marido, estaba ya casada la más perversa de sus hijas, o más bien, la única que lo fuera tal a la luz de comprobaciones posteriores.
Aquel enlace no había tenido augurios felices, excepto el de la riqueza, porque el desposado era aquel acaudalado encomendero Gonzalo de los Ríos y Encío, tres veces corregidor de Santiago, de que tenemos hecha memoria como compañero y aliado de los Lisperguer en los disturbios sociales de 1614.
Don Gonzalo de los Ríos era uno de los feudatarios más ricos de la colonia, dueño de los mejores valles de Chile, de mar a cordillera, para la crianza de ganados, cual lo fueran los de la Ligua y Longotoma que heredó de sus padres, según hemos de contar con alguna detención más adelante.
En cuanto a la manera como vino a ajustarse aquel fatal consorcio de dos familias en que las afinidades del crimen producirían un ser deforme en la maldad, diremos desde luego lo que como verdad ha llegado hasta nosotros.
Cuando, por la decencia pública de su alto puesto, fue obligado Pedro de Valdivia a poner fin a sus amores con la atolondrada pero generosa doña Inés de Suárez, tomó el fogoso conquistador por concubina (que éste es el nombre que merece) a una dama española llamada doña María de Encío. Trájola probablemente del Perú, después de su proceso (1548), y partió con ella su tálamo durante tres o cuatro años. Mas, acercándose ya a la vejez, lápida que enfría las pasiones del cuerpo antes que las del alma, o por algún motivo de decoro, cuando en 1552 acordó hacer venir a su esposa de España, casó el gobernador a doña María, como lo había hecho con su primera y harto más noble querida.
Dióle a aquella por marido uno de sus más adictos capitanes, como a la última, a quien amaba de corazón, confióla al más rico y prestigioso encomendero de la colonia, a don Rodrigo de Quiroga, dos veces gobernador del reino.
Llamábase el complaciente marido in extremis de doña María de Encío, Gonzalo de los Ríos, y es el mismo que figura en muchos pasajes de la historia como administrador del rico mineral de Marga-Marga, como feudatario del valle de Chile, en nombre de Valdivia, su señor, y por último, como el encargado de vigilar la construcción del barco de Concón, en 1541, en cuya comisión escapó con la vida, gracias a la ligereza del caballo, pereciendo en un alzamiento de la comarca todos sus subalternos. Fue también, como Bartolomé Flores, su camarada de descubrimiento, procurador de ciudad en 1551. Tres años más tarde, por enero de 1554, después de la muerte de Valdivia, es uno de los hombres de pro que en Santiago prestan a Rodrigo de Quiroga la fianza requerida por la ley para ocupar el más alto destino de la colonia. Y esto tal vez a título del extraño parentesco que entre sí tenían, como herederos ambos de las dos viudas de amor de su difunto jefe. Gonzalo de los Ríos figura también entre los conquistadores que de Chile pasaron a poblar a Cuyo, y allí dejó a sus herederos una buena encomienda de indios y otra en el Perú.
Parece que Gonzalo de los Ríos era, como Bartolomé Flores, de extracción plebeya, o, a lo sumo, pechero de condición, porque algunos cronistas le llaman criado de Valdivia, y otros, como el obispo Salcedo, dicen que era su mayordomo . No fue esto, empero, estorbo, y sí, al contrario, camino para que acumulara un cuantioso caudal en tierras y en indios, como el ya nombrado astuto marido morganático de doña Elvira de Talagante. Una de las encomiendas de Gonzalo de los Ríos estuvo ubicada en la que es hoy la hacienda de la Compañía, porque en un título de heredad de 1585, que tenemos a la vista, notamos que se habla del pueblo de Codegua, donde tiene su encomienda Gonzalo de los Ríos.[31]
En cuanto a sus valiosas estancias de los valles del norte, ya tenemos prometido el hacer cuenta por separado y minuciosa.
Pero no alentó a don Gonzalo la venturosa estrella que acarició la hermosa vejez del esposo de doña Inés de Suárez, cuya última olvidó los yerros de su mocedad liviana por las más altas virtudes de la matrona y la cristiana. Al contrario, doña María de Encío, despechada tal vez por el repudio de Valdivia, o por impulso de su índole dañada, no sólo hizo desdichado a su marido, sino que a la postre de los años se libertó de su coyunda por medio de un asesinato tan atroz como aleve, perpetrado por su propia mano. Esta doña María de Encío, dice su contemporáneo el buen obispo Salcedo, mató a su marido estando durmiendo una siesta, echándole azogue en los oídos.[32]
Hijo de este lúgubre matrimonio fue don Gonzalo de los Ríos y Encío, segundo de su nombre, y que tuvo, si cabe, más desdichada suerte que su padre, porque rindió la vida a manos de sus propios hijos.
No cabe todavía en esta página la relación de tan espantoso crimen, y mientras traemos a la escena y al juicio de la posteridad a su abominable autora, séanos lícito decir únicamente que el regalo de bodas que doña Catalina Lisperguer a su esposo, fue el cadáver de una hija, fruto de otro enlace o de amores juveniles, que el rico encomendero albergó en su hogar. Fue esta doña Catalina mujer cruel,decía en 1633 de la novia del segundo Gonzalo, de los Ríos, el obispo Salcedo al Consejo de Indias, porque mató con azotes a una hija de su marido, y asimismo mató un indio a quien pidió las yerbas con que quiso envenenar el agua de la tinaja de que bebía el gobernador.
Tuvo también doña María de Encío una hija, que figurará algo más adelante en un proceso como demandadora de justicia en los crímenes de sus deudos.
En cuanto a doña María, la tercera de las hermanas Lisperguer, tenida por bruja y encantadora por el vulgo, como doña Magdalena y doña Catalina, no hallamos ya memoria de su vida después de su persecución en 1604 por Alonso de Ribera. Sólo sabemos de ella que en 1625 vivía en Lima, viuda del capitán don Juan de Añasco, hombre opulento, como lo fueron en general los maridos de las primitivas Lisperguer. En aquel año la madre de doña María, que parecía amarla con particular afecto, fundó en sus tierras de Lampa una capellanía considerable a favor de Santo Domingo y en beneficio de su hija ausente, cuyas eran aquellas tierras por herencia. Después piérdese por completo el rumbo de la envenenadora de Alonso de Ribera, a no ser que hubiese ido a esconder, como era entonces la costumbre de las familias de alto porte, su despecho y su viudez en el fondo de un monasterio. Las celdas no sólo fueron la vida ordinaria de Santiago en el siglo XVII: fueron el drama perenne de una existencia que encontraba en ella todas las compensaciones que hoy ofrecen a los que sufren y a los que lloran las bóvedas de los cementerios.

Capítulo IV
La Quintrala y sus primeros crímenes

Esta doña Catalina mató a su padre con veneno que le dio en un pollo, estando enfermo.
(Carta citada del obispo Salcedo al Consejo de Indias).


Yo no quiero en mi casa hombres que me pongan mala cara. ¡Afuera!
(Tradición popular de doña Catalina de los Ríos y el “Señor de Mayo").

Doña Catalina de los Ríos y Lisperguer, conocida más generalmente por el nombre de tradición y de hogar que sirve de título a esta página, nació en Santiago en los primeros años del siglo XVII, y en la fúnebre casa de sus antepasados, que por un contraste común en las cosas humanas, es hoy un alegre sitio de recreo: Eldorado.
Fueron sus .padres don Gonzalo de los Ríos y Encío, y doña Catalina Lisperguer y Flores, ambos criollos y naturales de Santiago, siendo el primero hijo de un conquistador y la última nieta de otros dos, ambos alemanes. De Pedro Lisperguer, de Württemberg, por la línea de padre, y de Bartolomé Flores, de Baviera, por la ascendencia materna.
No puede precisarse la fecha exacta de su nacimiento, pero no debió distar éste de los días en que un lego oscuro llamado Pedro de Figueroa tallaba en su celda de San Agustín, calle de por medio, el famoso y airado Cristo de la Agonía, llamado más comúnmente el Señor de Mayo, y a cuya efigie, digna de veneración histórica, está ligada por más de un episodio la vida de doña Catalina de los Ríos.
Según esto, vio la luz la última por los años de 1604 a 1605, En un documento público que citaremos más adelante, decía doña Catalina en 1626 que era menor de 25 años, pero mayor de 20, lo que justifica nuestra presunción sobre la fecha que hemos apuntado.
Ignórase cuál fue su educación doméstica, pero consta de su testamento, otorgado sesenta años más tarde, que no sabía firmarse, mengua de la mujer, generalizada en aquel siglo, y de la que existen en Chile irrecusables ejemplos en altísimas damas. Juzgaban los rancios castellanos que la escritura, útil en el hombre, se trocaba en arte del diablo cuando la usaba la madre, la esposa, la virgen. Y de aquí nacía que ociosa ésta, ignorante y crédula, fanática y apasionada, sentíase abandonada en la ribera de la vida sin más ancla para guardar su pureza que el aterrador presentimiento del infierno.
A la sombra de estas ideas, y como en tierra sin cultivo, destinada a abrojos, creció la joven criolla en compañía de una hermana llamada doña Águeda de los Ríos, cuya última casó temprano con un oidor de Lima que tenía por nombre don Blas de Torres Altamirano. Las mujeres de la raza Lisperguer tenían una predilección por los enlaces de garnacha, como si hubiesen Sentido el presagio de que habrían de pasar una parte de su vida entre hombres de justicia.
Tuvo este enlace ultramarino la particularidad de que el encopetado novio dictó el pacto matrimonial desde su curul de Lima, con tal desenfado, que no contento con exigir una dote enorme para una doncella del Mapocho, cual era la de cincuenta mil pesos, puso como condición previa que el suegro no sólo había de hipotecar sus bienes en Chile, en Cuyo y el Perú, sino dar fianzas abonadas por aquella responsabilidad, todo con tanta llaneza y descoco que causaría asombro si no hubiera sido lo usual de aquella época.
Sacó algún partido el suegro de aquella tiranía, sin la cual su hija no dormiría en el tálamo de un oidor, y fue el de que pagó de contado sólo treinta mil pesos y los otros veinte por terceras partes, aprovechando las épocas de matanzas para remitir a Lima cordobanes. Era también condición impuesta por el novio que el suegro había de poner la novia y la dote en Lima de su cuenta y riesgo, todo según el curioso documento de instrucciones que más adelante publicamos en el Apéndice.
Era don Blas de Torres Altamirano, fiscal de la Audiencia de Lima, en la saladel crimen, un codicioso togado, natural de Granada, hijo de otro togado de esta ciudad y oidor también de Lima, llamado don Diego González Altamirano. Su madre era natural de Úbeda y llamábase doña Leonor de Torres.
De suerte que aceptado el contrato matrimonial por los padres de doña Águeda, y encontrados los fiadores de la dote, que lo fueron don Pedro Lisperguer y doña María de Flores, ambos tíos maternos de la desposada, celebróse el enlace con gran pompa en casa de la abuela común doña Águeda de Flores el domingo 16 de octubre de 1616, a las seis de la tarde. Representó al novio de Lima don Hernando Talaverano, oidor, y alguna vez presidente interino de Chile, y bendijo las bodas el famoso obispo don Juan Pérez de Espinosa. Sirvió de padrino otro oidor, don Juan Cajal, el mismo que acababa de dar sentencia favorable a los Lisperguer y a los Ríos en sus riñas con los Mendoza y los Guzmán. Y en todo fue aquella una semirregia fiesta de oidores y de oidoras, a la cual asistió toda la demás gente principal de esta dicha ciudad, dice el escribano de la Audiencia Bartolomé de Maldonado, llamado a dar fe pública de aquel acto. [33]
Un barco esperaba ya con el velamen suelto al viento a la esposa del oidor y su pingüe y suculenta dote, que eran el cargamento entero del buque en charqui, sebo y cordobanes. Era aquella la ocasión propicia de los viajes costa abajo, y en pocos y venturosos días de esperanza, la vieja quilla, empujada por los sures, depositó su carga de amor y de curtiembre en los aposentos del fiscal bajo de llave.
Pero si bien aquella dicha y aquella fortuna habían sido aseguradas con tantas precauciones de fianzas, hipotecas y garantías de riesgos de mar y remisión, no fue de largo disfrute para su dueño. En 1638 doña Águeda de los Ríos, estaba ya muerta, y sus encomiendas de Chile repartidas, no obstante el exquisito estudio del oidor para evitarlo, entre los deudos consanguíneos de la difunta.
Doña Águeda vivió, sin embargo, lo suficiente al lado de su esposo el fiscal de la sala del crimen, para cubrir con su protección interesada los tempranos si bien atroces delitos de su hermana única, doña Catalina de los Ríos. Era ésta cuatro o seis años menor que ella.
Tiempo es por tanto de que digamos algo de la última.
Quedan ya llanamente narrados los antecedentes de familia de doña Catalina de los Ríos cuando la mácula indeleble de su primer crimen aparece en su frente y en sus manos.
Su primer ensayo en esa senda fue verdaderamente atroz. Y así, después, nada le espanta, nada le detiene en su fatal carrera.
Fuera pasión de intereses, de odio heredado de la madre, de instinto de crueldad y de sangre, el hecho que aparece como marcando la entrada en el escenario de la vida de doña Catalina de los Ríos, es el aleve envenenamiento de su padre. ¿Y en cuáles circunstancias? Cuando el rico y respetado patricio que había sido honrado en tres ocasiones con el supremo honor en el mando político de la ciudad, estaba enfermo y entregado al afectuoso cuidado de los suyos.
Es un alto prelado de la Iglesia el que, en el lenguaje abierto del que dice una verdad de todos conocida, cuenta, o más bien, denuncia al rey esta abominación sangrienta. Y a fin de explicarse a sí propio, a través de los años y con más acierto el observador moderno esos horrores, conviene notar desde luego, que, aparte de la educación viciosa, de los malos ejemplos del hogar y de las propensiones generatrices de su ser y de su sexo, tuvo doña Catalina de los Ríos una extraña y terrible mixtión de sangre, porque, si por su padre y su abuela, la Encío, era de estirpe genuina de España, por su madre doña Catalina Lisperguer y Flores (Blumen) era dos veces alemana y una vez india chilena. Doña Elvira de Talagante fue su bisabuela materna. ¿Había en esta mezcla de razas fundidas rápidamente en un solo tipo algo que predisponía al crimen y al mal?
No pretendemos penetrar en los misterios de la fisto- logia humana, pero es un caso digno de especial anotación como estudio de caracteres y de razas que el primer crimen de doña Catalina de los Ríos y Lisperguer fue un parricidio, como había sido sucesivamente la obra horrible de su abuela doña María de Encío y de su madre doña Catalina Lisperguer y Flores. Esta doña Catalina de que ahora se trata (la Quintrala), dice el prelado que de preferencia citamos por lo autorizado de su testimonio, mató a su padre con veneno que le dio en un pollo, estando enfermo.[34] Y nótese que ya han caído tres cadáveres al derredor de la cuna y del lecho juvenil de doña Catalina de los Ríos: el de su abuelo Gonzalo de los Ríos, el de su hermana natural y el de su propio padre, asesinado por ella con la felonía de una avezada envenenadora. La madre le había enseñado bien su infame oficio.
Debió tener lugar este suceso después de 1622, porque en ese año don Gonzalo de los Ríos y Encío estaba vivo, y era por la tercera vez corregidor de Santiago, y en seguida de esa fecha no vuelve a figurar en los libros de cabildo.
Añade el respetable acusador de los crímenes públicos y domésticos de la familia de más alta jerarquía de Santiago en los primeros años del siglo XVII, que se formó proceso público a la hija malhechor por la abominación que cometiera, y que fue aquella-hermana de Gonzalo de los Ríos y Encío, que dijimos naciera con él de la concubina de Valdivia, la que acusó a su sobrina y le pidió cuenta de la sangre de su padre. [35]
Más en esta coyuntura como en caso escandaloso del envenenamiento de don Alonso de Rivera, el crimen atroz quedó impune, La influencia maléfica pero irresistible de los Lisperguer, de su parentela y de su caudal, no admitía contrapeso ni con el bastón del capitán general, ni con el báculo del obispo, ni con el sello sagrado de la Real Audiencia, cuyo último no hacía mucho había entrado en la capital del reino, para su daño y su oprobio, bajo de palio.
Detengámonos un momento delante de este interesante tema colonial: la justicia y sus obras en Santiago.
Suprimida por inútil la primera corte de justicia que hubo en Chile (la Real Audiencia de Concepción que presidió don Melchor Bravo de Saravia y que duró solo dieciocho años 1557-1575), reinstalóse de nuevo en Santiago el solemne tribunal, según hemos referido, el 8 de septiembre de 1609. Y hubo de notable en “las fiestas reales” que con este motivo se celebraron que el Real Sello fue paseado por las calles de Santiago en aquel día memorable en un caballo overo, como si hubiera querido decirse, observa un historiador moderno, que la justicia iba a tener en Chile dos colores.
De los primeros oidores, la crónica no ha recogido malévolas tradiciones, y antes, al contrario, parece fueron letrados de honra y de conciencia, especialmente su regente don Luis Merlo de la Fuente, que poco más tarde fue presidente provisorio de Chile con aplauso general. Llamábanse sus colegas los licenciados don Hernando Talaverano Gallegos, don Juan Cajal y don Gabriel de Celada, que había sido abogado de pobres en el Consejo Real, dice Rosales. El relator, que ningún historiador ha recordado, llamábase Juan de Morales, y el secretario y escribano de cámara el ya nombrado Bartolomé Maldonado, natural este último de La Serena de España, compatricio de Valdivia, y hombre tan probo y justificado que bajó a la mitad sus aranceles y actuó para los pobres y las religiones gratuitamente. [36]
Pero a poco vino la corruptela, el desorden, la inmoralidad, el desenfreno, y Santiago lloró amargamente el orgullo de haber pedido oidores sin necesitarlos. El obispo Villarroel refiere en sus Dos cuchillos, que los chilenos solicitaron humildemente del rey que por gracia los dejara sin jueces. ¿Cómo serían éstos?
Ya hemos contado, en efecto, con ajena pero prestigiosa pluma, las intrigas y las cuitas del oidor Solórzano, que logró casar a su hija, mediante un artificio, con el más orgulloso de los criollos de Santiago, don Pedro Lisperguer y Flores. Esto sucedía cinco años después de la restauración de la Audiencia (1614).
Vino algo más tarde un don Jacobo de Adaro y San Martín a quien toda esta república, dice un contemporáneo, abominó por su mal despacho y proceder, aceptando personas sin mirar a la justicia. [37]
Esto era Adaro como fiscal. Pero sucedióle en ese puesto un oidor llamado don Pedro Machado de Chávez. Y al principio , añade el anterior testimonio, pareció a toda esta república acertado nombramiento, porque con su buen agasajo ganaba las voluntades de todos y abominaba el proceder que había tenido su antecesor don Jacobo de Adaro. Don Pedro era hijo de otro oidor, don Hernando Machado, que vino en los primeros años de la Audiencia en calidad de fiscal, y de quien, así como de su esposa doña Ana de Chávez y de sus dos hijos, grandes personajes de la colonia, habremos de atar algo con el tiempo y el camino.
Pero el oidor don Pedro Machado de Chávez, como el oidor don Alonso Pérez de Solórzano, no había venido a esta remota tierra a hacer justicia sino a casar hijas y sobrinas. Y cual el último afianzó su alianza con los Lisperguer dando a don Pedro la mano de la bella doña Florencia, así el otro pactó igual feudo con aquella familia, otorgando al primogénito de ese matrimonio, don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, la mano de una sobrina, hermana o prima que trajo consigo de España y se llamaba doña María de Torres y Machado.
De aquí, de estos enlaces, de esta vedada parentela, ilícita por las leyes, funesta para la justicia y las costumbres, venía la constante y osada impunidad de los delitos de los Lisperguer y el castigo de sus adversarios, como sucedió con los Mendoza en la gran pendencia de 1614. Ha salido, decía el obispo Salcedo refiriendo y lamentando el irresistible influjo de aquella familia, el oidor don Pedro con un buen artificio de haber casado dos sobrinas suyas, una con don Juan Rodulfo Lisperguer y otra con don Gaspar Calderón, ambos los más poderosos y emparentados que hay en esta tierra, por cuya causa no hay persona que pida justicia contra ellos ni contra sus parientes, y los que la han pedido hasta ahora no la han alcanzado.[38]
Una cosa aparece clara, evidente y dolorosa en estos enlaces fraguados por codicia al amparo del alto poder de la justicia. Han pasado apenas veinte años desde la fundación de la Audiencia, y ya dos de sus ministros, que han venido a buscar ricos tálamos para sus herederas, casan a éstas engañando al soberano, haciendo mofa de la ley, y lo que es peor, quedando impunes y premiados.
El oidor Solórzano casa a su hija; el oidor Machado de Chávez casa a sus sobrinas (si lo eran): uno y otro se parapetan tras del solio de su poder irresponsable y guardan sus puestos hasta el fin de sus días. Pero no es esto sólo. Solórzano pasa de fiscal a oidor, y se da maña para que su nieto le suceda en ambos puestos, El oidor Machado de Chávez anda más ligero y hace vestir la garnacha a su hijo, sin desnudarse todavía de la suya. Idéntico había sido el procedimiento de los dos Altamirano, oidores de Lima, padre e hijo. Y si esta era la composición y el respeto del tribunal supremo y único, ¿qué tenían que esperar de su justicia la sociedad, el pueblo, el crimen? Esta es la filosofía de la situación que crearon a la Real Audiencia la vida y los procesos de doña Catalina de los Ríos, y ese estudio será siquiera el fruto de estos ominosos recuerdos. En cuanto a los Solórzano y a los Machado de Chávez, de la segunda generación de oidores, ya tendremos tiempo de volver a los escándalos.
Queda, pues, explicado por revelaciones que no pueden someterse a duda, como el primero de los crímenes de doña Catalina de los Ríos, siendo como era tan atroz, y habiéndose hecho parte contra ella la propia hermana de la víctima y tía de la matadora, dejóse aquel completamente impune. Y así habría de acontecer con muchos otros todavía.
Pero lo que más sorprende y casi aterra en la historia doméstica de esta sociedad lúgubre, fanática y profundamente venal, es que, gracias, al oro de una familia voluntariosa y cruel, todas las acusadas encuentren, después de sus procesos y persecuciones, ventajosos enlaces que realzan su influencia y levantan la insolencia de sus atentados.
Lanzada doña Catalina en la pendiente del mal por la atrocidad de un parricidio, no se detuvo delante de ningún abismo, ni el de la sangre, ni el de la lubricidad, ni el del asesinato consuetudinario, ni el del sacrilegio. Hubiera parecido que de todas las flaquezas humanas se hubiesen concentrado en el corazón y en el cuerpo de esa infeliz mujer aquellas que más irresistiblemente dominan la materia y el alma, la lujuria y la ira, porque su tálamo era público y a la par cometía diariamente las más abominables crueldades con su servidumbre en el campo y la ciudad.
De estas últimas y dolorosas pasiones hemos de hablar más adelante con documentos públicos a la vista, y respecto de la sangrienta lascivia que atormentó su juventud, nos bastará recordar un caso que anduvo comprobado en los procesos de la época.
Fue éste el de un encumbrado feudatario de Santiago, cuyo nombre no consignan los papeles que tenemos a la vista, pero de tan alta posición que era nada menos que caballero de Malta. Invitóle doña Catalina a su alcoba por un billete amoroso, y cuando le tuvo en sus brazos le mató. Ignórase la causa, pero la manera de ejecutar el cobarde hecho fue tan inusitado que la dama asesina intentó descartarse echando la culpa a uno de sus esclavos. Y este desdichado y crédulo, gracias a una infame omnipotencia de familia, fue ahorcado inocente en la plaza pública de Santiago, condenando la mercenaria Real Audiencia a la irresponsable matadora a una multa pecuniaria más o menos cuantiosa. Aquella no sólo era justicia vil, era justicia vendida. [39]
Los casos de impúdica y feroz liviandad de que la tradición inculpa a doña Catalina de los Ríos, son varios, y todos más o menos horribles. Pero nosotros no haremos caudal de ellos, porque escribimos una historia social, estrictamente verdadera y conforme a documentos fehacientes, dejando a otros lo pintoresco y abultado. Por esto no descendemos tampoco con el pueblo a aquel sótano, manchado de todas las impurezas del cuerpo y del alma,- donde la Quintrala escondía su impuro lecho y su armario de venenos. Según algunos, esa bóveda salvaba aun las murallas de los aposentos de aquella Mesalina indio-alemana, e iba a encontrar secreta salida al claustro vecino. Ponderación evidente de la enfermiza imaginación de la muchedumbre, como la historia de las bóvedas subterráneas de los jesuitas entre la Compañía, San Pablo, San Borja y la Ollería, que fue la casa de ejercicios de aquella orden. Doña Catalina era demasiado insolente para necesitar aquel paso subterráneo. Pero, ¡fatídica coincidencia!, en aquella precisa acera, y al pie de las viejas cocheras que hace pocos años existían frente a la puerta lateral de San Agustín, y donde solían vender cal o carbón doscientos años después de los culpables amores de doña Catalina de los Ríos, un hombre que murió en el patíbulo por un crimen de amor estuvo labrando un sótano para acechar a su víctima en la media noche, camino de su morada allí vecina. [40]
No es menos singular la coincidencia de que la cuadra de la casa que ocupó la morada de doña Catalina de los Ríos, se llamase a principios del presente siglo la calle de la muerte.[41]
Hemos hablado de la tradición del vulgo respecto de la Quintrala, y no pasaremos adelante sin explicar el enigma de este nombre, que es harto sencillo. Como hoy llaman, por contracción, Catas y Catitas a las Catalinas, los antiguos decíanlas por cariño familiar Catralas, y de aquí probablemente (por síncope) las modernas Catas. Y como la lengua de la gente popular todo lo invierte, especialmente los nombres y apellidos, llamáronla sólo la Quintrala , gustando tal vez la analogía de ese nombre con la del parásito de los árboles que así se llama todavía el quintral.
En un documento de familia encontramos que habiendo escrito el redactor el nombre de Catalina, el padre de ésta, don Gonzalo de los Ríos, escribió encima el nombre familiar de Catrala.
Es digno también de mencionarse aquí que la tradición de la Quintralaha sido durante dos siglos y lo es todavía exclusivamente popular. Emparentada doña Catalina de los Ríos con la más alta aristocracia de Santiago y de Lima, un velo de horror y de indulgencia ha ido cubriendo su memoria entre las generaciones que de una manera u otra llevaban en sus venas el calor voluptuoso de su sangre. Aun hoy mismo en los altos círculos de la capital su nombre y su vida es apenas un vaporoso mito. Pero llámese a la más estólida sirviente, especialmente a las del tipo antiguo, no importa que sea de un remoto campo, sea de la Ligua, donde doña Catalina de los Ríos tuvo sus haciendas, sea del sur, hasta el Maulé, a donde llegó su horrible fama, y la historia lúgubre, mística y sangrienta de la Quintrala aparece delante de la investigación con la tenacidad de un indecible y secular espanto. El látigo y el cerote ardiendo con que doña Catalina de los Ríos flagelaba por su propia mano la espalda desnuda de sus esclavos y de sus indios de encomienda, quedan así de sobra vengados.
Consta también, no de deleznable tradición, sino de documentos públicos y auténticos, que doña Catalina de los Ríos no reconoció freno de ningún género en su, lascivia ni en su ferocidad, porque llegó en esa carrera hasta donde ninguna mujer de su época, profundamente devota, habría llegado: hasta el sacrilegio. Porque en una ocasión en que un digno sacerdote, el maestre-escuela y vicario general del obispado de Santiago, se empeñó en una conferencia, y en cumplimiento de su deber, por apartarla del camino de tan culpable vida, doña Catalina intentó asesinarlo en el sitio mismo con un puñal. El nombre de aquel animoso ministro del altar, conservado en nuestra historia eclesiástica con honor, fue el del canónigo don Juan de la Fuente Loarte. [42]
Era este buen sacerdote natural de la Imperial, y allí había nacido en opaca cuna, hijo de un soldado a quienes llamaban los unos Pedro Fuentes Cascajo y otro Pedro de Burgos, por ser éste nacido en Cardiñanos, lugarejo de las montañas de aquel nombre. Su madre era una mestiza del Cuzco, llamada Isabel de Loarte, hija natural de una india palla,a quien había puesto el nombre de Elvira, y del capitán don Francisco Loarte de Maqueda, natural de Toledo.
Hallábase ligado el humilde pero ilustrado provisor como casi todos los eclesiásticos de su época, de una manera íntima a la poderosa familia de los Lisperguer, y especialmente de la piadosa doña Águeda de Flores, centro y raíz de aquella; y era esto a tal punto que las sillas de vaqueta en que se sentaba el buen canónigo y el tabufeteen que escribía pertenecían a la casa de doña Águeda, según el mismo lo dejó declarado en su pobre testamento por él signado con mano trémula el 1º de agosto de 1626, que fue el propio día de su muerte. [43]
Y probablemente debióse a esa intimidad de familia el que con tan poco fruto pero con tan noble celo hubiese llevado su consejo a la alcoba infamada de la nieta de su amiga y protectora.
Debieron acontecer estos sucesos, el del asesinato del caballero de San Juan y el atentado contra el vicario Fuente Loarte, por los años de 1625 a 1626, porque el obispo Salcedo, escribiendo sobre el primero en 1634, decía: pocos años ha. Entonces doña Catalina debía encontrarse en la plenitud de sus implacables pasiones.
Había cumplido en efecto por aquel tiempo la Quintralaveinte y tres o veinte y cuatro años, y su naturaleza criolla, ardiente, voluptuosa y feroz desbordaba de su pecho y de sus labios como de una copa de fuego libada de hirviente licor.
Fue entonces cuando su abuela doña Águeda de Flores, que por el fallecimiento de sus padres estaba constituida en su tutora y curadora, resolvió casarla a todo trance, buscando algún camino para poner a raya aquella hembra indómita, arrebatada y casi salvaje, que se había mostrado reacia para los más sencillos esfuerzos de la educación de la mujer y de la infancia.
Por fortuna para su abuela y su tutora, doña Catalina era inmensamente rica, y la tarea de encontrarle marido no era un paso difícil en esos años, en que las virtudes del hogar no exhalaban el perfume de pureza que hoy embalsama nuestras vidas.
Cupo tan mala estrella al contentadizo caballero y soldado don Alonso Campofrío Carvajal, hijo de un ilustre capitán de la conquista que tuvo su mismo nombre, pero que le superó por mucho en bravura y buena nombradla.
Eran los Campofrío naturales del noble lugar de Alcántara en Extremadura, y los dos caballeros de ese nombre que vinieron a Chile fueron hijos de un señalado capitán de aquel pueblo llamado don Alonso el Fuerte. Uno de esos hijos fue don Antonio del Campofrío que condujo las milicias de Colchagua, donde tenía sus encomiendas, contra el corsario Cavendish. El otro es el venerable soldado cuya heroica y sobria vida -debió ser espejo y no escudo para su hijo, partícipe más tarde por su cobarde tolerancia en la infamia perpetua de su cónyuge.
Don Alonso, el viejo , había venido a Chile en su juventud y sus hechos militares habían merecido el canto de los poetas, porque cuando desembarcó el corsario inglés Tomás Cavendish en Quintero en 1585, fue aquel uno de los valientes que le resistieron y le derrotaron.
El capitán Gaspar de la Barrera,
Don Gonzalo, el de Cuevas y Molina,
Campofrío, Pastén y el de Herrera,
...
Valor en gran manera
Descubre cada cual en la marina,
Derribando cabezas enemigas
Cual diestro segador cortando espigas.
[44]
Hicieron al lado del padre sus primeras armas sus cuatro hijos, tan esforzados como él, y uno o dos de ellos murieron en las batallas de las Fronteras. Don Alonso, el mozo, que era el menor, militó doce años como capitán y por los días en que los Lisperguer disputaban con los Mendoza, las dagas en la mano, el predominio de Santiago, le encontramos de alguacil mayor en La Serena. Era esta ciudad la patria de su madre, bisnieta de Francisco de Aguirre y por afinidad de Pedro de Valdivia. [45]
Aquel empleo significaba en el que lo poseía cierta energía moral o más propiamente una marcada dureza de carácter, pues era el encargado superior de hacer cumplir los mandatos de la justicia. Don Alonso se había dado también, como la mayor parte de los habitantes del norte, al trabajo de las minas de cobre, y más adelante vemos que ajusta en La Serena el arriendo de una de estas pertenencias a uno de sus deudos.
Pocos años más tarde volvemos a hallarle en otro distrito del norte, recibiendo del corregidor de Quillota Rodrigo de Araya cierta encomienda de indios que allí había obtenido (abril 6 de 1622).
Y fue probablemente en estas excursiones por los valles del norte, cuando don Alonso tuvo ocasión de relacionarse con la familia de doña Catalina de los Ríos, una de las más considerables propietarias de aquellas zonas.
Eligiólo, por tanto, doña Águeda para esposo y domador de su disoluta pupila, y a fin de hacerle aceptable el terrible don, puso en sus manos una dote cual no la tenían entonces sino las hijas de los príncipes en las Indias. Ascendió ésta a 45.349 pesos dos reales. A su turno dotaba el capitán a su novia por su limpieza en seis mil pesos en joyas de altísimo precio. [46]
Tuvo lugar el matrimonio de doña Catalina en un día del mes de septiembre de 1626. Pero no fue llevada al altar sin que antes hubiese otorgado a su abuela una cancelación completa de su curatela (escritura de 31 de julio de 1626), y sin que hubiese pagado el amparo y favores judiciales de su hermana la oidora de Lima, otorgando a su favor una renuncia expresa de todo lo que la última necesitase para el entero completo de su dote de 50 mil pesos, aunque para esto fuese preciso menoscabar todavía la suya. Este curioso documento tiene la misma fecha del anterior, y lo publicamos íntegro en el Apéndice, por la luz que arroja sobre la complicidad del fiscal de Lima en las apelaciones de doña Catalina. Declárase esta última perjura si no cumple a su hermana el empeño de integrarle su dote con la suya.
No tenía el desposado en realidad bienes de fortuna de ningún género, y así lo declaró su viuda más tarde en su testamento. Y esta habría sido tal vez obstáculo a tan pingüe matrimonio como el que iba a celebrarse si su nombre nobiliario y el mayorazgo de Alcántara de sus antepasados, no hubiese cubierto la desnudez ostentosa de sus haberes. Declaraba don Alonso en su carta-dote que las arras que daba a su mujer cabían en el décimo de su fortuna; pero aquella declaración era sólo un fórmula, y las joyas tal vez un préstamo a la gruesa ventura. Por lo demás, su familia era una rama colateral de los famosos Galíndez de Carvajal, cuyo fundador había sido secretario de Carlos V. La nieta, por tanto, del emperador, estaba bien, conforme a las ideas de la época, en los brazos del descendiente de su ministro y su privado.
Celebrado el matrimonio, no pensaron los esposos sino en ir a esconder su vida en las asperezas de los valles de la Ligua, y con este fin otorgaron en noviembre de aquel mismo año el testamento de recíproco albaceazgo (mas no de herencia) de que más adelante habremos de dar cuenta. Los hacendados del norte ^compraron también algunas mercaderías para vender a sus indios de encomienda en elbodegón de la estancia.[47]
Parecería, por el tenor del testamento que tan de cerca siguió a los desposorios, como si la faz de la muerte hubiera de estar eternamente asomada en el hogar de aquella mujer maldecida por el destino, parecería, decimos, que su propósito hubiera sido sepultarse por largos años en la soledad del campo. Mas no sucedió de esa manera, porque en 1628, dos años después de su matrimonio, encontramos a doña Catalina en Santiago, otorgando el 20 de septiembre de aquel año una escritura de 211 pesos a un mercader de La Serena llamado Gonzalo Carmona por la compra de un relicario de oro. Cinco años más tarde (22 de mayo de 1633) don Alonso se halla otra vez en Santiago y comparece ante el escribano Miguel Miranda de Escobar para dar en arrendamiento una de sus minas de La Serena a doña Teresa de Riveros, su pariente, por la suma de 80 pesos de oro.
¿Habían, entre tanto, modificado el matrimonio y sus lícitos goces, los años y sus enseñanzas bienhechoras, el carácter feroz de la nieta de doña María de Encío?
Nada había estado más lejos de suceder que esa transposición salvadora pero imposible. Doña Catalina no había encontrado un marido sino un cómplice. De otra manera habría roto de un solo golpe aquella coyunda impuesta por sus deudos y por sus crímenes: la que no había respetado la vida mil veces sagrada de su padre, habría encontrado fácilmente una daga o una yerba para libertarse de un marido advenedizo.
Tuvo lugar, en efecto, en esa época el más abominable de sus crímenes, después del envenenamiento de su propio padre, y aquel se halla plenamente justificado en informaciones judiciales y eclesiásticas que en la época se hicieron.
Vamos a referir este lance, en el que aparecen otra vez los frailes agustinos, sus parientes, sus esclavos y la muerte. No desciendo a cosas particulares y menudas, escribía el obispo Salcedo el 16 de marzo de 1633 al Consejo de Indias, clamándole porque pusiera algún remedio por el arbitrio de una "visita” en la justicia de Chile; pero digo una que ha causado mucho escándalo en esta república, y es que don Alonso de Carvajal y doña Catalina de los Ríos, su mujer, viviendo en una estancia suya, que es doctrina de la Ligua, al parecer sin causa, mandaron a un fraile agustino, primo suyo, que matase al cura y vicario que los doctrinaba.
Púsolo por obra el fraile, y con un negro que le dieron y un indio salieron al camino por donde iba el cura a administrar el sacramento de la extrema unción a un indio, y derribándolo del caballo, y teniéndolo los demás asido de pies y manos, el fraile le dio muchos palos con un garrote que llevaba hecho al propósito, esquinado, hasta que el negro dijo: —Dejémosle, padre, que ya queda muerto, como al parecer quedó con seis heridas en el cuerpo y muchas en la cabeza.
No he podido hacer justicia,
añadía el atribulado obispo, juez natural del caso, no he podido hacer justicia en este cargo porque la Real Audiencia se ha abocado dos veces la causa, donde ahora está, por ser esta doña Catalina prima hermana de don Juan Rodulfo Lisperguer, casado con sobrina del fiscal. Y pareciéndoles, agrega todavía el minucioso prelado, a propósito de aquellos supremos bribones, que así escupían el rostro de la ley, que el oidor don Cristóbal de la Cerda había de hacer justicia, lo han recusado [48]
¿Cuál había sido, entre tanto, el origen y el propósito de este sexto y negro crimen de doña Catalina de los Ríos, en que aparece como cómplice su marido? El obispo acusador dice que fue al parecer sin causa, pero el cura de la Ligua, que doctrinaba las encomiendas de aquella mujer pérfida y asesina, era tal vez estorbo a su crueldad. ¿O el buen sacerdote quiso, como el vicario de Santiago, sujetarla en sus desmanes de otro género?
No es posible hoy aclarar estos vacíos de procesos antiguos, mutilados o perdidos; pero consuela al menos saber que en aquella ocasión los sicarios de doña Catalina rio consumaron del todo su odioso delito, porque el cura de la Ligua, cuyo nombre era el presbítero don Luis Venegas, no sucumbió a sus manos no obstante sus crueles heridas. El cura Venegas no murió, dice un erudito escritor de cosas eclesiásticas de nuestra época, como sus asesinos habían creído. Fue después uno de los miembros más distinguidos del clero chileno, rector del seminario y deán de nuestra catedral.[49]
Cabe aquí hacer memoria del último y más famoso sacrilegio de doña Catalina de los Ríos, si bien este curioso episodio de la vida colonial hállase envuelto todavía en la espesa niebla de las fábulas del pueblo.
Refiérese aquel al desacato que usó en una ocasión y en su propia casa con el Señor de la Agonía, que se venera todavía en San Agustín (el “Señor de Mayo”) y a quien, según una tradición doméstica antiquísima en Santiago, expulsó ignominiosamente de su casa.
De que doña Catalina albergó en su morada contigua al templo aquella imagen por algunos años casi no queda duda, tanto en razón de la devoción ardiente que le tributó al morir, legándole una cuantiosa porción de su fortuna, como porque hay constancia de que después del terremoto de 1647, en que el obispo Villarroel llevó descalzo a la plaza aquel famoso crucifijo, no volvió éste a su nicho, porque el templo que lo albergaba y que se hallaba aún en construcción desde el primer año del siglo, cayó al suelo por entero.
Fue muy probable que con motivo de aquella catástrofe, doña Catalina, íntimamente ligada desde el pañal a la mortaja con la orden de San Agustín, en cuyo presbiterio yacieron los féretros de todos los Lisperguer, incluso el de ella misma, diese posada en su casa a la milagrosa imagen, que en su infancia viera labrar al padre Pedro de Figueroa, insigne predicador y tallista.[50]
Sea como fuere, lo que el vulgo sabe hasta hoy de aquel agravio, es que el Cristo de la Agonía volvió en una ocasión airados los ojos (cual hoy los tiene) sobre el rostro de doña Catalina, dicen los unos porque se presentó a su vista con un excesivo descote, y otros porque azotaba y ceroteaba en su presencia a los esclavos, tal vez con las ascuas del altar que lo albergaba. Y fue entonces cuando la soberbia Quintrala lo hizo salir de su aposento con estas palabras que ha conservado la memoria de las muchedumbres: Yo no quiero en mi casa hombres que me pongan mala cara. ¡Afuera![51]
Tal es la tradición respecto del pecado y del insulto. En cuanto a la mala cara, espere el curioso el 13 de mayo venidero para juzgar si en su profanación mintió la sacrílega señora.
Brilló tal -vez un día de ventura, un solo día, en aquella larga y lóbrega vida. A poco de su unión, doña Catalina alumbró un hijo, al que pusieron el nombre de sus dos abuelos: Gonzalo de los Ríos.
Pero aquella dicha pasó sólo como una sombra dejando un luto más en el hogar de la Quintrala. El tercer Gonzalo de los Ríos falleció en la infancia antes de cumplir diez años. ¿Quiso acaso el cielo en su justicia que se apagase en la cuna aquella esperanza, aquel consuelo, aquella compensación única de tantos males y de tantas menguas?
En cuanto a su esposo, viole también morir doña Catalina en edad relativamente temprana para ella, porque en 1650 ya estaba viuda, y pedía a la justicia la posesión en segunda vida de las encomiendas de indios que había disfrutado don Alonso Campofrío.
Había alcanzado el último especiales favores de la autoridad suprema después de su rico enlace, al punto que el presidente don Luis Fernández de Córdoba le otorgó desde Concepción una encomienda de indios tres años después de su matrimonio (marzo 2 de 1629), y otra más numerosa que contaba 98 cabezas le fue concedida por Lazo de la Vega el 30 de octubre de 1638. Por esta merced pagó don Alonso 7 mil pesos al tesoro real.
Respecto de las encomiendas hereditarias de Codegua, doña Catalina disfrutó desde 1638 las que habían pertenecido a su hermana doña Águeda, fallecida en ese año. En cuanto a la suya propia, en aquel paraje habíala transferido a la Compañía de Jesús por escritura de donación de 23 de septiembre de 1628 que en otro lugar publicamos. Fue aquel el primer pie que los jesuitas pusieron en la que fue más tarde su más rica hacienda de Chile, la Compañía.
La encomienda de doña Águeda fue confirmada a doña Catalina en segunda vida en real cédula expedida por Felipe IV el 24 de julio de 1640 en Carimeña.
Rico de esta suerte don Alonso, y no obstante los crímenes públicos de su consorte, había sabido hacerse alcalde de Santiago en 1643, reemplazando en ese puesto a don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, su primo, prueba de que la influencia doméstica y política de su familia no había descendido un solo punto.
No han llegado, empero, hasta nosotros testimonios fehacientes del género de relaciones que el ultrajado esposo guardó hasta su fin con la pérfida criolla que tantas veces deshonró su nombre. Por esto callamos.
Una grave sospecha envuelve, con todo, su permanencia a su lado, en la soledad del campo, y en medio de las sangrientas escenas de garrote y de puñal que constituían el ordinario vivir de aquella harpía en sus dominios.
Reagrava esta presunción el hecho, treinta años posterior, de haber declarado el albacea de doña Catalina, que por comunicatos de ésta había pagado seiscientos pesos a un hijo natural de don Alonso que le sobrevivió. Fue llevado en esto la egoísta testadora de cierto apego que por el deudo de su esposo tenía, y toda indulgencia de doña Catalina de los Ríos desdora al que la recibe, todo afecto suyo deshonra al que lo acepta. Por esto, ese legado es una sospecha.
Pero con más acierto que el que con vaga luz puede alumbrar el presentimiento en nuestro camino, llegará quizás a formarse la recta conciencia del lector, asistiendo con nosotros a los pormenores de la vida doméstica de doña Catalina de los Ríos, sobre lo cual abundan las revelaciones, los datos y los crímenes.
Materia será ésta de un cuadro social trazado aparte en el próximo capítulo.

Capítulo V
La Quintrala en la Ligua

Era mujer cruel, y en la parte donde asiste ha hecho muchas crueldades en su servicio doméstico, que si se averiguase, se hallaría muchos delitos cometidos.
(Carta del obispo Salcedo al fiscal del Consejo de Indias, Santiago, abril 10 de 1631).

Cuando Pedro de Valdivia vino por la primera vez a Chile, e hizo beber en una misma jornada a su caballo el agua cristalina de los ríos gemelos de Longotoma y de la Ligua, encantóse con el paisaje de aquellos valles cubiertos de verde grama y poblados de blancas garzas que se cernían en bandadas sobre azulados lagunatos. Pero como había apartado para sí propio, y por título público, la comarca entera de Aconcagua, entre el Pacífico y los Andes, puso la posesión y encomienda de aquellos en cabeza del conocido capitán Luis de Cartagena, por largos años secretario de cabildo y redactor de sus sesiones en pellejos de carnero.»
Valdivia, que en lo abarcador no era parco, hizo compañía con su subalterno, y así corrió aquel negocio durante diez años. Los dos valles, por lo cercanos, no formaban propiamente sino una sola comarca, y era feudatario de ellos el cacique Carande, señor de la Ligua, dicen los títulos antiguos, si bien el último nombre suele aplicarse, por lo vecino, al de Longotoma y viceversa. El actual valle de la Ligua llamábase propiamente valle del Papudo.
Pero cuando los años sosegaron las inquietudes voluptuosas del conquistador; cuando fue gobernador propietario por el rey, y tuvo el señorío apetecido del Don, queriendo purificar su hogar, envió en busca de su esposa a un capitán de confianza y despidió de su lecho a sus favoritas de aventura, primero a la noble y filantrópica Inés de Suárez, en seguida a la apasionada y feroz doña María de Encío.
Dio, empero, a ambas marido, como amanté honrado, y para la última eligió a uno de sus más abnegados servidores, aquel Gonzalo de los Ríos, fundador en Chile de su desventurada raza, y cuyos antecedentes hemos ya apuntado en esta relación. A fin de hacer más aceptable tal enlace por traspaso, el gobernador dio en dote a don Gonzalo, que era ya rico, y por cuenta de doña María, la mitad de los valles de la Ligua y Longotoma, parte que a él cabía en las medias con Luis de Cartagena. Gravó, empero, aquel rico regalo de bodas el gobernador con la condición de que el beneficiado pagase a su compañero de negocios con sus utilidades dos mil pesos que don Pedro le debía. Por cuanto tenéis pocos indios , dice el título original de aquella donación, y “sois casado”, para mantener vuestra casa e hijos, y de los primeros conquistadores, por tanto y por la presente, encomiendo, en nombre de Su Majestad, en vos, el dicho Gonzalo de los Ríos, la mitad de los valles de la Ligua (Longotoma) y el Papudo(Ligua),con todos sus caciques y principales, sus indios naturales y mitimais (peruanos o indios de mita) sujetos a los caciques, de la mitad de los dichos valles así como yo los tengo en mi cabeza.[52]
Gonzalo de los Ríos era hombre diligente, como lo tenemos referido, y luego planteó en aquel valle una industria nueva y provechosa, cual fue la de la caña de azúcar, para cuyo beneficio edificó un Ingenio, y de aquí el nombre peculiar de la estancia más considerable de aquel valle, propiedad hoy de un caballero Valledor. Y no era extraño el cultivo de esa planta exótica en nuestros valles del norte, porque, según Carvallo, un deán de Santiago propagó con éxito el árbol del cacao en el valle del Salto, y nosotros mismos, en nuestra niñez, hemos visto algodonales en el valle del Melón, sierra de por medio con el de la Ligua (1840)
Pero no se contentó Gonzalo de los Ríos con los rendimientos de su industria, y aunque" parece que por alguna negociación con Luis de Cartagena, cuyos detalles no han llegado hasta nosotros, adquirió la posesión de los dos valles enteros, de la Ligua y Longotoma, de mar a cordillera, solicitó todavía nuevas tierras de crianza en otros parajes. Así, el gobernador don Alonso García Ramón le otorgó mil ochocientas cuadras más (y las cuadras antiguas eran como leguas) en las cabeceras del valle de Putaendo, por cuanto tenéis grandes crianzas de ganados, dice la cédula de posesión de 27 de marzo de 1607, librada en favor del hijo del encomendero fundador. Nueve años más tarde, Alonso de Ribera otorgaba también a la nieta de aquel, doña Catalina de los Ríos (agosto 28 de 1615), una suerte tan vasta de tierras que comprendía casi toda la parte montañosa del actual departamento de Petorca. El título menciona los lugares de Tilama, que es hoy una hacienda por sí sola, Pupimo (Pupio), que es un pueblo, y Peldegüe, que fue estancia de uno de los deudos seculares de la Quintrala, don Diego Portales (1836). Confirmó a los dos Ríos (padre e hijo) en la posesión de sus dos ríos del norte, el presidente Jara Quemada, por auto expedido el 22 de octubre de 1616, y dio particularmente posesión a sus herederos del valle del Papudo (Ligua) en el asiento de vacas y cabras del general don Gonzalo de los Ríos.[53]
Mas, a su turno y por su parte, los sucesores del primitivo fundador castellano de aquel vasto predio, que es hoy una provincia, vendieron también durante el curso del siglo XVII algunos lotes de tierras, y entre otros el del Valle hermoso, donde hoy existe un pueblo de indios, río de por medio con el asiento de la ciudad de la Ligua, pero cuyas demasías llegaban en esa época hasta la cuesta del Melón. Fue hecha esta venta por doña Catalina de los Ríos y su esposo al capitán don Juan Roco Caravajal caballero principal de la colonia por la suma de 2.500 pesos el 23 de junio de 1618. Medio siglo más tarde, el albacea de doña Catalina vendió al opulento escribano don Andrés de Toro Mazote (noviembre 6 de 1670) un fundo en las cabeceras andinas del valle y hacienda de la Ligua en el curioso precio de 1.300 libras de almendras puestas en Valparaíso. [54]
Las tierras vendidas se llamaban las Jarillas, y medían, a ojo de buen varón, 2.300 cuadras, 1 entre San Juan y San Felipe, dos apóstoles de ancha túnica, por lo que se echa de ver...
Pero retrocediendo de estos plazos y de estos negocios, anticipados solamente en el interés de presentar en conjunto la riqueza agrícola que heredó doña Catalina de los Ríos, aparece de documentos antiquísimos, cuyos originales tenemos a la vista, que los primeros dueños de los valles de la Ligua y Longotoma, don Gonzalo de los Ríos y doña María de Encío, formaron su estancia en el paraje llamado hoy El Ingenio, en medio de potreros de cañas, de cercados de viñas y de huertos de naranjos. Cuando falleció doña Catalina de los Ríos, (un siglo más tarde, y se inventariaron sus bienes por la justicia, existían todavía cuarenta y siete de esos árboles; pero las viñas, que eran tres, estaban perdidas, como en una heredad maldita, y la caña de azúcar había desaparecido?
No edificó tampoco don Gonzalo un palacio para la vivienda de aquella esposa de encaje por otro repudiada, sino que con los indios de su encomienda hizo construir tan humildes casas, a usanza de los últimos, con horcones y totoras y con tan poco adorno y reparo, que años más tarde una de las tres puertas de la vivienda feudal era de cuero. Verdad es que el cuero fue la madera y el hierro de la colonia, como fue también la cartilla... allí, en esos parajes solitarios, a la sombra de aquellos naranjales cuyos azahares no tenían el perfume de casta virginidad, fue probablemente donde doña María de Encío, por odio, por codicia o por despecho de su trueque de .gobernadora a villana encomendera, meditó su alevoso uxoricidio, y tal vez allí mismo, por la soledad y la esperanza de quedar impune, consumó su negro crimen. De todas suertes, no fue la comarca de la Ligua, valle arriba, tierra de promisión para el bien, desde que en ella entraron los cristianos. Sin embargo, a virtud de esas consoladoras alternativas, que así como en la naturaleza suelen dar sitio, verdura y sombra al oasis en la medianía del árido desierto, así vivía en la vecindad de aquel páramo del crimen, en santo y dulce consorcio de amor y caridad, una de las primeras y beneméritas matronas de Santiago, doña Isabel Osorio de Cáceres. Era esta casta mujer hija del íntimo amigo y servidor de Valdivia, Diego García de Cáceres, y por su matrimonio con el honrado y valeroso Ramiriáñez de Saravia, hijo a la vez del presidente de este nombre, dejó a los Bravos de Saravia y en seguida a los Yrarrázaval el mayorazgo de Pullay, en la embocadura del valle del Papudo, todo lo cual, por el nudo de los parentescos, ha de ser más adelante caudal ameno de esta historia. Los Yrarrázaval se hicieron Lisperguer como los Bravos de Saravia se hicieron Yrarrázaval, porque Santiago es sólo un ovillo humano. [55]
No era menos digna de respeto la vecindad que los siniestros feudatarios de la Ligua tenían por la parte de la serranía que separaba sus tierras del valle de Quillota, porque la estancia de Catalpirco, nombre del riachuelo que le cruza, había sido dada en encomienda a los antecesores directos, por la línea femenina, de la querida familia que todavía la posee. Fueron sus primeros dueños, en parte por compra y en parte por donación pública, don Pedro Escobar y su esposa doña Inés de Mendoza. [56]
Tales eran los cuantiosos bienes patrimoniales de que entró en posesión la desnaturalizada doña Catalina de los Ríos, después de haber vertido el filtro del parricidio en el pecho de su antecesor y de haber salido absuelta en su proceso. Había sido aquel el segundo acto del drama allí representado con el primer Gonzalo de los Ríos por su alevosa consorte.
Parece que, fuera de la concesión de tierras en Pupio, en Tilama y en Pedegüe, que obtuvo doña Catalina de los Ríos del gobernador Alonso García Ramón en 1615, no dio mayor incremento que el de la naturaleza a sus estancias. Aun se descubre que por algún motivo que no nos es conocido, perdió o se desprendió por contrato de la mejor parte del valle de Longotoma, que es la que da a la marina, porque era dueño de esta porción de la estancia a principios del siglo XVII el almirante del Mar del Sur don Hernando Lamero Gallegos, quien, en consorcio con su esposa doña Ana Prado Canales, legó la a los padres agustinos de Santiago por testamento hecho en el Cuzco el 10 de agosto de 1605. En consecuencia de este legado, doña Catalina tuvo arrendado a sus vecinos de campo y de ciudad aquella estancia por el espacio de diez y siete años, y por el barato canon de 300 pesos, lo que revelaba el trato de íntimos amigos. El canon de hoy es más de cien veces superior a aquel: treinta mil pesos, fuera demejoras.[57]
Pero aun así, cuando doña Catalina murió maldita y procesada, era todavía propietaria de una de las más \cuantiosas fortunas territoriales de su época, porque en la primavera del año en que expiró, y en una sola de las posesiones de su estancia (la de San Lorenzo, que es hoy una gran hacienda por sí sola), se encontraron en ocho apriscos 10.829 cabras, y en la de Pedegüe, además de 300 yeguas chúcaras y de 230 muías, se contaron en tres majadas 8.669 ovejas. [58]
Tenemos motivo para creer que doña Catalina dirigía en persona las perezosas pero extensas faenas de sus estancias, porque entre sus vestidos se encontraron sus arreos de viaje y de campo. Pero no eran éstos de burdo tejido, sino conforme a su regalada afición de fastuosa criolla. Así, para sus viajes vestía una capa de picotón doble con vueltas de rasillo de Italia, guarnecida de galón de seda azul y plata; calzabaguantes de cordobán de Ciudad Real,y adornaba su cabeza con unsombrero negro de Sevilla.Usaba además para montar a caballo cierta especie de escalerilla de plata, forrada en terciopelo carmesí, lo que hace presumir fuera mujer corpulenta o reacia para entregar el pesado talón a su escudero. Doña Catalina usaba también antojos de camino.[59]
No estamos tampoco distantes de pensar que doña Catalina de los Ríos poseía estancias, o por lo menos, encomiendas de indios, en San Juan de Cuyo, a cuya parte caían los linderos orientales de sus haciendas del actual departamento de Petorca, y aun sospechamos que allá mismo llegó el influjo de sus crueldades, porque consta de los libros de su testamentaría que se pagaron al oidor don Gaspar de Cuba y Arce mil pesos por el desempeño de una comisión en Cuyo, cuyo caudal sacósede las penas de cámara impuestas a doña Catalina. [60]
Acostumbraba doña Catalina pasar con su marido en el solitario valle temporadas que duraban varios años. La ciudad le era enojosa. Su naturaleza bravía y selvática se placía en la montaña, en el silencio, en el adusto paisaje de los valles que la noche encierra entre farellones como dentro de un lóbrego y colosal ataúd.
Por otra parte, joven y hermosa, había sido acusada, procesada y maldecida como parricida, si bien absuelta como rea. Esposa y madre, había visto morir sofocado en su regazo a su hijo único, en edad de esperanzas, y los tristes que lo han sentido, saben que la agonía de un hijo se esculpe eternamente en el alma, con el acero de eterna congoja.
Ya hemos dicho que a los dos o tres meses de casada, doña Catalina emprendió con su marido una de esas jornadas de largos años que más que un viaje parecía una fuga de la justicia, un destierro de la sociedad. En esa ocasión en verdad, y con fecha 4 de noviembre, ella y su esposo otorgaron su testamento: ¡tan largo era el plazo que fijaban a su ausencia y las incertidumbres de su vida en las montañas!
Heredábanse recíprocamente en esa disposición legal ambos consortes, lo que manifiesta su intimidad y confirma nuestras sospechas sobre el triste carácter de su cómplice antes que guía, protector y marido. Nombraban, a la vez, por su heredero universal,a falta de descendencia directa, a su agüela doña Águeda de Flores que aún vivía, y que se mantuvo en salud al parecer cerca de un siglo: ¡vida de mestiza hija de cacica! [61]
Por lo demás, uno y otro otorgante, mostrando cierto deleite vil, querían dormir el último sueño metidos en la misma mortaja del padre San Agustín, y pedían ser enterrados en la capilla del Señor de la Agonía: pues de tanta antigüedad como esa, era el culto de la criolla por aquella imagen de pavor y de castigo. Si llegásemos a morir, decían de consuno los consortes, queremos que nuestros güesos sean trasladados a esta dicha ciudad y enterrados en la capilla del Santo Crucifijo. Y nos nombramos el uno al otro, y el otro al otro, agregaban, como saboreando la hiel del oro y de la muerte, por nuestro albacea.[62]
Pero volviendo a la materialidad de su vida de hacendada y ganadera, lo que consistía la verdadera riqueza y caudal en giro de doña Catalina de los Ríos en la Ligua, no era en sus vacadas y cordobanes, sino en sus indios de encomienda. Constituían éstos, a la inversa de los sedentarios inquilinos de nuestra presente organización agraria, los verdaderos semovientes de la propiedad, porque eran esclavos otorgados al usufructuario por tres generaciones, o, como se decía entonces, por tres vidas, y de esa suerte, los indígenas ya eran pastores o labriegos en los campos, ya mozos de servidumbre, a la par con los negros comprados a precio de oro, en las ciudades. Verdad es que un indio de encomienda no podía venderse personalmente como esclavo, pero los feudatarios alquilaban su trabajo, y esto, bajo la ley doméstica y civil de la colonia, constituía un caso en todo análogo a la esclavitud, hasta que en el pasado siglo se abolió definitivamente el servicio personal.
La encomienda que doña Catalina poseía en segunda vida, heredada de su marido, y que pasó en tercera y última vida a su sobrino don Fadrique Lisperguer, por disposición testamentaria de aquella, era tan numerosa que seis años después de su muerte constaba todavía de tres caciques, trece tributarios, veinte y dos ancianos y veinte y nueve muchachos, sin contar las hembras.
Tenían aquellos, además de sus nombres indígenas de Alcopilla, Cataloe, Manuncagua, y otros, algunas denominaciones verdaderamente risibles que revelaban en su autora tanta travesura como malignidad, porque denominábase uno Esteban Canasta, otro Lucas Sopas, otro Lorenzo Lovanillo, otro Manuel Cuchillo, y por último uno Juan Borrico. Notamos también en la lista de mitimaes que heredó don Fadrique Lisperguer en 1671, y que después de su fallecimiento (1685) fueron declarados vacos, a un Gaspar Huenucho y a un Luis Barbón, que eran cuidadores de las majadas de cabras de las estancias de San Lorenzo y Alicahue, en las cabeceras del valle de la Ligua. Había también, como para hacer juego con Luis Barbón, un Francisco Díaz Raspado, de que más adelante, por su desventura, hemos de hablar. En otro papel de la misma encomienda encontramos esta lista de nombres más extraños todavía: Martín Gentilhombre, Diego Sacristán, Juan Soldado, Luis Tonto, Juan Comecabras, Ambrosio Poco, Ambrosio Paco, Andrés Quiquiriquí. Los conquistadores ponían nombres a sus rebaños de hombres lo mismo que a sus hatos de caballos.
Dio la posesión de muchos de estos indios a don Alón so Campofrío el alcalde de Santiago don Jerónimo Bravo de Saravia el 8 de octubre de 1638 en la persona de un indio joven llamado Agustín Putume, y en señal de dicha posesión dijo (el alcalde) y mandó al dicho muchacho en señas de posesión le limpiase los zapatos como lo hizo. Así dice la diligencia del caso, y así se traspasaba el derecho de un hombre sobre otro hombre era precisamente entre aquellos infelices, dispersos, hambrientos, desnudos, sin amparo alguno social, donde la cruel Quintralaejercitaba en la vejez las pasiones rencorosas de su alma. Trocados con el hielo de los años los humores de la lascivia en el veneno acre del odio, la encomendera de la Ligua tenía por deleite el látigo y por entretenimiento la muerte. No padecía su alma propiamente el mal epidémico de la codicia, aneurisma moral de nuestro clima, y antes al contrario, era dadivosa con los fuertes, y además, si hacía morir a sus manos a sus indios y a sus esclavos, no cuidaba perder así su caudal vivo, a trueque de satisfacer el apetito dominante de su naturaleza de india: la crueldad.
Detiene los vuelcos del corazón la lectura, en documentos contemporáneos y dignos de completa fe, de los horrores a que aquella mujer se entregaba en la soledad del campo para saciar su rabia de castigos. Ya el obispo Salcedo lo había evidenciado cuando escribía al rey denunciando su intento de asesinato a palos del cura de la Ligua, porque decía en el pasaje de su carta que hemos puesto como epígrafe de estos episodios que en la parte donde asistía (la Ligua) había hecho muchas crueldades en su servicio y que si se averiguara, se hallarían muchos delitos cometidos.
Y así era la horrible verdad de aquel caso extraño, porque doña Catalina mataba a destajo y por su propia mano a niños, a ancianos, a doncellas, a sus capataces de vacas, a sus mujeres, a sus pastores humildes, así como en el sótano de Santiago había estrangulado a los caballeros de San Juan, y en el santuario del hogar propiciado veneno a su doliente padre.
Y esta atroz vida de verdugo y de asesino no consta sólo de los actos de la justicia pública, sino de las cuentas de su propia autora, porque al fin, muriendo doña Catalina encausada por el rey, fue preciso rescatar con oro los derechos civiles que en los deudos de las víctimas creó su brutal saña.
La testamentaría de doña Catalina de los Ríos no fue sino una inmensa componenda con el crimen. Por término medio sus albaceas pagaron a razón de cincuenta pesos el rescate de cada cadáver de indio, y por el doble los de esclavos, macho o hembra. Y a fin de que no se crea que estamos bosquejando una fantástica leyenda para justificar el horror con que el pueblo guarda todavía la memoria de la Quintrala, permítasenos copiar aquí en su rudo y seco estilo algunas de las partidas del libro de componendas que llevó su albacea, el alcalde de Santiago don Martín de Urquiza, y que de su propia letra y en varios cuadernos originales tenemos a la vista. Dicen así:
Item, treinta pesos que di y pagué a Leonor, india, mujer de Hernando Tapia, porque se apartase del derecho que podía tener a la muerte que se le acumulaba a la dicha dijunta haberle causado a Mayora su hermana, y tres pesos y medio de asiento y saca y papel sellado del dicho apartamiento: 33 pesos 4 reales.
Item, cincuenta pesos a ocho reales que le pagué a Manuel, indio de la encomienda de la susodicha, porque se apartase del derecho que podía tener a pedir la muerte que le acumulaban de Antonia, india, su mujer, y tres pesos y medio del papel y derechos del escribano: 53 pesos 4 reales.
Item, cuarenta pesos de a ocho reales que di a Diego, indio, de la encomienda de la dicha difunta, porque se apartase del derecho que podía tener de pedir a los bienes de la dicha difunta, la muerte de la Constanza, india, su mujer, y cuatro pesos y. medio de derecho y papel sellado para presentar dicho instrumento: 44 pesos 4 reales.
Item, cien pesos de a ocho reales que di a Magdalena de Lara, viuda de Francisco Díaz Raspado, para que se apartase del derecho que podía tener de pedir sobre la muerte de [63]... su nieta, que estando en servicio de la dicha difunta se le acumuló la había muerto a azotes, y tres pesos y medio de los derechos de asiento y saca y papel sellado para presentar dicho apartamiento en la causa: 103 pesos 4 reales. Item, sesenta y cinco pesos que le pagué a Blas, indio, capataz de los ganados, porque se apartase del derecho que podía tener de pedir a los bienes de la dicha doña Catalina sobre la muerte que se le acumulaba de Jerónima, india, su mujer, y tres pesos y medio de derecho y papel sellado de registro y saca para presentar en la causa: 68 pesos 4 reales.
Item, cuarenta pesos de a ocho reales que le di a Bartolomé, indio de la encomienda de dicha difunta, para que se apartase del derecho de poder pedir la muerte de Mayora, su hija, que a esta misma se le acumulaba a la dicha difunta haberla muerto: 40 pesos.
Cinco cadáveres en estas cinco partidas, rescatadas por la suma de 351 pesos con derechos de curiales y todo comprendido. ¡Qué rasgo sobre la vida colonial en el siglo XVII!
En esa lúgubre cuenta figuran tres esposas, una hija, una nieta: ¡cinco mujeres!
Pero doña Catalina no mataba sólo a los esclavos de su sexo.
Aparecen también en su testamentaría indemnizaciones masculinas, si bien éstas costaban cuatro tantos del rescate de las hembras.
Item, decía en efecto otra de las partidas de composición extrajudicial asentada por el albacea Urquiza en su libro de caja, ítem, doscientos y veinte y dos pesos en que compuse la demanda que puso a dichos bienes, Francisca de Jesús, mujer de Juan Pérez de la Cruz, mestizo, india antigua del servicio de la dicha difunta, los ciento y setenta y dos en reales y los cincuenta en doscientas ovejas a dos reales, y así se sacan sólo los 172 pesos, porque las ovejas se las entregué en la Ligua: 172 pesos.
En verdad, los pergaminos de la testamentaría de doña Catalina de los Ríos son verdaderos libros de difuntos. Cada partida es una muerte, fuera de los innumerables comunicatos en que se pagan ciertas sumas por satisfacciones(esta es la palabra) dispuestas por la testadora en descargo de su conciencia. Entre los últimos figura un tal Bartolomé, a quien mandó doña Catalina se pagaran 75 pesos. ¿Por qué? La tumba sólo lo supo.
He aquí todavía otro ítem de este lúgubre presupuesto póstumo del crimen que no necesita comentarios para hacer comprender a la posteridad hasta dónde llegaba el furor atroz de aquella criolla escapada del infierno.
Item, sesenta pesos de a ocho reales que le pagué a María, mestiza, y a Agustín, indio, su marido, porque se apartasen del derecho de la muerte de Melchora, china de siete años, su hija, y asimismo de los malos tratamientos que le acumulaban haber hecho a la dicha María, mestiza, con que la hizo mal parir, y cuatro pesos y medio de los derechos de asiento y saca y papel sellado para presentar en la causa: 64 pesos 4 reales.

* * * *

Sobrada razón tenía el justificado obispo Salcedo cuando en 1634 pedía una averiguación real y urgente sobre el lúgubre drama que se representaba en permanencia en los valles de la Ligua. Pero su voz no fue oída, y pasaron treinta años (¡treinta años!) para que la justicia conociera e informara. En cuanto a castigar, de eso sólo .se encargarían Dios y la posteridad, porque doña Catalina de los Ríos tenía mucho oro y era pródiga de él entre jueces y letrados, según más adelante hemos de ver.
Parece, al contrario, que veintiocho años después de la denuncia del obispo Salcedo, y por consecuencia del espanto que se había apoderado de los esclavos e indios de encomienda de la Ligua, ocurrió una dispersión general de ellos, fugando la mayor parte a los montes y a las comarcas vecinas. Pero aun entonces encontró doña Catalina jueces bastante infames que le dieran su amparo para recoger al redil a los prófugos y entregarlos desnudos a su rabia.
Dióle con este objeto la Audiencia una provisión real para recogerlos, y puso aquel rescripto en ejecución horrible un mayordomo de doña Catalina llamado Asencio de Erazo. Doña Catalina presidía a la recogida y al escarmiento, acompañada de un sobrino suyo llamado don Jerónimo de Altamirano, hijo de aquella hermana doña Águeda cuyo marido, don Blas de Torres Altamirano, siendo oidor de Lima, había sido el agente de apelaciones y el vil amparador de su cuñada en todos sus procesos en casos de revisión. Su propio esposo ya había muerto hacía de ello ocho o diez años. Al fin aquella desalmada que había dejado vacíos tantos humildes lechos, estaba viuda. [64]
Pero al fin de los años y de las décadas de años, la vindicta pública hizo oír su voz por encima de la cobarde venalidad de los amparadores, de los cómplices y de los parientes, porque, dice un auto de la Audiencia que ha publicado un distinguido historiador nacional, se ha hecho difamación pública de los malos tratamientos, prisiones, excesos y castigos inmoderados que se hacían en la estancia de doña Catalina de los Ríos y de un mayordomo suyo Asencio Erazo, que anda recogiendo los indios de su encomienda, en virtud de una provisión real, y de su autoridad los prende, aprisiona y lleva a dicha estancia de la Ligua, dejando por las veredas donde pasa mucho escándalo y gran lástima de los que lo ven .[65]
Comisionó en consecuencia la Audiencia a su receptor de cámara Francisco Millán para que con todo secreto y diligencia se constituyese en la Ligua, extrajese de sus estancias a doña Catalina, a su sobrino y a su mayordomo, impidiéndoles llegasen a aquellas tierras, en la redondez de cuatro leguas, a fin de que sus víctimas hicieran oír con algún desahogo sus gemidos. Parece que los oidores tenían, además de la fama pública y antigua de la siniestra doña Catalina, denuncios determinados de las crueldades que entretenían su ociosidad y su vejez, porque en sus instrucciones al comisionado secreto que enviaron a la Ligua, le decían: Procure ver, si pudiese, por vista de ojos, los cepos, grillos, cárceles y otras prisiones en que estuvieren libres o esclavos, heridas, azotes y otros castigos y tareas que se puedan ver, para que en secreto lo ponga por diligencia.
Ni eran menos vivos los recelos de los ministros del rey sobre el olvido absoluto en que aquella mujer verdaderamente impía, apaleadora de curas y apuñaleadora de vicarios, vivía y hacía vivir a los pobladores de sus haciendas, de toda práctica cristiana. Y que sepa, encargaba la Audiencia a su receptor, y averigüe cuánto tiempo ha que no se dice misa en esa estancia, ni la oyen los que allí están; y si se dijo, traiga averiguado cuándo y por quién; y qué enseñanza tienen en la doctrina cristiana, todo en secreto.
No ha querido el destino que los procesos públicos de doña Catalina de los Ríos, que en su conjunto debieron formar una buena carga de camello, lleguen hasta nosotros, porque tal vez la polilla de los siglos, o el oro de los deudos, los ha hecho desaparecer de los archivos. Pero hay evidencia de que el comisionado secreto de la Audiencia encontró plena justificación de los delitos imputados a la encomendera de la Ligua. En consecuencia, trasladóse a aquel partido el oidor don Juan de la Peña Salazar, puso presa a doña Catalina y la condujo a Santiago, para seguirle, por la décima vez tal vez, una causa criminal. [66]
Tal fue, después de cerca de medio siglo de delitos impunes, el desenlace de la vida que la encomendera de la Ligua hacía en sus estancias.
Fáltanos todavía por tanto asistir, en cuanto nos es posible, a ese proceso y a su desenlace, que fue la muerte de la rea, por mandato de Dios, mas no por la justicia de los hombres.

Capítulo VI
El proceso de la Quintrala y su testamento. Su legado al Señor de Mayo

Y se alaba de que se ha de salir con todo porque tiene dinero y los oidores son sus amigos.
(Carta citada del obispo Salcedo, 1634).

El proceso de doña Catalina de los Ríos, juzgada una vez por parricidio, otra por asesinato aleve, y ahora por una matanza lenta y cruel de su servidumbre entera en la ciudad y en el campo, siguióse en los estrados de la Real Audiencia de Santiago con esa lentitud de trámites que encuentran siempre los poderosos cuando ellos y no el débil son los acusados.
Iniciada la causa, según hemos visto, en enero de 1660, encontrábase todavía sustanciándose cuatro años más tarde, por enero de 1664. Los oidores tenían las orejas de oro pero las manos de plomo.
Contaba también doña Catalina con un cómplice en Lima para las apelaciones, que era, como ya sabemos, su cuñado el oidor don Blas de Torres Altamirano, y con otro cómplice en Santiago para los artículos dilatorios. Era este último el oidor don Alonso Solórzano de Velasco, nieto de aquel famoso oidor don Pedro Álvarez de Solórzano que quiso casarse a granel con todas las viudas del Tucumán y del Perú, y que dio a su hija, la amable doña Florencia de Velasco, a don Pedro Lisperguer y Flores, tío de la Quintrala. Por afinidad, don Alonso venía a ser primo de la última, y en realidad hallábase muy emparentado en su familia. Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, primogénito de don Pedro el pendenciero, era a la sazón el jefe de ambas familias.
Pero no era sólo en el trato ostensible del mundo donde el oidor Solórzano afincaba su íntima correspondencia con los Lisperguer y Flores, porque entre los testamentos del siglo XVII conservados en el archivo del escribano Alonso Fernández Ruano, existe uno breve y significativo cuya carátula entregamos al lector sin comentarios. Testamento de doña Catalina Solórzano de Velasco, hija natural del oidor don Alonso Solórzano de Velasco y de doña Francisca Flores (febrero 3 de 1693).
Era esa la justicia, y esa era la moral de los oidores. Y así, sin embozo alguno, aquel cobarde magistrado' habíase puesto, desde el primer preliminar del enjuiciamiento, de parte de la acusada, pues resistió abiertamente en su asiento de magistrado a que la corte de justicia enviase un emisario secreto a las averiguaciones de la Ligua, dando por razón que no había delator, denunciador, ni información sumaria, sino una simple información pública sobre los hechos de la provisión .[67]
Lo que el solapado juez-pariente pretendía era que se encomendase la provisión y el examen de testigos, no a un oficial de justicia, responsable ante la Audiencia, sino simplemente al corregidor de Quillota, que a la sazón se encontraba en el partido de la Ligua.
Ahora bien, ese corregidor de Quillota era nada menos que un sobrino de doña Catalina de los Ríos, don Pedro de Iturgoyen Amasa y Pastene (dueño del vínculo de Purutún, que fue más tarde de Cañada Hermosa), que se había casado por aquel mismo tiempo con una hija de Juan Rodulfo Lisperguer, primo hermano de doña Catalina. ¡Ah! Los parientes más que el oro han sido siempre en este país de parientes y de oro los grandes encubridores de la justicia. Y por esto doña Catalina de los Ríos se alababa que se había de salir con todo, porque tenía dinero y los oidores eran sus amigos.
Esto escribía al rey el prelado de Santiago en 1634.
Y si hubiese vivido hasta la época que recordamos (1660), ¿habría por ventura variado el caso y su juicio?
¿Lo variaría del todo hoy día?
En obsequio de los curiales de aquel tiempo y de sus aranceles, deberemos agregar todavía que los cuerpos de autos de aquel ruidoso proceso criminal fueron tan voluminosos que cuando se hizo relación de ellos despuésde los días de doña Catalina (como si las informaciones de sus crímenes hubieran sido responsos), los derechos del relator importaron más de seiscientos pesos, que serían hoy seis mil por la tarifa corriente. El albacea de la procesada pagó también por sus honorarios al abogado de todas las causas de doña Catalina, don Juan de Pozo y Silva, la suma enorme entonces de 1.048 pesos cuatro reales, migaja de escribientes en el presente día en que los abogados son los que legislan, tasan y cobran.
Esto no obstante, no faltaban en el tribunal supremo y único, algunas almas bien templadas como las de los jueces que habían dictado el auto-cabeza de proceso en enero de 1660. Notábase entre ellos especialmente el oidor don Juan de la Peña Salazar, el animoso captor de doña Catalina en sus asperezas de la Ligua. Habíalo recusado la rea pero al parecer sin éxito. Gozaba también de buena reputación en el pueblo el oidor don Manuel Muñoz y Cuéllar, de (quien decían los frailes de San Francisco, escribiendo al rey en 1668, que era maestro de muchas letras, rectitud, integridad y limpieza y de mucha virtud.[68]
En estas circunstancias un nuevo crimen de doña Catalina, cometido en Santiago, vino a avivar al parecer la adormecida secuela de las numerosas querellas que la atormentaban. Tratábase ahora del asesinato no ya de una esclava suya. De éstas no tenía a su lado sino una sola, porque las que no habían sido remitidas a Lima, para ser vendidas por orden de la Real Audiencia, andaban prófugas por los montes. [69] Ni era cuestión del tormento de un humilde indio de encomienda, porque la encomendera encontrábase secuestrada e inhibida del manejo de sus fundos. Ni era tampoco veneno o tortura de un amante sigiloso, porque ya las canas desfiguraban su rostro de furia, que debió ser hermoso como de mujer criolla oriunda de teutón.
Había ahora doña Catalina dado muerte a una mulata, esclava ajena y de la servidumbre del capitán Francisco Figueroa, quien salió a la demanda por el alma de la víctima y por el dinero que le costaba, pues era hombre pobre. [70]
Ignóranse los detalles de aquella última alevosía, pero ella fue verdadera, y cupo otra vez al oidor Peña Salazar la tarea de formar la sumaria y decretar el castigo. [71]
Habría tal vez este postrer homicidio, que hace subir acatorcelas muertes conocidas y juzgadasque debía doña Catalina de los Ríos desde su primer parricidio, habría hecho desbordar, decíamos, la ancha copa de la justicia, aun tal cual entendían la última los codiciosos oidores españoles en América. Pero el demonio del nial envió a doña Catalina, en los últimos días de su existencia y de su impunidad, un auxiliar poderoso y que fue en su género tan malvado como ella.
Era aquel magistrado el general de artillería y pariente de los reyes de Portugal (como los Lisperguer lo eran de los de Sajonia) don Francisco de Meneses, que entró a gobernar a Chile en el mes de enero de 1664.
No nos proponemos contar aquí los delitos públicos de este hombre, alabado hasta hoy de grandeentre nosotros, porque dejó deudos en las casas de más alto blasón de esta ciudad de deudos. Pero bástenos dedique su codicia sin freno, su venalidad a cara descubierta, su genio brutal, sus homicidios tenebrosos, sus persecuciones sanguinarias de todo lo que había de bueno y honrado en el país, inclusa la propia víctima que hizo su amor en la bella doña Catalina Bravo de Saravia, su esposa y mártir, todo a la vez y el proceso de doña Catalina de los Ríos, puso al reino entero a muy corta distancia de un cataclismo social y político. Uno de los testigos que declaró en el enjuiciamiento posterior del presidente Meneses en Lima, hombre imparcial, al parecer, porque había estado en Chile en calidad de mercader y sólo de paso, refirió que como había dejado las cosas en Chile, podía acontecer la desgracia de levantarse el reino, y que era milagro de Dios no lo hubiesen hecho. Otro tanto profetizaba el obispo de Santiago fray Diego de Humanzoro.[72]
¿Cuál sería la altura a que llegaba ya en el pecho de aquello sumisos siervos, cuyos mansos hijos somos todavía, la marea de la desesperación, cuando se temía su alzamiento?
Pero de lo que necesitamos dejar testimonio desde luego, es de que siendo Meneses el presidente de la Real Audiencia, fue al que más aprisa y con mejor diligencia y largueza cohechó doña Catalina, que para tales casos era lista y era pródiga. Uno de sus colegas de tribunal le acusaba al rey, un mes antes del fallecimiento de la rea, por las demostraciones (son las palabras de su carta al soberano) con que el dicho vuestro presidente don Francisco de Meneses favorece a doña Catalina Flores de los Ríos por los agasajos y dádivas con que lo ha asegurado, que en todo suplico a Vuesa Majestad se sirva de mandar.[73]
Llevó el presidente, deudo de la casa real de Portugal, su impertinente insolencia hasta presentarse él mismo, en su calidad de cabeza de la Audiencia, con un pliego cerrado de recusaciones de que le hacía portador y agente la poderosa doña Catalina. Sucedió esto en la audiencia del tribunal del 25 de noviembre de 1664, y dijo(escribía al rey el citado oidor Peña) que se iba a la Concepción, y llevó el dicho vuestro presidente una petición que dijo ser de doña Catalina Flores de los Ríos, y que era recusándome; y que se pusiera en los libros, y la dejó cerrada sobre la mesa.[74]>
No debió pagar precio de mercader doña Catalina de los Ríos, estando ya vieja y enferma, por hacer suya la voluntad de un gobernante tan orgulloso y tan avaro de bienes mal habidos como lo fue el presidente don Francisco de Meneses. Era mujer generosa. Y en esto descubría una de las notables dotes que fue común a su raza, porque si azotaba y hacía morir a sus esclavos no era por el sabor del oro sino por el deleite horrible de la sangre y del ronco chasquido que el túmido látigo produce en las carnes laceradas. Era mujer infinitamente cruel. Y no se fijaba por esto, devorada por su apetito de castigos, en que así diezmaba su caudal, cálculo que de seguro habría hecho si hubiera sido avara. Cada cadáver de negro esclavo le valía de seiscientos a mil pesos: los de indio o india, la mitad del precio.
Más, por lo contrario, siendo tan rica como era, pues testó en bienes de fortuna una suma que hoy equivaldría a un millón, tenía contraídas doña Catalina deudas cuantiosas, probablemente para sus munificencias de última hora con los oidores y los presidentes. Tan sólo a la Obra pía del capitán Alonso del Campo Lantadilla, cuya fue la fundación de las monjas de la Victoria, era deudora de 10.500 pesos que pagó su albacea. Al comisario del Santo Oficio don Manuel Gómez Chávez ordenó se le pagase una acreencia de 13.000 pesos, o lo que fuese, por su juramento. Y por este propio camino satisfizo su conciencia de otros empeños de menor cuantía, incluso uno por cierta cantidad de madera a un capitán. Al comisario Gómez Chávez le debería también otro lote del mismo material, pero no lo pagaría ella, porque fue el de su ataúd.
Con sus parientes no fue tampoco mezquina la rica ganadera de la Ligua, porque a una sobrina suya, doña Antonia de Troncoso, regalóle dos mil pesos para casarse, y a otro sobrino de su marido que venía de España por las Pampas, en viaje para el Perú, donde era correo mayor de Indias, mandóle encontrar a Mendoza con un magnífico caballo: regalo apropiado para el oficio y para el caso. [75]
Fuera de estas muestras de fausto, vivía doña Catalina en su espaciosa casa de la Calle del Rey, sola, triste y maldita, pero rodeada de cierto lujo y ostentación que no desdecía ni de su rango ni de su orgullo. Sobre la magnificencia de su casa como arquitectura y ornamentación bastará decir que un juego de clavos de bronce y unos mascarones nuevos que tenía listos para adornar la puerta de calle, según la usanza de aquel tiempo, y de la cual vense todavía raras reliquias en los portones de Santiago, copiados sobre los de Pamplona, fueron vendidos, después de sus días, en 350 pesos, equivalentes a dos mil hoy día. Se ve por esto que el lujo de los santiaguinos ha sido siempre de la puerta de calle para afuera.
No era doña Catalina ostentosa en alhajas, a no ser que las que tuvo de moza las regalara en vida cuando vieja, como solía suceder, pues del inventario de su casa sólo consta que tenía una cinta o diadema de perlas negras, como si hasta en sus mujeriles gustos hubiera querido mostrarse fúnebre aquella infeliz mujer. Vendióse esa joya al gran caballero don Pedro Prado de la Canal, compañero del presidente Meneses en negocios, por la suma de 260 pesos. Otravinchaque doña Catalina solía prestara San Agustín en los días de gala, fue enajenada en 60 pesos. Curioso adorno, el de una criolla de bruñido y abundoso pelo, en la frente del calvo y macilento filósofo africano.
Su vajilla de mesa no era abundante, como que vivía solitaria, pues no pesó sino dos quintales de plata labrada (196 marcos), notándose entre esos utensilios la carencia de mate,que probablemente no usaba, y la abundancia de tembladeras(templaderas) de las cuales tenía seis, y a más una mesita de enfermo, prueba de que los veladores del lecho no son sólo de estos tiempos en que el sueño es corto y como de prestado.
Su mayor lujo en este departamento de su servicio parecía estar cifrado en sus lienzos, pues se contaron -no menos de cuatro docenas y media de servilletas de mesa y doce manteles, con su prensa,todo lo cual era enorme en esos años en que los dedos tenían mucho mejor derecho sobre los guisos que las cucharas y los tenedores. En este servicio había además un ítem que se lee con cierto horror en los inventarios del prolijo capitán don Martín de Urquiza, su albacea. Item, seis cuchillos carniceros.
No parece en el inventario el menaje de su cuadra, que debía ser escaso, como era todo lo social de la colonia, y así sólo figuran dos baquetas de Moscovia, o sillones de cuero de Rusia, que tuvieron ambos una colocación histórica, porque el uno comprólo en 20 pesos su sobrino político don Pedro de Amaza, gobernador de Valparaíso, y en 18 pesos el otro, don Jerónimo de Quiroga, ilustre capitán e historiador de Chile.
Su dormitorio no era por cierto mezquino, y el suntuoso pabellón de damasco de la China que cubría el tálamo de sus liviandades, encontró heredera y compradora, a pesar de la polilla y de la infamia, en una señora llamada doña Casilda de la Corte, que pagó por aquella reliquia de tantas culpas cincuenta escudos de a ocho reales.
En una caja de Panamá en que doña Catalina guardaba sus preseas de uso diario, y cuyo mueble, montado sobre dos bancos de madera, era de uso inevitable para las damas, antes que los franceses nos trajesen sus cómodas (commodes) y sus escaparates ( escaperats), encontráronse tres abanicos y un papel de alfileres que se vendió en cinco reales. En la despensa existían también, como sobrantes del abasto diario, estos dos artículos del paladar que no parecían destinados a vivir acomodados en el mismo cajón: un pan de azúcar de treinta libras, que se vendió en trece pesos y cinco reales por mayor, y una arroba de ají, valorizada en cuatro pesos.
¿Era aquel azúcar criollo del Ingeniode la Ligua? ¿Era el ajítan del gusto de la brava Catalina que lo manejaba en su alacena por arroba?
Pero en lo que la soberbia criolla de Talagante y Tobalaba daba riendas sueltas a su pasión de lujo, era en sus trajes y especialmente en los ricos tejidos de Flandes y de Holanda que cubrían su voluptuosa epidermis. Sabido es que los faldellines de lama de oro o terciopelo, de raso u ormesí, bordados de realce, eran una especie de mueble o joya de familia que se heredaba de las madres a las hijas, y aun de las abuelas a las nietas. Era por esto muy encopetada la dama que al morir inventariaba en su testamento media docena de esas prendas. Mas doña Catalina de los Ríos dejó repleto su guardarropa de cuanta tela rica traían los galeones de Portobello y Acapulco, al punto que algunos de sus veinte o treinta ricos faldellines se vendieron, por mano de una mujer llamada Sojos, hasta por cien pesos. Uno de los más inferiores y usados, comprólo una señora llamada pomposamente doña Ana de Rodas en 8 pesos.
Las camisas y lienzos de la Quintrala sobrepujaban a todos los primores del telar y de la aguja, porque tenía por docenas las camisas de hilosin pechos, valorizadas a diez pesos, y otras con pechos, cuyo aderezo era un refuerzo de raso y oro en el regazo bordadas las últimas con seda y ricos hilos de metal y perlas menudas. La Mesalina de la Calle del Rey había sabido conservar hasta la vejez el ajuar de su cortesana juventud.
Usaba ya también por esos años la criolla chilena cierto apéndice de su vestido, que no acertaremos a nombrar, pero al cual, por moderno, niega su absolución a quien lo lleva cierto presbítero de campo, muy conocido al sur del Cachapoal... Y en este arreo masculino no desdecía doña Catalina ni de su carácter ni de su puesto de señor en el hogar.
En cuanto al adorno exterior de las camisas que hemos señalado, entendemos tenía por razón el que las damas de la colonia las usaban en los días de calor sin cubrirse de otra manera el seno. La colonia fue la madre y la abuela del descote, y de su contraste el rebozo. Teníalos éstos doña Catalina de blanda felpa de Castilla, y a la par de las más lujosas damas, llevábalo en la casa o en la iglesia con voluptuoso regalo. El rebozo era el mejor encubridor del descote, y por eso andaban siempre el uno bajo el otro.
La librea de gala de doña Catalina de los Ríos para sus esclavas era color verde, y en esto del color variaba el gusto y el rango de las familias. Encontráronse en su recámara tres armadores o corpiños de chamelote (paño de pelo de camello) de aquel color, con grandes flores amarillas, y otros tantos faldellines de tomenete, valorizados en diez pesos, estando viejos.
En cuanto a sus devociones e imágenes en lienzo, que eran de uso tan común en esos tiempos dentro y fuera de los aposentos, no había metido doña Catalina muchos clavos en la tapicería de sus aposentos para sustentar los últimos. No tenía oratorio. ¿Ni para qué habría de usarlo pudiendo contemplar desde sus ventanas los altares de la vecina iglesia, fundada por sus abuelos? Apenas encontramos en los inventarios de don Martín de Urquiza una media docena de santos de la devoción de la familia Lisperguer, un San Agustín y un San Nicolás, y estos dos lienzos que apuntamos como rezan sus ítems: Un santo Cristo estropeado, una Verónica de tres caras. Entre tanto, las casas solariegas de Santiago eran por esos tiempos un año cristiano empastado en tejas.
En medio de los fatigosos afanes de sus interminables procesos, reagravados por el vilipendio público y por los años, vio llegar doña Catalina de los Ríos el fin de sus días. Era ya tiempo. La que tanto había matado debía también morir. Las persecuciones de la justicia, si bien lentas unas veces, complacientes otras, infames en las mayores ocasiones, habían ido depositando en las quiebras de su rostro la ceniza de los cuidados y de las humillaciones de cada día, de cada minuto. Desde su prisión en la Ligua en 1660, doña Catalina de los Ríos había visto caminar velozmente hacia ella esos sepultureros silenciosos e invisibles que en la edad humana se llaman, los años, y que no son sino los eternos precursores de la nada de los seres: humo en la tierra; sombra más allá... y a lo lejos, la esperanza, que los buenos llaman Dios.
Es lo cierto que un día, el 10 de mayo de 1662, dos años después de la investigación de la Real Audiencia en sus haciendas de la Ligua, y en la antevíspera del fúnebre aniversario del gran terremoto, mandó llamar doña Catalina un escribano y comenzó a disponer con él su testamento. Era el último el mejor reputado de los escribas del pueblo, y guardaba los más voluminosos protocolos del oficio. Pero como escribía de su propia letra y había sido capitán, hácese preciso tener ajustado pacto con el diablo, como las Lisperguer con los duendes, para entender su redacción. Su nombre era el capitán Pedro Vélez Pantoja.
Después de las protestas de fe acostumbradas, doña Catalina dictó algunas cláusulas preliminares al notario, declarando por una que debía cierta cantidad de madera y por otra que dejaba la habitual manda forzosa para la redención de cautivos y un legado para la fiesta del Cristo de la Agonía llamado el Señor de Mayo. Pero de improviso, fuera por un rapto de su índole irascible, fuera capricho de mujer fiera y anciana, fuera achaque de su enfermedad, la testadora mandó suspender la diligencia y el escribano puso al pie del instrumento la siguiente nota que copiamos del original: No se prosiguió este testamento porque dijo doña Catalina delos Ríos lo quería hacer cerrado, y lo contenido aquí se tuviese secreto, hoy 10 de mayo de 1662. Pedro Vélez.
Pero aquel testamento cerrado que la indecisa y turbada moribunda se proponía confeccionar a solas con su alma y su conciencia, ha llegado también íntegro hasta nosotros y constituye uno de los más preciosos documentos de la vida íntima de la colonia. [76]
Doña Catalina de los Ríos exhibió su testamento definitivo sólo tres años más tarde, esto es, el 15 de enero de 1665, en la hora precisa de su muerte, y esa su última voluntad es un reflejo de su alma triste, reconcentrada y feroz. Persuadida, como todos los seres que hacen la jornada de la vida envueltos en la grosera corteza de los sentidos, que la purificación del alma inmortal comienza en el agua bendita que empapa el féretro y el cadáver del pecador, dispuso la rica testadora se celebrasen en su honor las más suntuosas exequias que en esa época era posible ofrecer a una gran dama. En seguida, todo o casi todo, lególo a su alma, es decir, a su rescate del purgatorio o del infierno.
No conocemos en la historia doméstica de la colonia una imposición más cuantiosa ni más egoísta en favor de sí propia, que la de doña Catalina de los Ríos, porque ordenó en su primer testamento que se dijeran veinte mil misas rezadas por su alma, fuera de sufragios y otras misas de aparato que deberían ofrecérsele todos los viernes del año; y en el segundo impuso veinte mil pesos para ese solo fin. Con ellos debían aplicársele hasta ciento sesenta misas rezadas y siete cantadas en cada año. Para las últimas fijó con minuciosa prolijidad la testadora sus aniversarios predilectos, cuáles eran el del gran terremoto de mayo, el de San Agustín, el de San Ildefonso, el de San Nicolás y el de las dos santas de su advocación, Santa Catalina mártir y Santa Catalina de Siena. [77]
Fuera de esto, debían aplicársele en los días de su entierro otras mil misas, y en este punto, que es peculiar de su siglo, ordenó que a más de un vestido de paño de Quito y algunas ovejas legadas a los indios de sus estancias, se rezasen quinientas misas por las almas de los que habían fallecido: en descargo de lo que podía deberles. ¿Esperaba así la infeliz moribunda apagar el murmullo de los gemidos que atormentaban su agonía? [78]
Dejaba además la testadora algunos cuantiosos legados: uno de doce mil pesos, que entonces era por sí solo una valiosa herencia, al capitán don Martín de Urquiza, su último y su único amigo, con excepción tal vez de algunos padres de San Agustín y del capitán don Manuel Gómez Chávez, ya nombrado, comisario general de la Inquisición, a quienes nombra con afecto y designa entre sus primeros albaceas.
A una de sus sobrinas y la única entre muchas que llevaba su nombre, doña Catalina Flores, lególe mil pesos, retrovertibles después de sus días al arca de San Agustín, que fue la alcancía del purgatorio de todas las almas que moraron en cuerpos de Lisperguer. A otra pariente, doña Francisca Flores, legó dos mil pesos[79]. A su sobrino don Jerónimo de Altamirano, su compañero y cómplice en las últimas crueldades de su vida, o más propiamente a sus herederos, apartólos de su caudal con la donación intervivos que en dinero le hiciera, según tenemos ya apuntado.
En todo lo demás mostróse doña Catalina cruel, encallecida, quintrala y parásita, en una palabra, con su mísera vida, porque ordenó que se cobrase al general don Fernando de Tello una abotonadura de oro que le tenía prestada, y que se expulsase de su hacienda a un capitán Varas, al cual habíale comprado un caballo de precio para regalo de un sobrino, según hemos referido.
Fuera de estas nimiedades mundanas, postrimerías del genio mujeril, toda la pasión y angustia de la criolla moribunda está reconcentrada en su alma en la hora final y arrepentida. Limita sus afecciones terrenales a un sobrino, que lleva el nombre de su abuelo materno, el de su padre y el de su propio hijo único, muerto el último en la infancia, aquellos en el lecho de alevoso parricidio, por su mano y por el de su abuela. Y al propio tiempo otorga algún favor a un caballero, patricio de la colonia y antiguo servidor o amigo de su casa. Pero todo lo demás lo lega al pago de sus culpas, y con tan ávida profusión que hizo de su ánima el más pingüe mayorazgo eclesiástico de los tiempos. Verdad es que lega veinte mil pesos a su sobrino Gonzalo de los Ríos y Covarrubias, pero es para que sea clérigo y ore por ella. Todo lo que aparta para el mundo son doce mil pesos que regala, en agravio de sus deudos y del decano de los suyos Juan Rodulfo Lisperguer, a un vecino de la ciudad que no es de su familia, ni siquiera de su raza. [80]
Excusado es decir que doña Catalina pidió ser sepultada en San Agustín, como costumbre y deleite de todos los Lisperguer, hasta que se extinguió su nombre un siglo más tarde. Allí, en el presbiterio, al lado del Evangelio, yacían en toscos sarcófagos tres generaciones de su raza y acostados en sus sangrientas sábanas los tres Gonzalo de los Ríos, su padre, su abuelo y su propio hijo, inocente y malogrado como por providencial castigo. [81]
Aquella tumba la llamaba a gritos, y ella obedecía tal vez con alegría a ese llamado. Entre esa mujer y la muerte debía haber algo de común, de íntimo y acordado en misterioso y horrible y silencioso pacto.
Por eso su fosa había estado cavada y entreabierta casi a los pies de su lecho, en la nave fronteriza y al atravieso de una angosta calle, entre su alcoba y el altar.
Pero la disposición testamentaria más significativa y peculiar de doña Catalina de los Ríos, y tal vez la única que vagamente ha conservado la memoria del pueblo, fue su legado de seis mil pesos al Señor de la Agonía, a fin de que con esa suma, agregada a los setenta pesos que asigna todavía el cabildo de Santiago, se costease perpetuamente la procesión expiatoria del 13 de mayo.
¿Fue aquella oblación un tributo de arrepentimiento de doña Catalina por sus ultrajes a la venerada imagen que dejamos recordada? ¿Fue una esperanza de indulgencia? ¿Fue el reflejo de su propia y cercana agonía, caído sobre su pecho desde aquellos ojos enclavados en la cruz y que eternamente agonizan, de aquella boca entreabierta que acaba de dar paso al postrero y duro aliento?...
Pero detengámonos. No llevemos la mano del castigo más allá de esa sepultura maldecida por los siglos; más allá del juicio y del fallo de la misericordia divina que ha de apartar eternamente a los que vivieron en el bien de los que eternamente lo negaron.
Sobrará, por tanto, que conduzcamos al lector al lecho mortuorio de doña Catalina de los Ríos, y ahí, en su casa de la Calle del Rey, que suele resonar con los cantos alegres de las gentes que viven de ligero, escucharemos el fúnebre rezo de los frailes por su cómplice en la vida, por su benefactora en la muerte.

Capítulo VII
La muerte de la Quintrala. Sus exequias. Su testamentaría

Mando que mi cuerpo sea sepultado en el convento del señor San Agustín de esta ciudad, en el entierro de mis padres, y mi cuerpo vaya amortajado en el hábito de nuestro padre San Agustín
(Testamento de doña Catalina de los Ríos ante Pedro Vélez Pantoja, enero 15 de 1665).

Enferma doña Catalina de los Ríos desde 1662, sobrevínole el último paroxismo de la muerte el 15 de enero de 1665. Trajéronle antes de expirar su testamento cerrado, y declaró ser su última voluntad en presencia de siete testigos. ¡Caso raro! Fue uno de los últimos aquel siniestro capitán Matías de la Zerpa, preboste general del reino a la sazón, que según varios cronistas cortó algo más tarde la mano a un enemigo, y clavándola en la puerta de la Audiencia puso encima del miembro mutilado un letrero que decía: Zerpa lo hizo.[82]
Dispúsose inmediatamente el entierro expiatorio de la muerta con toda la magnificencia a que era acreedora su alma y su caudal. La inhumación, que es hoy un acto de fuerte tendencia civil, revestía en aquel siglo devoto y triste, austero y creyente, un carácter profundamente religioso, no sólo porque la fosa se cavaba dentro del templo, a la luz de los hachones y en medio de fúnebres cantares, sino porque juzgábase que las ofrendas hechas a la materia y sus despojos formaban el comienzo de la purificación del espíritu y de sus culpas más allá de la tierra. Por esto doña Catalina había dispuesto que se dijeran no menos de veinticinco mil misas por el reposo de su ánima.
Así, mientras los frailes de San Agustín enlutaban el templo vecino, los albaceas de doña Catalina, que habían excluido a sus deudos en el logro y en los tristes honores de la sepultura, se ocupaban de aderezar aquel fiero cadáver para conducirlo a la bóveda de sus mayores. Y, lección que no deberían olvidar los vivos que han de morir y que han de testar, fue uno de los albaceas favoritos de doña Catalina de los Ríos y su amigo de confianza, el comisario de la Inquisición don Manuel Gómez Chávez, quien se apresuró a enviar las cuatro tablas de su sarcófago, y cargó diez pesos por ellas.
Fabricó el ataúd por menos de la mitad de ese costo (por cuatro pesos) el capitánJuan de Solórzano, que en tan levantadas manos andaba a la sazón el galopín, y entre bayetas de Castilla para tapiz, cintas blancas de algodón, clavos y tachuelas, se enteró más o menos el valor de un féretro suntuoso. [83]
Esto en cuanto al último envase de la carne.
En cuanto al cadáver, fue dejado en manos de la única persona que por piedad o por salario velara el lecho en que yacía. Llamábase esta enfermera doña Catalina de Porras, y por recomendación especial de la difunta dióle su albacea 28 pesos, como pago de servicios.
Hizo aquella mujer de misericordia a doña Catalina su último y lúgubre tocado. Consistió este en una toca de lino blanco, cual la usan todavía las desposadas de los monasterios para encubrir el rostro a los profanos, y en una mortaja del hábito de San Agustín. Dio la última el padre Antonio Vásquez de Taboada, despojándose de su propia sotana para honrar a la nieta de los primeros benefactores de su orden.
Y así, con aquel atavío que hacía de la efigie inanimada de doña Catalina de los Ríos la parodia de un horrible monje y de una reclusa, condujéronla por la noche a la iglesia. Los antiguos tenían el arte de hacer de la muerte una cosa verdaderamente espantosa, porque la desfiguraban. Una sábana blanca extendida sobre el lecho, he ahí el más poético, porque es el más natural sudario de ese pobre cuerpo lacerado, que acaba de enfriarse sobre la última congoja de este infinito y perdurable dolor que se llama vida. Todo lo demás es adulteración y fraude de los vivos que han puesto arancel hasta a la palidez y al hedor de los despojos míseros del hombre. [84]
El entierro y las exequias funerales de doña Catalina de los Ríos se confundieron en una sola pompa, como si el orgullo lastimado por el castigo social de aquella mujer que se mostró indomable en el mal, hubiera querido dejar todavía a su cadáver el cuidado de vengarla de póstumas afrentas.
Compráronse para el caso dos quintales de cera (una marqueta de 187 libras) por el precio de 374 pesos, y por la hechura de los cirios pagóse al alférez Diego de la Vega 45 pesos: por manera que tan sólo la iluminación del templo costó tanto como hoy valdría un funeral de primer rango: 419 pesos. Y cuando los sacristanes hubieron concluido su tarea de encender aquellos mil hachones que con sus reflejos amarillentos entristecían las naves, comenzó la ceremonia de las preces.
Entonaron las últimas cien frailes, de los cuales cuarenta y ocho pertenecían a las órdenes monásticas de Santiago, y el resto a San Agustín, y mientras los canónigos de la Catedral cantaban las letanías de los muertos en la lenta marcha del féretro del altar a la huesa, y mientras los presbíteros rezaban en voz baja y acelerada sus misas de difunto en las capillas laterales, los mayordomos de las cofradías paseaban con grave compostura por la nave del centro sus guiones enlutados. Eran aquellas en esa época no menos de ocho en este orden: la de la Candelaria, la del Señor de la Agonía y la de Cinquipirá (¿cofradía de negros?), que tenían su asiento en San Agustín; la de los Reyes Magos (también de negros) en Santo Domingo; la de Copacabana y la de San Benito de Palermo en San Francisco y por último, la del niño Jesús y de Belén en la Compañía de Jesús. Notábase entre los enlutados pabellones de aquellas cofradías, que eran especie de comunidades monásticas ambulantes, el guión de Cinquipirá, de raso azul con relieves amarillos, que había pertenecido a doña Catalina de los Ríos. [85]
Hubo también de notable en los funerales de doña Catalina de los Ríos, que presentaron en el templo como ofrendas, según era costumbre, cuatro fanegas de trigo que se trajeron de la chácara de Tobalaba, valorizada cada fanega a diez reales. Hoy la ofrenda que se hace a los manes de los muertos es sólo la de la paciencia de los que los acompañan a su última morada y sus alojamientos. El trigo siquiera, cuando molido, quedaba para pan de la comunidad o de los pobres.
En cuanto a los demás votos de doña Catalina de los Ríos, no los cumplió por entero su ejecutor testamentario, porque la liquidación de los crímenes empobreció el acervo. Contentóse por esto con mandar decir quinientas misas en los altares de San Agustín, y con satisfacer los legados instituidos para la fiesta del patriarca y para la del Señor de la Agonía. Según la cuenta general ele su albaceazgo, rendida por don Martín de Urquiza en 1674, había gastado en nueve años dos mil setecientos pesos en aquellas festividades, fuera del acabo de años que con seis velas encendidas sobre un hachón alquilado hacía silenciosamente su heredero el día de difuntos sobre el sepulcro de la Quintrala.
Y así, como el fétido candil de aquellos cirios tomados en arriendo, fue apagándose en la memoria de la sociedad ultrajada el recuerdo de aquella mujer que había hecho del escándalo el pábulo de su vida, quedando de ella, al través de los siglos, sólo una leyenda del pueblo vaga y horrible.
No abriremos nosotros juicio propio sobre esa alma y esa existencia malditas, porque el pueblo la ha juzgado ya, suspendiendo sus demacrados miembros, envueltos en trapos de penitencia, delante de los resplandores siniestros de la condenación perdurable del cristiano. En cuanto a emprender a la postre de este escrito una condensación filosófica de las condiciones de su carácter y de las tendencias que dominaron su espíritu y su carne, nos bastaría definirlas diciendo con toda la propiedad moral que es dable- alcanzar en la diversidad de las épocas y de las sociedades, que doña Catalina de los Ríos fue la Lucrecia Borgia de Chile.
Fáltanos ahora el epílogo forzoso de la vida de todos los que al partir dejan en sus aposentos, en sus arcas o en sus estancias, las preseas del afanoso bagaje acumulado en su peregrinación por este valle de lágrimas y de vacas.
No se habían cerrado todavía del todo los ojos de doña Catalina de los Ríos a la luz, ni roto había el aire el primer tañido de las campanas del rito de difuntos, cuando cotejaban ya los entrometidos curiales y los ansiosos albaceas las hojas que contenían la última y disputada voluntad de la muerta: el llanto sobre la difunta.
El 16 de enero de 1665 presentábase en efecto el capitán don Martín de Urquiza al alcalde recién elegido don José de Guzmán, y por cuanto (decía en su escrito) doña Catalina de los Ríos es muerta y pasada de la presente vida, pedía se mandase abrir su testamento cerrado que, en cuatro pliegos contenidos en un paquete lacrado, exhibía ante el juez.
Hízose así incontinenti, y ya no tenemos para qué volver sobre la sustancia de esos pliegos, cuyo compendio hemos hecho y cuyo texto íntegro hemos reintegrado para darlo a luz junto con estas páginas y como su comprobante.
Procedióse al propio tiempo a los inventarios, que nos han servido para muchas apreciaciones útiles de la época y para cuya confección nombró de oficio la Real Audiencia a un don José Álvarez de Toledo e Hinestrosa, que tenía a la vez apellidos de marqueses y escribanos. [86]
No es posible valorizar con certidumbre hoy día, el importe líquido de la testamentaría de doña Catalina de los Ríos. Pero en su cuenta general de administración su albacea presentó una entrada de ochenta mil pesos durante nueve años sin haber realizado ninguna de sus propiedades raíces, excepto un sitio anexo a su casa de Santiago. [87]
La cuenta de gastos durante la misma temporada ascendió a cerca de sesenta mil pesos, y al menos la mitad de ellos era por componendas de crímenes insolutos, por sufragios del alma en pena y gastos de cohechos judiciales; por manera que las entradas quedaban casi liquidadas con las salidas, tomando en cuenta en estas últimas el legado de 12 mil pesos del albacea y una deuda de 3.500 pesos más o menosque este juró tenía para con él doña Catalina. [88]
Consumido así todo el caudal de doña Catalina de los Ríos en cera, en luto y en pleitos, creyóse su albacea autorizado para pedir en adjudicación para sí propio las haciendas de la Ligua y la chácara de Tobalaba, lo que en consecuencia se efectuó por los años de 1676 y 1677.
El alcalde Urquiza, que pareció llevar las cuentas de doña Catalina con mucho orden y escrupulosidad, al menos en la forma, no sólo tuvo en verdad que pagar las costas y transacciones de los diversos juicios criminales de la difunta, sino que exigió el desembargo de todos los bienes de la testamentaría, sobre lo cual siguió un pleito por separado.
Apenas murió doña Catalina, y mientras se abría su testamento ante el alcalde, el fiscal de la Real Audiencia, don Manuel Muñoz y Cuéllar, presentaba, en efecto (enero 16 de 1665), un escrito al supremo tribunal pidiendo que todos los bienes de la rea recién muerta pasaran al depositario general don Matías de Toro. Contradijo esta petición el albacea Urquiza, alegando su abogado Pozo y Silva que con la muerte de la procesada cesaban todas las acciones entabladas contra ella, y sosteniendo que el depositario no había rendido fianza para responder por la cuantía de los bienes cuya entrega solicitaba.
Pero el depositario dio a esta dificultad una solución pronta y curiosa que prueba o el odio intenso que los magnates de Santiago abrigaban contra doña Catalina de los Ríos, o lo que es más probable, su viva codicia en la repartición de sus bienes. Es lo cierto que al día siguiente de la excepción presentó don Matías de Toro la fianza de catorcecaballeros principales, a razón de dos mil pesos cada uno, para responder por el depósito.
Entre aquellos comedidos y ricos encomenderos figuraba don Juan Morales de Negrete, corregidor que había sido de Santiago, don Diego de Toro Mazote, Alonso Bernal del Mercado, don Francisco Bravo de Saravia, marqués de la Pica, don Cristóbal Fernández Pizarro y otros señorones.
Pero mientras el depositario don Matías de Toro hacía todos estos aparatos, recibía secretamente de Urquiza una suma de seiscientos y más pesos por apartarse del juicio de depósito, que con tanto ahínco fingía codiciar. .. Tal es al menos la fatal indiscreción del libro de cuenta del albacea Urquiza. Y así eran muchos de aquellos ponderados caballeros del cuño antiguo que, por lo visto, es mejor se haya quebrado.
El protector de indígenas, don Pedro Ugalde Salazar, hizo también enérgicas gestiones en favor de los derechos de los martirizados indios de la Ligua, porque no hay innovación , decía el 22 de enero, en uno de sus escritos, en los delitos y daños cometidos contra dichos indios, en que apenas se hallará alguno que no sea interesado en sus agravios, por razón de las muertes de sus hijos, mujeres y parientes.
Pero es lo cierto que después de todo, Urquiza no sólo administró como suyos los bienes que le disputaban los depositarios y los defensores de indígenas, sino que al fin de cuentas se quedó también con ellos.
¿Era también don Martín hombre del cuño antiguo?
No queremos abrir juicio sobre esta personalidad perdida ya en la polilla de los años, del olvido y de las testamentarías; pero el prestigio social de don Martín de Urquiza no debió recibir la más leve sombra de su dudoso albaceazgo, porque los santiaguinos, seis años después de la muerte de doña Catalina (1671), le volvieron a elegir, como en 1656, su primer alcalde. Después de todo, don Martín no había hecho otra cosa sino poner una nota explicativa al testamento de la Quintrala. ¿Y cómo no habrían los chilenos de reelegirle alcalde, corregidor y presidente?
Y fue de esta manera como los bienes de doña Catalina de los Ríos pasaron a ser más tarde de la familia opulenta que hoy los posee, porque había por esos años en Santiago un caballero muy rico llamado don Antonio Méndez de Contreras, dueño de la manzana que hace frente a la Alameda entre las calles del Estado y San Antonio (cuya última a aquel caballero debió su nombre), y dejó tres hijas tan ricas como él. Casáronse éstas, la una (doña Beatriz) con el capitán don Martín de Urquiza, laotra con el comisario don Juan de Hermúa, y laotra con don Alonso de Cerda, de cuyas otras en diverso lugar hablaremos. Y de todo esto resultó que las haciendas de la Ligua pasaron del albacea Urquiza a su concuñado Hermúa, y de éste (que parece se metió clérigo y fue canónigo maestre-escuela) por venta, a su concuñado don Alonso, y en seguida al hijo de éste don Juan de la Cerda, ilustre abogado que fundó el actual mayorazgo en 1703 en una cantidad que hoy se dobla en cada año, porque la imposición perpetua fue de doce mil pesos y la renta actual pasa de veinticuatro mil.
Y aquí, en esta liquidación de tierra y de albaceazgos, acaba de sí propia la relación de la vida de doña Catalina de los Ríos, que murió rica, pero cuyas heredades se transmitieron a otras manos por deudas insolutas, al paso que sus contemporáneos hacían a su alma el concurso de castigos que todavía dura.
Comienza aquí también la segunda faz ele esta historia, o más bien, de este drama de familia, representado incesantemente durante dos siglos. Por manera que nuestros lectores, hartos ya de la fatiga y del horror de tan duras escenas, no han de tenernos a mal les conduzcamos por la mano a otras peripecias y alianzas, caídas y éxitos, cúspides y abismos, de los famosos Lisperguer, hasta su última decadencia, hasta su última tumba.
Así quedará cumplida nuestra formal promesa de contar a nuestros contemporáneos la vida entera de una raza que reunió en una sola cuna de oro todas las genealogías ilustres de Chile, dejando, a los que no alcanzan tan sublime privilegio, suspendidos en las chiguas de los plebeyos, ni más ni menos como la siniestra Quintrala está colgada de un cabello en la puerta de calle del infierno.

Capítulo VIII
Juan Rodulfo Lisperguer y Doña María de Torres. El provisor Machado de Chávez

Su desinterés, que fue grande, despreció muchas ocasiones de enriquecer que se le habían presentado, y de resultas de esta conducta siempre fue pobre, y dejó desamparada a su familia, y en necesidad de tomar el asilo de un monasterio.
(Carvallo, Elogio de Alonso de Ribera, Historia de Chile, t. II, pág. 275).

Cábenos todavía, a fin de dar por cumplida nuestra tarea de exhibir la vida íntima y pública de una familia ya extinguida, pero que fue el más saliente y marcado tipo de la colonia y ocupó sus anales durante dos siglos cabales (1557-1758), contar cómo sobrevino su decadencia, los entroncamientos que la debilitaron o la enaltecieron, y por último, su final desaparición en un humilde clérigo: lección esta última que debería aprovechar a los que en los imperios como en las repúblicas, en las familias como en los hogares, imaginan todavía que es fácil constituir con el oro o el orgullo la omnipotencia o la superioridad de una raza por feudo de heredad, mediante una hoja de papel, pasto de la polilla, llamada testamento, o por una limosna, mezquina o cuantiosa, pero siempre usurpada, que solían llamar capellanía omayorazgo.
Dejamos en los capítulos precedentes agotado lo que la historia y la tradición conservan de la cuna extranjera de los Lisperguer y de su primer grupo de fundadores en el siglo XVI, incluso el ilustre Juan Rodulfo, el soldado de Boroa, y su turbulento hermano don Pedro el pendenciero y el raptor, fallecido en lozana edad.
Hemos trazado también, como mejor hemos podido, la vida, la educación y la delincuencia de algunas de las mujeres más notables que llevaron aquel apellido secular, y por último, hemos hecho proyectar sobre el vario conjunto de aquella familia, a la vez gloriosa y culpable, la sombra de un ser infinitamente perverso y desdichado, que apagó en una copa de veneno el puro renombre de sus antepasados.
Tócanos ahora seguir el hilo de la descendencia de unos y otros, y con paciente prolijidad desenmarañar su trama y su tejido en el espacio de dos siglos, pues con los años los Lisperguer hicieron de todo Santiago social y doméstico una indescifrable madeja. Tarea es esta que no tiene por base ciertamente un necio interés genealógico, sino el estudio íntimo de una sociedad que fue toda una familia, y en gran manera lo es todavía, lo cual alumbra porque hasta hoy casi todo pasa entre nosotros entre tíos y sobrinos, entre primos y cuñados. Ejemplo vivo de esto fue tal vez aquella famosa Asamblea de notables, llamada así porque lo fue de parientes, congregación, por tanto, genuinamente santiaguina que hace un año de esta fecha resucitó viva la difunta colonia en nuestro suelo. Porque en fin de cuentas fueron los Lisperguer de Santiago y sus yanaconas de todo el territorio los que decretaron nuestro último cambio de gobierno. Y así ha de verse, si conviene o no a la república el que alguien emprenda, aunque sea por hacer eco a la coalición del desquite, estas exploraciones por los capítulos, intrigas y sepulturas del pasado. Cuando ocurrió la muerte del inquieto don Pedro Lisperguer y Flores en Panamá por los años de 1627 ó 28 doña Florencia, su viuda, era joven y hermosa todavía, y más que esto, ingrata, achaque común de la belleza, que vive de dulce y permanente engaño. A los pocos meses de su luto, y no obstante su numerosa prole que aún se mecía en la cuna, la codiciada viuda contrajo en efecto su segundo matrimonio.
Cupo aquella suerte al capitán don Antonio Torres y Zegarra, soldado de Lazo de la Vega, que militó a su lado en sus victorias. A la verdad, apenas había dado su mano a doña Florencia, empuñó don Antonio la espada de conquistador y marchóse a las fronteras. Tenía esto lugar en 1630, cuatro años escasos después que la muerte había hecho otra vez libre y otra vez madre a doña Florencia.
Tuvo esta dama, en efecto, un solo hijo de su segundo marido, y como tal, a la postre de sus días, fue su esperanza y su predilección. Llamábase este niño don Juan Torres Caravajal, y en 1656, cuando su madre dispuso su testamento, era ya capitán, habiendo cumplido apenas 17 años.
Mas si doña Florencia olvidó tan a prisa a su primer esposo, quedóle al menos la fidelidad de la tumba, ya que no la del altar, porque cuando se sintió cercana a la vejez, dictó sin estar enferma su testamento el 13 de junio del año que acabamos de recordar y en él dispuso que su cuerpo yaciera en la tumba de los Lisperguer, en el presbiterio de San Agustín, al lado del evangelio.
En cuanto a los hijos de don Pedro Lisperguer y doña Florencia de Solórzano, no es posible dar cumplida noticia, porque un accidente ha mutilado el testamento de la última, precisamente en el pasaje en que comenzaba a enumerarlos [89]. Más de los fragmentos que de ese documento se conservan y de otras fuentes auténticas sacamos que doña Florencia dio a luz por lo menos seis mujeres y son las siguientes:
Doña Petronila, que dio su mano al noble caballero y vecino de su morada en la Calle del Rey, don Juan Velásquez de Covarrubias, dos veces alcalde de Santiago en 1663 y 1682.
Doña Catalina y doña Águeda, que fueron monjas de Santa Clara.
Doña Josefa, que lo fue del monasterio de Agustinas, y quien al profesar hizo a su madre por testamento el legado de una capellanía.[90]
Y doña María y doña Flora, cuya suerte nos es desconocida.
En cuanto a los varones, sólo se hace mención, fuera del primogénito don Juan Rodulfo, en el juicio de compromiso de los sucesores hijos de doña Florencia que se ventiló en 1630, de un niño llamado Juan, cuya memoria no ha pasado más allá de su fe de bautismo, a no ser que este don Juan fuera el mismo don Juan Rodulfo. Pero si el imberbe capitán don Juan Torres Caravajal pudo ser el regalo de la ancianidad de su madre, como hijo de un segundo enlace, su orgullo de mujer, fundadora de poderosa familia, no podía estar cifrado sino en el primogénito de su lecho y de su nombre, don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, que heredó el ilustre nombre de su tío el de Boroa y no estuvo lejos de igualarle en servicios rendidos a la patria.
Habiendo nacido el segundo don Juan Rodulfo en 1615, era ya capitán del batallón de infantería de Santiago en tiempo del presidente Lazo de la Vega, y maestre de campo de esa misma tropa bajo el marqués de Baides, don Francisco López de Zúñiga, que gobernó el reino de 1639 a 1646.
Contaba en esta última época apenas treinta años el prestigioso criollo, cuando el presidente Meneses le nombró su teniente general en Santiago, y en tal ejercicio se hallaba cuando ocurrió el espantoso terremoto de 1647, que postró la ciudad entera, dejando un páramo donde había sido un pueblo. Don Juan Rodulfo, que había desempeñado el puesto de alcalde en 1642, a los veintiocho años, fue nombrado corregidor un año después de la catástrofe: prueba inequívoca y brillante del aprecio que su conducta le labró entre sus conciudadanos. [91]
Pero entre las mejores páginas de la vida pública del segundo Juan Rodulfo Lisperguer, debemos mencionar con alta y singular honra su viaje al Perú en demanda de socorros cuando la tercera gran rebelión de los araucanos en 1655, por culpa exclusiva del codicioso presidente Acuña y de sus tres cuñados, cuyas mujeres eran mucho más avaras de oro que sus maridos y su hermano.
Ha contado con lustre para el patriotismo y desprendimiento de don Juan Rodulfo lo que pasó en el cabildo abierto de la capital el 23 de febrero de 1655, el laborioso historiador don Miguel Luis Amunátegui, refiriéndose al acta del ayuntamiento en ese día, y de ella resulta que convocado el pueblo y votada por suscripción patriótica la suma de cuatro mil pesos para ayuda de costas del encumbrado emisario que se enviaba al Perú, puesto don Juan Rodulfo en medio de la sala, excusó el regalo que hacía sombra a la fiereza de su alcurnia, porque aunque no se hallaba sobrado, por las mayores obligaciones de su familia, dijo, expondría como exponía su persona, vida y hacienda para el servicio de S. M. y de esta repúblicayreino(sic),como uno de los hijos principales de ella, a lo que ha estado dispuesto con todas veras como lo ha estado siempre y lo estuvieron sus antepasados.[92]
En seguida, el arrogante patricio prestó juramento decumplir debida y lealmente el encargo que se le confiaba.Y así lo puso por obra, porque un año cabal más tarde regresaba a Chile en el séquito del presidente Porter y Casanate, cuyo socorro devolvió a la colonia su seguridad (febrero de 1656). [93]
En un país como Chile, donde el patriotismo se ha pesado siempre en una balanza de oro, aquel desinterés de un patricio de Santiago que hacía a sus expensas un viaje de largo tiempo y mayor costo, rehusando un salario que hoy equivaldría al décuplo de lo que su cifra importa, merece ser señalado al público recuerdo, y muestra cierta levantada voluntad de quien lo puso por obra, y por eso nos hemos detenido un instante a meditarlo.
Pero si don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano llamaba la atención de la colonia por sus merecimientos públicos, era en lo privado un verdadero coloso social por su familia y su fecundidad, pues en los ochenta largos años que vivió cambió tres veces de esposa, al contrario de su ilustre tío, de su propio nombre, que falleció soltero o por lo menos sin hijos.
Cuando don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano marchó al Perú en 1656, ya había fallecido, en efecto, su primera mujer, aquella sobrinadel oidor don Pedro Machado de Chávez, doña María de Torres, que hemos dicho fue intermediaria para los favores que doña Catalina de los Ríos, prima hermana de su marido, alcanzó de la Real Audiencia en la carrera de sus delitos.
Casóse con ella don Juan Rodulfo en 1633 (fecha en que el obispo Salcedo denunciaba al rey su matrimonio) y era entonces sólo un mancebo de diez y siete o diez y ocho años, pues no pudo nacer antes de 1615, puesto que el rapto y matrimonio de su madre ocurrió el año precedente. Pero era un Lisperguer. Y esa familia, mezcla de tantas razas, traía la pubertad anticipada desde su primera precoz y voluptuosa niñez, especialmente en las mujeres.
De este primer enlace nació el primogénito de los Lisperguer por la línea directa de varón a varón, y se llamó como su abuelo y su bisabuelo don Pedro Lisperguer, con el aditamento alemán de Bitamberg (Wurtemberg), que usó el último en todas las firmas que de él conocemos. Debió venir al mundo este tercer don Pedro por el año de 1635, y falleció comparativamente joven (de 54 años) como más adelante hemos de ver.
Los otros Lisperguer y Torres fueron dos hermanos, don Agustín y don Fernando, de los que no ha quedado memoria, tal vez porque se hicieron frailes agustinos, y dos hermanas que llevaron trocados los nombres, como era de usanza en esos años. Fueron aquellas doña Águeda de Torres, doncella, y doña María Clara de Ve- lasco, monja agustina.
El mayor número de estos hermanos sobrevivió a. su madre doña María de Torres, que debió fallecer por la época del gran terremoto de 1647 y tal vez en sus ruinas. La alianza de los Lisperguer con los Machado de Chávez no había sido, entre tanto, estéril para el poderío de aquella familia, cual lo hemos visto y probado. La garnachao capa de paño negro de los oidores era una especie de palio social que todo lo cubría. De aquí la constante impunidad de doña Catalina de los Ríos; de aquí la influencia poderosa de su primo don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano. Por los prolongados años que vivió, el último vino a ser el representante social de la familia de su esposa doña María de Torres, cuando la muerte pasó su vara niveladora por el hogar de esta última familia de oidores, fastuosa y soberbia, cuya breve historia, a propósito de su corto pero omnipotente reinado, es digna de contarse.
Provenían los Machado, apellido evidentemente portugués, de un pequeño mayorazgo de Extremadura, cercano de la raya de Portugal, y su fundador en Chile había venido en la primera década de la Real Audiencia trayendo tantos hijos como sobrinas. Llamábase aquel don Hernando Machado de Torres y su esposa doña Ana de Chávez. A una de aquellas sobrinas, como antes contamos, casóla el oidor su tío, contra las leyes de España, con don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano por el año de 1633. [94]
De sus dos hijos, don Pedro y don Francisco, hizo don Hernando dos potentados.
Al primero lo hizo oidor.
Al segundo lo hizo arcediano.
Era tan absoluto el predominio de don Hernando Machado de Torres, que habiendo pasado el mismo de la fiscalía al puesto de oidor en 1620, doce años después (1632), había hecho ya fiscal a su hijo don Pedro, y tres años más tarde le dio su propio puesto en la Audiencia. Tenía esto último lugar en 1635 cuando el advertido obispo Salcedo acusaba aquel tribunal cobarde y corrompido, por la impunidad escandalosa de doña Catalina de los Ríos, de estar constituido en un verdadero club de parientes. El oidor Adaro y el oidor Güemes eran deudos de los Machado. ¡Siempre en Chile los parientes!
Casi por la misma época (1639) era ya arcediano su hijo don Francisco (que otros han llamado Juan) y provisor del famoso obispo Villarroel. Fue este santo personaje el que hizo poner en el cepo al deán don Tomás de Santiago, natural de Galicia y porfiado como un gallego en las peleonas (así decía el deán gallego) que tuvo el Cabildo Eclesiástico de Santiago con la Inquisición. De él es quien dice también su prelado, el obispo que acabamos de nombrar, que escribió El perfecto confesor.
Pero si el arce deán Machado de Chávez era sin duda capaz de escribir un libro edificante y dogmático de esa altura y de esa perfección, no parece que en la vida practicase por entero su ciencia auricular, al menos en cuanto a la humildad, porque fue ostentoso hasta el fausto y gastador hasta el derroche.
Por desgracia o fortuna suya, encontró el joven arcediano, hijo y hermano de togados, fáciles habilitadores en dos comerciantes portugueses, semi paisanos suyos, y que en las postrimerías del siglo XVII fueron los que los Campo Lantadilla en sus comienzos: los banqueros millonarios de Santiago. Llamábanse estos personajes, que nos proponemos sacar por unos cuantos minutos del fondo de sus talegos, don Francisco López Caguinca, que vino de médico a Chile, pero que conociendo la tierra se hizo clérigo, y don Francisco Pazos, que fue soldado y capitán de cabotaje entre Valparaíso y el Callao. Llegaron a ser tan ricos estos especuladores que en una sola ocasión trajeron de Lima en patacones cuarenta mil pesos, producto de remesas fabulosas de frutos del país. El presbítero López era además síndico de las Claras y contador del cabildo de la Catedral. Vivía en la Cañada arriba, no lejos de aquel monasterio, y en una vasta quinta colindante con la Ollería, hoy calle de la Maestranza.
Parece que ambos portugueses, que fueron los israelitas de la América española, tenían levantada la tapa de su arca para que metiese en ella la mano libremente el poderoso arcediano, pues disfrutaba éste una hermosa casa en la Cañada, un verdadero serrallo de esclavos (35 de todas edades), una regalada chácara en los suburbios, y sobre todo esto poseía un mueble que hasta la época de que nos ocupamos (1661) no hemos visto figurar ni en los inventarios más opulentos de Santiago: el arcediano rodaba carroza. Y todas las tardes, a las tres en punto, la gente curiosa se asomaba a la ventana para ver pasar la carroza del señor provisor.[95]
Es lo cierto que el doctor don Francisco Machado falleció en 1661, habiendo vivido cerca de cincuenta años en Santiago, y sobrevivió a los dos oidores, padre e hijo, a quienes heredó. Poseía, al dejar el mundo, algunos bienes de fortuna, su casa de la Cañada, que había sido de su sobrino don Juan Rodulfo Lisperguer, a quien la compró con pacto de preferencia para el caso de reventa, una chácara notoria, tres mil ovejas dadas al interés del diez por ciento (diez corderos por cien vientres) a un capitán Gamboa, tres mil pesos para empeños o cohechos en Madrid, y además de los esclavos y de la carroza ya citados, un valor que hasta aquí no hemos hallado inventariado en la historia de la colonia en el siglo XVII: una biblioteca. Era sin duda con el auxilio de los teólogos empastados en la última cómo el provisor de prelados había compuesto su famoso libro de El perfecto confesor.
Pero si conservaba esas pocas prendas, y además dos esclavas regalonas, madre e hija, llamadas Mariana y Marianiña, que le había regalado su confesada doña Dorotea de la Carrera, todo lo demás a la vejez era goteras en la casa del rumboso provisor.
En realidad su acervo testamentario consistía sólo en deudas, porque debía al obispo, a los clérigos, a las monjas, a los banqueros portugueses y especialmente a su conciencia. Era tal, en efecto, el número de sus créditos pasivos, que perdida la memoria y la cuenta, mandó el prebendado a sus albaceas que pagasen toda cobranza que se hiciese a sus manes, con tal que el acreedor jurase que lo que cobraba no importaba más de cincuenta pesos. [96]
Y fuera de esto, hubo dos cosas verdaderamente curiosas en el testamento del provisor Machado, y fueron estas: la primera, que signó el instrumento y cuando estaba agonizando con un gran sello que remedaba con mucho arte su cifra, a la manera del Yo el Rey de las reales cédulas. La segunda fue que dejó toda su fortuna al último de los Lisperguer del siglo XVII, es decir, a aquel Pedro Lisperguer Bitamberg, hijo de su hermana o de su prima doña María de Torres, esposa de Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, heredero por tanto aquel en primera línea de la sangre y del orgullo de los dos primeros Pedro Lisperguer.
Mas, sepultada en edad temprana la primera esposa de Juan Rodulfo Lisperguer, no tardó este en contraer nuevas y más poderosas alianzas de familia, eligiendo un apellido, no ya de potente pero advenediza toga, sino de los más afamados conquistadores que habían competido en rango, en peligros y en glorias con sus antepasados. Fue esta segunda esposa doña Catalina de Andía Yrarrázaval de Aguilera y Estrada, que a dos apellidos ilustres de España había agregado dos altos blasones criollos de Chile.
Comienza aquí la segunda serie de las alianzas que en el siglo XVII sostuvieron el prestigio de los Lisperguer, hondamente menoscabado por el desmembramiento de los bienes patrimoniales de doña Águeda de Flores, por el fallecimiento prematuro de sus principales miembros, como el del primer Juan Rodulfo en Boroa, el de don Pedro en Panamá y el del padre de ambos en Lima, y con más intensidad todavía por la infamia que de la conducta y los crímenes de algunas de sus mujeres había caído sobre el honor común.
Los enlaces del fecundo Juan Rodulfo, que vivió cerca de un siglo y asoció a su sangre la de las alcurnias más renombradas de la edad colonial, salvaron, en consecuencia, o más bien, aplazaron la ruina irremediable de los primitivos Lisperguer.
Ya hemos contado cómo los Machado de Chávez y los Torres fueron su primer pilar en la decadencia, junto con los Solórzano de Velasco, que de consuno pusieron la justicia durante medio siglo a los pies de la Quintrala, y así deshonrados desaparecieron con ella.
Vamos ahora a recorrer a la ligera aquellos entroncamientos sociales que después del fallecimiento de doña Catalina de los Ríos en 1665, restituyeron por una o dos generaciones el perdido lustre a los descendientes de los electores de Sajonia. Y como, por el matrimonio de don Juan Rodulfo con una Yrarrázaval, juntóse el río con el estero y formóse el abultado caudal de sangre azul que empapa todavía las aceras de la muy noble ciudad de Santiago, nos será permitido comenzar por el primer afluente: por los Yrarrázaval, señores de Soria y Almenávar y marqueses del término redondo de la Pica.

Capítulo IX
Juan Rodulfo Lisperguer y Doña Catalina de Irarrázaval. Doña Isabel Osorio de Cáceres

Desde ha poco vino de las Charcas Francisco de Yrarrázaval con el traslado original que quitaba la audiencia.
Llegada y publicada la nueva fue tanto el contento que en la ciudad de Santiago se recibió que andaban los hombres tan regocijados y alegres...
Era de ver el repique de las campanas, mucha gente de a caballo por las calles, damas a las ventanas que las hay muy hermosas en Chile, infinitas luminarias que parecía cosa del cielo
(Góngora Marmolejo. Historia de Chile, pág. 209)
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Cuando por los años de 1554-55 llegó a Londres (donde a la sazón tenía extraño asiento la corte de España por el extravagante casamiento del más genuinamente español de sus reyes con una princesa inglesa) la nueva de la desastrosa muerte del gobernador Pedro de Valdivia, a manos de una nación de bárbaros, cuya bravura era ponderada por la lejanía y la fama, entusiasmáronse muchos jóvenes cortesanos con la novelesca aventura de ir a hacer la guerra en aquella última extremidad del mundo.
Uno de esos novedosos de la gloria fue don Alonso de Ercilla, paje de Felipe II. Don Pedro Lisperguer fue otro. Pero hubo un tercero, paje también de aquel monarca, que vino a Chile con Jerónimo de Alderete, leal negociador de la fortuna de Pedro de Valdivia en Londres, y por la muerte de éste, de la suya propia. Llamábase el último don Francisco de Yrarrázaval, de la más noble sangre de la nobilísima Navarra, cuya provincia ha compendiado como en un cáliz de oro todas las venas de sus abolengos en un grueso diccionario de alcurnias vascongadas.
Don Francisco militó algún tiempo en Arauco y volvió a España. Pero Chile ha tenido siempre un raro encanto para los que se han cobijado un solo día bajo su cielo, y el noble soldado en su edad madura regresó a sus valles.
Al dejar las playas de la Península, el valiente capitán no había querido por ventura sobrellevar solitario los tedios del océano, y una hermosa sevillana llamada doña Lorenza de Zárate y Recalde ofreciósele para endulzar sus horas. Sevilla era entonces el caluroso nido donde los conquistadores de la América encontraban, al llegar o al partir, la luz de ese faro dé vida que nunca está apagado para el hombre: los ojos de la mujer. Doña Lorenza iluminó el destino del anciano don Francisco y abrigó su hogar hasta su muerte, ocurrida en Santiago treinta y seis años después de su primera visita a nuestro clima. [97]
Radicóse en esta segunda ocasión don Francisco de Yrarrázaval, señor de Deva, gentilhombre de boca de S. M. en el Alto Perú; pero pasó en breve a Chile acompañado de su esposa en 1574, y siendo portador de una gran nueva para los habitantes de aquel probado país. Era esa noticia la de la disolución real de la primera Audiencia, por inútil y por funesta, junto con la separación del mando del presidente don Melchor Bravo de Saravia, que había sido el primero de los gobernadores en ese rango. Cuán distante estaría empero, el mensajero de tan aciago anuncio de sospechar que antes de un siglo, su familia se habría refundido por completo en la del oidor caído, formándose de ambas una sola y recibiendo la suya todos los honores y todos los escudos de los recién desposeídos.
De esta suerte, y establecidos don Francisco y doña Lorenza en Santiago y en su solar patronímico de la Calle del Rey (los Yrarrázaval vivieron en la calle de la Catedral sólo cuando fueron Bravo de Saravia, a fines del siglo XVII) pasaron sosegada y feliz vida durante diez y nueve años.
En los primeros meses de 1593 falleció, en efecto, don Francisco de Yrarrázaval, el alegre compañero de don García Hurtado de Mendoza y el mensajero fatal de don Melchor Bravo de Saravia, dejando un solo hijo de menor edad llamado don Fernando. El 4 de mayo de ese año, el alcalde don Juan Fernández Negrete defirió la cúratela del impúber a su madre doña Lorenza de Zárate, siendo testigos del acto tres héroes de la conquista de Chile, amigos y contemporáneos de su esposo: fueron éstos, el coronel Francisco del Campo, el famoso cuanto terrible pacificador de Chiloé años más tarde, Gonzalo de Toledo y Diego de Oro, hijo este último del bravo compañero de Valdivia de su mismo nombre, y que en Tucapel murió a su lado. [98]
No es este don Fernando Yrarrázaval y Zárate el renombrado conde de Valparaíso y virrey de Navarra, uno de los más acuchillados y acuchilladores caballeros españoles de su siglo, de que nos habla Molina; pero ocurrieron en su enlace, cuando llegó a la mayor edad, ciertas circunstancias que son dignas de alguna memoria. [99]
Por los años de 1587 había venido a Chile desde Lima en calidad de fiscal de la primera Real Audiencia un abogado de Valladolid y natural de Salamanca llamado don Alvar García de Navia, interesado en las primicias de la cosecha de pleitos que en nuestro suelo comenzó junto con la cosecha del trigo. Establecióse definitivamente en Santiago, y es fama que a su paso por Lima se adueñó, siempre a título de primicias, de la primer púa de olivo que ha venido a Chile y de la cual brotó el famoso olivo de Navia que existe todavía en la chácara de este nombre, Mapocho abajo. [100]
Tuvo por consorte el licenciado Alvar García de Navia a doña Antonia de Estrada, señora de Valladolid, tan fastuosa en su porte y en su bolsa, que cuando falleció en 1594 regaló a dos sirvientes españoles que trajo de la Península, a la una quinientos pesos de oro y a la otra cuatrocientos, buena herencia de un hidalgo en esos años.
En cambio, el secular olivo de Navia dio sombra sólo a una cuna de mujer: ¡aceituna, una!
Llamábase esta criolla, nacida de tan encumbrados padres, doña Catalina Niño de Navia, y casóse pocos años más tarde con otro criollo de alta cuna y más glorioso nombre. Fue éste Pedro de Olmos de Aguilera, nacido en la Imperial, y primo, si no hermano, de la hermosa Inés de Aguilera, esposa vedada de Alonso de Ribera. [101]
Había sido el fundador de esa familia de bravos Pedro Olmos de Aguilera, natural de Porcuna, en la guerrera comarca de Jaén, patria también de Juan Godínez, el vencedor de Lautaro medio siglo hacía, y de Alonso de Ribera. Y así, el amor del ilustre capitán por la nieta de don Pedro de Olmos, traía en cierta manera su origen de las nativas montañas de que las familias de ambos descendieron.
Fue uno de los hermosos vástagos de este enlace, fecundado ya por el aceite del olivar de Navia, la esposa de aquel don Fernando González de Andía Yrarrázaval, primero de su nombre nacido en Chile, hijo de la hermosa sevillana doña Lorenza de Zárate y Recalde.
Llamábase la última y hermosa criolla, hija de Santiago, por el nombre de su abuela, doña Antonia Aguilera de Estrada, y ésta fue la madre de la segunda esposa de Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano: doña Catalina Lorenza de Yrarrázaval. Llevó esta última el nombre de sus dos abuelas, doña Catalina, por el lado de su madre Aguilera, y doña Lorenza, por doña Lorenza de Zárate, su abuela paterna.
Reservámonos para más tarde dar cuenta de la numerosa prole de doña Catalina Lorenza, y notaremos sólo que los abolengos que su mano trajo a los Lisperguer no pudieron ser más ilustres, porque los hijos de su consorcio con don Juan Rodulfo vinieron a ser bisnietos del primer Yrarrázaval, gentilhombre de boca de Felipe II, bisnieto de los gloriosos Olmos de Aguilera de Jaén y de la Imperial y de los Navia y Estrada de Valladolid y de Salamanca.
Por otra parte, un sobrino de doña Catalina Lorenza de Yrarrázaval, hijo de su hermano don Antonio Alfonso de Yrarrázaval, caballero de Alcántara (como su padre don Fernando), trájole todavía, en vida de su esposo Juan Rodulfo, el contingente de influencia, de nombradla y de fortuna que representaban una gloriosa familia de servidores del país, y que habiendo corrido a parejas con los Lisperguer en todo menos en las culpas, vino, cuando aquella se eclipsó por entero, a tomar su alto puesto social entre nosotros.
Esa familia fue la de los Bravo de Saravia, que, refundida más tarde con la de los Yrarrázaval en una sola, llegó a ser en Santiago y en Chile, en el siglo XVIII, lo que los Lisperguer habían sido en el siglo precedente. [102]
Atendiendo a los vínculos de la sangre y de la ascendencia natural, había sido el fundador de esa familia en Chile aquel avaro oidor de Lima que hacía contar los cubiletes de vino que se servían a su mesa (y que él solo se bebía), don Melchor Bravo de Saravia, que vino de presidente de Chile en 1568 y de quien dice Diego de Rosales: Fue natural de Soria, hombre noble, gran letrado, de mucha prudencia y entereza, que en Nápoles fue regente de laVicaría, que es uno de los más graves y honrosos puestos que el rey suele dar a letrados.[103]
Dejó el primer presidente de Chile don Melchor Bravo de Saravia un hijo que redimió con usura su desairada fama, pues pasó por gran soldado y cumplido caballero. Fue éste el ilustre Ramiro Yáñez de Saravia, más conocido vulgarmente con el nombre doméstico de Ramiriáñez, general en jefe del ejército de la Frontera (maestre de campo general) y alcalde de Santiago en 1586.
Pero quien dio a los Bravo de Saravia de Chile su verdadero tipo, su lustre moral y su prestigio imperecedero en la colonia, fue aquella doña Isabel Osorio de Cáceres, que en otra ocasión hemos nombrado a propósito de la vecindad de sus posesiones con las de doña Catalina de los Ríos en el valle de la Ligua.
Fue doña Isabel uno de los tipos más acabados de la mujer, de la matrona y la cristiana. Humilde, pura, afectuosa, preséntase esa ilustre chilena como el temprano modelo de esas mujeres casi perfectas de nuestra tierra, cien veces superiores por el alma a la raza masculina, que han hecho de nuestro país un hogar acreditado y dichoso para los hombres buenos de todas las naciones.
Su padre, Diego García, había sido, más que un soldado de fortuna, un prohombre de la conquista. Su consejo, su abnegación, su cordura evitaron durante medio siglo muchas calamidades al reino. Paisano de Valdivia (era natural de Cáceres), había sido el depositario de todas sus confianzas, y de aquí el temple levantado de espíritu que le elevó hasta el primer puesto de la colonia en 1683. Fue probablemente por esta época cuando casó a doña Isabel con Ramiriáñez de Saravia, ajustándose así el pacto de dos familias que habían tenido repartido en sus manos durante los últimos quince años el poder superior: los Bravo de Saravia y los García de Cáceres. Fue la madre de doña Isabel una criolla santiaguina llamada doña María de Osorio, que otros dicen Mariana, y tuvo varias hermanas de que en otro pasaje hablaremos.
Don Ramiro Yáñez de Saravia se preparaba para regresar a España a fin de disfrutar, después de la muerte de su padre, sus mayorazgos de Castilla, que debía heredar de un hermano sin hijos, cuando le sorprendió la muerte dejando a su desconsolada viuda, que le lloró eternamente, con seis hijos menores y en días de parir, según ella misma apunta en el llano lenguaje que se usaba en aquel tiempo. [104]
Fueron estos hijos don Diego, el primogénito, y don Jerónimo, que sirvieron con gloria en las armas del Perú y de Chile, a ejemplo de sus mayores. Las hijas fueron doña Mayora (que así llamaban de continuo a la primogénita), doña Mariana, doña Agustina y doña Isabel, cuya última fue póstuma.
Eran los Bravo de Saravia, hijos de doña Isabel Osorio de Cáceres, inmensamente ricos en un sentido territorial, porque fueron dueños de estancias que hoy rinden millones y que más tarde sobraron para fundar tres pingües mayorazgos. Ramiriáñez fue el primer dueño de Polpaico y de la Viña de la Mar, y doña Isabel, además de las estancias de Pullay, Illapel, Pama y otras, sitas en los valles del norte, era dueña de dos grandes chácaras en Quilicura y Huechuraba, de una viña y encomienda en Curimón, y de su chácara de Santiago, que deslindaba por una acequia con la ciudad.
Pero entonces las tierras despobladas carecían por completo de valor; por manera que doña Isabel dependía de sus cordobanes de la Ligua, de su viña de Curimón y de la lana de sus ovejas de Santiago, para subsistir, y a la verdad sin el auxilio de las encomiendas de indios que heredaron sus dos hijos y que con reverente piedad filial dejaron en sus manos, la buena señora habría atravesado por amargas cuitas. Habitaba por esto doña Isabel, más como campesina que como encomendera, en su chácara de Santiago, cuya casa, ubicada en la cañada de San Lázaro, ocupaba más o menos el sitio en que el afortunado descubridor de Caracoles ha edificado más tarde su palacio de estilo árabe-moscovita. Esa fue la famosa estancia de los marqueses de la Pica, de alegre y suntuosa memoria en la colonia, y cuando la heredaron sus nietos, los Portales y Meneses, llevó el nombre que tuvo hasta la victoria de Yungay en 1839: el llanito de Portales.
Allí, por el respeto de su carácter y de su nombre, fueron unos en pos de otros a solicitar honrosos partidos los pretendientes de las hijas de doña Isabel, y cuando doña Mayora obtuvo la mano del oidor de Lima don Juan Jiménez de Montalvo (cuyo solo apellido descubre su altivez), la digna matrona pasó por duros conflictos para proporcionarle un ajuar digno de una oidora del Perú. Costó éste cinco mil pesos en telas, y doña Isabel no habría salido lucida en tan grave empeño si su buena hermana doña María, que al parecer era soltera, no le hubiese regalado tres mil pesos; y algo más dos tíos de la novia, don Alonso y doña Mayora Bravo de Saravia, hermanos probablemente de Ramiriáñez. Por su cuenta dio la solícita madre a su primogénita cuatro mil pesos de dote; pero tuvo que soportar la mortificación y el bochorno de quedar debiendo a su yerno, el señor de Montalvo, casi la totalidad de esa suma (3.600 pesos) hasta su muerte.
Por esto la proporción de las dotes de sus hijas menores fue forzosamente mucho más reducida. A doña Mariana, que casó con don Luis Chávez, le asignó sólo dos mil pesos, y a doña Isabel, que quedó en su regazo y en días de parir, la mitad de esa suma, permutable en diez indios de encomienda. Se ve por esto que la vida de un indio de trabajo valía entonces cien pesos; hoy vale mucho más la vida de un novillo.
Rodeada de estos afanes, vio llegar doña Isabel su última hora, y nada hay más dulce, más noble, más maternal que su última voluntad, consignada en su testamento dictado al parecer íntegramente por ella. ¡Qué contraste con el de doña Catalina de los Ríos! Una sola misa para su alma, y las demás que sus albaceas tengan a bien disponer a su albedrío, pero sin mandato. Y en cambio, ¡cuánta compasión por sus indios y por sus esclavos! Dispone para ellos cincuenta misas en cuyo holocausto su memoria se confundirla con la de esos humildes desheredados, y les lega además sus ganados y su viña y casas de Curimón, prohibiendo expresamente que en esos legados se entremeta la justicia y los protectores de indios. ¡Cuál serían la una y cuáles los otros!
en diverso sentido, ¡cuánta equidad y dulzura vierte aquella alma buena en el corazón de sus hijos!¡Os pido y ruego, les decía, que no tengáis pleitos entre vosotros! Y como ansiaba ardientemente que dos de sus nietecitas, llamadas doña Agustina y doña Melchora, hijas de su primogénito don Diego, fuesen monjas, agregaba estas palabras llenas de humilde amor y reverencia. Aunque mi deseo es muy grande de remediarlas y que entren en religión, no tengo con qué poderlo hacer, y ruego y encargo a mi hijo y se lo pido por el amor de Dios, las envíe (¿las avíe?) con que sean monjas.
Aun a sus propios hijos, a quienes había dado educación y puestos de gran nombre, pedíales le perdonasen el corto uso que había hecho de sus encomiendas personales y les legaba la mejor de sus tierras para que se reparasen de cualquier indebido menoscabo. Y que si en alguna cantidad,decía,les puedo ser a cargo, me lo remitan y perdonen, pues saben la voluntad con que les he acudido y los gastos y derechos que les he tenido y tengo.
Y así era la verdad, porque la noble señora debía en la época de su muerte tres mil pesos al convento de Santo Domingo con sus caídos, y aún no había podido pagar la capilla que para sepultura de su familia comprara en esa iglesia por tres mil pesos su padre Diego García de Cáceres. Para transar esta obligación dejó doña Isabel mil pesos, con la obligación de sólo dos misas llanas para su alma, una el día de la visitación de Santa Isabel y otra el de difuntos. ¡Qué semejanza la de esa alma de ángel con la de aquella mujer que había querido subir a la presencia de su supremo juez acompañada de todos los frailes del mundo revestidos de alba y de casulla! ¡Ah! ¡Cuán duradero es el perfume de la virtud y del bien, puesto que al cabo de tantos siglos sentimos todavía su hálito bienhechor henchir el corazón, mientras la posteridad devuelve en bendiciones lo que el pasado le lega en santos y sublimes sacrificios!
¡Y cosa curiosa! En sus posesiones territoriales siempre anduvieron en estrechas vecindades aquellas dos familias que tan poco se parecían entre sí por el alma y los sentidos: los Lisperguer y los Bravo de Saravia. Ya hemos visto cómo en la Ligua estaban sus estancias río de por medio, y aun doña Isabel dispuso en su testamento que se devolvieran a don Gonzalo de los Ríos ciertas vacas que habían aparecido en su estancia de Pullay. En la Viña del Mar deslindaban con la estancia del Árbol copado de Bartolomé Flores, en Polpaico con las tierras de Lampa y Quilicura que tenía la hija del último, doña Águeda y sus sucesores, y por último, en Santiago mismo sus heredades colindaban entre sí. [105]
Por esto la sombra y la luz vagan a las veces confundidas en el espacio y se reflejan con rápidos cambiantes en los corazones de los seres que cobijan. Doña Isabel fue la luz de nuestro cielo. Doña Catalina de los Ríos será su eterna sombra.
Y todavía, por una coincidencia mayor de la leyenda y de la historia, así como la imaginación y el terror del pueblo ha detenido a doña Catalina en las puertas de las sombras eternas, así doña Isabel Osorio de Cáceres expiró en el preciso día en que, según la creencia piadosa del vulgo, están abiertas de par en par las puertas de la eterna bienaventuranza: doña Isabel falleció el 29 de junio, día de San Pedro, de 1620.
No debía ser anciana en esa edad la hija del amigo y confidente íntimo de Pedro de Valdivia; pero su trémulo pulso, al firmar su testamento cerrado en la carátula, revela las emociones de ternura que la dominaban. No era ya la mano firme de la viuda que en 1594 pedía el amparo de la justicia para sus hijos huérfanos: era la madre que se iba del regazo de los suyos, y en cuyo corazón caían como lágrimas de fuego aquellas fúnebres gotas de lacre que eran el adorno indispensable de todos los sigilosos testamentos de nuestros mayores, y las cuales no han roto todavía ni el dedo ni la parsimonia de los curiales. [106]
Para llegar ahora a las afinidades legales, de familia a familia, entre los Lisperguer y los Bravo de Saravia, necesitamos sólo descender rápidamente por el tronco a las ramas laterales.
Don Diego Bravo de Saravia, a quien Diego de Rosales llama equivocadamente almirante del mar del sur, no tuvo sino dos hijas, aquellas doña Agustina y doña Melchora, condenadas, según vimos, a eterno claustro por el devoto amor de su abuela. [107][108]
Pero su segundo hermano, don Jerónimo, que casó con una bisnieta del almirante Pastene, doña Agustina de Ovalle Sotomayor y Pastene, señora de admirable hermosura y singular virtud, fue padre del primer marqués de la Pica don Francisco Bravo de Saravia, antes señor de Almenávar, pero que heredó de España, sin comprarlo, aquel título (único en Chile) de Castilla. Los demás son de costillares... Nació este gran personaje de la colonia y que hizo el primer papel de Santiago, durante su siglo, el 21 de febrero de 1628. Y como era marqués, fue alcalde a los 25 años (1653) y corregidor a los 35 (1663). Y como era rico, casóse con la famosa doña Marcela de Hinestrosa, lucero y primavera de Santiago, flor de la hermosa rama de los caballeros de Écija, dice uno de los tertulios habituales de su suntuosa casa .[109]
Descendía esta señora de Francisco de Aguirre y de doña Constanza de Meneses, y era bonita como todas las Aguirre. Venía además su raza de los jardines del Guadalquivir y de los suburbios de Sevilla. Y tan bella como fue la señora lo fueron sus hijas para su daño, porque enamorado de la más linda el brutal presidente Meneses en una corrida de toros, la desposó clandestinamente (1666) y la hizo madre e infeliz. Era esta la infortunada doña Catalina, que falleció en Lima en 1710, y fue la cuarta abuela de don Diego Portales.
El marqués de la Pica falleció en 1703 y su viuda doña Marcela le sobrevivió hasta 1704. En enero de este año hizo la noble señora su testamento mejorando en el tercio y quinto de sus bienes a su nieta doña Marcela Bravo Iturrizura, su tocaya y regalona.
Era retoño esta última del único hijo varón de doña Marcela, llamado (como su abuelo paterno) don Jerónimo Bravo de Saravia. Había nacido este segundo Jerónimo el 28 de febrero de 1653 y pasado al Perú en su mocedad para explotar el corregimiento de Paucarcoya. Pero el futuro marqués de la Pica encontró mejor corregimiento en Lima casándose con doña Catalina Ángela Iturrizura, hija del oidor don Bernardo Iturrizura, catedrático de cánones de la insigne Universidad de Alcalá de Henares. [110]
Doña Marcelita era limeña, y era huérfana, porque su padre murió joven. Y de aquí el consiguiente regalo de la vieja marquesa de la Pica, más andaluza que chilena. El Rímac no ha sido sino un afluente del Guadalquivir, y en sus riberas de jazmines beben todavía las mismas gracias de negro cabello, del pie menudo, de la boca de perlas, del corazón de fuego.
Regalóle por esto la marquesa chilena a la novia de Lima el tercio y quinto de sus bienes, esto es, las haciendas de Pullay y de Illapel, casándola con su sobrino nieto y primo hermano de la desposada don Antonio Bravo de Saravia Andía Yrarrázaval, hijo, según dijimos, de don Fernando Yrarrázaval y Zapata y de doña Agustina Bravo de Saravia. Por todo lo cual hubo fiestas reales, y el mayorazgo, el marquesado, la plata labrada, el oro en polvo, los cordobanes y todo quedó en casa.
Tuvo lugar este enlace el 2 de agosto de 1695, y la marquesita había cumplido apenas diecinueve años. La donación del tercio y quinto y el testamento tuvo lugar nueve años más tarde. [111]
Tales fueron las alianzas sociales y domésticas que los matrimonios y las capellanías, los testamentos y las encomiendas de primera, segunda y tercera vida, propiciaron a los Lisperguer en el siglo XVII, por el acto sólo del enlace de don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano con doña Catalina Lorenza Andía de Yrarrázaval. Pero como tal cuenta, si la dejáramos aquí, aumentaría de una manera asombrosa el número de mulatos que probablemente existen todavía en esta nobilísima ciudad de don José Manuel Astorga, será preciso que asistamos todavía al acto final del drama de los Lisperguer, en que, después de los Machado de Torres y los Yrarrázaval, de los Bravo y Saravia y de los Hurtado de Mendoza, las cinco grandes familias históricas del siglo XVII entran a figurar en la escena, en primera línea los unos, los otros como simples comparsas, todos los santiaguinos de sangre azul, desde los Amaza a los Carrera, desde los Azúa a los Poveda, desde los Luco a los Aragón, desde los Aguirre a los Riveras, desde los Lecaros a los Echeverría, desde los Recabarren a los Marín, desde los Pastene a los Ovalle, desde los Cortés, en fin, descendientes de un pretor romano, a» los Lastra, que descienden en línea recta de los Reyes Magos... Que todo esto cabe y mucho más dentro de los veinte y dos hijos con que el rocío del cielo regaló a don Juan Rodulfo Lisperguer, fecundando, como los céfiros de Galicia, de que hablan los poetas bucólicos de España, el seno de sus tres esposas en un siglo.
En cuanto a la madre, más que heroína, que sirvió de centro a todos aquellos miembros de una raza, de hogar a todas aquellas afecciones, de protocolo vivo a todas aquellas eternas capellanías, que eran la expresión más peculiar del amor místico en la colonia, sólo diremos que doña Catalina Lorenza Yrarrázaval no fue sólo la mejor matrona de su siglo y la más fecunda mujer de su ciudad natal, sino que como tal, es decir, como esposa y como santiaguina, tuvo un doble heroísmo, común empero en las chilenas, porque dio a su esposo y a su patria doce hijos, y en seguida murió de parto...
Es la historia de esos innumerables hijos del segundo matrimonio de don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, la que nos falta por narrar a fin de que la blanca paloma de azuladas alas de la heráldica lleve en su pico a cada casa santiaguina el consuelo inefable de la nobleza en este diluvio de parientes, que salvaron en un siglo los Lisperguer y en otro siglo los Yrarrázaval.

Capítulo X
Los Hijos de Juan Rodulfo Lisperguer. La Santa Rosa de Chile

Su camisa era de choleta; su faldellín de bayeta de Cuenca; no usaba medias ni calcetas.
(Bermúdez Vida de doña Catalina Iturgoyen y Amaza)
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Tuvo don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, digno en esto de sus mayores, un apostolado completo de hijos y de hijas en su segundo matrimonio. Y a fin de que lo que decimos no parezca una ponderación ni una blasfemia, vamos a nombrarlos en seguida, uno a uno y una a una, comenzando por las que se consagraron al cielo y a los santos.
Fueron éstas doña María de Velasco y Estrada, que llevaba el nombre de su bisabuela (la sospechada introductora del olivo en Chile), doña Juana, doña Mariana y doña Nicolasa Lisperguer de Andía Yrarrázaval, todas monjas agustinas. Y al entrar éstas en sus celdas y cubrir la juvenil cabeza, secuestrada al mundo por el paterno mandato, encontraron allí todavía otras dos hermanas. Eran éstas doña Águeda Lisperguer y Torres, y doña María Clara de Velasco, hijas del primer enlace de don Juan Rodulfo.
¡Seis monjas en una sola casa, todas hermanas y tal vez todas hermosas! Parecerá esto hoy día extraño, absurdo y hasta cruel y desnaturalizado. Pero eso era lo llano, lo solicitado y lo grato en aquel siglo profundamente devoto, crédulo, ocioso y repleto de capellanías. Ya hemos visto cómo la gran señora feudal de Larmahue, doña Nicolasa Zapata y Benavides, concuñada de don Juan Rodulfo, había hecho de cinco hijas cuatro monjas, a fin de que así la más bella o la más querida del hogar eligiese estado con opulenta dote.
Pero no era aquella santa cautividad tan lúgubre como hoy se la sospecha, porque poblados los monasterios de las más aristocráticas vírgenes y de las venerables viudas de Santiago, edificábanles sus familias cómodas celdas, abrigadas, olorosas, independientes, y a manera de pequeños pero confortables y místicos chalets de adobe y de ladrillo, con cocina y recámara por separado. Estaba esta última forzadamente destinada a las charladoras mulatas que entraban a servirlas y que tenían el privilegio de salida para contar en la ciudad los cuentos de monjas, y traer a las tarimas los chismecillos de los estrados, que mandaban de retorno en la canasta vacía de los bizcochuelos las madres o las hermanas laicas y pecadoras. Solían valer esas celdas hasta tres y cuatro mil pesos, y se vendían con derecho de llave, como hoy las tiendas y los palcos, además de la dote de cada profesa, que nunca en las Agustinas y en las Claras fue menor de dos mil y trescientos pesos. Los monasterios eran en Santiago pequeñas ciudades místicas dentro de una ciudad profana: Jerusalén dentro de Roma.
Y otro tanto acontecía con los varones en las casas de solar grande y de blasones. Existió en el siglo XVI una noble señora que dejó cuatro hijos frailes, y su mayor gloria habría sido enterar, como Juan Rodulfo, seis enclaustrados para que cada orden hubiese tenido un neófito, y así gozar, al morir, de sus indulgencias y evangelios. Llamábase esta dama doña Apolinarda de Toro, viuda del capitán Florián de Ramírez, que dejó dos hijos en la Merced, uno en San Juan de Dios y otro en San Francisco; pero no tuvo el inefable consuelo de ver sentados a la par con aquellos en su estrado a un agustino, a un dominico y sobre todo a un jesuita. [112] Por esto era el supremo orgullo de un magnate de esos siglos legar a la posteridad un claustro que eternizara su nombre. En el siglo XVI Alonso del Campo Lantadilla fundó las monjas de la Victoria. En el siglo XVIII fundó otro para sus dos hijas en la cuna don Luis de Zañartu. ¿Y acaso al siglo XIX, que ya acaba, han faltado fundadores místicos?
Descartadas de la vida de las Lisperguer Yrarrázaval las seis hijas monjas de don Juan Rodulfo, cabe ahora contar cómo las que tuvieron marido propagaron su nombre y su raza, y evitaron a Santiago el bochorno y el naufragio de su heráldica, que sin los Lisperguer-Yrarrázaval del siglo XVII estaría tal vez hoy sirviendo de taco en una acequia…
Fueron aquellas bienhechoras damas cuatro en número, y vamos a nombrarlas con sus consortes para mayor claridad.
Doña Ana Lisperguer Yrarrázaval, esposa de don Antonio Garcés de Marcilla, corregidor de Santiago, y antecesora de los Garcés, los Aldunate, los Larraín, los Errázuriz e infinitos vástagos menores.
Doña Micaela, que casó con el general Francisco de Aguirre, natural de La Serena y el feliz vencedor de los piratas que quemaron su ciudad natal en 1680, de cuyo enlace vienen los Solar, los Marín, los Recabarren, los Echeverría, la nobleza entera del norte en una palabra.
Doña Inés, que dio su mano al maestre de campo don Diego Fernández Gallardo, por lo cual todos los Pastene, los Ovalle, los Vivar, y muchos antiguos y modernos brotes del árbol nobiliario del Mapocho, se hicieron Lisperguer; y por último, doña Catalina Lisperguer, la más notable de aquellas hermanas, y que como tal dio a luz una santa, y emparentó su estirpe con la flor y nata de los condes y marqueses de la colonia, los Amaza, los Iturgoyen, los Carrera, los, Azúa, los Marín de Poveda, los Cortés, marqueses de Cañada Hermosa en Chile, los Vásquez de Acuña, condes de la Vega del Ren, y los Concha, marqueses de Casa-Concha en Lima.
Y como tenemos contraído el temerario compromiso de devanar esta madeja de caballeros y mulatos hasta descubrir el palo de la carretilla, será preciso que el lector se arme de paciencia con nosotros y nos ayude a sacar del revuelto ovillo la hebra azul de los Lisperguer, que aparece confundida con todos los matices en la infinita chañadura que de los apellidos antiguos han hecho el amor y el matrimonio entre nosotros.
Fue el don Antonio Garcés de Marcilla, esposo de la mayor de las Lisperguer Yrarrázaval (doña Ana), un suculento caballero y hacendado, que puso el ojo al charqui y se hizo rico a fuerza de cecinas, como ganadero. En consecuencia, fue nombrado corregidor de Santiago en 1698. Y como un rico minero del norte llamado don Juan Aldunate, que compraba el azogue a cien pesos el quintal, se aviniese con tener algo más tarde haciendas de ganados, celebróse en la tercera generación de uno y otro un enlace del cinabrio con la grasa. En 1732 casáronse, en efecto, un hijo de don Juan Martínez de Aldunate con una nieta de doña Ana Lisperguer.
Y esta nobilísima prosapia, que tuvo el privilegio de dar al reino dos oidores (don Domingo Martínez de Aldunate, en 1749, y don José Santiago Aldunate, en 1790) y a la república su primer obispo y un glorioso general, alcanzó por sus alianzas una particularidad de mayor nota. [113]
Fue ésta la de que doña Bernarda de Aldunate, Garcés y Lisperguer llegó a ser la esposa del ilustre patricio y regidor de Santiago don Francisco Ruiz de Berecedo, el primer hombre que en Chile diera este grito de regeneración que precedió un siglo cabal a la independencia: ¡Instrucción pública!
Ruiz de Berecedo era natural de Concepción, hijo del capitán don Juan Alonso Ruiz, oriundo del valle de Valdivia, en las montañas de Burgos, y de una señora chilena Alemán y Pozo y Silva, apellido de conquista dores. Hombre de letras, de patriotismo y de virtud, fue el más famoso abogado de su época, y en el cabildo de Santiago solicitó en 1715 la fundación de la Universidad de San Felipe con razonamientos tales, que bastarían a su gloria y así como hemos señalado al provisor Machado de Chávez como al primer letrado español que dejara entre sus bienes una biblioteca, así sabemos de Ruiz de Berecedo que fue el primer chileno que encargó libros a Europa, gastando en ello su peculio.
Falleció este varón ilustre en 1746, dejando a doña Bernarda de Aldunate, su esposa de segundas nupcias, una industria que era por sí sola un mayorazgo, la famosa y secular viña de Ruiz, que hoy el tren rebana en dos cuando corta los espolones del cerro de Quilicura. [114]
Y para concluir esta historia de los Aldunate Lisperguer con un lance peculiar de la colonia y de las damas ricas y sin hijos, agregaremos que esta cháchara de lo Ruiz(que antes era la mitad de Quilicura) fue en su época el predio de mayor codicia por sus jugos. Baste decir que valía treinta mil pesos, cuando la Compañía se vendió más o menos por el doble, siendo una provincia.
Y de aquí una viudedad de medio siglo de afanes y de codicilos para la pobre heredera, que los cortejos del estrado y del confesionario traían desatinada para testar. Doña Bernarda fue de esta suerte mártir de los escribanos y de los buzos de herencias, porque en los cuarenta años de los cincuenta que duró su viudedad, hizo no menos de diez testamentos, los unos cada cinco años y los otros cada diez, hasta que concluyó en lo que terminaban todas las viudas de esos siglos: en fundar capellanías para su alma. [115]
Ordenó también doña Bernarda una cosa que pareció extraña, pero que descubría en ella a la viuda de un hombre de talento. Es mi voluntad, decía, que mi entierro sea sin la menor pompa funeral, sin responsos, honras, ni cabo de año, sin duelo, ni convite, ni asistencia de los tribunales, ni otras personas, sino secretamente y a las ocho de la mañana.
Otra Aldunate, que inmortalizó su nombre en un legado, fue en Chile la primera testadora que hizo herederas de sus bienes, no a las ánimas benditas, sino a las niñas que no saben leer y que por tanto son verdaderamente ánimas. Existe todavía la escuela Josefa Aldunate, y debería fundarse otra que eternizase el nombre de Ruiz de Berecedo.
Otra particularidad, y es la última.
Tenía doña Bernarda, que enteró casi un siglo de vida, por adorno en su cuadra doce advocaciones o pinturas religiosas, y lególas por mitad a los padres de la Merced y de Santo Domingo para que adornaran sus sacristías, pero con condición de no enajenarlas jamás ni aplicarlas a otros destinos.
Los dominicos han cumplido hasta aquí fielmente su mandato, y allí están las seis advocaciones en su sacristía esperando la resurrección de los plumeros. En cuanto a la Merced, las advocaciones de doña Bernarda han pasado a mejor vida, en violación evidente de su terminante advocación testamentaria. [116]
Afianzó sobre sus barras de plata y gules la segunda nobleza territorial de Chile el enlace de otra hija de don Juan Rodulfo Lisperguer, casándose con un Aguirre, porque así como en Santiago nadie puede ser noble sin haber sido Lisperguer, ni en Concepción sin estar emparentado con los duques de San Carlos (los Caravajal), en La Serena, el que no desciende de su fundador Francisco de Aguirre, es pechero. Por esto los espirituales y ponenombres coquimbanos llaman a los falsos Aguirres, que a su decir son innumerables, los Aguirre-Chipipes.
Llamábase la esposa del bisnieto de Francisco de Aguirre doña Micaela Lisperguer, y de sus numerosos vástagos provienen la mayor parte de las familias del norte. Una de sus hijas, llamada doña Isabel de Aguirre, dio su mano al capitán Antonio Marín, oriundo de Granada y tal vez por complexión y origen de raza de árabes. Uno de sus bisnietos Francisco Marín lleva todavía el nombre del fundador de La Serena, y en su corazón el fuego de los primitivos Lisperguer, sus antecesores por línea recta de mujer. [117]
En cuanto a los dos apellidos que han corrido durante tres siglos como más cercanos a los Lisperguer, los Ovalle y los Pastene, que en el siglo XVII forman una sola familia, ya hemos recordado la infinita variedad de amarras que los matrimonios venían echando a sus ramas y a sus retoños desde que nacían. Pero en los años de que hoy hacemos memoria esos vínculos se hicieron mucho más directos. Casóse, en efecto, don Diego Fernández Gallardo, hijo del sargento mayor don Juan Fernández Gallardo, a quien tan pesada burla hizo el presidente Meneses por haber puesto en duda la construcción del fuerte de Repocura [118], con una hija del fecundísimo Juan Rodulfo Lisperguer, la llamada doña Inés; y una hija de éste, doña Rosa Gallardo, fue la esposa, a mediados del siglo pasado, de don Francisco Javier Ovalle y Esparza, bisabuelo de todos los Ovalle que hoy viven y hacen figura. Doña Rosa Gallardo, por una singular coincidencia o emoción, murió en el mismo día en que expulsaron a los jesuitas de Chile, el 25 de agosto de 1767. [119]
Pero el enlace que dio mayor realce, esplendor y nueva vida al astro de los Lisperguer, que comenzaba ya a entrar en la menguante, fue el de la más discreta, más pura y casta entre las castas hijas del castizo Juan Rodulfo Lisperguer y doña Catalina Lorenza de Andía Yrarrázaval. Llamábase aquella como su madre, y su matrimonio tuvo lugar de esta manera:
A mediados del siglo decimoséptimo vino a Chile un ilustre militar natural de Guipúzcoa (Rentería), al que hacía compañía un sobrino que debía eclipsar más tarde los servicios y el mérito de su deudo. Llamábase el primero don Bernardo de Amaza y el sobrino don Ignacio de la Carrera Iturgoyen, fundador de su famoso cuanto desdichado nombre en nuestro suelo.
Después de guerrear bravamente en Arauco, casóse don Bernardo en Santiago con una nieta de don Juan Bautista Pastene, llamada doña Lucía, hermana de doña Mariana la esposa del primer Ovalle. En 1642 estaba ya vinculado don Bernardo a esa familia y era corregidor de Santiago.
Nació de este matrimonio el criollo don Pedro de Amaza y Pastene, que fue el más rico partido matrimonial de su época, porque su padre don Bernardo no sólo era encomendero único sino propietario del valle de Purutún, cuyas haciendas producen hoy a su mayorazgo una renta de ochenta mil pesos.
Con este lucido mancebo contrajo matrimonio la cuarta de las hijas de la fecunda doña Catalina Lorenza de Yrarrázaval que se acercó al altar.
Pero su ventura no fue larga, porque don Pedro de Amaza y Pastene falleció pronto, dejando a su viuda el cuidado de cinco hijos, uno de los cuales, que llevó el nombre de su madre y de su abuela, ha de merecer por su virtud le consagremos una alabanza venturosa en estas páginas entristecidas con tantas sombras y tantos vituperios. [120]
Administradora doña Catalina Lisperguer Yrarrázaval, como madre, como viuda y como encomendera, de cuantiosos intereses agrícolas, consagróse a su incremento con laudable constancia, y de esta suerte pudo casar a tres de sus cuatro hijas con encumbrados personajes, y la última, como era de regla, con Dios.
Como con los productos de las encomiendas y de la jarcia del húmedo valle de Purutún, que el comercio con los franceses puso en alto precio en los primeros años del siglo XVIII, se hiciera pronto muy rica, pudo doña Catalina dar a cada una de sus hijas desposadas veinte mil pesos como dote y otro tanto como herencia, lo que por aquellos tiempos parecía fabuloso.
Casó así a la mayor y preferida de sus hijas, doña María, con el rico encomendero y negociante don Tomás Ruiz de Azúa, del que habremos de hablar por separado; a su segunda hija doña Luisa con el noble caballero don Bartolomé de Rojas, y por último, a la tercera, la memorable doña Catalina Amaza Iturgoyen y Lisperguer, con el gobernador de Valparaíso y más tarde conde del Ren, don Matías Vásquez de Acuña, natural de Lima y capitán de lanzas. [121]
A aquella de sus cuatro hijas a que cupo en lotería el claustro atribuyó la equitativa doña Catalina 15.600 pesos de legítima: suma sobrada, no digo para dotar una monja, sino una abadesa. [122]
En cuanto a su único hijo varón, don Pedro de Amaza y Lisperguer, fundador del mayorazgo de Purutún, que pasó después a los Azúa, después a los Marín de Poveda y por último a los Cortés, su honrada madre se limitó a arrendarle las haciendas por un módico precio, cuando había logrado establecer ventajosamente a todas sus hijas. El importe del canon anual de Purutún desde 1704 a 1709 fue de cien quintales de jarcia labrada... Hoy ese canon es de cien quintales justos de plata sin labrar.
Fue doña Catalina Lisperguer, sobrina de doña Catalina de los Ríos, un verdadero modelo de matrona, y hasta en su muerte se apartó de aquella triste sombra que enlutó el corazón de su familia durante medio siglo, porque ordenó que bajo ningún concepto se gastaran más de 500 pesos en sus funerales y que no hubiese ningún fausto ni pompa que no sea de aquella moderada de un cadáver que está convertido en tierra. [123]
Aparece también en ese testamento una cláusula verdaderamente noble y cristiana que es justo recordar y comparar, porque es aquella en que ordena a sus albaceas que vendan sus alhajas para repartir su producido secretamente entre los pobres. Luda ya la alborada de la caridad cual hoy la ponen por obra las santas mujeres que presiden moralmente nuestra sociedad, y no es menos digno de notar el contraste de la sobrina que encargaba la enajenación de sus joyas con el terco mandato de la Quintrala, su tía, ordenando a sus albaceas cobrasen al general don Fernando Tello su abotonadura de oro.
Heredó con aumento las mejores virtudes de esta digna chilena, la tercera de sus hijas, doña Catalina, santa y gobernadora de Valparaíso, en la historia de cuya ciudad hemos dado larga cuenta de su mérito, de su vida y de sus milagros.
Fue sin duda esta señora una mujer humilde y devota, desprendida del mundo, fervorosa en sus creencias y casi iluminada. Nacida en Santiago en 1685, casada en 1700, de quince años, con un joven rico y noble, gobernador de Valparaíso, madre de cinco hijos, encomendera en Pisco y fallecida en Lima en lo más lozano de su vida (en 1632), a causa tal vez de sus penitencias, se ha tenido a esta ilustre chilena, sobrina nieta de doña Catalina de los Ríos, como el tipo de una verdadera santa, cual lo fue Santa Rosa en Lima o Santa Teresa de Jesús (ambos modelos reconocidos de aquella) en Ávila.
Pero por desgracia, sus biógrafos han desnaturalizado aquella dulce y hermosa vida contando a la posteridad, como virtudes y milagros, algunas de las más estupendas patrañas que hayan soportado jamás los plomos de las imprentas. [124]
De esta suerte, para referir las prácticas más sencillas y usuales de la vida, el sueño y el alimento, he aquí como los tasa su más exaltado panegirista, un canónigo de Lima que ha vivido en el presente siglo.
Desde muy niña, dice el prebendado, se levantaba doña Catalina a las tres de la mañana para ponerse en oración: y le manifestó a su confesor que Nuestro Señor le mandó que no durmiese más de tres horas. De que se colige, que su régimen era acostarse a las doce de la noche y levantarse a las tres de la mañana.
Y en cuanto a su comida y baño higiénico, he aquí lo que añade el canónigo enternecido hasta el éxtasis: Su comida ordinaria era un puñado de garbanzos fríos, cocidos de un día para otro, y cenaba otros tantos de los mismos, sazonados con ceniza.
En Chile se entraba por mucho tiempo en una acequia, y para recobrar el calor cuando salía, se disciplinaba con ortigas: planta muy de su cariño, desde que, como se lo declaró a su confesor, cogiéndolas un día, vio en ellas al Señor que las cultivaba, y le significó le gustaban mucho, porque las usaba para mortificarse. [125]
¿Y qué diré, exclama el buen canónigo transportado al último cielo, de sus disciplinas? Ya apuntamos que acostumbraba dárselas con ortigas, con beneplácito de su divino dueño, y sentía mucho cuando iba a paraje donde no las había.
Su camisa era de choleta: su faldellín de bayeta de Cuenca: no usaba medias ni calcetas. Su manto muy llano: de su saya decía graciosamente que la quería por pobre y puerca, siendo así que era naturalmente limpia y aseada, que pasaba a melindrosa.
En cuanto a la serie infinita de milagros con que la Santa Rosa del Mapocho comprobó su santidad, nos contentaremos con enumerar algunos de los que consignan sus biógrafos, y copiándolos simplemente de su texto. Y parécenos que con los cuatro siguientes tendrá sobrado el lector.
I. El Señor le hizo el favor de resucitar una mujer que había muerto en pecado mortal.
II. Estando sacándole niguas a un niño se le apareció Jesucristo, habiéndole dado a gustar de la sangre de su costado.
III. Tuvo la dicha de que se le apareciese la Virgen soberana y rezó el rosario con ella.
IV. Otros varios santos la solían visitar: San Agustín le dio una vez la comunión; San Felipe Neri la consolaba; San Francisco la sacó del lago de animales inmundos, y le volvió su escapulario, que se le perdió o se lo hurtó el diablo.
En otra ocasión se le mostró San Francisco asociado con Santa Rosa de Viterbo, prometiéndole que con el tiempo vestiría su humilde hábito. [126]
No todos los días se abrían, empero, las puertas del cielo para la gobernadora de Valparaíso, porque los demoniossolían visitarla con más frecuencia y conmucho menos etiqueta que los santos. En una ocasión (cuenta en efecto el canónigo Bermúdez, a propósito de una de estas impertinentes visitas ocurridas en Valparaíso por el año de 1706), con un puntapié la arrojó el demonio a un estrado, y otro hubo de estrellarla contra un confesionario. Habíase puesto en oración por humildad debajo de una cama, y fue tanta la rabia y furor de los espíritus infernales, que la suspendieron de pies y manos, atormentándola como en un potro.
Hubo una vez que se le pusieron dos demonios en forma de escapulario, uno en el pecho y otro en las espaldas, y la hubo en la que se halló con la saya llena de tratos infernales. Se valió también de alguna figura ridícula para inquietarla, como cuando se le presentó con paño de cabeza muy de mañana. ¿Qué novedad es esa?, le dijo la condesa con desprecio y risa. —El trajín, contestó, y las madrugadas. Es verdad, repuso Catalina, que la que hiciste para oponerte a Dios te tiene tan malo; con lo que huyó todo corrido. [127]
Pero descendiendo de las regiones del misticismo y sus patrañas, a que nos ha conducido un momento el solo propósito de dar a conocer por entero una época no estudiada todavía, cúmplenos ahora referir cómo los Lisperguer de Purutún, convertidos ya en Amaza, se transformaron después en Azúa, en seguida en Marín de Poveda y por último en Cortés, todo en el espacio de un siglo y bajo el rico manto de San Nicolás de Purutún, cuya ruinosa capilla existe todavía.
Nada empero más llano que este empeño. Para ello necesitamos sólo un capítulo por separado que será el último de este libro.

Capítulo XI
Los Últimos Lisperguer

Fui llamado, yo el presente escribano, de parte de don Pedro Lisperguer, y habiendo ido a la casa en que vive, lo hallé enfermo en la cama, y llegándole a hablar no me respondió ni vio porque lo hallé ciego y sordo.
(El escribano José de Morales en el testamento del último Lisperguer el 4 de junio de 1689).

A fin de cerrar de una manera lógica el vasto período social que llenó en nuestro país, y especialmente en Santiago y La Serena, la familia Lisperguer y sus colaterales, hácese preciso contar cómo los últimos vinieron a posesionarse de su sangre y de su influjo, una vez extinguida por los mil accidentes de la vida la línea matriz.
Comenzaremos naturalmente por aquella rama que en el curso de los años vino a ser la depositaría y hacedora, si no del nombre, de la fortuna y de la índole peculiar de los primitivos fundadores.
Pocos años después de la muerte de don Bernardo de Amaza, que falleció en Chile, según dijimos, en 1668, vino a esta colonia otro de sus paisanos don Tomás Ruiz de Azúa, natural de Ulibarri, del obispado de Calahorra en Guipúzcoa. Y así como don Bernardo trajo un sobrino, don Tomás trajo tres, hijos éstos de otras tantas hermanas. Y como este don Tomás (que fue gobernador de Valparaíso en 1714) se casó con una nieta de Juan Rodulfo Lisperguer, hija de doña Catalina y de don Pedro de Amaza y Pastene, resultó que Azúa, Lisperguer y Amaza, se amasaron en un solo pan.
El fundador don Tomás vino por la primera vez a Chile como alférez de mar en 1686 en un navío llamado el San Francisco, bajo el mando del capitán Juan de Garay. En 1693 era ya maestro de campo del batallón de infantería de Santiago, con título del presidente Marín de Poveda, y en 1706 gobernador de Valparaíso bajo el presidente Ibáñez. Sus deudos seguían así rápidamente las aguas de su fortuna.
Los tres sobrinos se emparentaron de esta suerte con la gran familia colonial, dando a las ramas colaterales sus tres nombres, que eran el de Luco, el de Vivar y el de Landa.
Provienen del primero los Luco y Aragón, porque don Bernardo Luco (que así se llamaba el sobrino de don Tomás Ruiz de Azúa) casóse con una nieta del sargento mayor de las Fronteras don Francisco de Aragón que vino a Chile en los primeros años del siglo XVII, y dejó descendencia criolla, casándose con doña Bartolina Salazar. La esposa de don Bernardo llamábase doña Teresa de Aragón.
En cuanto al sobrino don Fernando de Landa, dio éste origen a innumerables vástagos que llevan todavía ese apellido como emblema, los Iñiguez, los Ovalle, los Campino, los Larraín, y de aquí otro almácigo de Lisperguer.
El tercer sobrino, don José de Vivar, se enlazó en la familia de los Ovalle y Pastene, y como sus dos primos (el de Landa y el de Luco) fue comerciante y bodeguero en Valparaíso, y de aquí las valiosas propiedades que en esa ciudad conservan todavía los Íñiguez y las que hace poco tenían allí los Luco y Aragón Don Juan Luco y Aragón era alcalde de Santiago en 1806.
Los Landa y los Vivar figuran en el primer libro de Consulado de Santiago entre los mercaderes de más fuste de mediados del último siglo. Su tío y protector don Tomás Ruiz de Azúa había sido alcalde de Santiago desde 1703.
El entroncamiento directo se mantuvo sin embargo en los Azúa hijos de doña María de Amaza y Lisperguer, la primogénita de San Nicolás de Purutún, que falleció en 1714. Pero como dejara una hija (doña Ana de Azúa), casóse ésta con el hijo y heredero del presidente de Chile don Tomás María de Poveda, cuyo último murió de repente en Santiago. Era este hijo don José Marín de Poveda, marqués de Cañada Hermosa, que tenía mucho más honras que tierras, por lo cual dio su mano a la heredera de un mayorazgo, como lo habían hecho hacía medio siglo, cuesta del Melón de por medio, los Yrarrázaval y los Bravo de Saravia. [128]
En cuanto a los Cortés, descendientes del conquistador de México y de los cuatro Pedro Cortés que figuran con tanta gloria en La Serena y en Arauco en los siglos XVI y XVII, sólo diremos que a fines del siglo XVIII se emparentaron estrechamente con los Lisperguer por los Amaza, los Azúa y los Marín de Poveda (cuyos apellidos, por la caducidad de los hombres, se hicieron una sola familia). Y al fin fueron ellos los herederos directos de las encomiendas, de las capellanías laicas y de las prendas personales de los últimos. En las casas de Bellavista en San Nicolás (santo de los Lisperguer) de Purutún, se muestra todavía a los viajeros y a los huéspedes una vieja espada en cuya hoja toledana se lee por un lado esta inscripción:Soy de Juan Rodulfo Lisperguer,y por la otra, Alabado sea el Santísimo Sacramento.[129]
¿Fue esa la espada ancha con que Juan Rodulfo Lisperguer se batió cual otro Héctor en Boroa?
Dijimos que los Cortés de Chile provienen de Hernán Cortés, de Medellín, y aunque para el lustre de sus blasones les sobraría con descender de Pedro Cortés Monroy, que militó en Chile sesenta años y hallóse en ciento diez y nueve batallas, los reyes de armas los encumbran todavía más arriba porque los hacen nacer en Roma, después en Zaragoza, veinte y cinco años antes de Jesucristo, después en Módena, y por último en Salamanca y Medellín, donde don Martín Cortés, padre de Hernán Cortés, casóse con doña Catalina Pizarro. Familia hubo empero en Chile que eclipsó a los descendientes de Silio Cortés Romano, porque el origen del linaje de los Lastra (dice el rey de armas don Manuel Antonio Crochero) procede de uno de los tres Reyes Magos, que pasaron a Belén a la adoración de Nuestro Redentor.[130]
Entre tanto, y mientras así se derramaba y corría a raudales por las venas de la colonia aquel torrente de sangre de príncipes que había arrancado de los tres enlaces de don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, ¿cuál suerte había cabido a este verdadero patriarca de las tribus de Santiago?
Su buena y abundosa consorte doña Catalina Lorenza de Yrarrázaval, que había sucedido a la difunta doña María de Torres por los años del terremoto (1647), vivía todavía joven y lozana en 1771, no obstante que pasara su existencia perpetuamente entregada a cuidar bayetas y pañales. Como lo hemos ya contado, esta noble matrona tuvo doce hijos y sucumbió con el último. [131]
Debía contar don Juan Rodulfo de sesenta a sesenta y cinco años cuando desapareció su segunda consorte. Pero como era Lisperguer y a la vez era Solórzano, no tardó en llevar a su despoblada alcoba una tercera esposa. Fue ésta doña Inés de Aguirre y Cortés, viuda de un antiguo encomendero, que llevaba, como ella, un apellido coquimbano, don Cristóbal Fernández Pizarro, el mismo que figura como uno de los fiadores del depositario general en el pleito que éste sostenía contra los bienes de doña Catalina de los Ríos, después de su fallecimiento.
Tenía doña Inés de Aguirre un hijo de su primer matrimonio llamado don Cristóbal Pizarro y Aguirre. ¡Y cosa extraña! Vino a ser éste el depositario de todo el cariño, confianza y fortuna de su padrastro don Juan Rodulfo, que le dejó de albacea y custodio de sus bienes. Comenzaba ya visiblemente la decadencia de los Lisperguer, a la que seguiría en breve su total desaparición. Su propio patriarca y fundador les volvía las espaldas.
Tuvo todavía don Juan Rodulfo seis hijos de este tercer matrimonio, ninguno de los cuales fue apto para propagar su nombre, porque o murieron antes de la pubertad, o fueron estériles, como planta destinada a secarse, o tomaron otros nombres, repudiando el suyo propio después de la Quintrala.
Llevando así sobre sus espaldas una familia que era una verdadera tribu, don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano veía acercarse el fin de un siglo en cuyas primeras horas había nacido. Hallábase pobre pero no agobiado [132] . Veintidós hijos representan, aun por el sistema acumulativo, cinco o seis familias, y las fuerzas de un solo hombre se rinden delante de las exigencias de una prole que forma una ciudad, y tanto más cuanto esa descendencia era de tres lechos. Tan sólo las dotes de sus seis monjas importaron a don Juan Rodulfo una cuantiosa fortuna. Cada monjío valía lo que cualquiera de las mejores haciendas tradicionales de Chile, Pol- paico o Acúleo, Ocoa o San Pedro de Limache.
Y por esto uno de sus hijos de su segundo enlace, don Fadrique, solicitando en vida de su padre una encomienda de indios del gobernador del reino, decíale que don Juan Rodulfo había consumido su patrimonio y el de sus hijos, quedando pobre, con su familia muy desacomodada, constando de diez y nueve hijos, los más de ellos sin remedio.
Hemos dicho también, al recorrer las riquezas y las trampas de los Machado de Chávez, tíos de la primera mujer de don Juan Rodulfo Lisperguer, que hacia la medianía del siglo XVII habíase visto el último forzado a vender su casa de la Cañada a su primo o cuñado el provisor don Francisco Machado, a causa tal vez de los sacrificios que le había impuesto su misión diplomática al Perú en el alzamiento de 1615, porque esa venta tuvo lugar antes de 1661. Y este era el pago que un distinguido servidor del país encontraba entre sus compatriotas por sus sacrificios, al paso que los oidores y los presidentes se rendían a las faldas de su ominosa pero acaudalada prima, horror de su siglo.
Del heredero directo de don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, [133] que lo fue don Pedro Lisperguer y Torres, daremos a poco andar alguna última y lastimosa noticia, y aun parece que en su desdichada vida no contó ni con el amor ni con la protección de su padre. Descúbrese en éste ciertas vislumbres de predilección por aquel don Fadrique que lamentaba su pobreza, pero que pareció llamado a sostener el brillo y el poder de su familia. Sirvió, en efecto, don Fadrique cerca de diez y siete años al rey y a la patria, y estuvo en Valparaíso con el presidente Garro, a cargo de una compañía de cien hombres, cuando los bucaneros atacaron temerariamente nuestras costas por los años de 1680.
Había don Fadrique contraído también un matrimonio ventajoso con una hermosa encomendera llamada doña Catalina de Soto, hija de conquistadores. Pero la muerte tronchó sus días en hora prematura, y así tuvo fin aquella última esperanza de los antiguos Lisperguer.
Don Juan Rodulfo, a su vez, había llegado a esa edad del hombre en que la existencia es sólo un cementerio, porque se vive de continuo entre los sepulcros de los que fueron y de los que amamos. Cuando dictó su testamento en 1694 se mostraba todavía animoso, con buena salud, fuerte para el trabajo, y aun se alistaba para marcharse a sus haciendas. Pero después de esa fecha no hemos alcanzado a obtener ningún dato de su vida ni de su desaparición.
No hemos llegado tampoco a penetrar, en la oscuridad de aquellos años, cuáles fueron las relaciones que don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano y su familia mantuvieron con su prima hermana doña Catalina de los Ríos. Pero tenemos motivos para sospechar que aquellas fueron de completa frialdad, si no de abierto repudio. El testamento definitivo de doña Catalina, en que deshereda a todos sus deudos para aplicarse a sí propia por mano de extraños el beneficio de su oro, es una confirmación de esa sospecha.
Pero si respecto de la vida y de la sociedad existe duda, no la hay con relación a la tumba y al cielo. Los Lisperguer y Solórzano, como los Lisperguer y Yrarrázaval, no quisieron que sus cenizas reposaran en la misma fosa con las de la Quintrala. Al contrario, desde el suntuoso entierro de la última en el presbiterio de San Agustín, aquella iglesia quedó como profanada para sus deudos. Por esto don Juan Rodulfo Lisperguer y su esposa compraron una sepultura en Santo Domingo, al pie del altar mayor, y allí fueron enterrados. Algunos de sus deudos fueron todavía más lejos, porque doña Catalina Lisperguer, la madre de la Santa Rosa chilena, rehusó la mortaja tradicional de San Agustín, y pidió ser envuelta en el sudario de nuestro glorioso padre San Francisco, y sepultada en el entierro de sus padres que daba vista al altar mayor de Santo Domingo.[134]
En cuanto al primogénito de los Lisperguer que no ha mucho hemos nombrado, aquel don Pedro Lisperguer Bitamberg, tercero de su nombre, que dio a luz la sobrina de los oidores Machado por el año de 1634, nada sabemos excepto que fue casado con una dama criolla de altísima prosapia, doña Ignacia Prado Malo de Molina, de donde vino un refuerzo colosal de parentelas al tronco, ya debilitado por las ramas y por las raíces, de los Lisperguer.
Debió llevar el penúltimo don Pedro Lisperguer una existencia oscura y subalterna en vida de su padre (que le sobrevivió muchos años), porque un día, el 4 de junio de 1689, encontrábase aquel personaje en la más triste condición física y moral de un ser humano, tendido en una cama, ciego, sordo y moribundo. Llamaron allí en consecuencia al escribano José Morales Melgarejo para que diera fe de su estado y de su última voluntad, y habiendo conocido al curial tocándole la golilla, no tuvo fuerzas el caballero agonizante sino para decirle que no dejaba bienes de ningún género, pero que daba su poder amplio para testar de sus pobrezas, y en vida todavía de su padre, a su esposa doña Ignacia. Caso común en la corriente de la vida, en la cual el mayor número de los mortales es la punta de diamante que el agua azota al pasar, mientras que unos pocos son los resumideros en que aquella se aposenta y se pudre... La herencia que le legó tan profusamente su tío el arcediano Machado, no le había salido por tanto de gran cuenta...
En cuanto a los Ríos del Mapocho (que los del Biobío son otros y más caudalosos) no corrieron mejor suerte, porque en el mismo protocolo en que se cuenta la decadencia y miseria de los Lisperguer, encontramos otro testamento de un Laureano de los Ríos (agosto 13 de 1728) en que llora también sus escaseces sobre el papel sellado. Y éste ha sido el cauce por donde ha corrido el destino de las familias antiguas de Chile (y de las modernas), semejante a sus ríos que salen preñados de agua y turbiones del seno de las cordilleras, y cuando llegan a la playa van escuálidos de sed, tísicos y moribundos, decretando tarjetas y medallas de oro a los que encuentren y repartan sus últimas hebras de agua.
Fue don Pedro Felipe Lisperguer y Prado, hijo del tercero que acabamos de nombrar, el cuarto y último de su nombre, alcalde de Santiago en 1707. Pero no se sabe otra cosa de él, porque habiendo fallecido en 1727, dejó sólo un hijo a quien pusieron por nombre Juan Agustín, llevados siempre los Lisperguer de su apego y devoción tradicional al santo, a la sombra de cuyo templo habían nacido sus mayores y en cuyas bóvedas dormían sus restos. [135]
El cura de Talca, don Juan Agustín Lisperguer, bisnieto de don Juan Rodulfo el fecundo, y tataranieto de don Pedro el peleador, era chozno del conquistador paje de Carlos V. Y así, en doscientos años, se llenaron las únicas generaciones que reconoce la ley, o más bien el uso, como parentesco, en el estado civil de los hombres. Consagróse al altar el último de los Lisperguer, tal vez en razón de las capellanías que habían ido fundándose en la familia, puesto que las heredades, por la división y subdivisión de los enlaces y testamentarías, habían llegado a tal desmedro que en uno de los manuscritos del archivo general existen testimonios de cómo el último de los Lisperguer recibía préstamos mezquinos a manera de limosna, por buena obra y amistad.
No tiene por esto nada de extraño que el último de los Lisperguer se ordenara y cantara misa para comer, y en esta condición falleció el cura de Talca en 1758, acabándose así en un altar aquella familia poderosa y terrible que tanto había necesitado durante doscientos años del ara de la expiación [136]
Por los mismos años a que hemos llegado en esta historia (1732), existía también en el claustro de Santo Domingo, según ya dijimos, un fraile de tan avanzada edad que frisaba ya en un siglo. Era éste el vicario in capite Pedro Lisperguer, sexto y último de su nombre.
Y así en un humilde párroco de almas y en un monje nonagenario encontró su fin aquella raza que había dado a Chile sus más lucidos capitanes, sus estadistas, sus gobernantes en todas las categorías del poder y de la administración pública durante dos siglos.
Pero en este desenlace, al parecer inconexo, trunco y extraño, enciérrase una lección que tal vez es acertado señalar a las generaciones, como el fruto filosófico de estos estudios iniciales de la colonia, bóveda tenebrosa de los siglos a la que pocos se atreven todavía a descender. Porque el lector que penetra más allá de la superficie engañosa de los acontecimientos, habrá debido notar que el brillo, el renombre y el poderío de los Lisperguer fue reconocido y acatado en Chile sólo cuando ejercieron las mejores y más levantadas condiciones de su desigual naturaleza, cuando tuvieron patriotismo, desinterés y virtud. Mas, apenas aparece en su seno el vicio consentido, osado y feroz, comienza la era del desprestigio, de la decrepitud, de la ruina. La alcoba de doña Catalina de los Ríos, manchada de sangre y de profanaciones, es el vértice del influjo social y doméstico de aquella familia que fue la verdadera dominadora del país durante un siglo, su espectro en otro siglo, y hoy apenas su sombra, resucitada un momento por la investigación.
Y hay todavía en estos imperfectos bosquejos de una era desconocida, algo que puede aprovechar el hombre de juicio y de verdad que, desdeñando el colorido y el deleite exterior de los cuadros de la vida colonial, penetre resueltamente en sus fieras entrañas: ese algo, que nosotros buscamos con amor y con fe desde la primera niñez, es la enseñanza del presente y del porvenir por los hechos constantes y la lógica eterna de la historia.
Porque, volvemos a decirlo, el siglo XVII, colocado entre la edad embrionaria de la conquista y el prosaico usufructo del siglo XVIII, que perteneció por entero a los mercaderes de Vizcaya y de Navarra, preséntase al hombre de estudio no sólo como un sombrío panorama social y político, revestido de los más primorosos atavíos de la leyenda, sino como el gimnasio en que la nación azotada por todas las calamidades del cielo y del destino, ejercitó esa energía, inerte tal vez, pero sufrida y tenaz que tantas veces la ha mantenido a flote, ya en el naufragio de las virtudes y del honor de sus mandatarios, ya en las borrascas de las enardecidas y mal encaminadas pasiones populares.
Ese género de estudios es, por tanto, acreedor al más vivo interés de parte de la juventud, expuesta a las falacias de una literatura tan amena cuanto frívola. Y este ensayo es tal vez una vislumbre de esa' labor futura, porque si es un hecho que la monótona y estéril historia militar de la colonia hállase ya escrita y agotada en diez volúmenes impresos de historiadores nacionales o extranjeros, está por escribirse su historia política, sacada a luz de los archivos de España, al paso que su historia social queda aún por desenterrarse de los archivos de los escribanos de Santiago, estos cronistas inconscientes pero infatigables que iban cosiendo, conforme a su tarifa, en sendos pergaminos de becerro, la vida diaria y casera de nuestros abuelos y de la cual el presente trabajo no es sino un capítulo tomado como al acaso y por entretenimiento veraniego. [137]
Tal, al menos, ha sido nuestro propósito al levantar por la primera vez una extremidad del denso velo de dolores y de infortunios públicos, de pruebas y de lágrimas del hogar, que oculta una de las edades más aciagas pero al mismo tiempo más llena de lecciones de nuestro pasado.
Hacemos por tanto votos porque la juventud que piensa, que estudia y siente, continúe en futuras labores esta exhumación de siglos que fueron y del cual el nuestro, que ya acaba, ha de ser forzosamente una derivación y un reflejo.

Apéndice

Índice de los testamentos de la familia Lisperguer contenidos en el presente Apéndice, con expresión del archivo en que existen y de los escribanos ante quienes fueron otorgados.
I. Cláusula testamentaria de Bartolomé Flores, ante Juan Hurtado. Santiago, noviembre 11 de 1585 (Papeles del señor don Francisco de Paula Figueroa).
II. Testamento de doña Águeda de Flores, ante Ginés de Toro Mazote, el 15 de mayo de 1595, y cláusula testamentaria en 1630 (Archivo de la Curia).
III. Testamento de doña Josefa Lisperguer, monja agustina. Santiago, 3 de septiembre de 1631. Ante Juan de Astorga y Tello, (Archivo de la Curia).
IV. Poder para testar y testamento de doña Magdalena Lisperguer, ante Pedro Vélez. Abril 28 y 1? de septiembre de 1648 (Papeles del señor Francisco de Paula Figueroa).
V. Testamento de doña Florencia Solórzano de Velasco, ante Pedro de Vélez. Santiago, junio 13 de 1656 (Archivo General).
VI. Poder para testar de don Alonso Campofrío y doña Catalina de los Ríos, ante Miguel Miranda Escobar, el 24 de noviembre de 1626 (Archivo General).
VII. Primer testamento de doña Catalina de los Ríos, ante Pedro Vélez, Santiago, mayo 10 de 1662 (Archivo General).
VIII. Segundo y último testamento de doña Catalina de los Ríos, ante Pedro Vélez. Santiago, enero 15 de 1665 (Archivo General).
IX. Testamento de don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, ante José de Morales. Santiago, junio 18 de 1694 (Archivo de la Curia).
X. Poder para testar de don Pedro Lisperguer y Machado, ante José de Morales. Santiago, 4 de junio de 1698 (Archivo General).
XI. Testamento de doña Isabel de Aguirre, ante Francisco Javier de Campusano. Serena, febrero 6 de 1735 (Archivo de la Curia).
XII. Testamento de doña Inés de Lisperguer y Andía, ante Juan de Morales Narváez. Santiago, junio 16 de 1714 (Archivo de la Curia).
XIII. Testamento de doña Rosa Gallardo y Lisperguer, ante Miguel Gómez de Silva. Santiago, agosto 25 de 1767 (Archivo de la Curia).
XIV. Poder para casarse y casar a sus hijas, enviado a Córdoba por el oidor don Pedro Álvarez de Solórzano , ante Juan Donoso Pajuelo, el 17 de noviembre de 1617 (Archivo General).
XV. Donación que hizo doña Catalina de los Ríos a su hermana doña Águeda de los Ríos, para que ésta enterase la dote de 50.000 pesos, ante Miguel de Miranda Escobar, el 31 de julio de 1626 (Archivo General).
XVI. Poder de doña Águeda de Flores al capitán Lucas de Añasco, para recobrar ciertos bienes de familia en el Perú, ante Miguel de Miranda Escobar, el 7 de agosto de 1628 (Archivo General).
XVII. Carta dotal de doña Catalina de los Ríos, 20 de septiembre de 1628, ante Miguel de Miranda Escobar (Archivo General).
XVIII. Carta del obispo de Santiago, don Francisco de Salcedo, al Consejo de Indias denunciándole algunos crímenes de doña Catalina de los Ríos y su madre, fechas en Santiago el 16 de marzo de 1633 y abril 10 de 1634 (Papeles del Ilustrísimo Arzobispo de Santiago).
XIX. Instrucciones del oidor de Lima don Blas de Torres Altamirano sobre su desposorio con doña Águeda de los Ríos el 26 de julio de 1616, archivados en el protocolo de don Bartolomé de Maldonado correspondiente a ese año (Archivo de la notaría de San Bernardo).
XX. Donación que don Alonso Campofrío y Carvajal y doña Catalina de los Ríos hicieron al Colegio de la Compañía de Jesús de una encomienda de indios en Codegua ,ante Miguel de Miranda Escobar, el 23 de septiembre de 1628 (Archivo General).
XXI. Extracto de las principales deudas del provisor Machado de Torres.
XXII. La tradición del primer olivo de Chile.
XXIII. Doña Nicolasa Zapata de Yrarrázaval.
XXIV. Don Melchor y don Ramiro Yáñez de Saravia y los fundadores de esta familia en España y Chile .
XXV. Los seis Jerónimos Hurtado de Mendoza.
XXVI. Noticias sobre el testamento, la casa y el mayorazgo de doña Marcela de Hinestrosa.
XXVII. Blasones de la familia Cortés y de la familia Lastra.
XXVIII. Notas biográficas sobre los Amaza.
XXIX. Cuadro sinóptico de los veintidós hijos de don Juan Rodulfo Lisperguer

I.
Cláusula Testamentaria de Don Bartolomé Flores ante Juan Hurtado
Santiago, noviembre 11 de 1585
.

Papeles del señor Francisco de Paula Figueroa
Sepan cuantos esta carta de testamento última y postrimera voluntad vieren, como yo, Bartolomé Flores vecino de esta ciudad de Santiago, de este reino de Chile, natural de Norenverga, hijo legítimo de Juan Flores y de Águeda Juberí, su legítima mujer, difuntos que sean en gloria, estante en mi heredad que tengo en la dicha ciudad de Santiago y en mi buen seso y cumplida memoria, temiéndome de la muerte que es cosa natural, deseando poner mi ánima en carrera de salvación, creyendo como firme y católicamente creo en la santa fe católica de Jesucristo y en todo lo que tiene y cree la Santa Madre Iglesia de Roma, tomando como tomo por mi abogada e intercesora a la gloriosa siempre Virgen Nuestra Señora Santa María, a la cual suplico quiera rogar a su muy precioso hijo Nuestro Señor y Redentor Jesucristo quiera perdonar mi ánima, y llevarla a su santa gloria del Paraíso, para donde fue creada, otorgo y conozco que hago y ordeno este mi testamento en la forma y orden siguiente.— y cumplido y pagado que sea este mi testamento en el remanente que dejare y fincare de todos mis bienes muebles, y raíces, derechos y acciones, dejo y nombro por mi universal heredera a doña Águeda Flores, mi hija natural, a la cual reconozco por tal mi hija natural, para que lo haya y herede todo con cargo que no revoque ni contravenga las donaciones que tengo hechas a los indios de Talagante y Putagán y al hospital de esta ciudad e instituciones de capellanías por mí otorgadas, antes las sustente como en las escrituras que tengo echas se contiene y revoco y anulo y doy por ninguno todos y cualesquiera testamento, codicilos, poderes para testar que antes de este haya hecho para que no valgan, salvo éste que agora el cual quiero que valga por mi testamento y última voluntad en testimonio de lo cual otorgué la presente carta ante escribano público de uso escrito, que es fecho en la ciudad de Santiago en mi heredad y viña a once días del mes de Noviembre de mil e quinientos y ochenta y cinco años, siendo testigos el padre fray Francisco Moncalvillo, de la orden de Nuestra Señora de la Merced y Esteban de Salamanca, yBartolomé Flores el mozo, yFrancisco Hipólito y Francisco de Salamanca, y al dicho otorgante doy fe que conozco, y a firmo porque dijo que no podía y a su ruego firmó por el dicho Francisco de Salamanca, testigo susodicho.— A ruego y por testigos, Francisco de Salamanca. Pasó ante mí, Juan Hurtado (escribano público).

II.
Testamento de doña Águeda de Flores en Santiago ante Ginés Toro Mazote el 19 de Mayo de 1595.

Archivo General.
En el nombre de Dios Todo Poderoso, Padre, Hijo y Espíritu Santo que son tres personas y un solo Dios verdadero. Sepan cuantos esta carta de testamento última y postrimera voluntad vieren, como yo, doña Águeda de Flores, mujer del capitán Pedro de Lisperguer, vecino de esta ciudad de Santiago reino de Chile, digo que por cuanto yo voy a la ciudad de los Reyes, a donde está el dicho capitán Pedro de Lisperguer mi marido, y por los riesgos y peligros que hay, temiendo la muerte que es cosa natural, ordeno este mi testamento última y postrimera voluntad en la forma y manera siguiente:
Primeramente encomiendo mi ánima a Dios Nuestro Señor que la creó y redimió con su preciosa sangre, creyendo como firmemente creo todo aquello que tiene y cree la Santa Madre Iglesia Católica Romana, y tomando como tomo por mi abogada a la gloriosa reina de los ángeles, madre de Dios, y a los santos y santas de la corte del cielo para que rueguen a Dios por mí.
Item mando que si Dios Nuestro Señor me llevare de esta presente vida, siendo en esta ciudad, me entierren en mi sepultura en la iglesia mayor de esta ciudad, y si fuera de ella, sea en la parte que a mis albaceas pareciere.
Item digo y declaro que yo soy casada, según orden de la Santa Madre Iglesia con el capitán Pedro de Lisperguer, y durante nuestro matrimonio hemos tenido y tenemos por nuestros hijos legítimos a don Juan Rodulfo y a doña María de Flores y a don Bartolomé y a doña Catalina y a doña Magdalena y don Pedro Fadrique y a Mauricio, declárolos por tales mis hijos legítimos.
Item digo y declaro que las casas de junto a la plaza con dos solares y todas las tierras que al presente poseo, excepto la chácara de Tobalaba, y todos los ganados que hay son de por mitad gananciales y todo lo demás lo traje de dote y casamiento: declárolo así.
Item declaro y es mi voluntad que se digan por mi ánima en la iglesia mayor de esta ciudad por los clérigos que a mis albaceas les pareciere, cincuenta misas rezadas y por ellas se le dé cincuenta pesos de limosna.
Item mando que en los monasterios de San Francisco, Santo Domingo y Nuestra Señora de las Mercedes y San Agustín y en la Compañía de Jesús, se digan en cada monasterio por los religiosos de ellos otras cincuenta en cada monasterio, las cuales se pague la limosna de las cosas de cosecha de mi casa, un peso de cada misa, y de la paga me remito a lo que mis albaceas quisieren, todas las cuales dichas misas se digan a la pasión de Nuestro Señor Jesucristo y de su bendita Madre por mi ánima. Item, mando se digan por las ánimas de mis padres cien misas rezadas, las que les repartan mis albaceas entre los religiosos de esta ciudad dando la mayor parte al convento de San Francisco, y se pague la limosna por la orden dicha.
Item, mando se den de limosna al monasterio de monjas de esta ciudad cincuenta pesos en ropa que hubieren menester. [138]
Item, mando al hospital de los pobres de esta ciudad cincuenta pesos por la orden de la manda supra próxima.
Item mando a las cofradías de la Soledad, Vera Cruz y las Ánimas, Nuestra Señora del Rosario, diez pesos a cada una.
Item mando a Francisca Márquez, mi criada por lo que me ha servido cien pesos de oro.
Item mando a Juana de Flores, mujer de Juan Bautista, sesenta pesos de ropa, cual quisiere, y así mismo mando se le dé a la susodicha por todos los días de su vida tres cuadras de tierras en las tierras de Huechuraba donde tengo tres chácaras y después de sus días vuelva a mis herederos.
Item mando a las mandas forzosas medio peso a cada una, con lo cual las aparto del derecho que tienen a mis bienes.
Item mando a los indios Puelches de la encomienda del dicho mi marido, quinientas ovejas por lo que le soy en obligación y por la misma causa mando a los indios de Putagán cuatrocientas ovejas y a los de los Cauquenes seiscientas, y a los indios de Talagante, cien pesos en ropa, y a todos los indios que tengo en la chácara y pastores de mi servicio otros cien pesos, todo lo que se reparta luego entre los dichos indios, dentro de cuatro meses después de yo fallecida, y la partición sea por iguales partes a viejos y mozos, de suerte que gocen de todas estas mandas que a cada repartimiento toca y lo coman y vistan sin que entre en poder de protesta ni otra persona.
Item se paguen todas mis deudas a las personas a quienes debo, conforme a un memorial que dejo firmado de mi mano.
Item mando que si alguna persona declarare deberle hasta cuantía de diez pesos, jurándolo se le pague de mis bienes.
Item mando a don Juan Rodulfo mi hijo mayor la viña y tierra de ella, vasija y demás adherentes como está y yo la heredé de mi padre Bartolomé Flores, la cual manda le hago sin que durante los días de la vida del capitán Pedro de Lisperguer su padre y mi marido, goce del usufructo de la dicha viña, y si el dicho don Juan muriese sin hijos, vuelva al tronco y se reparta entre los demás mis herederos por iguales partes, llevando lo que de derecho le perteneciere de su legitima de mi parte y en esto y en lo demás que le mandare se entienda lo dicho, y así mismo con el dicho gravamen le mando la estancia de la Mar y la de Mico con las vacas que tiene y así mismo la estancia de Pudagual, todo lo cual le mando con cargo que los primeros tres años alimente a don Bartolomé y a don Pedro y a Mauricio sus hermanos, y pasado los tres años, todos los días de su vida les dé setenta novillos cada año a cada uno y se lo doy sin gravamen que no lo pueda vender ni enajenar ni acensuar sino que siempre esté en pié y separado.
Item mando a mis hijos don Bartolomé y doña Catalina y Mauricio todas las tierras que yo hube de mi padre y la parte que me cabe como bienes gananciales para que lo partan por iguales partes.
Item mando a doña María de Flores y nombro por sus bienes que lo hubo y heredó de su abuelo mi padre las casas en que al presente vivo que son junto a San Saturnino, con todo lo que le pertenecen de tierras y una viña que le dejó en la Concepción, que la tiene en arrendamiento Hernán Cabrera y una tienda en el puerto de Valparaíso, que está en compañía del capitán Tomas de Pasten, y pido y ruego al capitán Pedro de Lisperguer mi marido le dé la mitad de la chácara de Tobalaba que hubo de Alderete, porque la otra mitad se la doy, y así mismo le mando tres mil cabezas de oveja que están en Lampa, y trescientas vacas que están en una estancia junto a donde están las dichas ovejas, y no habiendo las trescientas vacas mando se le cumplan de las que tuviere la estancia de la Mar, y más le mando cuatrocientas cabras de vientre, y si estas mandas fuera de lo que le toca de su abuelo excede en la herencia, que de mi parte le puede pertenecer en la tal demasía, la mejoro como mejor puedo entre todos los demás mis hijos.
Item, mando a don Pedro mi hijo... [139] para que sean suyas.
Item mando a mi hija doña Magdalena, las tierras de Quitoa y todas las que tengo en Talagante.
Item mando que en las casas de la plaza viva don Juan mi hijo, toda su vida y sus hermanos, a los cuales ruego que no enajenen esta casa por haberla heredado de mi padre.
Item mando que una esclava que tengo llamada María, con dos hijas suyas sirvan a mis hijas toda su vida y que no las vendan por haber nacido y criádose en mi casa, y en todo el remanente que quedare y fincare de todos mis bienes derechos y acciones, dejo y nombro por mis universales herederos y todos mis hijos para que partan por iguales partes, y para cumplir y pagar este mi testamento y lo en él contenido, nombro por mis albaceas al capitán Pedro de Lisperguer mi marido y a don Juan Rodulfo, mi hijo y al capitán Juan de Ahumada, vecinos de esta ciudad y Alonso del Campo Lantadilla, alguacil mayor de ella, a todos cuatro juntamente y a cada uno y a cualquiera de ellos insolidum y revoco cualesquier testamento que haya fecho y poderes que haya dado para testar para que no valgan salvo éste que ahora otorgo, el cual quiero que valga por mi testamento o codicilo o por aquello que hubiere lugar de derecho, en testimonio de lo cual otorgué la presente carta ante el presente escribano, y lo juro el auto, que es fecho y otorgado en la ciudad de Santiago, en diez y nueve días del mes de mayo de mil y quinientos noventa y cinco años: testigos que fueron presentes Luis Sánchez y Diego Escudero y Francisco de Soto soldado y Juan Escudero y Juan ... [140] estantes en esta ciudad y a la otorgante a quien yo el escribano doy fe que conozco la cual lo firmó aquí delante,—Doña Águeda Flores.— Pasó ante mí Ginés de Toro Mazote, (escribano público y cabildo).
Cláusula Testamentaria de doña Águeda de Flores en 1630
Archivo de la Curia
En el nombre de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero que vive y reina por siempre, y de la Virgen Sagrada Santa María, y de todos los santos y santas de la corte celestial a cuyos honro y reverencio: Sepan cuantos esta carta vieren como yo doña Águeda Flores, viuda del capitán Pedro Lisperguer, vecina que soy de esta ciudad de Santiago de Chile, digo: que por cuanto yo tengo mucho amor y voluntad a don Nicolás Lisperguer mi nieto, hijo del general don Pedro Lisperguer mi hijo difunto, y deseo su aumento en cuya atención y porque haya efecto la memoria de misas y capellanía perpetua que tengo intento de instituir otorgo que de mi propia y libre voluntad por las causas dichas y con las condiciones y gravámenes que irán especificados, hago gracia de donación pura, perfecta irrevocable hecha entre vivos a vos el dicho don Nicolás Lisperguer mi nieto que está aquí presente de todas las tierras que tengo en el pago de Toboladas (sic) linde con las tierras Peñalolén y con el rio de Ramón y con las chacras de Ñuñoa, según mas largamente están declarado los linderos en la medida, y lo que les despachó de ellas por el gobernador don Pedro de Valdivia, y aprobación del cabildo entregó el maestro de Campo Ginés de Lillo, con las aguas, pastos, curtiembres, entradas y salidas, que a las otras tierras pertenecen en la traza de esta dicha ciudad, junto al de don Juan Rodulfo Lisperguer, donde de presente está el molino de ellos, por deslinde a ellos en medio con Jorge Fernández de Tovar, por el capitán Gaspar Calderón, con lo que hubiere plantado y edificado.
Águeda de Flores

III.
Testamento de Doña Josefa Lisperguer, Monja Agustina, ante Juan de Astorga Tello, Santiago, 3 de Septiembre de 1651

Archivo de la Curia de Santiago
Sepan cuantos esta carta vieren, como yo doña Josefa Flores y Lisperguer y Solórzano, hija legítima del general Pedro Lisperguer y doña Florencia de Velasco, mis padres, monja novicia de la regla de San Agustín, en el convento de la advocación de la Limpia Concepción de Nuestra Señora, y en virtud de la licencia de arriba, digo que por cuanto a gloria y honra de Dios Nuestro Señor y de su bendita y gloriosa madre, yo tengo de profesar en la dicha religión, donde tengo de vivir y morir, para lo qual tomo por mi abogada a la serenísima Reina de los Ángeles, madre de Dios y señora nuestra, para que juntamente con todos los santos y santas de la corte del cielo, nieguen a su precioso hijo quiera perdonar mi alma y llevarla a su santa gloria en la mejor forma que puedo y de derecho y otorgo mi testamento en la manera siguiente:
Primeramente encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor que la crió y redimió con su preciosa sangre, y cuando fuera servido de me llevar de esta vida, mando que mi cuerpo sea enterrado en la iglesia de este convento en la forma que se acostumbra a las demás religiosas dél.
Item mando a las mandas forzosas dos reales a cada una, con que las aparto de mis bienes.
Item mando que removido y pagado el dote y limosna que por mi se da al convento y los demás gastos que se hicieren, de lo mejor y más bien parado de mis bienes, luego que yo profese se den a mi madre doña Florencia de Velasco, un mil pesos de plata de a ocho reales para que los goce todos los días de su vida y después de ella se vuelvan al montón de mis bienes para que se haga de ellos lo que abajo se contendrá.
Item mando que pagado todo lo susodicho contenido en la cláusula de arriba, todo el resto que quedare de mis bienes, así al presente de padre como los que me pertenecieren de madre y abuelos, y en otra cualquiera manera me puedan pertenecer, se vendan e impongan a renta sobre buenas posesiones para mis alimentos por los días de mi vida, y después de ella se imponga una memoria y capellanía de misas en la cantidad que alcanzaren y en la forma que a la sazón corriere la limosna de ella y con las condiciones que le impusieren mis albaceas, lo cual perpetuamente se ha de servir en la iglesia de este convento por el capellán que fuere del en el ínterin que de mi linaje no haya sacerdote, que habiéndolo la ha de servir en el dicho convento y no otra persona, y nombro por patrón de ella a don Juan Flores, mi hermano y a sus descendientes y a falta, al pariente mas propinquo (sic) de nuestro linaje y lo mismo se ha de hacer de los mil pesos que mando a la dicha mi madre, y para cumplir y pagar este mi testamento y lo en él contenido dejo y nombro por mis albaceas a doña Águeda de Flores, mi abuela y a doña María Flores mi tía, y a dicho don Juan Flores mi hermano y don Nicolás Flores y Lisperguer, así mesmo mi hermano, a todos quatro juntamente y a cada uno insolidum con igual facultad para que como tales cumplan y ejecuten este mi testamento y lo en el contenido, con lo qual revoco y anulo y doy por ninguno todos los demás testamentos, codicilos y poderes que antes de este haya fecho y otorgado y poderes que haya dado para testar, para que no valgan, salvo el cual valga por mi testamento o codicilo o por aquella via que mas haya lugar de derecho, que lo otorgó en la ciudad de Santiago de Chile, en tres de setiembre del año de mil y seiscientos y treinta y uno, y por no saber firmar, firmó por mí a mi ruego Juan de Astorga. — Juan de Astorga Tello.

IV.
Poder para testar y Testamento de de Doña Magdalena Lisperguer, ante Pedro Vélez, Santiago, abril 28 y 1° de septiembre de 1648 .

Papeles del Señor Francisco de Paula Figueroa
En el nombre de Dios, amén: Sepan cuantos esta carta de testamento vieren como yo el Maestre de Campo don Juan Rodolfo Lisperguer, vecino de esta ciudad de Santiago de Chile, en nombre de doña Magdalena Flores, mi tía, difunta y en virtud del poder que me otorgó para testar por la susodicha, cuya disposición y su tenor es como sigue: En nombre de Dios amen. Sepan cuantos esta carta vieren como yo doña Magdalena Flores, natural de esta ciudad de Santiago de Chile y vecina de ella, hija legitima del capitán Pedro Lisperguer y de doña Águeda Flores difuntos, estando enferma en cama y en mi juicio natural, qual Dios Nuestro Señor fue servido hacerme creyendo como firmemente creo en el divino y alto misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, y en todo lo demás que tiene, cree y confiesa la Santa Madre Iglesia católica de Roma en cuya fe y creencia he vivido y protesto vivir y morir. Digo que por cuanto la gravedad de mi enfermedad no me da lugar a hacer, ordenar y otorgar mi testamento, y por cuales cosas de mi alma y conciencia tengo comunicadas con el maestre de campo don Juan Rodolfo Lisperguer, mi sobrino, otorgo que le doy poder cumplido el que de derecho se requiere y es necesario al dicho maestre de campo don Juan Rodolfo Lisperguer, para que en mi nombre, aunque sea pasado el término que el derecho dispone y mucho más tiempo después de yo fallecida pueda hacer, ordenar y otorgar mi testamento, mandando en el lo que le tengo comunicado y que mi cuerpo sea sepultado en el convento del Señor San Agustín en la sepultura de mi madre, y nombrar, que yo nombro por mis albaceas al maestre de campo don Pedro Ordoñez Delgadillo, y al dicho maestre de campo don Juan Rodolfo Lisperguer, y a doña Catalina de los Ríos y al padre lector fray Pedro Flores del orden del Señor San Agustín, a todos juntos a cada uno insolidum a los cuales doy toda facultad para que entren en mis bienes y los vendan y rematen en almoneda o fuera della y de su valor guarden y cumplan el testamento que en mi nombre hiciere el dicho mi sobrino, y nombrar, que yo nombro, por mi heredera a mi alma, cuanto a que no tengo heredero forzoso ascendiente ni descendiente que los herede y revoque que yo revoco cualesquiera testamento, mandas codicilos, poderes para testar y otras últimas disposiciones que antes de este haya fecho para que no valgan salvo este poder y el testamento que en virtud de él se hiciere en que declaro se cumpla mi última y postrimera voluntad. Que es fecho en la ciudad de Santiago de Chile en 28 de abril de 1648 años, y la otorgante que yo el escribano doy fe la conozco lo firmó. — Testigos Thomas de Alarcón de Herrera, y el Reverendo padre lector fray Ignacio de Montes de Oca, el padre predicador fray Luis de Alderete y Isidoro González y fray Jusef de Mendoza, del orden del señor San Agustín, los dichos religiosos presentes.—Doña Magdalena Flores y Lisperguer.— Ante mí, Pedro Veles, (escribano público) .
Y usando del dicho poder de yuso (sic) inserto, otorgo que en nombre de la dicha doña Magdalena Flores, mi tía, hago y ordeno su testamento última y postrimera voluntad en la manera siguiente:
Item declaro que la dicha doña Magdalena Flores, a cuenta de lo que le dio su marido le debe de su dote y herencia y arraes (sic)le tiene dados y pagados dos mil y ochocientos pesos de a ocho reales, de que con licencia y autoridad y en presencia del dicho su marido, según consta más largo de la escritura que en razón de lo referido se otorgó ante Diego Rutal, escribano público que fue de esta ciudad en ocho de abril de mil e seis cientos y cuarenta y dos años a que me refiero. Declárolo así por voluntad de la dicha difunta, para que en la partición de bienes con el dicho su marido se le carguen en su porción los dichos pesos que así tiene recibidos por cuenta del dicho su dote y herencia y arraes (sic) y demás efectos que convengan.
Item declaro fue voluntad de la dicha difunta comunicada conmigo que cumplido este testamento de lo que toca a deudas, legados y obras pías y descargo de su conciencia, si acabada la partición de bienes con el dicho su marido no le alcanzare porción con que se pueda sustentar junto con sus indios de encomienda, en tal caso sea usufructuario por los días de su vida, de la chácara Dotal de la dicha doña Magdalena Flores, con el Encon y de todo lo plantado y edificado en ella y del servicio de Pedro Catago, negro y Cristina su mujer y Isabel su hija de los dichos todos tres negros esclavos de la dicha doña Magdalena, que la que la hija tiene un año, con cargo de que todo el tiempo que durare el dicho usufructo haya de pagar el dicho don Pedro Delgadillo, cincuenta pesos de corridos, en cada un año que corresponde a los réditos de un mil pesos de censo principal que están impuestos sobre la dicha chácara y las demasías que se compraron de la ciudad, impuestos en favor de la misma ciudad, los doscientos pesos de dicho censo principal, y los otros trescientos pesos en favor de la Catedral de esta ciudad, y los otros quinientos en favor del convento de Nuestra Señora de Mercedes, de que se ha hecho relación en otras cláusulas de este testamento, porque con esta carga quiere que en el caso referido en esta cláusula, goce del usufructo de la chácara
Dotal de Guachuraba y de el Encon y de los dichos tres esclavos por los días de su vida como dicho es no embargante que el uno de dichos censos está cargado sobre las demasías que se compraron de la ciudad en favor de ella, porque estas y las estancias de Lampa y la otra chácara de Guachuraba que fue de doña María Flores y pertenecen a la dicha doña Magdalena Flores por los títulos referidos ya en otras cláusulas por el tiempo que durare el dicho usufructo, no han de pagar corridos algunos de los dichos censos, sino el dicho general don Pedro Ordoñez Delgadillo, como carga de dicho usufructo por los días de su vida, y después de ella cese, o antes si no llegare el caso o se verificare de gozar de dicho usufructo conforme a la declaración de esta cláusula de testamento y en el uno y otro caso de que cese o no haya de gozar del dicho usufructo se haya de vender y venda la dicha chácara de Guachuraba y Encon, con todo lo plantado y edificado en ella y los dichos esclavos y cualesquiera hijos que durante el dicho usufructo hubieren como bienes de la dicha doña Magdalena Flores, para el cumplimiento de este testamento y de una capellanía, que del residuo de todo después de cumplido lo especial de este testamento quedare de dichos bienes la cual capellanía se imponga por mí en la parte y lugar que me pareciere de la qual me constituyo patrón, e yo me constituyo por tal por esta cláusula, dotando las misas a tres patacones cada una, rezadas en los días que por mi señalaren a su debido tiempo, conforme a la renta que pudiere montar el residuo de los dichos bienes, cumplido este testamento impuestos a censo en la parte que a mí me pareciere para dotación perpetua de la dicha capellanía de la qual fue voluntad de la dicha mi tía fuese yo patrón como dicho es lo que nombrare, por mi fin y muerte sucesores míos legítimos prefiriendo el mayor; y así nombro al que al tiempo de mi fin y muerte fuere mi hijo mayor y los dichos patrones hayan de ir por la misma orden nombrando en el tal patronazgo a su hijo mayor y no los teniendo al pariente más cercano de nuestro linaje, ya a falta de ellos nombro por patrón de la dicha capellanía que se hubiere de imponer de dicho residuo de bienes al cabildo de esta ciudad y por capellán de la dicha doña Magdalena Flores, prefiriesen a otros cualesquiera deudos de nuestro linaje mis hijos y en especial quiso que fuese primer capellán don Fernando Lisperguer y Machado, teniendo voluntad de ser sacerdote y tener el estado eclesiástico y que desde luego que comenzase a tener efecto el correr la venta del dicho residuo de bienes pudiese entrarla a gozar el dicho mi hijo, como primer capellán nombrado e con cargo de mandar decir a otro cualesquier sacerdote las misas correspondientes a la dicha renta y dotación, pagando la limosna de ella al que las dijese a patacón, o como las concertare, y gozando el dicho capellán lo demás a mas que va a decir a los tres pesos en que por voluntad de la dicha difunta las tenga dotadas en esta cláusula y faltando el dicho mi hijo sea capellán otro cualesquiera de los míos que fuere sacerdote y a falta de ellos el deudo más cercano que fuere sacerdote y a falta de unos y otros los que presentaren los patrones de esta capellanía en su tiempo cada uno, y esta capellanía es en favor de las ánimas del purgatorio y de la dicha doña Magdalena y deudos de nuestro linaje y personas a quien ella y su marido fueren en cargo alguna cosa y en favor del ánima de el dicho su marido cuando muera. y porque no sea gravoso a los bienes de la dicha difunta, mando que durante el usufructo que el dicho general don Pedro Ordoñez Delgadillo, ha de tener de la dicha chácara de Guachuraba y su Encon ¡ esclavos referidos, en el caso que pueda y ha tocado en esta cláusula no ha de poder edificar ni mejorar en las dichas chácaras cosa alguna que se le haya de pagar al susodicho ni a sus herederos, ni quien por ellos los hubiere de haber sino que si el susodicho quisiere hacer algunas mejoras se entienda haberlas de restituir libremente con la propiedad de las dichas chácaras y esclavos e hijos, si Dios se los diere durante el dicho usufructo a los bienes de la dicha doña Magdalena Flores, para que de ellos se haga la voluntad de la dicha difunta como queda ordenado en este testamento, y si en caso yo fuere pasado de esta presente vida antes de la ejecución y efectivo cumplimiento de la imposición de la dicha capellanía la puedan ejecutar el pariente que me sucediese y se aliare al referido tiempo porque esta fue la voluntad de la dicha doña Magdalena comunicada conmigo y así mando se guarde y cumpla por su testamento y última voluntad...
Item declaro que lo dispuesto en favor del primer capellán nombrado para esta capellanía del residuo de bienes de la dicha doña Magdalena Flores, que es el dicho don Fernando Lisperguer y Machado, mi hijo en cuanto al poder decir por tercera persona las misas de la dicha capellanía y pagarlas al precio que las concertare y gozar donde quiera que estuviere lo demás, a mas que va a decir al cumplimiento de los tres pesos en que está dotada cada una de dichas misas, sea y se entienda con todos y cualesquiera capellanes que conforme a la disposición de este testamento han de ser capellanes de la dicha capellanía.
Item mando que si cumplido y pagado este testamento quedare algún residuo de los bienes de la dicha doña Magdalena Flores, no sujetos al dicho usufructo, desde luego se imponga el tal resto a censo sobre posesiones y fincas seguras para que desde luego comience a correr la dicha capellanía en favor de las ánimas del purgatorio y demás almas en cuyo favor se impone, diciendo las misas que correspondieren a la dicha renta, a razón de tres pesos en cada una de dichas misas está dotada, y después que cese el usufructo de los bienes que ha de gozar el dicho general don Pedro Ordoñez Delgadillo, o si no llegare el caso en que lo debe gozar se vendan como dicho es los bienes que estaban destinados para el dicho usufructo y se decrezca a la dicha capellanía, o se imponga con ellos como queda declarado Item en declaración de las cláusulas de este testamento, digo y mando que para que sea visto llegar el caso para ser usufructuario de la dicha chácara de Guachuraba y Encon y esclavos el dicho general don Pedro Delgadillo, de no tener por la participación de bienes con que sustentare, se entienda no tenerlos si por dicha partición no le tocaren dos mil pesos de hacienda, así de su capital, si le tubo, como en otra cualesquiera manera que por derecho le pertenezcan dicho dos mil pesos y le fueren adjudicados en dicha partición por sentencia pasada en cosa juzgada o por convenio entre mí y el dicho general don Pedro Delgadillo, y si en dicha partición por convenio o por sentencia le tocaren los dichos dos mil pesos o de ay para arriba, sea visto no haber de gozar el dicho general don Pedro Ordoñez Delgadillo porque así fue voluntad de la dicha difunta, comunicada conmino habiéndola yo es- tendido en favor del dicho don Pedro Delgadillo, en cuanto a mi arbitrio lo dejó la dicha doña Magdalena Flores, por su albacea, a los referidos en el poder que me otorgó para testar de yuso inserto y por ejecutor de él a mí el dicho don Juan Rodulfo Lisperguer, porque así me lo comunicó la dicha difunta, y fue su última voluntad y por heredera a su alma de la dicha doña Magdalena Flores, como ella le nombró para que el residuo de sus bienes se distribuyese en la capellanía que está declarada que es lo que me comunicó y fue su voluntad y revoco como la dicha doña Magdalena revocó, cualesquier testamento, codicilos, poderes para testar y otras últimas disposiciones que antes de este testamento hiso, para que no valga, salvo este dicho testamento y el poder en cuya virtud se ha hecho, en que se cumpla su última y postrimera voluntad según me lo comunicó y en cuya ejecución y cumplimiento lo he hecho y ordenado: Que es fecho en la muy noble y leal ciudad de Santiago de Chile, en primer día del mes de setiembre de mil e seiscientos e cuarenta y ocho años, y el otorgante que yo el escribano doy fe lo conozco, lo firmó de su nombre-siendo testigo el maestre de campo donJosef de Morales Negrete, y el capitánAndrés de Orosco yJuan Ortiz de Espinoza y sargentoLuis de Betanzar yDiego López de Quintanilla, presentes.—Don Juan Rodulfo Lisperguer.— Ante mí, Pedro Veles (escribano público.)

V.
Testamento de Doña Florencia Solórzano ante el Escribano Pedro Vélez, Santiago, 13 de junio de 1657.

Archivo General
En el nombre de Dios Amen. Sepan cuantos esta carta vieren como yo doña Florencia de Solórzano y Velasco, natural de la ciudad de los Reyes del Perú y vecina de esta de Santiago de Chile, hija legitima del licenciado Pedro Álvarez de Solórzano, oidor que fue de esta Real Audiencia y de doña Antonia Ortiz de Velasco, mis padres, difuntos, estando con salud a Dios gracias, y en mi juicio natural que Dios Nuestro Señor se ha servido darme, creyendo como firmemente creo en el divino y alto misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, y en todo lo demás que tiene cree y confiesa la Santa madre Iglesia Católica de Roma, en cuya fe y creencia he vivido y protesto vivir y morir, deseando salvar mi alma y descargar mi conciencia otorgo que hago y ordeno mi testamento, última y postrimera voluntad en la manera siguiente:
Primeramente. Encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor, que la creó y redimió por el precio infinito de su sangre, y el cuerpo a la tierra de que fue formado, y cuando de mi acaeciere finada, mando que mi cuerpo sea sepultado en el convento del Señor San Agustín de esta ciudad en la sepultura del general don Pedro Lisperguer, mi marido difunto y mi cuerpo sea amortajado con el hábito del dicho orden, y si muriere fuera de esta ciudad y no pudiere traerse mi cuerpo a ella, se deposite en la iglesia más cercana que hubiere siendo de San Agustín, y sino de otra y de allí se trasladen mis huesos a esta ciudad al dicho convento de San Agustín, como de yuso mando.
Item mando que acompañen mi cuerpo a la sepultura el cura y sacristán de la Catedral de esta ciudad, con cruz alta, y el demás acompañamiento dejo a disposición de mi albacea.
Item , mando que el día de mi entierro, si fuere ora, y si no el siguiente, se diga por mi alma misa de cuerpo presente de réquiem, cantada, con su vigilia, diácono y subdiácono, y se pague la limosna de mis bienes.
Item mando que el día de mis honras se digan misas cantadas y por cada religión una, y el cabo de año en el santo, y el día de mi entierro una más de cabo de año, y se me digan por mi alma quinientas misas rezadas por los religiosos de San Agustín, y demás oficio se me han de decir el día de mi entierro y el de honras y cabo de año, en cada uno de los dichos tres días demás de estas misas se mande decir por cada religión de esta ciudad, doce misas rezadas por clérigos, que han de decir demás de la cantada, y de todo se pague la limosna de mis bienes y los religiosos de San Agustín dicho día diez han de decir todos los... [141] misa por mi alma, y el día de mi entierro acompañe mi cuerpo el Cabildo Eclesiástico.
Item mando a las mandas forzosas acostumbradas en testamento a cada una de ellas cuatro reales con que las aparto de mis bienes.
Item declaro que fui casada y velada, según orden de Nuestra Madre Iglesia, con el general don Pedro Lisperguer, difunto vecino de esta ciudad, de cuyo matrimonio tuvimos y procreamos por nuestros hijos legítimos al maestro de campo don Juan Rodolfo Lisperguer, y a doña Josefa Flores Lisperguer, monja profesa de la regla de San Agustín de esta ciudad y a doña María Flores Lisperguer y a doña Águeda Flores Lisperguer monja profesa de Santa Clara. [142] y es mi voluntad que a mi hija doña Flora Lisperguer, si las herencias que le toca no le alcanzare a dos mil pesos de a ocho reales, se supla y entere lo que faltare al cumplimiento a dos mil pesos del tercio y remanente del quinto de mis bienes, y lo que así fuere lo tenga a su cargo el dicho mi hijo don Juan de Torres, por la vida de la dicha mi hija, acudiéndole con la renta de ellos en cada un año haciendo obligación en forma [143]... el seguro de dicha mi hija para que goce en forma de dicha renta sobre fincas seguras que tenga el dicho mi hijo, y después de muerta la dicha mi hija, quede por el dicho mi hijo don Juan de Torres la cantidad del dicho suplemento y se consolide el dominio directo de los bienes que obligare a favor de dicha su hermana al que por el susodicho, porque solo ha de ser este gravamen para durante la vida de dicha mi hija doña Josefa Flores Lisperguer, que está presente mejoro en esto a la dicha mi hija, primero que a mi hijo don Juan, y en la forma dicha y reserva del dicho suplemento... mi sobrino y a dicho capitán don Antonio de Torres Segarra, mi marido, y el maestro de campo general don Juan Rodolfo Lisperguer, mi hijo legítimo, y el mayor y al capitán don Juan Alfredo Velásquez de Covarrubias, mi yerno, y al dicho capitán don Juan de Torres Carvajal, mi hijo, a todos juntos y a cada uno y cualquiera de ellos de por sí, insolidum para que entren en mis bienes y los vendan y rematen en almoneda o fuera de él y de su valor guarden y cumplan este mi testamento que para ello les doy el poder que de derecho es necesario para la administración, y nombro por tenedor de bienes al dicho mi marido siendo vivo y no siéndolo al dicho don Juan de Torres, mi hijo.
Item declaro que cuando casé con el dicho capitán don Antonio de Torres Segarra, llevé en dote con el susodicho el procedido de la herencia que me tocó en la partición de los bienes del dicho general don Pedro Lisperguer, mi marido, por razón de bienes gananciales menos lo que yo gasté hasta que me casé con el dicho capitán don Antonio de Torres Segarra, que lo que así llevé de dote constará por escritura que se otorgó ante el capitán Domingo García Corvalan escribano de su Majestad, que a lo que me quiero acordar, fue el año pasado de mil y seiscientos y treinta, y dejo por mas mis bienes los que parecieren por mi fin y muerte de que se hará inventario para que quitado el dote y capital del dicho mi marido lo que quedare se quede por gananciales y así lo declaro.
I revoco y anulo y doy por ningunos y por de ningún valor ni efecto cualquier testamento, mandas, codicilos, poderes para testar y cualesquiera últimas disposiciones que haya yo fecho antes de éste, para que no valgan salvo este mi testamento en que se cumple mi última y postrimera voluntad en cuyo testimonio lo otorgué, que es fecho en la ciudad de Santiago de Chile, en trece días del mes de junio de mil seiscientos y cincuenta y siete años, y la otorgante que yo el escribano doy fe que conozco lo firmó de su nombre, ante los testigos siendo a ellos llamados y rogados don Antonio Sagredo de Molina y don Ignacio de Silva y Borjes y Bachiller Luis Devia Murillo y Felipe Celis presentes. — Doña Florencia Velasco y Solórzano. — Ante mí, Pedro Veles (escribano público)

VI.
Poder para testar otorgado en 24 de noviembre de 1626 por Don Alonso Campofrío Carvajal y doña Catalina de los Ríos ante Miguel Méndez Escobar.

Archivo General
Sepan cuantos esta carta vieren como nos, don Alonso Campofrío de Carvajal y doña Catalina de los Ríos, marido y mujer legítimos, vecinos de esta ciudad de Santiago de Chile, cada uno por lo que nos toca, decimos que por cuanto nosotros estamos de partida para nuestras haciendas que tenemos en la Ligua, separadas y lejanas de esta ciudad, adonde no hay escribano público ni real, ni de donde poderse llevar con presteza en caso que suceda el haber de otorgar nuestros testamentos, por indisposición u otra manera, y porque la aceleración y presteza de nuestro viaje no nos da lugar para hacer nuestros testamentos, y porque las cosas de nuestras almas y conciencias tenemos conferidas y tratadas el uno con el otro y el otro con el otro y con doña Águeda Flores nuestra abuela y con el doctor don Jerónimo de Salvatierra, provisor y vicario general de este obispado [144], y con el muy reverendo padre maestro fray Bartolomé Montero del orden del Señor San Agustín y las mandas y legados, obras pías, instituciones y otras obras pías que se han de decir, previniendo a lo que puede suceder, otorgamos que nos damos el uno al otro y el otro al otro y ambos o los susodichos, nuestro poder cumplido, cual de derecho se requiere para que después del fallecimiento de ambos o de cualquiera de nos puedan hacer y otorgar nuestros testamento o testamentos aunque sea pasado el término que el derecho dispone para poderlo hacer en cualquiera tiempo que sea, mandando como mandamos que nuestros cuerpos sean sepultados en el convento del Señor San Agustín de esta dicha ciudad y con el hábito de la dicha orden en la capilla del Santo Crucifijo, y en caso que muramos ambos o cualquiera de nos en las dichas nuestras haciendas o en el campo, mandamos que nuestros huesos sean trasladados y traídos a esta dicha ciudad y a la dicha capilla del Santo Cristo, y nos nombramos el uno al otro y el otro al otro y ambos y a todos los sobredichos por nuestros albaceas testamentarios y les damos poder para que como con ellos tenemos tratado y conferido y con cada uno en particular dispongan de la forma y manera que se han de hacer los dichos nuestro entierros y como ha de ser el acompañamiento de ellos, y misas que se han de decir para que puedan entrar en nuestros bienes y los recibir y cobrar, prefiriendo cualquiera de nos a los demás y venderlos y rematarlos en almoneda pública o fuera de ella, y de su procedido guardar y cumplir los testamentos que por virtud de este poder se hicieren en el remanente que quedare de nuestros bienes y yo, la dicha doña Catalina de los Ríos, dejo y nombro por mi universal heredera a la dicha doña Águeda Flores mi abuela, atento a que no tenga hijos ni herederos descendientes, y yo el dicho don Alonso Campofrío de Carvajal, dejo y nombro por mi universal heredera a la dicha doña Catalina de los Ríos, mi legítima mujer, para que hagan y hereden los dichos nuestros bienes con la bendición de Dios y la nuestra, y dejo por mis hijos naturales a don Juan, don Alonso y otro don Juan Roco Campofrío de Carvajal [145] y se los encargo a la dicha mi mujer que los trate bien, y revocamos y damos por ningunos otros cualesquier testamento o testamentos mandas y codicilos, poderes para testar y otras últimas disposiciones que antes de este hallamos fecho por escrito o de palabra, que queremos no valga salvo el testamento o testamentos que en virtud de este poder se hicieren que queremos que valgan por tales, y en aquella vía y forma que mas haya lugar de derecho, en testimonio de lo cual otorgamos esta carta, estando en las casas de nuestra morada en la ciudad de Santiago de Chile, en veinticuatro días del mes de noviembre de mil y seiscientos y veintiséis años, y de los otorgantes que yo el escribano público doy fe que conozco lo firmó el dicho don Alonso, y por la dicha doña Catalina de los Ríos un testigo, siendo testigos el capitán don Francisco de Solórzano, el alférez don Pedro de Figueroa, Francisco Javier de Vivanco, Pedro Cortes y Gaspar Salvador, presentes.— Don Alonso Campofrío Carvajal.— A ruego y testigo Don Pedro de Figueroa.— Pasó ante mí Miguel de Miranda Escobar, (escribano público.)

VII.
Primer testamento de doña Catalina de los Ríos ante Pedro Vélez, Santiago 10 de mayo de 1662.

Archivo General
En el nombre de Dios Amén: Sepan cuantos esta carta vieren como yo doña Catalina de los Ríos,viuda del maestre de campo don Alonso Campofrío Carvajal, vecina de esta ciudad de Santiago de Chile, y natural de ella, hija legítima del capitán don Gonzalo de los Ríos y de doña Catalina Flores Lisperguer, mis padres difuntos, enferma en cama y en mi juicio natural creyendo firmemente en el misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero y en todos los ciernas que tiene cree y confiesa la Santa Madre Iglesia católica de Roma, en cuya fe y creencia he vivido y protesto vivir y morir y deseando salvar mi alma del descargo de mi conciencia, otorgo que hago y ordeno mi testamento última y postrimera voluntad en la manera siguiente:
Primeramente. Encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor que la creó y redimió por su preciosa sangre y el cuerpo a la tierra, y mando mi cuerpo se entierre en el convento de San Agustín de esta ciudad, en el entierro de mis padres, y mi cuerpo baila amortajado con el hábito de Nuestro Padre San Agustín y se pague la limosna acostumbrada.
Item, mando acompañe mi cuerpo cura y sacristán, cruz alta y el cabildo eclesiástico, y el demás acompañamiento dejo a voluntad y disposición de mis albaceas.
Item, mando que el día de mi entierro, si fuere hora, y si no el siguiente, se diga por mi alma, por los religiosos de San Agustín, una misa de cuerpo presente de réquiem, cantada, con su responso vigilia, diácono y subdiácono, y se me haga un novenario de misas cantadas que digan dichos religiosos hasta el día de las honras, y el día de las honras me digan misa cantada y todas las misas rezadas que pareciere a mis albaceas, así de esta religión como de otras y clérigos, el día de mi entierro y honras a cuya disposición lo dejo.
Ite m, mando que se me haga cabo de año, y se me digan las misas que pareciere a mis albaceas a cuya disposición lo dejo.
Mando a las mandas forzosas acostumbradas en testamentos a cada una de ellas un patacón con que las aparto de mis bienes. [146]
Item, mando siete pesos y medio para redención de niños cristianos cautivos que están en poder de moros a la persona que los cobra.
Item, declaro que he tenido cuentas con el capitán Martin de Urquiza y Manuel Gómez. Mando se le ajusten y quien debiere que pague y se esté a las cuentas de los susodichos con su juramento; porque tengo de los susodichos grande satisfacción por su cristiandad.
Item, que di cantidad de plata al maestre de campo don Jerónimo Altamirano, mi sobrino difunto, de lo cual le hice gracia y donación y mando que no se le pida nada a sus herederos.
Item, declaro que debo al capitán Luis de Cárdenas la cantidad de madera que parece por los recibos que tiene míos.
Item, declaro que no me acuerdo deber otra cosa, y si pareciere por instrumento mando se pague.
Item, mando que se cobre lo que pareciere debérseme por escrituras y cuentas u en otra manera.
Item, declaro por mis bienes la chácara de tierra de Tobalaba, jurisdicción de esta ciudad la que es mi voluntad que con ocho negros que tengo en ella y los mas esclavos que pareciere tener en ella barones, se venda y el procedido de dicha plata y negros se imponga a censo sobre fincas seguras para que la dicha plata del precio que montare se me digan perpetuamente... [147] misas que ella alcanzaren a razón de tres pesos de limosna cada misa rezada, y cantadas las que pareciere a mis albaceas para que señalando los días en que se hubieren de decir, así las rezadas como las cantadas, la cual capellanía ha de servir mi sobrino don Gonzalo de Covarrubias hijo legítimo del general don Juan Velásquez de Covarrubias y de doña Petronila Lisperguer, mi prima y en Ínter que no se ordenare de sacerdote es su voluntad que el dicho mi sobrino goce la mitad del dicho censo para sus estudios y vestuario y la otra mitad se diga de misas por el padre maestro Fray Pedro Flores, del orden de San Agustín provincial de esta provincia, mi sobrino, y siempre que hubiere ésta vacante y después de los días del dicho don Gonzalo sean capellán de esta capellanía los hijos del general don Juan Rodolfo Lisperguer y en defecto de que haya de esta línea sean capellán los hijos del general don Juan de Covarrubias y en todas bacante la sirva el dicho padre Maestro Fray Pedro Flores, y entiende que solamente han de ser capellanes los hijos de los dichos como está dicho y no mas porque después de todos han de servir esta capellanía los religiosos de San Agustín de esta ciudad, y por patrones de esta capellanía dejo a los mismos capellanes referidos y a falta de todos lo sea el prelado que eligiere siendo del orden de Señor San Agustín.
Item, declaro por mis bienes las haciendas de la Ligua, sus ganados y demás que en ellas tengo. Lo que se venda y de lo procedido de ello se me digan veinte mil misas, las diez y seis mil en el Convento de Nuestro Padre San Agustín por religiosos suyos y estos sean los preferidos, todas las demás mandas y misas que se mandaren decir... [148] como es mi voluntad que se digan, quince mil en los demás Conventos de esta ciudad por iguales partes y es mi voluntad, que no se lleve cuenta porque señalo religiones, que todas son pobres, para que con la dicha cantidad tengan con que poder reedificar sus conventos y vestir sus religiosos, y es mi voluntad que en todas las ventas que se hicieren de mis haciendas y esclavos y géneros sea preferido el general don Juan Rodolfo mi primo a tasación de dos terceros por qué no se entienda hay fraude en la venta por respetos.
Item, mando y es mi voluntad que se impongan seis mil pesos de principal a censo y entre en la posesión y con la renta de ello que son trescientos pesos se gasten cien pesos en la fiesta de Nuestro Padre San Agustín y doscientos pesos en la fiesta del Santo Cristo que se celebra a trece de Mayo de cada año, para que sea perpetua esta renta para siempre y se gaste en cada un año en dichas fiestas… [149] al Prelado para que corra con las cobranzas y redenciones y se vuelva a imponer cada vez que sucediere y esta manda quiero que sea preferida a las mandas que se sucedieren después de esta.
Item, mando que se les dé a los indios de mi encomienda dos mil pesos en ganados y un vestuario de paño de Quito por si acaso les soy encargo de alguna cosa y que se repartan los ganados como hieren mis albaceas que conviniere y conforme la familia que cada indio tuviere.
Item mando que al capitán Martin de Urquiza por la amistad que le he tenido y tengo se le den del remanente de mis bienes doce mil pesos de a ocho reales, los cuales se le den habiéndose dispendido mis haciendas porque le estoy en obligación de haber accedido a mis negocios con amor y voluntad y toda fidelidad de que le estoy agradecida
Item, mando
(No se prosiguió este testamento por que dijo doña Catalina de los Ríos lo que quería hacer cerrado y que de lo contenido aquí se tuviese secreto, hoy, diez de Mayo de mil y seiscientos y sesenta y dos años.— Pedro Veles, Escribano Público)

VIII.
Segundo y último testamento de Doña Catalina de los Ríos ante Pedro Vélez, Santiago, enero 15 de 1665

Archivo General
En el nombre de Dios, Amen: Sepan cuantos esta carta vieren como doña Catalina de los Ríos, viuda del maestro de campo don Alonso de Campofrío Carvajal, vecina de esta ciudad de Santiago de Chile y natural de ella, hija legítima del general don Gonzalo de los Ríos y de doña Catalina Flores Lisperguer, mis padres difuntos, enferma en cama y en mi juicio natural, creyendo firmemente en el misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero, y en todos los demás que tiene, cree y confiesa la Santa madre Iglesia romana en cuya fe y creencia he vivido y protesto vivir y morir, deseando salvar mi alma y descargar mi conciencia, otorgo que hago y ordeno mi testamento última y postrimera voluntad en la forma y manera siguiente.
Primeramente encomiendo mi alma a Dios Nuestro Señor que la creó y redimió con su preciosa sangre y el cuerpo a la tierra, de que fue formado y mando que mi cuerpo sea sepultado en el Convento del Señor San Agustín de esta ciudad, en el entierro de mis padres y mi cuerpo baila amortajado con el hábito de Nuestro Padre San Agustín y se pague la limosna acostumbrada.
Item, mando acompañen mi cuerpo el cura y sacristán, con cruz alta y el Cabildo Eclesiástico y el demás acompañamiento dejo a voluntad y disposición de mis albaceas.
Item, mando que el día de mi entierro si fuere hora y si no el siguiente se diga por mi alma por los religiosos de Señor San Agustín de esta ciudad misa de cuerpo presente de réquiem, cantada, con su vigilia, responso, diácono y subdiácono, y se me haga un novenario de misas cantadas que digan dichos religiosos, hasta el día de las honras, y el día de las honras me digan misa cantada y todas las misas rezadas que pareciere a mis albaceas, así de esta religión como de otras y clérigos, el día de mi entierro y honras a cuya disposición lo dejo.
Item, mando se haga cabo de año y se me digan las misas que pareciere a mis albaceas a cuya disposición lo dejo.
Item |, mando a las mandas forzosas acostumbradas en testamentos a cada una de ellas un patacón con que las aparto de mis bienes.
Item, mando se den siete pesos y medio para redimir niños cristianos cautivos que están en poder de moros y se den a quien tiene a cargo el cobrar esta limosna.
Item, declaro que fui casada con el dicho maestre de campo [150] don Alonso Carvajal Campo Frió de cuyo matrimonio hubimos por hijo a don Gonzalo de los Ríos, el cual murió de edad de nueve a diez años, con que no tengo herederos ascendientes ni descendientes.
Item, declaro que he tenido cuenta con los capitanes Manuel de Urquiza, Manuel Gómez, alguacil mayor del Santo Oficio Mando se ajuste y se les pague lo que se les debiere y se esté a las cuentas de los susodichos con su simple juramento, porque tengo de los susodichos grande satisfacción por su mucha cristiandad.
Item, declaro que di al maestro de campo don Jerónimo Altamirano mi sobrino cantidad de plata de la cual le hice gracia y donación, y mando que no se les pida nada a sus herederos.
Item, declaro que no me acuerdo deber otra cosa, y si pareciere por instrumentos mando se pague. [151]
Item, declaro que tengo prestada una abotonadura de oro esmaltada al maestro de campo general don Fernando Tello, cuya cantidad parecerá entre mis papeles mando se cobre.
Item, mando se me digan un mil misas rezadas en el Convento del Señor San Agustín de esta ciudad por los religiosos de él.
Item, declaro que me deben los bienes y herederos del capitán don Iñigo de Ayala cantidad de pesos: mando se cobren rebajando mil pesos que yo libré en ellos al maestro de campo general don Juan Rodolfo Lisperguer mi primo.
Item, mando que se impongan sobre mis haciendas y otras libres veinte mil pesos a censo para que con la renta del principal que montan se me digan perpetuamente para siempre jamás, por mi alma por la del dicho mi marido, por las de mis padres y personas de mi cargo y obligación ciento y sesenta misas rezadas y siete cantadas en los días y festividades siguientes.— Una el día de San Ildefonso; otra a trece de Mayo; otra el día del Señor San Agustín o en su octava; otra el día de Santa Catalina Mártir; otra el día de Santa Catalina de Sena; otra el día de San Nicolás o en su octava; otra el día de la Concepción de la Virgen Santísima la cual dicha capellanía quiero y es mi voluntad la sirva mi sobrino don Gonzalo de los Ríos y Covarrubias, hijo legítimo del general don Juan Alfonso Velásquez de Covarrubias y de doña Petronila Lisperguer mi prima, y mientras el susodicho no se ordenare, con mandarlas decir con la limosna acostumbrada haya cumplido y si el susodicho no se ordenare de misa así mismo haya cumplido con mandarlas decir, porque es mi voluntad goce el susodicho del superávit de la dicha capellanía por todos los días de su vida, y después quede la perpetuidad de ella a los religiosos de Señor San Agustín para que agregada esta capellanía a la otra que instituí de las cantadas de todos los viernes del año, la sirvan los susodichos y nombro por administrador del superávit de la dicha capellanía, mientras llega a edad de veinticinco años el dicho mi sobrino, al capitán Martin de Urquiza y por patrón de ella mientras viviese y después a los que el susodicho nombrare.
Item, mando al dicho don Gonzalo de los Ríos y Covarrubias el solar principal de mi vivienda que hace esquina con las casas del maestro de campo don Francisco Arévalo Briceño, calle en medio y por la otra con casas del comisario general don Bartolomé Mal- donado, calle en medio y así mismo dos esclavos, barón y hembra, para su servicio y doce platillos, dos fuentes, un salero, un jarro, dos candeleros, dos tembladeras [152], una bacinica y seis cucharas de las de mi servicio, todo de plata, todo lo cual se lo administre el dicho capitán Martin de Urquiza hasta que tenga la dicha edad el susodicho don Gonzalo de los Ríos y Covarrubias, mi sobrino.
Item, declaro por mis bienes las haciendas de la Ligua con sus ganados mayores y menores y la chácara que tengo, dos leguas de esta ciudad, en el pago de Tobalagua, con su bodega, vasija y vino que se hallase en ella.— Así mismo, declaro por mis bienes las dichas casas de mi morada, y otro solar en que solía habitar mi tía doña Magdalena Flores ya difunta linde con el dicho mi solar y con las casas del dicho general don Juan de Covarrubias, calle en medio.— Los esclavos que se hallaren y demás bienes.
Item, declaro que debo al capitán don Juan Varas el precio de un caballo bueno que me dio para enviar a Cuyo a don Diego de Carvajal mi sobrino correo mayor del Perú, y quinientos pesos que me dio prestados mando se ajuste el valor de dicho caballo, y así mismo lo que el susodicho me debe de que dará razón el capitán Acencio Sazo [153], y se le pague lo que se le debiere, y sea lanzado de las tierras que me dicen ocupa en la dicha mi estancia de la Ligua.
Item, mando y es mi voluntad que se impongan a censo seis mil pesos de a ocho reales de principal sobre bienes y posesiones libres, y los trescientos pesos que rentan se gasten los ciento de ellos en la fiesta de Nuestro Padre San Agustín, y los otros dos cientos pesos en la fiesta del Santocristo que se celebra el trece de Mayo de cada año, para que sea perpetuamente esta renta para siempre y se gasten en cada un año en dichas fiestas y sea patrón de esta buena memoria el dicho capitán Martin de Urquiza y después de sus días los que dejaré nombrados.
Item, mando que se le dé a los indios de mi encomienda un vestuario de paño de Quito y mil pesos en ganado ovejuno y por los difuntos se digan quinientas misas por los religiosos de Señor San Agustín de esta ciudad.
Item, mando que al capitán Martin de Urquiza por la amistad que le he tenido y tengo se le den de mis bienes doce mil pesos de a ocho reales, los cuales se le den habiéndose expendido mis haciendas porque le estoy en obligación de haber acudido a todos mi negocios con amor y voluntad y toda fidelidad, de que estoy agradecida.
Item, mando a doña Francisca Flores mi sobrina dos mil pesos de a ocho reales por el amor que le he tenido y asistencia que me ha hecho.
Item, mando se impongan a censo un mil pesos de a ocho reales, y los cincuenta pesos que rentaren se le den a doña Catalina Flores Lisperguer, mi prima monja profesa del Monasterio de la Virgen Santa Clara, los que ella gozará por los días de su vida y después se agregaran a la capellanía del Santo Cristo, para que la sirvan los religiosos del Señor San Agustín con obligación de las misas que les pareciere a mis albaceas.
Item, quiero y es mi voluntad que en todas las ventas que se hicieren de mis haciendas, esclavos y demás bienes sea preferido el capitán Martin de Urquiza, a tasación de dos terceros por qué no se entienda hay fraude en las ventas, por respetos.
para cumplir y pagar este mi testamento mandas y legados y cláusulas de el dejo y nombro por mis albaceas a los capitanes Martin de Urquiza y Manuel Gomes Chaves, alguacil mayor del Santo oficio y Andrés García de Neira y al Padre Maestro Fray Juan de Toro Mazote y al Padre presentado Fray Bartolomé de Soloaga, del orden del Señor San Agustín, a todos juntos y a cada uno de por sí insolidum, y les doy el poder y facultad en derecho necesaria para que en almoneda o fuera de ella vendan y administren todos mis bienes, aun que sea pasado el año del albaceazgo y por tenedor de bienes dejo al capitán Martin de Urquiza y en el remanente de todos mis bienes deudas derechos y acciones dejo por heredera a mi alma para que cumplido y pagado todo lo contenido en este testamento se imponga dicho remanente a censo y se instituya una capellanía que se ha de servir por los religiosos de Señor San Agustín para que digan las misas que declararen los dichos mis albaceas y patrón de ella sea el capitán Martin de Urquiza, y cuantos nombrase el susodicho después de sus días.
revoco y anulo y doy por ningunos y de ningún valor ni efecto cualesquier testamentos, mandas, codicilos, poderes para testar y otras últimas disposiciones que antes de este haya fecho por escrito o de palabra, que quiero que no valga sin que en ellos o en alguno de ellos tenga puesto que si no se dijere por mi última voluntad, como variación o palabras o señales que en ellos se refiera, porque todo ello lo revoco por qué no me acuerdo de ellas, y quiero que en este testamento se comprendan los salmos, oraciones palabras y señales y otras cualesquier cosas que en ellos haya, porque es mi voluntad que este testamento se guarde cumpla y ejecute por mi última y postrimera voluntad, y particularmente revoco y anulo un testamento que otorgué y entregué al Padre Maestro Fray Bartolomé López, del orden del Señor Santo Domingo, de esta ciudad porque todo lo en el contenido es contra mi última voluntad y a si se ha de guardar y cumplir este testamento porque es mi última y postrimera voluntad.
Item, declaro que tengo nombrado en la tercera vida que tengo compuesta con su majestad de mi encomienda a don José Fadrique Lisperguer hijo del maestro de campo don Juan Rodolfo Lisperguer y en caso necesario le vuelvo a nombrar y ratifico el nombramiento que le tengo hecho, y ruego y encargo a los susodichos no saquen los dichos indios de mis haciendas hasta que se ajuste el cumplimiento de este testamento y paga de él, pagándosele su tributo y a ellos el trabajo.
Item, declaro que el capitán Martin de Urquiza me hizo una escriptura[154] de once mil y quinientos y cuarenta pesos de lo que me quiero acordar el año de cincuenta y dos ante Antonio de Bocanegra, y no está cancelada por la llaneza de nuestro trato declaro estar pagada y no me la debe, para que en todo tiempo conste.
Item, declaro que tengo tratado de vender un pedazo de solar conjunto al que solía vivir mi tía doña Magdalena Flores a Bernabé de Peralta el cual, tasándolo por dos sujetos nombrados, el uno por mis albaceas y el otro por la otra parte y quedando a censo su valor en el mismo solar, se le dará y venderá por mis albaceas.
Item, declaro que por cuanto... [155] poco más o menos que comunico al dicho capitán Martin de Urquiza y pueda ser que no me haya acordado de alguna cosa tocante al descargo de mi conciencia mando quiero y es mi voluntad que se esté a lo que dijere el dicho capitán Martin de Urquiza, tocante a los descargos de mi conciencia como si yo misma lo dispusiera, dijera y declarara en este testamento.
Fecho en la Ciudad de Santiago de Chile en quince días del mes de Enero de mil[156] quinientos y sesenta y cinco y porque no sé firmar no lo firmo, y rogué a Pedro Vélez Pantoja, escribano público que lo hizo. Lo firmo por mí y a ruego de doña Catalina de los Ríos. — Primo Veles Pantoja.

IX.
Testamento de Juan Rodulfo Lisperguer ante Morales, Santiago, junio 18 de 1694

Archivo de la Curia
En el nombre de Dios Nuestro señor todo poderoso, Amen: sepan cuantos esta carta vieren como yo el maestre de Campo general don Juan Rodolfo Lisperguer vecino feudatario de esta ciudad de Santiago de Chile, de donde soy natural, hijo legítimo del General don Pedro Lisperguer y de doña Florencia de Solórzano y Velasco, difuntos. Estando como estoy en mi entero juicio natural, qual Dios Nuestro señor ha sido servido en darme y en mi sana salud, creyendo como firme y verdaderamente creo en el alto y divino misterio de la Santísima Trinidad, Padre Hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero y en todos los demás que tiene cree y confiesa nuestra santa madre iglesia, católica romana, debajo de cuya fe y creencia, he vivido y protesto vivir, y morir, como católico cristiano, invocando, como invoco, por mi abogada e intercesora a la virgen santísima de gracia, y a los Bienaventurados, San Juan Baptista y Nuestros padres San Agustín y San Francisco y al Ángel de mi Guarda para que intercedan por nuestro señor Jesucristo, perdone mis pecados y ponga mi alma en carrera de Salvación. Digo, que por cuanto me hallo próximo para hacer viaje a las haciendas que tengo en el campo, a las disposiciones de ellos, donde con mas quietud haré la memoria de mis dependencias, para por ella hacer mi testamento y ajustar mis papeles y cuentas de todas las entradas y salidas que he tenido en el discurso de mi vida, para la mejor claridad de ellas, y descargar mi conciencia, y por que la muerte es cosa natural a toda criatura humana, previniendo el accidente de no hallarse en el campo escribano o juez ante quien otorgar mi testamento con la brevedad que pueda pedir cualesquier repentina enfermedad que me puede sobrevenir, y porque las cosas tocantes al descargo de mi conciencia y bien de mi alma las tengo comunicadas con el maestre de Campo don Cristóbal Pizarro y Aguirre, mi entenado y con el capitán don Gregorio de Baños Escudero, mi Yerno, mediante lo qual, otorgo que doy mi poder cumplido, como en derecho se requiere y es necesario, en primer lugar al dicho Maestre de Campo don Cristóbal Pizarro y Aguirre, y por su ausencia, muerte y otro impedimento, al dicho don Gregorio de Baños Escudero, y para que en mi nombre y representando mi Persona en cualesquier tiempo, aunque sea pasado el que el derecho dispone, puedan como van nombrados hacer y otorgar mi testamento por la memoria que yo dejaré firmada y no estando acabada por mis libros y papeles como les tengo comunicado, y mando que cuando la voluntad de Dios Nuestro Señor fuere servido llevarme de esta presente vida mi cuerpo sea enterrado en la iglesia del convento de mi padre San Agustín, en esta dicha ciudad, en las sepulturas de mi padre que es el prefiterio (sic)de la iglesia al lado del evangelio, y se amortaje mi cuerpo, con el habito del dicho orden de Nuestro Padre San Agustín y que lo acompañe la Cruz Alta, cura y Sacristán de la Parroquia y el demás acompañamiento que pareciere a mis albaceas y que se me digan cuarenta misas rezadas y de ellas se pague la cuarta, y en cuanto a la demás forma de mi entierro, honras y cabo de año, lo dejo a disposición de mis albaceas; y declaro que de primer matrimonio he sido casado y velado según orden de nuestra santa Madre iglesia, con doña María de la Torre y Machado, difunta, de quien tuve por mis hijos legítimos al Capitán don Pedro Lisperguer de Betambergue que fue el mayor y ya es difunto y dejo por su hijo legítimo, y el mayor al Maestre de Campo don Pedro Felipe Lisperguer de Bitambergue al que pertenece la sucesión de mi feudo y encomienda por el derecho de la representación que hace por el dicho su Padre y doña Águeda Flores Lisperguer monja profesa en el Monasterio de Nuestra señora de la Pura y limpia Concepción; a don Fernando Lisperguer y Machado y doña María Clara de Velazco, monja profesa del dicho Monasterio que murieron sin sucesión, después de la muerte de doña María de la Torre su madre legítima.— Y así mismo declaro que en segundo matrimonio he sido casado y velado, según orden de nuestra santa madre iglesia, con doña Catalina Lorenza de Irarrázaval y Andía, difunta, de cuyo matrimonio tuvimos por nuestros hijos legítimos al Maestro don Juan Rodulfo Lisperguer y Andía presbítero, al capitán don José Fadrique Lisperguer y Andía, difunto, el cual dejó algunos hijos al tiempo de su muerte, y solo ha quedado hoy vivo Don Francisco Luca Lisperguer y Córdova, su hijo legitimo y de doña Catalina de Soto y Córdova: y del matrimonio que contraje con la dicha doña Catalina Lorenza Irarrázaval tuvimos así mismo por nuestros hijos a doña Antonia de Velazco y Estrada y doña Nicolasa y doña Mariana Lisperguer y Andía, Monjas profesas del Monasterio de la Pura y Limpia Concepción, a doña Juana Lisperguer Irarrázaval, que murió siendo religiosa del dicho monasterio, y doña María Lisperguer y Andía Doncella, y Doña Ana Lisperguer y Andía, mujer legítima del capitán don Antonio Garzes de Mancilla, y a doña Catalina Lorenza Lisperguer de Irarrázaval, viuda del Maestre de Campo general don Pedro de Amaza y Turgoyen, y doña Inés Lisperguer y Andía, mujer legítima del capitán don Diego Fernández Gallardo y a doña Micaela Lisperguer y Andía, mujer legítima del general don Francisco de Aguirre y Riveros y mas quedó de este matrimonio doña Agustina al tiempo de su muerte de la dicha doña Catalina Lorenza de Irarrázaval y Andía, de cuyo parto murió la dicha su mujer y a los tres meses cávales murió la dicha doña Agustina. Y del tercer matrimonio he sido casado, y velado según orden de nuestra santa madre iglesia con doña Inés de Aguirre y Cortes, difunta, de cuyo matrimonio quedaron por nuestros hijos legítimos doña María Lisperguer y Aguirre, mujer legítima del dicho capitán don Gregorio de Baños Escudero, a don Fernando Rodulfo Lisperguer y Aguirre, doña Isabel, doña Agustina Lisperguer y Aguirre, don Juan Francisco y don Pedro Lisperguer, y Aguirre, a todos cuales dichos mis hijos nombro por mis herederos de todos mis bienes, deudas, derechos y acciones, así mismo son mis herederos los dichos maestros de Campo don Felipe Lisperguer y don Francisco Lisperguer y Córdova mis nietos legítimos, por la representación de los dichos sus padres y nombro por mis albaceas a los dichos Maestre de Campo don Cristobal Pizarro y Aguirre, sargento mayor don Juan Fernández Gallardo, capitán don Gregorio de Baños, y al maestro don Juan Rodulfo Lisperguer mi hijo, cada uno en el lugar que han nombrados y por tenedor de bienes al dicho don Cristobal Pizarro y Aguirre y le doy poder para que entre en mis bienes y los remate y venda en Almoneda o fuera de ella y de su procedido, cumpla y pague, el testamento que en virtud de este poder hiciere. Y es mi voluntad que todos los dichos mis hijos legítimos gocen de la dicha herencia por iguales partes, y por cuanto los dichos don Juan Francisco y don Pedro Lisperguer, mis hijos, están en la edad pupilar nombro por tutor de los susodichos al dicho don Cristobal Pizarro y Aguirre y lo relevo de fianzas y pido a las justicias de Su Majestad, le disciernan el dicho cargo sin las dichas fianzas, y revoque que yo revoco, otro cualesquier testamento, mandas codicilos, poderes para testar y otras últimas disposiciones que antes haya hecho por escrito o de palabra para que no valgan, salvo este poder y el testamento que en su virtud se hiciere que se ha de guardar por mi última voluntad Que es fecho en la ciudad de Santiago de Chile en diez y ocho de Junio de mil e seiscientos y noventa y cuatro años. Y el otorgante que yo el Escribano doy fe conozco y que al parecer está en su entero juicio y sana salud, lo firmó siendo testigos el sargento mayor donJerónimo de Morales, el sargento mayor donAntonio de Mondaca y el capitánBasilio de Chavarria. — DonJuan Rodulfo Lisperguer. — ante mí José de Morales. — (Escribano de S. M.) ”

X.
Poder para testar de don Pedro Lisperguer y Torres ante José Morales
Santiago, 4 de junio de 1689

Archivo General
En la Ciudad de Santiago de Chile, en cuatro días del mes de Junio de mil y seiscientos y ochenta y nueve años, fui llamado, y, el presente Escribano, de parte de don Pedro Lisperguer, y habiendo ido a la casa en que vive, lo hallé enfermo en la cama, y doy fe que conozco y llegándole a hablar no me respondió ni vió por que le hallé siego y sordo, y habiéndole hecho letras por señas en las manos me entendió y me dijo que si yo era José de Morales Escribano Real, porque antes que estuviese impedido le traté y comuniqué, a lo cual le respondí por señas que yo era y con la mano derecha me tocó la golilla y delante de los testigos que irán declarados, dijo en voz alta y con su memoria y entendimiento natural a lo que pareció, en fe de que ante mí el Escribano de su Majestad dijo, que declara soy natural de este ciudad de Santiago de Chile, hijo legítimo del general don Juan Rodolfo Lisperguer y de doña María de la Torres, difunta, que creo en el misterio de la Santísima Trinidad Padre, Hijo y Espíritu Santo, tres personas y un solo Dios verdadero y manda que cuando la voluntad de Dios Nuestro Señor fuere servido de llevarle de esta presente vida su cuerpo sea enterrado en la Iglesia del Convento del Señor San Agustín, y que por cuanto tenia comunicadas las cosas tocante al descargo de su conciencia con doña Ignacia de Prado malo de Molina, su legitima mujer le da poder para que haga su testamento como le tiene comunicado y que no tiene bienes ningunos y que nombra a la dicha su mujer por su albacea y tenedora de bienes y declara por sus hijos legítimos a don Pedro Lisperguer y a don Nicolás Lisperguer y como tales son sus herederos de todos su bienes deudas derechos y acciones y respecto de que el dicho don Pedro Lisperguer es su hijo legítimo y el mayor le sucede en el derecho que le compete de la encomienda y feudo de indios que al presente posee el dicho don Juan Rodolfo, por ser el otorgante su hijo legítimo y el mayor y que revoca otros testamentos y últimas disposiciones porque solo este poder ha de valer por su última voluntad, todo lo cual dijo en voz alta y en su entero juicio por que lo espero como va declarado de todo lo cual doy fe y verdadero testimonio y dijo que por no poder firmar lo firmase un testigo a su ruego, como con efecto lo firmó, siendo testigos donPedro Lisperguer y Soler, donFrancisco Fausto de Molina yJuan de Varas.— A ruego y por testigo Don Pedro Lisperguer y Soler.— En testimonio de verdad.— José de Morales, (Escribano de su Majestad).

XI.
Testamento de doña Isabel de Aguirre ante Francisco Javier de Campusano, Serena, febrero 6 de 1735

Archivo de la Curia
Sepan cuantos este mi testamento y última voluntad vieren como yo doña Isabel de Aguirre, viuda que soy del maestre de Campo don Antonio Marín, vecino de esta ciudad de la Serena de Coquimbo y hija legitima de Don Francisco de Aguirre y de DoñaMichaela Lisperguer y Irrazabal, estando como estoy enferma de un accidente grave y peligroso, arrojando abundancia de sangre por la boca: y aunque al presente, a juicio de los médicos estoy sin calentura, temiendo no me sobrevenga algún repentino mal que me quite la vida, determino hacer mis testamento quanto antes, estando con perfecto uso de la razón, y bien despiertos mis sentidos, teniendo para ello Poder absoluto pleno y perfecto del difunto mi marido para que disponga a mi voluntad de todos los bienes de entrambos, muebles y raíces sin exceptuar alguno, el qual se me otorgó delante del escribano y testigos de esta ciudad. Esto supuesto declaro lo siguiente—Primeramente digo que creo como christiana católica que soy, el misterio de la Santísima Trinidad, Padre, Hijo y espíritu santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero, con todo lo demás que cree y confiesa nuestra santa madre iglesia Católica y Romana en cuya fe vivo y quiero morir.
Item, declaro que para cumplimiento y ejecución de todo lo que llevo dispuesto en este mi testamento, nombro por mi primer albacea y tenedor de bienes y principal tutor de mis tres hijos menores Don Juan José Marín, don Francisco Marín y doña Catalina Marín y a mi yerno el maestre de Campo Don Juan Antonio Callejas: y es mi voluntad que estén debajo de su dominio y Tutela, mientras no tomaren estado o no llegaren a edad de emancipación, y les mando a mis dichos mis tres hijos, que lo amen, respeten y obedezcan en todo como a padre y al mismo tiempo le ruego al dicho DonJuan las mire y atienda con especial amor y caridad como si fueran hijos suyos: y que no permita que ninguno de ellos se exima y aparte de su Dominio y Compañía, descargando en su vigilancia y cuidado toda mi conciencia por lo que toca a su crianza y santa educación en las costumbres—En la ciudad de la Serena del Reyno de Chile en seis Días del mes de Febrero de mil setecientos y treinta y cinco años: pasé a la casa y morada de doña Isabel de Aguirre y Lisperguer y la hallé enferma en la cama y en presencia de los testigos que aquí firmaron de su mano, a la hora me entregó un papel con nueve fojas y una foja mas donde se hallan algunos renglones y la firma de la dicha Doña Isabel que me dijo que era su testamento cerrado, última y postrimera voluntad y que me lo daba para q. lo autorizase y hecho se lo volviese para que después de sus días se abriese con la solemnidad del derecho, guardando los albaceas su contenido en él, sin ir ni venir contra su tenor y forma en manera alguna y por su última y postrimera voluntad, siendo presentes por testigos el Dr. Don Joseph Olivares, Don Josef Gallardo, Don Juan Hurtado, Don Antonio Martínez—Don Gabriel Galleguillos—Don Ignacio Aguirre—Miguel Mundaca, de que doy fe— Josef de Olivares—Josef Gallardo— Don Juan Hurtado de Mendoza— Antonio Martínez—Don Gabriel Galleguillos—Ignacio de Aguirre, Miguel Mundaca, y en fe de ello lo signo y firmo en testimonio de verdad—Francisco Javier Campusano (Escribano público y Cabildo).

XII.
Testamento de doña Inés de Lisperguer y Andía ante Juan de Morales Narváez Santiago, junio 16 de 1719

(Archivo de la Curia)
En el nombre de Dios, Nuestro Señor todo poderoso amen:—Sepan cuantos esta carta vieren como yo doña Inés Lisperguer y Andía, viuda del Maestre de Campo don Diego Fernández Gallardo, natural que declaro ser de esta ciudad de Santiago de Chile, hija legítima del maestre de Campo General don Juan Rodulfo Lisperguer y doña Catalina de Irarrázaval y Andía, mis padres, difuntos naturales que fueron de esta dicha ciudad, estando gravemente enferma en cama de la enfermedad que Dios, nuestro señor, ha sido servido de darme y en mi entero juicio, memoria y entendimiento natural, creyendo como firmemente creo y confieso en el Sacrosanto Misterio de la Santísima Trinidad, Padre, hijo y espíritu santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero y en todos los demás misterios y artículos de fe que cree, confiesa y enseña nuestra Santa madre iglesia católica de Roma, debajo de cuya fe y creencia he vivido siempre, espero y protesto vivir y morir como fiel y católica christiana, digo: Que por cuanto la gravedad del accidente y enfermedad de que padezco, no me da lugar a poder hacer y otorgar mi testamento como yo quiera. Y respecto de que las cosas tocantes al mayor descargo y exoneración de mi conciencia, bien y alivio espiritual de mi alma las tengo estrechamente comunicadas con el capitán don Juan Gallardo Lisperguer, mi hijo legítimo, alcalde ordinario de esta ciudad. Por tanto otorgo y conozco por el tenor do la presente carta que le doy mi poder cumplido bastante, el que de derecho se requiere y es necesario para que en cualquier tiempo, aunque sean pasados los términos que dispone la lei treinta y tres de Toro, pueda hacer y otorgar mi testamento según y en la conformidad que le tengo comunicado, y mando, que cuando la Divina voluntad de Dios Nuestro Señor, se cumpliere de llevarme de esta presente vida a la eterna, mi cuerpo sea sepultado en la iglesia del Convento de nuestra señora del Socorro del orden de Nuestro Seráfico Padre San Francisco y baya amortajado el cadáver con el sagrado hábito de dicha orden y le acompañen a la sepultura la cruz alta, cura y sacristán de la Parroquia; y si el día de mi entierro fuere hora competente de celebrar, y sino el siguiente se digan por mi alma una misa cantada de cuerpo presente con su vigilia y responso y cuarenta tesadas de que mando se pague la cuarta episcopal a la Santa Iglesia y en lo demás, tocante a mi funeral y entierro, lo dejo a la disposición y arbitrio y prudencia de mis albaceas. Y en el dicho testamento, mande que yo mando que María, mulata, mi esclava por lo bien que me ha servido, después de mis días, elija entre mis hijos y herederos el Amo o Ama que quisiere elegir y el que eligiere con él quede en su servicio, y su valor se le impute por cuenta de su legítima y es mi voluntad de que desde ahora, para cuando el caso llegase del fallecimiento de la expresada mulata María, se reserven cien pesos de a ocho reales los cuales se consuman en el entierro y funeral de la susodicha respecto de que cuando hubo de profesar mi hijo el Padre fray Francisco Gallardo del orden de Nuestro Padre San Francisco renunció en mi sus legítimas con dicho cargo.
Item declaro, para que se exprese en el dicho testamento, que por razón de la administración, que el dicho capitán don Juan Gallardo mi hijo, ha tenido y tiene después acá de la muerte del sargento mayor don Juan Fernández Gallardo su abuelo y mi suegro en las Haciendas de Campo y todo aquello que se le entregó por los inventarios que se hicieron de los bienes que quedaron por fin y muerte del dicho mi suegro, ha sido muy integro en su administración, y me ha socorrido y a toda la familia, hermanos y hermanas, con gran puntualidad sin escasez, ni demora, con gran magnificencia y libertad en la asistencia y socorro de todo lo necesario para la mantención y alimentos y en mi conciencia no hallo, que resulte ni pueda resultar cargo alguno contra el susodicho y es mi voluntad que por la gran satisfacción y confianza que del susodicho tengo, según la experiencia me ha dado a entender, que si se ofreciera pedirle cuentas por razón de dicha administración, se esté y pase a la cuenta y razón que diere por su simple juramento, sin otra prueba de que le relevo.
Item. Declaro que viviendo el dicho Sargento mayor don Juan Gallardo, mi suegro cuando el dicho mi hijo hizo viaje a la otra banda de la cordillera el transporte del ganado vacuno, consumió y gastó el susodicho de su propio caudal quinientos pesos de a ocho reales para beneficio y utilidad de toda mi familia, y del dicho su abuelo, sin que el dicho mi hijo hubiese aprovechado cosa alguna; de la cual dicha cantidad, yo y los bienes y herederos del Sargento mayor don Juan Fernández Gallardo le son deudores, mando se le pague— Y así mismo declaro que para el efecto de la compra y transporte de dichas vacas solo se le dieron al dicho mi hijo para dicho efecto la cantidad de dos mil pesos en reales con los cuales, y la ropa, que el dicho mi hijo llevó fiada de su cuenta compró en la provincia de cuyo dos mil Bacas a precio de diez y siete reales cabeza, cuyo importe pagó al Reverendo Padre Antonio de Covarrubias de la Compañía de Jesús, quien le vendió las dichas dos mil bacas, siendo Rector del Colegio de Mendoza, según consta del recibo del susodicho y de dicha cantidad de ganado que transportó, se vendió parte de él para pagar la ropa que llevó fiada y para comprar una negra llamada Isabel que tengo en mi servicio, cuya venta fue a precio de quatro pesos y medio cabeza; y lo demás de dicho ganado se puso en la Estancia sin que el dicho mi hijo hubiese tenido ninguna utilidad en lo referido: declárolo para que conste.
Item. Declaro, que viviendo el dicho mi suegro sacó el dicho don Juan Gallardo mi hijo de su cuenta y a su dita y crédito quinientos diez pesos de ropa, fiados del Comisario general don Francisco de Amesquita, los cuales se consumieron en el vestuario de las Indias y gente del servicio de la Estancia de la Mar, y los pagó el dicho mi hijo de su propio caudal y hasta ahora no se le han vuelto, y los bienes y herederos del dicho mi suegro le son deudores de dicha cantidad, declárolo para que conste.
Ite. Declaro que el dicho don Juan Gallardo mi hijo, costeó de su caudal el gasto, funeral y entierro del dicho Sargento mayor don Juan Gallardo, su abuelo, cuyo importe constaría de la cuenta que diere, la qual se le está debiendo al susodicho; declárolo para que conste.
Y en el dicho testamento declare, que yo declaro haber sido casada y velada in facie Eclecie con el dicho maestre de Campo don Diego Fernández Gallardo, que ya es difunto y durante nuestro matrimonio hubimos y procreamos por nuestros hijos legítimos al dicho Capitán don Juan Gallardo Lisperguer el Doctor don Pedro Gallardo Presbítero, ausente en la ciudad de la Plata, provincia de Charcas, el padre lector en Sagrada Theologia, fray Diego Gallardo, del orden del señor San Francisco, el padre fray Francisco Gallardo, Religioso Diácono del dicho sagrado orden, Don Miguel Gallardo, doña María Gallardo, Religiosa profesa en el Monasterio antiguo de la virgen Santa Clara de esta ciudad, Doña Jacinta Gallardo Religiosa profesa en dicho Monasterio, Doña Catalina Gallardo, Mujer legítima del Maestre de Campo general don Fernando de Mier, y Arze, doña Josefa Gallardo Mujer legítima del Capitán don Agustín Arévalo Briseño, Doña Nicolasa, doña Inés, doña María Teresa, doña Agustina, y doña Rosa Gallardo—Y al tiempo y cuando contraje el dicho matrimonio llevé en dote la cantidad de mil y novecientos pesos y una Mulata que me dio mi hermana doña Nicolasa Lisperguer, abadesa del Monasterio de la Purísima Concepción de esta ciudad, la cual dicha mulata esclava se llamaba Mariana, de la cual procedieron diferentes esclavos que expresará el dicho mi hijo en el testamento, que otorgare en virtud de este poder, y el dicho mi marido no tenia bienes algunos porque en la ocasión estaba debajo de la Patria Potestad de sus padres, y murió con antelación a los dichos sus padres, y después de casado durante la compañía del matrimonio adquirió en remate público la estancia nombrada Chada: declárolo para que conste.
Item. Es mi voluntad, usando de la facultad que el derecho me concede, mejorar a la dicha mi hija Doña Gallardo en el tercio y remanente del quinto de mis bienes, entendiéndose que el dicho tercio y remanente del quinto es y se ha de sacar de lo que importaron las dos legítimas de mis hijos los dichos padres Fray Diego y Fray Francisco Gallardo, por haber renunciado los susodichos en mi al tiempo de sus profesiones. Y de lo demás del cuerpo universal de mis bienes, mejoro así mismo en el tercio y remanente del quinto a las demás mis hijas Doncellas como son Doña Inés, doña María Teresa, doña Agustina y doña Rosa Gallardo, para que deducidas las dichas mejoras en la forma dicha entren las dichas mis hijas igualmente a partir con los demás sus hermanos.
Y en el dicho testamento declare como en todo acontecimiento se esté a la disposición testamentaria que al tiempo de sus profesiones hicieron las dichas mis hijas, doña María y doña Jacinta
Gallardo, imputándoseles a las susodichas por cuenta de sus legítimas las cantidades que hubiesen percibido por razón de sus dotes y otras cosas.
I para cumplir, y pagar este poder, y el testamento, que en su virtud se otorgan, nombro por mi albacea testamentario y tenedor de mis bienes al dicho capitán don Juan Lisperguer, mi hijo legítimo; y por mas albacea al comisario general don Millán López Martínez, a los cuales y a cada uno de ellos de por si insolidum, dey el poder de albaceazgo en derecho necesario para que usen de él todo el tiempo que quisieren y hubieren menester, aunque sea pasado el año y día fatal del albaceazgo; y en el Remanente que quedare de todos mis bienes deudas, derechos y acciones y futuras sucesiones, después de cumplido y pagado este poder y las Mandas y legados que en él y en el testamento, que en su virtud se otorgare, se contuvieren, dejo nombro e instituyo, por mis únicos y universales herederos a los dichos mis hijos e hijas que fueren capaces respecto a su estado y constituciones de su Religión para poder heredar, observándose en todo acontecimiento como dicho es las disposiciones testamentarias que hicieran al tiempo las dichas mejoras y en esta conformidad deducidas así mismo las dichas mejoras, los dichos mis hijos e hijas de yuso nombradas, hayan gocen y hereden mis bienes por iguales partes con la bendición de Dios y la mía—Con lo cual revoco y anulo y doy por nulos por ningunos y por de ningún valor, ni efecto cualquiera testamentos, codicilos, poderes para testar y otras últimas disposiciones que antes de ahora yo haya fecho y otorgado, por escrito de palabra o en otra forma, para que no valgan ni hagan fe en juicio ni fuera de él; salvo este poder, y el testamento que en su virtud se otorgare que uno y otro se ha de guardar cumplir y ejecutar por mi última, postrimera y deliberada voluntad. Que es fecha la carta en la ciudad de Santiago de Chile en catorce días del mes de Junio de mil setecientos y diez y nueve años.
Y la otorgante a quien yo el presente Escribano doy fe que conozco y que al parecer está en su sano y entero juicio, así lo dijo, otorgó y no firmó porque dijo no saber, a su ruego lo firmó un testigo, que lo fueron presente llamados y rogados el Doctor don Miguel Hondau, vecino, médico. Cirujano de esta ciudad, Pedro Flores de Morales y el capitán Francisco Xara, vecino de esta dicha ciudad—A ruego y por testigo Francisco Xara—Ante mi Juan de Morales Narváez, escribano público.

XIII.
Testamento de doña Rosa Gallardo y Lisperguer ante Miguel Gómez de Silva, Santiago, agosto 25 de 1767

Archivo de la Curia
En el nombre de Dios Nuestro señor, todo poderoso Amen—sea notorio a los que este Público instrumento de Poder para testar vieren como yo doña Rosa Gallardo y Lisperguer, natural que declaro ser de esta ciudad, Hija legítima del Maestre de Campo don Diego Fernández y Gallardo, y doña Inés de Lisperguer y Andía, mis padres difuntos, estando como estoy gravemente enferma en cama y por la misericordia de Dios Nuestro señor en mi sano y entero juicio, memoria y entendimiento natural creyendo como firmemente creo y confieso en el alto y divino misterio de la santísima trinidad Padre, hijo y Espíritu Santo, tres personas distintas y un solo Dios verdadero, y en todos los demás misterios (de la Santísima trinidad) y artículos de fe que tiene cree confiesa y enseña Nuestra Santa Madre iglesia católica de Roma, debajo de cuya fe y creencia he vivido siempre y espero, y protesto vivir y morir como fiel y católica cristiana. Digo que por cuanto la gravedad del accidente con que de presente me hallo no me da lugar a otorgar mi testamento como yo quisiera, y respecto de que las cosas del descargo de mi conciencia, bien y alivio espiritual de mi alma las tengo estrechamente comunicadas con el comisario don Francisco Javier de Ovalle y Esparza, mi legítimo esposo; por tanto y usando de las facultades que el derecho me permite otorgar y conozca por el tenor de la presente que le doy todo mi poder cumplido bastante el que de derecho se requiere y es necesario para que después de mi fallecimiento en cualquier tiempo, aunque sean pasados los términos que el derecho dispone pueda hacer y otorgar mi testamento según y en la forma que le tengo comunicado y en el mande que yo mando que cuando la divina voluntad de Dios Nuestro Señor, se cumpliere de llevarme de esta presente vida a la Eterna, mi cuerpo sea sepultado en el sagrado de la iglesia, parte y lugar que le pareciere, y por bien tuviere y le acompañe a la sepultura el cura y sacristán de la Parroquia con la cruz alta de ella y si el día de mí entierro fuere ora competente de celebrar y sino el siguiente.— Mando se digan por mi alma quatro misas rezadas y una cantada de cuerpo presente y de ella se pague la cuarta Episcopal a la Santa Iglesia con la limosna acostumbrada, y en todo lo demás, tocante a la forma de mi funeral y entierro y lo demás de ello anexo lo dejo a su disposición y arbitrio para que lo ejecuten según, y como mas bien visto le fuere que tal es mi voluntad.
Item declare que yo declaro que somos casados y velados según orden de Nuestra Santa Madre Iglesia y que de dicho matrimonio hemos habido y procreado por nuestros hijos legítimos, a don Francisco, a don Diego, a don José, a don Manuel, a doña Inés, a doña Ana María y a don Antonio de Ovalle y Gallardo: declárolos por tales mis hijos legítimos y de dicho matrimonio.
Item. Usando de las facultades que el derecho me permite mejoro en el tercio y remanente del quinto de mis bienes y en todo lo demás que el derecho me concede a las dichas doña Inés y doña Ana María de Ovalle y Gallardo mis hijas para que la hayan y lleven para sí, sirviéndoles esta cláusula de bastante legado en forma,
Y para cumplir y pagar este poder y el testamento que en su virtud se otorgare se nombre el dicho don Francisco que yo le nombro por mi albacea tenedor de bienes con el poder de Albaceazgo en Derecho necesario para que use de el todo el tiempo que quisiere y hubiere menester, aunque sea pasado el año y día fatal de el Albaceazgo. Y en el remanente que quedare de todos mis bienes, deudas derechos y acciones y futuras sucesiones, nombro y constituyo por mis únicos y universales herederos a los dichos mis hijos de yuso nombrados, para que sea escalfada la dicha mejora los gocen y hereden con la bendición de Dios Nuestro Señor y de su madre Santísima; con lo cual revoco y anulo y doy por nulos y por de ningún valor ni efecto otros cualesquier testamento, codicilos poderes para testar y otras últimas disposiciones que antes del presente yo haya fecho y otorgado por escrito o de palabra para que no valgan ni hagan fe en juicio ni fuera de él, salvo el presente, y el testamento que en virtud se otorgare, que uno y otro se ha de guardar, cumplir y ejecutar por mi último y final voluntad. En cuyo testamento otorgo el presente. En la ciudad de Santiago de Chile, en veinticinco días del mes de agosto de mil setecientos sesenta y siete años. Y la otorgante a quien yo el presente escribano Público y de su majestad doy fe que conozco y que al parecer está en su sano y entero juicio, memoria y entendimiento natural; así lo otorgó y no firma por la gravedad del accidente porque lo firmó uno de los testigos que se hallaron presentes el doctor don Juan de Foucart, clérigo presbítero, don José Antonio Grez, don Pascual José Vásquez y donTadeo Gómez de Silva—Por testigoJuan de Foucart.—Ante mí don Miguel Gómez de Silva— Escribano Público y Real.

XIV.
Poder para desposarse del oidor don Pedro Álvarez de Solórzano al general don Luis de Cabrera ante Juan Donoso Pajuelo, Santiago, noviembre 17 de 1617

Archivo General
Sepan cuantos esta carta vieren como yo, el Licenciado don Pedro Álvarez de Solórzano, del Consejo de su Majestad y su oidor de la Audiencia y cancillería que por mandato del Rey Nuestro Señor reside en esta Ciudad de Santiago de Chile, natural que soy de la Ciudad de Valladolid en los reinos de España, hijo legitimo de Francisco Álvarez de Solórzano, aposentador que fue de su Majestad, natural del Valle de Solórzano, en las montañas de Burgos, y de doña Beatriz López de Sarria, su legítima mujer, ya difuntos, natural que fue de la Puente de la Reina en Pamplona del reino de Navarra: digo que por cuanto al servicio de Dios Nuestro Señor y de su bendita madre la Virgen María está tratado y concertado entre mi el general don Pedro Luis de Cabrera, vecino de la Ciudad de Córdova del Tucumán, de que me haya de casar y case con la Señora doña Petronila de la Cerda y Villarroel, viuda de don Juan Sotelo, hija legítima de los Señores el capitán Pedro Gonzales Villarroel, difunto, y doña Petronila de la Cerda, su legitima mujer, vecino de la dicha ciudad, digo he venido en ello con calidad y condición que primero y antes todas cosas hayan de tratar y traten de casar a mis hijas doña Luisa y doña Úrsula de Solórzano, con cualquiera de ellas[157] mis hijas legítimas y de doña Antonia de Velasco mi legitima mujer que fue ya difunta con don Pedro Gonzalo de Villarroel, sobrino de la dicha doña Petronila de la Cerda y Villarroel o con don Pedro Feliz de Cabrera, hijo legítimo del dicho general don Pedro Luis de Cabrera, y de la Señora doña Catalina de Villarroel, su legítima mujer o con Juan Juáres Galiano, vecino encomendero de la Ciudad de Santiago del Estero, primo de los sobredichos con los que eligieren, prometiéndole en dote y casamiento con cada una de las dichas mis hijas a los que se hubieren de casar con ellas a cinco mil pesos de a ocho reales cada uno, pagados en la forma que de yuso irá declarado y hecho lo susodicho, y dando primero y antes todas cosas sus poderes irrevocables para que por ellos se puedan desposar y desposen en esta ciudad las primeras que señalasen con las dichas mis hija o hijas otorgo y conozco que...[158] a efecto lo susodicho doy mi poder cumplido cual de derecho se requiere y es necesario y mas puede y debe valer al dicho Señor general don Pedro Luis de Cabrera, vecino de la dicha Ciudad de Córdova y al maestre de campo López Bravo de Zamora, vecino encomendero y natural de la dicha ciudad de Santiago del Estero, residente en la dicha ciudad de Córdova, a ambos juntos y a cada uno de ellos de por si insolidum, para que por mi y en mi nombre y representando mi persona se puedan por mi desposar legítimamente, según orden de Nuestra Santa Madre Iglesia, con la dicha doña Petronila de la Cerda y Villarroel por palabras o de presente, que legitimo lo hagan y en caso que hubiere habido y haya algún impedimento por no poderse contraer el tal matrimonio entre mi y la dicha doña Petronila de la Cerda, puedan tratar y traten de casar y me casen en la forma referida con la Señora doña Petronila de Cabrera, viuda de Alonso de Quintana, hija legitima de los dichos Señores general don Pedro Luis de Cabrera y doña Catalina de Villarroel, su legitima mujer y recibir a cualquiera de ellas por tal mis esposa y mujer, tomándose las manos y otorgándome por su esposo y marido que siendo por ellos o cualquiera de ellos fe de el dicho matrimonio, yo desde ahora para entonces y desde entonces para ahora lo he por fecho como si mi misma persona lo hiciera porque desde luego la recibo por tal mi esposa y mujer, debajo de las calidades referidas, y me otorgo por tal su esposo y marido y me obligo de lo haber por firme y ratificar el dicho matrimonio y para hacer vida maridable con cualquiera de las susodichas y de no contravenir contra su tenor y forma por ninguna causa que sea. Y así mismo les doy este dicho poder a ambos juntos y a cualquiera insolidum con igual facultad que lo que el uno comenzare el otro lo pueda mediar, fenecer y acabar, y por el contrario, para que en caso que se efectúe este dicho matrimonio con las calidades y condiciones referidas, puedan recibir haber y cobrar los bienes dótales de la dicha doña Petronila de la Cerda y Villarroel, o de la que se eligieren de las referidas por mi mujer, y pasarlo a su poder, dándose por entregados de lo que así recibieren y cobraren y del recibo den cartas de pago, lasto, finiquito y cancelación, con renunciación de la pecunia y prueba del entrego en lo que no pareciere de presente, y de lo que cobraren hagan el orden que yo les avisaré por mis cartas y memorial.
Y así mismo les doy este dicho poder para que habiendo tratado y conferido los casamientos de las dichas mis hijas o de cualquiera de ellas con los pesos referidos que les prometo de dote me obliguen a que se los pagaré dentro de dos años cumplidos desde el día que se desposaren y efectuaren los tales casamiento o casamientos, pagados de lo mejor parado de mis bienes, librados en la caja real de la Ciudad de los Reyes del Perú, donde se me pagan mis salarios de plata, de tal oidor, todos en barras de plata ensayada y marcada y efectuados que sean los tales matrimonios, han de haber y gozar rata por cantidad los dichos pesos
como concertaren y en razón de ello otorguen las escrituras que convengan con obligación de mi persona y bienes, poderío a las justicias y todas las demás cláusulas, fuerza, vínculos, firmezas, sumisiones, renunciaciones de leyes y las demás circunstancias que para su validación y cumplido efecto se requieran, que siendo por los susodichos y cualquiera de ellos fechas y otorgadas las dichas escrituras debajo de las dichas condiciones y gravámenes, y no en otra manera, yo desde luego la otorgo, apruebo y ratifico y de lo que debajo de este poder se hiciere y otorgare y he por bueno y bien fecho y me obligo de lo guardar y cumplir y las tales escrituras, según y cómo en ellas se contuviere y los poderes demás recaudos que en esta razón se otorgaren en favor de las dichas mis hijas me los envíen a esta ciudad, o a donde estuviere, a mi dirigidos y consignados por uno o más duplicados y para que lo haber por firme y lo que en virtud de este poder se hiciere y otorgare obligo mi persona y bienes habidos y por haber y doy poder cumplido a las justicias y jueces de su Majestad de cualquiera parte que sean, y en especial a los que de las mías puedan y deban conocer, a cuyo fuero y jurisdicción me someto para que por todo rigor de derecho y via ejecutiva me compelan y apremien al cumplimiento y paga de lo que dicho es, como por sentencia pasada en cosa juzgada, sobre de lo cual renuncio las leyes de mi favor y defensa y la ley general y derechos de ella en testimonio de lo cual otorgué la presente carta en la manera que dicho es en la Ciudad de Santiago de Chile en diez y siete días del mes de Noviembre y de mil y seiscientos y diez y siete años, y el otorgante a quien yo el presente Escribano doy fe que conozco lo firmó de su nombre, siendo presentes por testigos los Muy Reverendos Padres Fray Manuel de Salvatierra, Prior, Provincial, y el Padre Maestro Fray Pedro de Salvatierra Prior del orden de Predicadores de ciudad y el capitán Francisco Solórzano, residente en esta dicha ciudad.—El Licenciado Álvarez de Solórzano — Ante mi Juan Donoso Pajuela, (Escribano público).

XV.
Donación y traspaso que doña Catalina de los Ríos hace a doña Águeda de los Ríos, su hermana, y a don Blas de Torres Altamirano, marido de la última, del entero de la dote de la última el 31 de julio de 1626 ante Miguel de Miranda Escobar

Archivo General
Sepan cuantos esta carta vieren como yo doña Catalina de los Ríos, moradora en esta ciudad de Santiago de Chile, menor que declaro ser de veinticinco años y mayor de veinte con asistencia y licencia de doña Águeda Flores mi abuela tutora y cuidadora de mi persona y bienes: que para este efecto me dio digo que por cuanto el Señor Doctor don Blas de Torres Altamirano, Oidor de la Real Audiencia de los Reyes del Perú, se casó con doña Águeda de los Ríos, mi hermana, se le prometieron y mandaron en dote y casamiento cincuenta mil pesos de a ocho reales cada uno, y de ellos se le ha pagado muchas cantidades de pesos por el general don Gonzalo de los Ríos mi padre y por el dicho mi padre, ya muerto y pasado de esta presente vida, y por su fin y muerte se ha de hacer división y partición de los bienes que quedaron entre mi y la dicha mi hermana podría hacer en la parte que le tocase no le cupiese tanta cantidad como se le prometió en dote si no menos, y que la voluntad mía no es de tratar de cosa que perjudique al dicho dote sino que le tenga y posea como si real y verdaderamente le cupieran los dichos cincuenta mil pesos, de parte ahora por el mucho amor y voluntad que tengo a la dicha mi hermana doña Águeda de los Ríos y al dicho Señor doctor don Blas de Torres Altamirano y por otras muchas y buenas obras que de los susodichos he recibido de cuya prueba les relevo y por otras muchas causas y justos respetos que a ello me mueven declaro y tengo por bien así fecha la dicha partición y aprecio de bienes no le cupiere a la dicha doña Águeda de los Ríos los dichos cincuenta mil pesos del dicho valor, si no menos, en cualquier cantidad que sea, poca o mucha, en aquella via y forma que mas haya lugar de derecho de lo que va y fuere a decir de lo que le cupiere siendo menos hasta en la dicha cantidad de los dichos cincuenta mil pesos del dicho valor, desde luego para entonces y desde entonces para ahora y desde luego para en todo tiempo dejando como dejo la dicha escritura de promisión de dote y todo lo que es y puede ser en su favor en su fuerza y vigor anterioridad y perlacia, sin la innovar ni alterar, antes añadiendo fuerza a fuerza, contrato a contrato, le hago gracia y donación a la dicha mi hermana y al dicho Señor oidor su marido y mi hermano, pura, perfecta y irrevocable que el derecho permite entre vivos de la tal demasía y menos valor que llevaren
hubieren llevado hasta cumplimiento de los dichos cincuenta mil patacones que se le prometieron de dote, como que le hubiesen pertenecido de herencia paterna y materna para que los acaben de cobrar y llevados todos los derechos y acciones que a la tal demasía tengo y me pertenecen y pueden pertenecer en cualquier manera, me desisto y aparto de lo que a ello tengo para que los hayan y gocen y dispongan de ellos como de cosa suya propia y les doy poder cumplido para que por su propia autoridad o como quisieren y aprendan la tenencia y posesión de la tal demasía y en el Ínterin que la toman me constituyo por su tenedor y precario poseedor para se la dar siempre que me la pida y en señal de posesión y para título y verdadera tradición de ella pido al presente Escribano le dé un tanto de esta escritura para que por su virtud se le dé y adquiera sin acto alguno de la aprehensión y doy por aceptada esta donación y por insinuada y por legítimamente manifestada y renuncio la lei de los quinientos sueldos y de las insinuaciones y la que dice que no valga la donación inmensa o general, y obligóme de no la revocar por testamento ni codicilo ni por escritura pública ni en otra manera tacita ni expresa, aunque sucedan cualquiera de las causas por que se pueden revocar las donaciones, ni pretendiendo que los bienes que me quedan no me bastan ni que fui lesa—engañada ni dañificada examen y enormísimamente o que dolo dio causa al contrato, porque declaro me quedan bastantes bienes para mi sustento la cual dicha donación le hago sin ninguna condición y para que lo abre por firme obligo mi persona y bienes habidos y por haber y doy poder cumplido a las justicias de su Majestad de cualquier parte que sean para que a ello me apremien como por sentencia pasada en cosa juzgada renuncio las leyes de mi defensa y la general del derecho y por ser mujer renuncio el beneficio del Veleyano y leyes de Partida y Toro que dispone en favor y ayuda de las mujeres que no me valgan en esta razón por cuanto de ellos y de su defecto he sido sabedora por el presente Escribano, y por ser menor de veinticinco años juro por Dios y la cruz en forma de derecho de haber por firme esta escritura y de no ir contra su tenor y forma por ninguna causa que sea ni por de menor edad y que de este juramento no pediré absolución ni relajación a ningún juez ni prelado que me la pueda conceder y aun que sin pedirla se me conceda no cesaré de él, pena de perjura y de caer en caso de menos valor. A la conclusión del dicho juramento dijo—si juro y amen, que es fecha esta carta estando en las casas de mi morada en la ciudad de Santiago de Chile en 31 días del mes de Julio de 1626 años, y la dicha doña Águeda Flores, su abuela, la aceptó y de la otorgante a quien yo el escribano doy fe que conozco lo firmó la dicha doña Águeda Flores por la dicha doña Catalina un testigo siendo testigos el Padre Gaspar de León, clérigo presbítero y el ayudante don Tomas de Ávila y don Nicolás Lisperguer presentes.—Doña Águeda Flores. —A ruego y por testigo Gaspar de León. —Ante mi Miguel Miranda Escobar, Escribano público.

XVI
Poder de doña Águeda de Flores a don Lucas de Añasco, en Santiago, el 7 de agosto de 1628, ante Miguel de Miranda Escobar

Extracto — Archivo General
Sepan cuantos esta carta vieren como yo, doña Águeda Flores, viuda, tutora y curadora que soy de las personas y bienes de los menores hijos del general don Pedro Lisperguer, mi hijo, difunto, y en virtud de la tutela y curaduría que me fue discernida en esta dicha ciudad ante el presente Escribano de esta carta por secretaria del juez competente, que por su notoriedad no va aquí inserta dijo: que por cuanto el Alférez Pedro Ruiz Vielma hará tiempo de tres años, poco más o menos, que le envió a vender a los Reinos del Perú, por cuenta del dicho difunto, diez y nueve mil y quinientos pesos de a ocho reales el peso, en los cordobanes que se contienen y declaran, más o menos cantidad, en la escritura que de ello otorgó ante Diego Rutal, escribano público de esta ciudad; y porque del dicho tiempo a esta parte no se ha sabido de lo que el dicho Pedro Ruiz de Vielma ha hecho de la dicha hacienda y podría ser que le hubiese sucedido muerte o diminución de caudal y crédito o otro algún caso fortuito, o por acaecer por donde le impidiese el hacerlo, que tenía obligación, previniendo a lo que puede suceder, otorgo que doy mi poder cumplido, cual de derecho se requiere a don Lucas de Añasco, estante al presente en esta dicha ciudad, para que en caso que le pareciere convenir, por cualquiera de los dichos casos referidos, pueda pedir y demandar recoger y haber y cobrar en justicia y fuera de ella, del dicho Alférez Pedro Ruiz de Vielma, o de sus bienes y herederos, albaceas testamentarios, cajas de bienes de difuntos,- jueces oficiales de la Real hacienda, dueños y maestros de Navíos y reguardo y de quien y con derecho pueda y deba todos los dichos cordobanes y su procedido y empleos, y cobrando que lo haya lo pase a su poder, y del recibo otorgue carta de pago, finiquito, lasto y cancelación con renunciación de la pecunia y leyes de su entrega en lo que no fuere de presente, y valga como si yo como tal tutora y curadora lo hiciese y otorgare y haga lo mismo que el dicho alférez Pedro de Vielma está obligado a hacer [159] …fecha esta carta estando en las casas de mi morada en la Ciudad de Santiago de Chile, en siete días del mes de Agosto de mil seiscientos y veintiocho años, y la dicha otorgante a la cual yo el presente Escribano doy fe que conozco lo firmó, siendo testigos los Muy Reverendos Padres Fray Pedro Migueles y Fray Juan Medel, de la orden de la Merced y Miguel de Miranda el mozo presentes -Doña Águeda Flores—ante mi Miguel de Miranda Escobar, (Escribano público).

XVII.
Carta dote que don Alonso Campofrío y Carvajal otorgó a doña Catalina de los Ríos el 20 de septiembre de 1628 ante Miguel Miranda Escobar

Archivo General
Sepan cuantos esta carta vieren, como, yo, el capitán don Alonso Campofrío y Carvajal, hijo legitimo del general don Alonso Campofrío y Carvajal y de doña Mariana de Riveros Figueroa, natural y la dicha mi madre que somos de esta Ciudad de Santiago de Chile, y el dicho mi padre de la Villa de Alcántara en Extremadura, de los reinos de España, vecino que así mismo soy de esta dicha ciudad, digo que por cuanto a servicio de Dios Nuestro Señor y de su bendita madre la Virgen Santa María se me trató de que yo me hubiese de casar como me casé, según orden de la santa madre Iglesia con doña Catalina de los Ríos,hija legítima del general don Gonzalo de los Ríos y de doña Catalina Flores su mujer, ya difuntas, naturales que fueron de esta dicha ciudad, y porque al tiempo y cuando se me trató el dicho casamiento me fueron prometidos y mandados en dote con la susodicha cuarenta mil seiscientos y siete pesos y dos reales de a ocho reales el peso, por doña Águeda Flores, abuela, tutora y curadora que fue de la dicha mi mujer que le pertenecen, así de sus legítimas paterna y materna, que le cupieron de parte en la división y partición y cuentas que se hizo entre la dicha mi mujer y doña Águeda Mauricia Lisperguer, su hermana, legítima mujer del Señor Doctor don Blas de Torres Altamirano, del consejo de su Majestad y su oidor de la Real Audiencia de los Reyes del Perú, como en esta manera y por que en breve, mediante la voluntad de Dios me quiero velar con la dicha mi esposa y recibir las bendiciones nupciales y la dicha doña Águeda Flores me quiere entregar los dichos bienes y hacienda, por tanto, en aquella via y forma que mas haya lugar declaro como en efecto haber recibido y recibir de la dicha doña Águeda Flores, como tal tutora, los dichos cuarenta mil y seiscientos y trece pesos y dos reales de a ocho reales el peso, así de las otras legitimas como en otra manera en los bienes especies y cosas siguientes.
Primeramente once mil y quinientos pesos de a ocho reales el peso en las haciendas de la Ligua, según y cómo se tasaron por los terceros tasadores apreciadores y avaluadores en las dichas cuentas y partición de bienes que se hizo en el juzgado de provincia de esta Corte, entre los herederos del dicho general don Gonzalo de los Ríos y doña Catalina Flores su mujer, conforme a los títulos y derechos que de ellas tenían, que los dichos tasadores fueron juramentados para ello que fueron Manuel de Briones y Rodrigo de Chaves, como de las dichas cuentas y partición de bienes consta que pasaron ante Domingo García Corvalan que usa oficio de Escribano de provincia a que me remito 11.500
Diez mil pesos de a ocho reales el peso en las casas principales que quedaron por fin y muerte del dicho general don Gonzalo de los Ríos, tasadas por los dichos tasadores en la dicha tasación como de las dichas cuentas consta a que me remito 10.000
Tres mil seiscientos pesos de la dicha plata por una chácara y viña en el pago de esta ciudad, por los dichos tasadores tasada, según dicho es, en las dichas cuentas y partición de bienes 3.600
Un solar que el dicho general don Gonzalo de los Ríos dejó en la traza de esta ciudad, que por una parte linda con solar y casas del capitán Gonzalo de Salas, difunto, y con solar y casas del capitán don Gaspar de la Barrera Chacón, tasado por los dichos tasadores, según y cómo dicho es en un mil y doscientos pesos de a ocho reales el peso dicho es un mil y dos cientos pesos de a ocho reales el peso 1.200
Quinientos pesos del dicho valor en un mulato llamado Cardoso, tasado por los dichos tasadores según es 500
Ítem un negro llamado Francisco, tasado por los dichos tasadores, según precio, en cuatrocientos pesos de dicha plata 400
Otro negro llamado Juan, criollo, tasado por los dichos tasadores en quinientos patacones según dicho es 500
Otro negro llamado Antonio en cuatrocientos y cincuenta patacones en que está tasado por los dichos tasadores, según dicho es 450
Otro negro llamado Miguel en tres cientos patacones tasado en esta cantidad por los dichos tasadores, según dicho es 300
Dos negras llamadas cada una Gracia, en quinientos patacones tasadas por los dichos tasadores, según dicho es 500
Otra negra llamada Ana en cuatrocientos y cincuenta patacones, tasada como dicho es en la dicha cuenta y partición 450
Otra negra llamada Polonia, tasada por los dichos tasadores en cuatrocientos y cincuenta patacones según y cómo dicho es 450
Una negrilla de doce años llamada Rufina, tasada por los dichos tasadores como dicho es en trescientos patacones 300
Once mil ciento y veinte cabras y capados que se sacaron de la almoneda por su tanto, tasadas en cuatro mil y cuatrocientos cuarenta y dos pesos por los dichos Señores tasadores 4.442
Un mil y quinientas cabezas de ovejas que sacó por el tanto la dicha mi mujer de la almoneda del dicho su padre en cuatrocientos y veintisiete pesos, y siete reales de a ocho reales el peso tasadas en esta cantidad por los dichos tasadores como dicho es 4277
Quinientas y setenta cabezas de bacas y novillos que la dicha mi mujer sacó de la almoneda del dicho su padre por el tanto, tasadas por los dichos tasadores en novecientos y ochenta patacones 980
Quinientas yeguas, conforme la tasación de los tasadores a seis reales cabeza que monta trescientos y setenta y cinco pesos de la dicha plata 375
Treinta rocines de carga que la dicha mi mujer sacó por el tanto de la dicha almoneda, en cuarenta y cinco pesos de la dicha plata tasados en la dicha partición por los dichos tasadores 45
Un asiento en la capilla mayor del Convento de Nuestra Señora de las Mercedes que se compró por el dicho general don Gonzalo de los Ríosmi suegro en doscientos patacones, como consta de la escritura que está en las cuentas y del entero que se le ajuste en la partición de bienes 200
Tres mil y novecientos y noventa y tres pesos y dos reales de a ocho reales el peso que recibo ahora de presente en reales de contado que se montaron los géneros y cosas de plata labrada joyas y vestidos y otras cosas que la dicha mi mujer sacó por el tanto de la dicha Almoneda, que se montaron esta cantidad en que se vendió y se hizo reales 3.993'2
Cuatro mil pesos de la dicha plata y valor que yo el dicho otorgante doté a la dicha doña Catalina de los Ríos mi mujer al tiempo y cuando con ella me casé, en los géneros presentes, joyas y esclavos que se contienen en dicha escritura de dote que de ellos le hice y otorgué ante el presente Escribano dicha carta en esta dicha ciudad en veintidós días del mes de Octubre del año pasado de mil y seiscientos y veintiséis a que me refiero 4.000
Una vuelta de cadena de oro que pesa doscientos y diez pesos de oro de Coquimbo de veintidós quilates y medio quintada a razón de veinte reales el peso, que reducido a plata monta quinientos y veinticinco pesos de a ocho reales el peso que se compró ahora poco después de casados 525
Un pectoral de oro esmaltado en dos cientos once patacones que costó esta cantidad de Alonso de Burgos, platero de oro, como consta de la escritura que de ellos se hizo que parece haberse otorgado ante el presente Escribano de esta carta en esta dicha ciudad en veintiuno de Setiembre del año pasado de seiscientos y veintiocho, a que me remito 211; Total: 45.349'2
Todo lo cual que dicho es suma y monta conforme a la tasación y avaluación y aprecio de suso mencionado y a lo que va referido cuarenta y cinco mil trescientos y cuarenta y nueve pesos dos reales de a ocho reales el peso, y conforme a ello lo apruebo y ratifico, de todo lo cual me doy por contento y entregado a toda mi voluntad, por cuanto los dichos pesos los recibo ahora de presente en la forma que va declarado en presencia del presente Señor Escribano y testigos de esta carta, de cuyo recibo y entrego yo el presente escribano público de esta carta doy fe y por que la cuenta de los dichos tres mil y novecientos y noventa y tres pesos y tres reales y de la vuelta de la cadena de oro y pectoral y demás cosas de la dicha dote que hice a la dicha mi mujer de suso especificada no se recibió de presente, renuncio todo error de cuenta y mal engaño y por lo que las dichas cosas de la dicha dote que así se le hace y los dichos Ana y Polonia y tierras de la Ligua, estancia chácara y viña y solar y ganados mayores y menores, yeguas muías, mulato Cardoso y negro Francisco no parece de presente, renuncia la exención y leyes de la non numerata pecunia y demás prueba de entrego y de la paga como en ella se contiene, y por honra y limpieza de la dicha doña Catalina de los Ríos mi esposa y mujer y por ser, como es, hija de nobles y principales padres de limpia sangre y generación y por el mucho amor y voluntad que la tengo y por otras muchas causas y otros respectos que a ello me mueven, de más de los cuatro mil patacones en que la tengo dotada, le mando y doy y en arras y proternupcias y expresa e justa donación que el derecho permite entre vivos otros dos mil pesos de a ocho reales el peso que con frutos caben en la décima parte de mis bienes, y en caso que no quepan se los doy y adjudico en los que al presente tengo y en los demás que en adelante tuviere y adquiera que juntos con los de esta dicha dote, suman y montan cuarenta y siete mil trescientos y cuarenta y nueve pesos y dos reales de a ocho reales el peso, los cuales me obligo de tener como bienes y caudal conocido de la dicha mi esposa sobre los míos y en lo más cierto seguro y saneado de ellos, donde la susodicha los quiera, haber tener y señalar los cuales no obligaré ni a de ser visto estar ni poderse obligar a ningunas causas... [160] sean crímenes ni excesos ni menos los disiparé ni malbarataré en ninguna forma ni manera, ni por ninguna causa ni razón que sea, sino que siempre han de estar permanente con el privilegio de dote y cada vez cuando el dicho matrimonio fuere disuelto o separado por muerte de cualquiera de nos o en vida, por cualquiera de los casos que el derecho permite, me obligo a volver y restituir a dicha mi esposa y a sus herederos y sucesores o a quien por ella o por ellos fuere parte los dichos cuarenta y siete mil trescientos y cuarenta y nueve pesos y dos reales de a ocho reales el peso, de esta dicha dote y arras luego que lo tal suceda sin aguardar otro término ni plazo alguno, porque yo renuncio el de un año que tenia para volver la dote mueble, y para que lo cumpliere obligo mi persona y bienes habidos y por haber y doy poder cumplido a las justicias y jueces de su Majestad de cualquiera parte que sean, al fuero y jurisdicción de las cuales y de cada una de ellas me someto y renuncio el mío propio domicilio y vecindad y la lei que dice que el actor debe seguir el fuero del reo para que por todo rigor de derecho y via ejecutiva me compelan y apremien al cumplimiento y paga de lo que dicho es, como por sentencia pasada en cosa juzgada, renunciando las leyes de mi defensa y la lei que dice que general renunciación fecha de leyes non bala. En testimonio de lo cual otorgué la presente carta en la manera que dicho es en la Ciudad de Santiago de Chile, estando en las casas de mi morada, en veinte días del mes de Setiembre de mil seiscientos y veintiocho años y el dicho otorgante al que yo el presente Escribano público doy fe que conozco, lo firmó siendo testigos el Licenciado Jorge Martínez presbítero y el alférez Juan de Pelegrino, Domingo Juares y el sargento Francisco García presente.—Don Alonso Campo-Frío Carvajal— Ante miMiguel Miranda de Escobar (Escribano público.)

XVIII
Cartas del obispo de Santiago don Francisco de Salcedo al fiscal del Consejo de Indias sobre los crímenes de doña Catalina Lisperguer y su hija doña Catalina de los Ríos

Papeles del Iltmo. Arzobispo de Santiago
Señor Fiscal del Consejo de Indias:
Las cartas que van en este pliego tenia escritas desde el día de su fecha en que vuesa merced verá lo que conviene en materia de lo que en ellas escribo. —Y no puedo echar de mí un escrúpulo que agrava mi conciencia, ni dar parte a Vmd para que la vea su Majestad y señores del Consejo para que pongan el remedio que conviene en descargo de sus conciencias y Vmd en el de la suya.
A esta Real Audiencia vino por fiscal de ella el doctor don Pedro Machado. Al principio pareció a toda esta República acertado nombramiento, porque con un buen agasajo ganaba las voluntades de todos y abominaba el proceder que había tenido su antecesor el doctor Jacobo de Adaro (que vino por oidor de esta Audiencia), a quien toda esta república abomina por su mal despacho y proceder aceptando personas sin mirar por la justicia.
Después que el dicho don Pedro Machado llegó ha trocado con un buen artificio de haber casado dos sobrinas suyas, una con don Juan Rodolfo Lisperguer y otra con don Gaspar Calderón, ambos los mas emparentados y poderosos que hay en esta tierra por cuya causa no hay persona que pida justicia contra ellos ni contra sus parientes, y los que han pedido hasta ahora no lo han alcanzado. Vea Vuesa merced como descarga su Majestad su conciencia en estos casos, pues lo puso Dios para que administre justicia y nos pone ministros que la tiranicen.
No desciendo a cosas particulares, menudas, pero digo una que ha causado mucho escándalo en esta república, y es que don Alonso de Caravajal y doña Catalina de los Ríos su mujer, viviendo en una estancia suya, que es doctrina de la Ligua, al parecer sin causa, mandaron a un fraile agustino, primo suyo, que matare al cura y vicario que los doctrinaba. Púsolo por obra el fraile, y con un negro que le dieron y un mestizo y un indio salieron al camino por donde iba el cura a administrar el sacramento dela extremaunción a un indio, y derribándole del caballo, y teniéndolo los demás asido de pies y manos, el fraile le dio muchos palos con un garrote que llevaba, hecho al propósito, esquinado, hasta que el negro dijo—Dejémosle Padre que ya queda muerto- como al parecer quedó con seis heridas en el cuerpo y muchas en la cabeza.
No he podido hacer justicia en este cargo porque en la Real Audiencia se ha abocado la causa y dos veces, a donde ahora está, por ser esta doña Catalina prima hermana de don Juan Rodulfo, arriba nombrado, casado con sobrina del fiscal, y pareciéndoles que el oidor don Cristobal de la Cerda había de hacer justicia lo ha recusado, por manera que no se administra contra cosa que toque al fiscal. Y pues Vmd lo es de ese Supremo Consejo de Indias, pida a Su Majestad que esto se remedie. Y seria por gran servicio de Dios y grande acierto que viniere visita para esta Real Audiencia. Con esto cumplo con mi obligación de Prelado y descargo mi conciencia, y lo dejo a la de vuesa merced cuya vida guarde Dios para su santo servicio. De Santiago de Chile, Mayo 16 de 1633. — El obispo de Santiago de Chile.
Fragmento
Santiago, abril 10 de 1634
El origen de esta señora doña Catalina Flores [161] por parte de padre fue que de dos mujeres que trajo el gobernador Valdivia por mancebas, primer conquistador de este reino, fue la una de ellas María de Encío, abuela de este señora. Casóla el gobernador con un fulano de los Ríos, padre que fue de don Gonzalo de los Ríos,padre de esta señora. Esta María Encío mató a su marido estando durmiendo una siesta, echándole azogue por los oídos. Este don Gonzalo casó con doña Catalina Flores madre de esta dicha señora, y fue hija de doña Águeda Flores una buena señora que tuvo muchos hijos e hijas y los tuvieron en esta república por encantadoras, como se experimentó por un duende que en su casa alborotó toda esta tierra, con quien decían tenían pacto.
Esta doña Catalina madre de esta señora doña Catalina que hoy vive, y de quien tratamos, quiso matar con veneno al gobernador Rivero. fue mujer cruel, porque mató con azotes a una hija de su marido, y así mismo mató a un indio a quien pidió las yerbas con que quiso envenenar el agua de la tinaja que bebía el dicho gobernador.
Esta doña Catalina, de quien se trata al presente, mató a su padre con veneno que le dio en un pollo, estando enfermo. Pidióle la muerte en esta Audiencia una hermana de su padre que hoy vive, y también mató un caballero del habito de San Juan, pocos años ha, enviándolo a llamar con un billete en que le decía con engañosos halagos le enviaba a llamar para tener maltrato con él aquella noche, de cuya muerte conocieron en esta Audiencia. Y para moderar la atrocidad en que le mataron, persuadieron a un negro esclavo suyo dijere que él le había muerto, y se condenase, que darían traza para librarlo. Murieron las personas que le podían valer, y así ahorcaron al negro por haberse condenado el mismo, y a ella la penaron en pena pecuniaria solamente, por haberle valido el favor de don Blas Torres Altamirano, oidor de Lima, que está casado con su hermana, y como cuñado suyo la favoreció con los oidores de esta Audiencia, y así en nada hicieron justicia mas en ahorcar al pobre negro que no tenia culpa.
Quiso matar por su persona a don Juan de la Fuente, Maestre Escuela de esta Santa Iglesia y Vicario General de este Obispado, corriéndolo con un cuchillo por que procuraba impedir sus liviandades.
Es mujer cruel, y en la parte donde asiste ha hecho muchas crueldades en su servicio domestico, que si se averiguase hallaría muchos delitos cometidos, y se alaba de que se ha de salir con todo, porque tiene dinero y los oidores son sus amigos sin el que últimamente cometió en mandar matar al cura vicario de esos pueblos, como constará de la información que se le ha hecho — Santiago de Chile, abril 10 de 1634. —El Obispo de Santiago de Chile.

XIX.
Instrucciones del oidor de Lima don Blas Altamirano sobre su desposorio con doña Águeda de los ríos el 24 de julio de 1616, archivado en el protocolo de Bartolomé de Maldonado correspondiente a ese año

Archivo de la notaría de San Bernardo
Instrucción que da el licenciado don Blas de Torres Altamirano, fiscal de su majestad en la real audiencia de los Reyes, al Señor Licenciado don Fernando Talaverano Gallegos del Consejo de su majestad y su oidor más antiguo en la real de Chile de las cosas que han de preceder al desposorio, antes que su merced use del poder.
Primeramente ha de otorgar carta de dote el señor general don Gonzalo de los Ríos en favor del dicho de cincuenta mil pesos pagados en esta manera. Los treinta mil de contado en esta ciudad de los Reyes luego que llegue a ella mi Señora doña Águeda de los Ríos, su hija, y los veinte mil restantes pagados por sus tercios en tres años que han de empezar a correr desde el día que, en virtud del dicho poder se efectuará el dicho desposorio, pues a su cuenta y riesgo en la dicha ciudad de los Reyes. A la seguridad y cumplimiento así del contrato como del fiado sean de obligar con hipoteca especial de sus haciendas y rentas de indios que tienen así en el Reyno de Chile como en este del Perú el dicho señor general clon Gonzalo de los Ríos y mi Señora doña Catalina Flores su mujer y el señor general don Pedro Lisperguer y mi señora doñaCatral[162] Flores sus hermanos insolidum, como fiadores y principales pagadores.
Nota al margen. 20.000 $ en tres años, estos han de ser de cosecha en cosecha y empiezan a correr desde el año de 1618. [163]
Otro sí debajo de la misma mancomunidad obligación y fianza sean de obligar a que la dicha mi señora doña Águeda de los Ríos no ha renunciado en su hermana menor el derecho que tiene por vuestra merced y cédula de su majestad a la encomienda de indios del dicho señor general don Gonzalo de los Ríos, después de sus días y que si la hubiere renunciado que no valga y sea así la tal renunciación, o pagaran el interés de ella como sea y fuere estimable y justo.
Nota al margen. Aquí entra la condición de los diez años, los indios han de estar al siguiente del beneficio de la hacienda los cuales corren desde la fecha de esta escritura
Otro sí que el dicho señor general don Gonzalo de los Ríos y mi Señora doña Catalina Flores, su mujer, no han mejorado ni mejoraran a la hija menor y si hubieren de hacer mejora en alguna ha de ser en la dicha mi señora doña Águeda Flores su hija mayor.
Otro si, debajo de la dicha mancomunidad y fianza sean de obligar todos los susodichos a que la dicha dote de cincuenta mil pesos será en todo siempre cierta y segura y que no llamará y partición de ella en la dicha cantidad la hija menor a la dicha mi señora doña Águeda de los Ríos su hermana mayor, ni otro hijo alguno que Dios les dé al dicho señor general don Gonzalo de los Ríos ni a mi señora doña Catalina Flores, constante su matrimonio o disuelto por muerte o volviéndose a casar cualquiera de ellos y teniendo hijos del segundo matrimonio, a habiéndose cumplido en debida forma como la dicha obligación y fianza y no de otra manera que la referida en esta instrucción usará del poder del dicho fiscal el dicho señor licenciado Fernando Talaverano y se desposará en su nombre por palabras de presente, que hagan verdadero matrimonio con la dicha mi señora doña Águeda de los Ríos a honra y gloria de Dios nuestro señor como lo confía el dicho... En los Reyes a veinticuatro días del mes de julio de mil y seis cientos y diez y seis años, lo firmó de su nombre.
El licenciado don Blas de Torres Altamirano.

XX.
Donación que don Alonso Campofrío y Carvajal y doña Catalina de los Ríos hicieron al Colegio de la Compañía de Jesús de unas tierras en Codegua, ante Miguel Miranda Escobar, el 23 de septiembre de 1628

Archivo General
Sepan cuantos esta carta vieren como, nos, el capitán don Alonso Campofrío y Carvajal y doña Catalina de los Ríos, marido y mujer legítimos, vecinos encomenderos en esta Ciudad de Santiago de Chile, y la dicha doña Catalina de los Ríos con licencia autoridad y expreso consentimiento que antes todas cosas pido y demando al dicho mi marido para otorgar y firmar esta escritura y el dicho capitán don Alonso de Carvajal se la doy y concedo a la dicha mi mujer para el dicho efecto, e yo la susodicha lo acepto y de ella usando ambos dos marido y mujer legítimos juntamente de mancomún y a, vos de uno, y cada uno de ambos de por sí, por el todo insolidum renunciando como renunciamos las leyes de la mancomunidad, división y ejecución y las demás leyes que de su renunciación, los que se obligan de mancomún decimos que por cuanto nosotros tenemos unas tierras en el Valle de Codegua, por merced de su Señoría Señor Presidente Gobernador y Capitán general de este Reino don Luis Fernández de Córdova y Arce, debajo de los linderos que se contienen y declaran en el título que de ellas tenemos, y porque nosotros tenemos muy gran devoción y voluntad a la sagrada religión de la Compañía de Jesús y a su colegio, que está prendado en esta dicha ciudad y a los religiosos de él de quien hemos recibido muchas y muy buenas obras, y a quienes somos a cargo de muchas sumas y cantidad de pesos que nos han dado y hemos recibido para nuestra necesidad el que de ninguna manera se los podemos pagar, si no es con las dichas tierras por lo cual y por otras susodichas causas y justos respetos que a ello nos mueven; hacemos gracia y donación pura, perfecta, irrevocable, por causa remuneratoria que el derecho permite entre vivos, de todas las dichas tierras que tenemos en el dicho Valle de Codegua, con el dicho título de suso mencionado, debajo de los linderos que en el contienen sin exceptuar y reservar de ella ni de cosa alguna con todas sus entradas y salidas, aguas, usos y costumbres, derechos y servidumbres, cuantas han y haber debe y le pertenecen de hecho y de derecho y libre de censo, empeño e hipoteca y otra obligación, y nos desistimos y apartamos del derecho y acción que a las dichas tierras y título de ella tenemos y nos pertenecen y pueden pertenecer en cualquiera manera sin ninguna limitación y le cedemos y traspasamos en el dicho colegio y en Nuestro Muy Reverendo Padre Vice Provincial de él en su nombre Pedro Juan Moreno, para que disponga el dicho colegio de ellas a su voluntad, como de cosa suya propia, habida y adquirida con justo y derecho titulo y buena fe, como de esta lo es y le damos poder cumplido para que de su propia autoridad, o como quisiere, tome y aprenda la tenencia y posesión de las dichas tierras y título, y en el Ínterin que las toma, nos constituimos por sus tenedores y precarios poseedores e inquilinos para se la dar siempre que nos la pida y en señal de posesión y para título y verdadera tradición de ella pedimos al presente Escribano dé a la parte del dicho colegio un traslado de esta escritura para que por virtud se le dé y adquiera sin otro acto alguno de aprehensión» (Sigue la renunciación de las leyes) en la Ciudad de Santiago de Chile en veintitrés del mes de Setiembre de 1628 años y de los dichos otorgantes a los cuales yo el presente Escribano doy fe que conozco, lo firmó el dicho don Alonso Campofrío Carvajal y por la dicha doña Catalina de los Ríos,que dijo no saberlo firmar, a su ruego, un testigo siendo testigos el Ayudante Juan de Pelegrino y don Juan Rodolfo Lisperguer y don Nicolás Flores Lisperguer, presentes —A ruego y por testigo Juan Pelegrina—Don Alonso Campofrío Carvajal—. Ante mi Miguel Miranda Escobar, (Escribano público).

XXI.
Extracto de las principales deudas del provisor Machado de Torres

Nota correspondiente al capítulo VIII
He aquí algunas de las partidas del crédito pasivo del provisor Machado:
Al comisario de la Inquisición don Manuel Gómez, el mismo que vendió en 10 pesos las cuatro tablas del ataúd de su amiga doña Catalina de los Ríos, debía 6.000 pesos.
A su sobrina doña Clara de la Torre, monja de Santa Clara, hija del oidor don Pedro, debía 4.000 pesos, y de ésta decía que era su obligación más antigua pero de corridos más exactos.
A otra sobrina, doña Mariana Machado, monja también, debíale 2.000 pesos, y a otra monja agustina, doña Úrsula Pozo, 200 pesos para el fin que ella sabe.
Por último, a una tal Leonor Barbosa (al provisor le gustaban las acreedoras) 1.500 pesos, aunque respecto de esta última decía le había dado en pago alguna grasa y sebo de su chácara.
Lo líquido de la acreencia no era, sin embargo, para asustar a un provisor del siglo XVII, pues sus 35 esclavos valían los 14 ó 15 mil pesos de aquel ajuste. Pero lo que debía al obispado de cuartas decimales, a un capitán Seraín, famoso negociante, a don Jerónimo de Vega, al presbítero Bejarano y, sobre todo, a los banqueros Pazos y López, era incalculable.
Nombraba en consecuencia a estos dos últimos por sus albaceas, y a López, como presbítero y contador de la Catedral, le dejaba en comunicatos 3.400 pesos por graves recelos y escrúpulos de los tiempos.
Estos albaceas sobrevivieron veinte años justos al provisor Machado, pues fallecieron ambos en 1681, y de su inmensa fortuna dio cuenta otro albacea del cuño antiguo. Fue éste el famoso sobrino del provisor Machado, don Pedro de Torres, tesorero eje la Santa Cruzada, que cuando casó a su hija doña María con el conde de Sierra Bella, don Diego de Mesías, rodeó su lecho, según la tradición, con una baranda de oro. ¿Era el oro del provisor que volvía en carroza a sus despojados deudos?
De este famoso albaceazgo de don Pedro de Torres hemos dado cuenta en la Historia de Santiago, t. I, cap. XXII y allí también contamos cómo don Francisco Machado (llamado en ese libro don Juan) fue nombrado obispo de Popayán en 1650. De algo servía tener tres mil pesos en la corte de Madrid.
En cuanto a si se pagaron o no las deudas femeninas y masculinas, explícitas y anónimas, líquidas e ilíquidas del provisor Machado, tenemos escrúpulos que habríamos consultado de buen grado con su Perfecto confesor.
Respecto de una de aquellas, por lo menos, la deuda a don Manuel Gómez, que era una de las más fuertes (6.000 pesos), existen pruebas de que quedó insoluta, porque cuando don Manuel, que era portugués como el capitán Pazos y el presbítero-médico López Caguinca, falleció el 6 de junio de 1671, diez años después de su deudor, declaró ante el escribano Pedro Vélez lo siguiente:Item, declaro que don Francisco Machado, difunto, me debía cantidad de dinero, y habiendo quedado por su albacea don Francisco López, le entregué la cuenta de la deuda, y sobre algunas diferencias que hemos tenido, no se me ha pagado la cuenta, y para descargo de mi conciencia digo, que todo lo que en dicha cuenta está, se me debe, menos lo que el dicho don Francisco López me hubiere dado después que quedó por albacea. Mando se cobre por mis bienes.
Este don Manuel Gómez era natural de Lisboa y había venido a Chile probablemente en tiempo de la unión de los reinos de España y Portugal, como gran número de sus compatriotas a quienes la usura y la mugre enriquecieron en las Indias. Su padre se llamaba Francisco Gómez y su madre Sara Henríquez, nombre y apellido los últimos de judíos.

XXII.
La tradición del primer olivo de Chile

Nota correspondiente al capítulo IX
Según el ameno e ingenioso Ricardo Palma (Tradiciones Peruanas, t. III, pág. 6), el hurto de esta púa de olivo costó a su autor una excomunión mayor que redimió más tarde erogando diez mil pesos de multa para la fábrica del hospital de Santa Ana. Había traído las primeras tres púas de Sevilla a Lima y en seguida al valle de Guatica un tal Antonio de Rivera, quien obtuvo del arzobispo Loaiza aquella excomunión, como hoy se obtiene un privilegio exclusivo, pagando 50 pesos.
Toda la diferencia del caso consistía en que la excomunión era algo más cara.
Como la cosa pasó bajo secreto de confesión, añade el festivo historiógrafo, no me creo autorizado para poner en letras de imprenta el nombre del pecador, tronco de una respetable y acaudalada familia de la república vecina.
¿Fue ese pecador, de pecado venial y casi glorioso (agrícolamente hablando), el doctor Alvar García de Navia, tronco materno de los Yrarrázaval? ¿O lo fue más probablemente su hijo del mismo nombre, que vivía en los primeros años del siglo XVII en su chácara del Cerro de Navia, que a este apellido y no al del indio Navi (como por inducción dijimos hace poco), debió tal vez su nombre?
Según otra tradición, el olivo de Navia fue traído por un fraile que acompañó desde Lima o desde España a los famosos encomendero y patricios del siglo XVII don Agustín y don Francisco Arévalo Briceño, benefactores de los jesuitas, y que fueron corregidores de Santiago el primero en 1637 y el segundo en 1675.
Es verdad que los Arévalo Briceño tuvieron una chácara en esas dereceras, y que el 19 de noviembre de 1665 falleció en ella la esposa del primero y madre probablemente del segundo, doña Ana de Recalde. Y tal vez el olivo de Navia se reprodujo en el primer olivar de los Arévalo en aquella vecindad.
Consta la muerte de doña Ana Recalde de una información en que el cura de Renca y el Salto don José Villarroel Mariño de Lovera (¿descendiente del famoso historiador?) declara que fue llamado para administrar los sacramentos a doña Ana. Añade el buen cura que encontró a la enferma rodeada de no menos de seis frailes, y siendo así ¿cómo la pobre moribunda habría podido sujetar su ánima en la almohada? Eran los frailes, el jesuita Esteban Duarte, confesor ordinario de la señora, el compañero del jesuita que conforme a la regla, les seguía, y los padres fray Francisco Opazo, fray Manuel Briceño, fray Juan Ramón y fray Juan Palma. ¿Uno por cada orden? (Archivo de Pedro Vélez, protocolo de 1665, a p. 97).

XXIII.
Doña Nicolasa Zapata de Yrarrázaval

Nota correspondiente al capítulo IX
Don Antonio Alfonso, hermano de doña Catalina, que fue corregidor de Santiago en 1650 y alcalde en 1659, se casó con la rica heredera doña Nicolasa Zapata y Benavides, hija y nieta de conquistadores, y dueña, entre otras estancias, de la famosa hacienda de Larmahue en Colchagua.
De este matrimonio nació don Femando Yrarrázaval y Zapata, el 16 de mayo de 1648, un año después del terremoto, y aunque fue alcalde de Santiago en 1688, murió joven y en vida de su abuela doña Nicolasa, según lo declara ésta en su testamento, otorgado en 1695. Es éste el mismo don Fernando que asistió como testigo, siendo niño, al testamento del arcedeán Machado en 1661.
Por un momento creímos que este don Fernando Yrarrázaval pudo ser el famoso virrey de Navarra, de su mismo nombre y apellido pero el testamento de doña Nicolasa Benavides desvaneció esta idea, porque don Fernando el virrey se hallaba guerreando en Africa, precisamente en 1695, cuando aquella testadora acredita el fallecimiento anterior de su nieto don Fernando.
Este, sin embargo, estuvo casado algunos años, y fue su esposa doña Agustina Bravo de Saravia, hija de los primeros marqueses de la Pica en Chile, don Francisco Bravo de Saravia y doña Marcela de Enestrosa. Y de aquí el primer parentesco de afinidad de los Bravo de Saravia con los Lisperguer.
Doña Nicolasa Zapata y Benavides, hija de don Francisco Zapata de Mayorga y de doña Jerónima Benavides (el famoso Jerónimo Zapata de Mayorga, corregidor de Santiago en 1593 y 1606, era su abuelo), falleció el 1 de febrero de 1695, con la particularidad de haber dejado cuatro hijas monjas agustinas y un fraile mercedario, y de haber tenido a la cabecera de su cama cuatro frailes más que la ayudaron a morir (todo conforme a las costumbres y gustos de la época) y sirvieron de testigos en su testamento cerrado.
Las monjas se llamaban doña Josefa, doña Catalina, doña Nicolasa y doña Jerónima Yrarrázaval y Zapata. Esta última era abadesa en 1707, doce años después de la muerte de su madre. El fraile se llamaba fray Antonio Yrarrázaval, conforme al nombre de su padre.
La única hija que casó doña Nicolasa fue la llamada doña María, cuyo marido fue el altisonante caballero don Fernando Mate de Luna (después prosaicamente Mateluna), que fue corregidor de Santiago en 1693 y a quien su suegra dejó de albacea, de administrador de Narnahue (Larmahue) y al cuidado de su nieto don Antonio Bravo de Saravia, el primer Yrarrázaval que llevó este apellido, por haberse casado su padre con doña Agustina Bravo de Saravia.
El curioso testamento de doña Nicolasa Zapata se encuentra en el Archivo General, protocolo de Ginés de Toro.
En cuanto a don Fernando de Yrarrázaval, virrey de Navarra, natural de Santiago y marqués de Valparaíso, según Molina, lamentamos no tener a la mano unos apuntes biográficos inéditos que de su persona encontramos en 1859 en la biblioteca real de Madrid, y en los cuales se contaban todas sus hazañas, victorias, derrotas y cuchilladas que tenían su cuerpo hecho un amero. Esos papeles están en poder de don Manuel Yrarrázaval, ausente hoy desgraciadamente del país.

XXIV.
Don Melchor y don Ramiro Yáñez Bravo de Saravia y los fundadores de esta familia en España y en Chile

Nota correspondiente al capítulo IX
Según el padre Rosales (Historia inédita, cap. 52), el fundador de la familia Bravo de Saravia en España fue Hernán Bravo de la Laguna, embajador de Juan II en la corte de Portugal, y procurador o diputado a Cortes por Soria, su ciudad natal, primer señor de Almenávar y del término redondo de Pica y otros, lugares de aquella provincia de Castilla. Pero fue don Melchor, el presidente de Chile, quien fundó el mayorazgo en esos mismos territorios con el tercio y quinto de sus bienes. Cuando don Melchor se retiró de Chile, por la disolución de la primer Real Audiencia de que fue presidente, dejó, dice el mencionado historiador, amigo íntimo de su familia, gran memoria de su buen gobierno, enternecidos los pobres que le tenían por padre y recibían de él el sustento, obligados a los nobles por lo que a todos honró y agradecidos a los soldados por haberles acompañado en los trabajos y haberles solicitado socorro.
No parece del todo cierto lo último, por lo menos, ni trazadas con severa mano de historiador, sino de vecino y cortesano, las líneas de aquel retrato, porque hubo un soldado que nos ha dejado de don Melchor Bravo de Saravia una imagen del todo diversa. Era, dice de él el soldado don Alonso Góngora Marmolejo (a quien en su vejez no quiso dar don Melchor una ración de hambre en un destino), angosto de sienes, los ojos pequeños y sumidos, la nariz gruesa y roma, el rostro caldo sobre la boca, sumido de pechos, giboso un poco y mal proporcionado.
¿Podía ser más feo don Melchor?
En cuanto a su moral, he aquí lo que cuenta Góngora como testigo más que como juez. Era tanta su codicia y miseria, que mandaba a su mayordomo midiese delante de él cuantos cubiletes de vino cabían en una botija, teniendo cuenta cuanto se gastaba cada día a su mesa, en la cual solo él bebía vino, aunque valía barato... Decían asimismo que no veía, y para el efecto traía un antojo (anteojo ) colgado del pescuezo, que cuando quería ver alguna cosa se lo ponía en los ojos, diciendo que de aquella manera veía todo lo que un hombre de buena vista podía ver cuando quería, que una sala todo el largo de ella veía un paje meterse en la faltriquera de las calzas las piernas de un capón, siendo buena distancia... A lo cual el viejo perro y mala lengua, para ser creído agrega:lo cual yo vi y me hallé presente...Y por esto, agregamos nosotros tras de él, han de ver los poderosos que es malo enojar con injusticias a los desvalidos, porque aunque sea arrastrándose en sus muletas de inválidos, saben vengar sus agravios en los siglos.
Sin embargo, nosotros tenemos por sospechoso el testimonio de uno y otro, el del panegirista y del detractor, porque el primero vivió un siglo más tarde, pared de por medio, con los bisnietos de don Melchor Bravo de Saravia, en su condición de jesuita, y al último porque él mismo se llama noblemente a agraviado.
Don Melchor tuvo por sucesor en el mayorazgo a su hijo Ramiriáñez de Saravia. Según Rosales, no fue éste el sucesor directo de su padre en el mayorazgo de Soria y de la Pica sino don Juan Bravo de Saravia, comendador de Mora, pero por la muerte de éste pasó a aquel. No nos parece en esta parte tan bien informado como de ordinario el jesuita, porque existe un poder judicial, del que luego hablaremos, enviado por la viuda de Ramiriáñez a aquel mismo don Juan después de la muerte del último.
Ramiriáñez comenzó a servir casi desde niño, y en 1569, a poco de la llegada de su padre (que ocurrió en ese año y no en el de 1568 como apuntan todos los historiadores), fue a levantar una compañía de tropas a Valdivia con el bravo Francisco de la Barrera, que había sido corregidor de esa ciudad.
En 1587, cuando, por el mes de marzo, apareció el corsario Tomas Cavendish en Quintero, fue Ramiriáñez uno de los capitanes que salió con el corregidor Marcos Veas (el famoso de Lautaro) y tres compañías, una de las cuales mandaba un fraile y otra era de clérigos, mandados los últimos por el provisor Francisco Pastén, hijo del almirante. Entre estos singulares soldados iba de alférez el canónigo Pedro Gutiérrez y de soldado un clérigo llamado Francisco de la Hoz, que hemos visto figurar en ciertos pleitos de encomiendas de Quilicura y que tal vez, era hijo o deudo del famoso Sancho de la Hoz, decapitado en la plaza de Santiago. El fraile capitán se llamaba Juan Cano de Araya a quien, dice Rosales, por haber sido soldado, le mandó el provisor que ordenase y rigiese una compañía.
No debe extrañar este alboroto de la milicia divina, que nosotros recordamos por desconocido (como lo son todos los demás datos que apuntamos)pues se trataba de ir a defender la fe contra un pirata luterano.
Ramiriáñez falleció en los primeros días de agosto de 1594, e inmediatamente pidió doña Isabel la cúratela de sus menores hijos ante el alcalde don Cristóbal de Tovar, ofreciendo por fiadores de su administración al factor don Jerónimo Morales de Albornoz y a Andrés Fernández el mozo, encomendero de San Juan de Cuyo.
A este mismo Albornoz y a su esposa doña Isabel había dado Ramiriáñez un poder general hacía pocos meses, autorizándoles para cobrar ciertas escrituras en Lima y en Valdivia, lo que hace suponer que, como la mayor parte de los conquistadores, ejerció también el comercio.
Después de la muerte de su esposo, doña Isabel envió a España un poder para solicitar del rey alguna merced en favor de sus hijos, por los servicios de su marido, de su padre y de su suegro. Este poder está conferido a don Juan Bravo de Saravia, el mismo que según Rosales heredó el mayorazgo, al ex-gobernador don Alonso de Sotomayor y al famoso y embrollón teniente general de este último el doctor don Luis López de Azócar, todos los cua les se encontraban a la sazón en Europa. No estará tal vez de más agregar que aunque Diego García de Cáceres no dejó varones, su hija doña Isabel no fue única, porque tuvo ésta una hermana llamada doña Petronila que casó con el general don Juan de Rivadeneira, natural del puerto de Pasajes en Guipúzcoa. Un hijo de este matrimonio, el general don Diego Gómez de Rivadeneira Villagra, fue el que donó en 1658 a los padres franciscanos el sitio que hoy ocupa en Valparaíso su convento. Y de este rico encomendero vienen los Zárate y Álvarez de Araya, nobilísimos abolengos de Quillota.

XXV.
Los seis Jerónimos Hurtado de Mendoza

Nota correspondiente al capítulo IX
Una hermana del marqués don Francisco Bravo de Saravia, llamada doña Isabel Osorio Bravo de Saravia (hija de don Jerónimo y doña Agustina Ovalle), casóse en Santiago con don Jerónimo Hurtado de Mendoza, tercero de los seis del mismo nombre que hubo en Chile. Y de aquí el parentesco de afinidad de los Hurtado de Mendoza con los Lisperguer, relación que si poco significaba respecto de la sangre, en la organización social de la colonia tenía mucha cuenta.
Para no quedar a oscuras sobre esto de los seis tesoreros Hurtado de Mendoza, diremos que hubo en Chile dos familias de Hurtado de Mendoza: la una descendiente de un hermano del virrey del Perú, llamado don Diego, que se cree fue virrey de Navarra, y otra de una familia de Aragón, de cuya última salieron los seis tesoreros.
El primer Jerónimo Hurtado de Mendoza y el primer tesorero de su raza, era natural de Tarazona en Aragón, pero no vino a Chile.
Su hijo don Jerónimo Hurtado de Mendoza y Antillón fue cerca de 50 años tesorero real en Chile y falleció en 1681 de 90 años. Está enterrado en la Merced al pie de la peaña de nuestra señora de los Remedios.
Un hijo de éste y de doña Nicolasa de Quiroga (descendiente de Rodrigo de Quiroga) y a quien su padre llamaba en vida tesorero futuro (tanto es el poder del hábito), fue hombre rico, tuvo una gran casa en la Cañada, y se casó con doña Isabel Bravo de Saravia, hermana del primer marqués de la Pica. Fue por esto don Jerónimo III uno de los testigos del matrimonio clandestino de doña Catalina Bravo de Saravia, su sobrina, por lo cual, siendo tesorero, fue multado en 500 pesos (¿Se los cobraría?). Este tercer tesorero había nacido en Santiago en 1609 y estaba vivo en 1694, de más de ochenta años de edad. Su esposa era 22 años menor que él, pues había nacido en 1631, y el primer año del siglo XVIII hallábase asilada en el claustro de las monjas Agustinas donde estoy en recogimiento pasando mi triste viudez, dice en su testamento, otorgado el 2 de diciembre de 1700. Según esto, el tercer don Jerónimo había muerto en los últimos años del siglo XVII.
De este tercer tesorero nació el más ilustre de los Jerónimos, que fue poeta y provisor del obispado, hombre de grandes respetos y que visitó a Europa. Tuvo también el tercer Jerónimo (no el cuarto) una hija llamada doña Rosa Hurtado de Mendoza y Yrarrázaval, y con ésta se casó don Cristóbal Hurtado de Mendoza, general de caballería, y que venía de la otra rama de los virreyes, y así se refundieron las dos ramas (la de Navarra y la de Aragón) en una sola familia. Don Cristóbal casó de 17 años cuando doña Rosa tenía 24. Fue señor de Pelvín, viajó en el Perú, hizo un curioso testamento de deudas y arrogancias y murió pobre.
De este matrimonio nació un quinto Jerónimo Hurtado de Mendoza llamado el canciller, que fue fundador de Rancagua, en tiempo de Ortiz de Rosas, y del enlace de este con doña Josefa Salinas, el sexto Jerónimo. Era este alcalde de Santiago en 1789, y es el abuelo de todos los Hurtado de Mendoza que hoy viven en Chile, contando de 1840 para atrás y para adelante.

XXVI.
Noticias sobre el testamento, la casa y el mayorazgo de doña
Marcela de Hinestrosa

Nota correspondiente al capítulo IX
La anciana doña Marcela de Hinestrosa que vivió más de 80 años, hizo su testamento ante Domingo de Oteiza a fs. 17 del protocolo, correspondiente al 1704, el 11 de enero de ese año, y en ese mismo día otorgó la escritura de donación recordada que consolidó en una sola la fortuna de los Yrarrázaval y de los Bravo de Saravia.
Doña Marcela declara que reedificó su casa después de la muerte de su marido, lo que no revela que lo llorara tan amargamente como su cuñada doña Isabel, la de Hurtado de Mendoza, que pasó su triste viudez en un claustro.
Fue esa mansión regia la casa que hacía frente al Museo en la calle de la Catedral, donde tuvo una famosa panadería Mr. Clifton, que aprendió a batir masa en el yunque, y fue el hombre más gordo y el mejor panadero de la mitad del presente siglo (1850).
En los dos instrumentos públicos que tenemos a la vista, la donación y el testamento, los otorgantes están firmados en el orden siguiente —la marquesa de la Pica, con letra de palo de escoba: Doña Marcela María Iturrizura Bravo de Saravia, con caracteres que desafiarán, por firmes y bien formados, la polilla de muchos siglos, y en seguida, con letra llana, El marqués de la Pica.
Los dos últimos se manifiestan agradecidos al don de la abuela; pero no se crea que éste fuese una flor sin espinas.
A poco andar, en efecto, embargaron el marquesado a los agraciados, y hubieron de pedir plata a interés para salir de enredos.
Este curioso embargo del marquesado de la Pica tuvo lugar en 1708, a petición del oidor Calvo del Corral, como delegado del comisario de lanzas de España. En vano había consignado el marqués su renta de Soria, que subía cada año a doscientos sesenta y siete mil cuatrocientos doce maravedís. La ejecución siguió adelante, y sólo cuando don Diego Portales, oidor de Lima, y casado con una sobrina del marqués, hija de su hermana (la infeliz doña Catalina Bravo de Saravia, esposa del presidente Meneses), dio su fianza personal, se levantó el embargo. Consta este extraño incidente nobiliario y nobiliario de una escritura otorgada por los marqueses de la Pica ante el escribano Domingo de Oteiza el 26 de marzo de 1708, y que corre en el protocolo de ese año a fs. 252.
Hemos dicho que los marqueses tomaron dinero a interés a poco de haber pasado a sus manos el mayorazgo, porque existe también una escritura según la cual el padre jesuita Ignacio de Arcaya, del colegio de La Serena, y que andaba tal vez comprando vacas por Pullay en el mismo año del embargo, les prestó 2.500 pesos, hipotecando los deudores las dos haciendas del vínculo en la Ligua y en Illapel (Escritura ante Oteiza de 16 de mayo de 1708 a fs. 322).
Para no dejar nada por decir, agregaremos que el primer marqués de la Pica y doña Marcela de Hinestrosa tuvieron sólo tres hijos, don Jerónimo, que falleció antes que sus padres, doña Agustina, que tuvo muchos hijos, y la bella doña Catalina la esposa del presidente Meneses.

XXVII.
Blasones de la familia Cortés y de la familia Lastra

Nota correspondiente al capítulo IX
Por lo curioso de estas fábulas, que nuestros mayores veneraban como misterios de fe, publicamos en seguida los fragmentos de las genealogías de los Cortés y de los Lastra a que nos hemos referido.
El primero es extraído de los papeles de la familia de los Sotta y Cortés, cuyo fundador en Chile fue don Antonio de la Sotta y Cortés, nacido en Santander el 8 de enero de 1699, y el segundo de una genealogía que el benemérito general don Francisco de la Lastra envió a su familia cuando estuvo en España (Asturias), siendo guardiamarina, en 1791. El primero dice así:
El origen y nobleza de doña Catalina Cortés, madre del nominado don Antonio de la Sotta, lo derivó de Silio Cortés Romano, cuyos descendientes llegaron a Zaragoza veinte y cinco años antes de Nuestro Redentor, y que pasando a Módena se trasplantaron a Aragón, y desde este reino al de Castilla, fundando su solar en los lugares de Aguascaldas y Quintano, de los que descendieron don Juan Cortés y Martin Cortés, que pasó a Salamanca, y casando en Medellín con doña Catalina Pizarro procrearon a Hernández Cortés, conquistador del imperio mejicano.
En cuanto a los Lastra, he aquí lo que dice el rey de armas Brochero con su brocha gorda:
El origen del linaje de la Lastra viene de uno de los tres Reyes Magos que pasaron a Belén a la adoración de Nuestro Redentor, de quien descendió Hernán Rodríguez, que habiéndose hallado el año de 714 en la batalla de Guadalete, y retirándose a las Asturias, se halló en el de 718 en Covadonga, a elección del infante don Pelayo, sirviéndole después en las conquistas de Oviedo y León, y pasando por último a las montañas de Burgos, fundó su casa y torre fuerte, con foso, cava y agua que la circundaba, en un territorio de gran aspereza por las muchas lozas que en él había, en término del lugar de Robledán, y porque a las referidas lozas las llamaban lastras, quedó desde entonces el indicado Hernán Rodríguez con el nombre de la Lastra que se perpetuó en toda su descendencia... Los papeles originales de que hemos extractado estas noticias existen en poder del señor prebendado don Francisco de Paula Martínez, a cuya obsequiosidad los debemos.

XXVIII
Notas biográficas sobre los Amaza

Nota correspondiente al capítulo X
Don Bernardo de Amaza, primero y único de su apellido que vino a Chile, era natural de Guipúzcoa, y provenía de una familia de ilustres marinos, como Churruca y Sebastián del Cano, ambos renombrados navegantes guipuzcoanos. Su bisabuelo don Juan de Amaza sirvió en la armada real más de 50 años, y en 1540 sostuvo un combate entre Málaga y Orán contra cuatro galeotas turcas, una de las cuales capturó y otra echó a pique. Su abuelo fue uno de los compañeros de Sarmiento en su desgraciado intento para poblar el estrecho de Magallanes, y por último su padre, que unos llaman don Juan de Iturgoyen y otros Amaza, hijo y nieto de los precedentes, era auditor general de la provincia de Guipúzcoa en 1603.
Don Bernardo pasó muy joven a América. En 1620 era alférez de la armada real de Portobello, a las órdenes del almirante don Pedro de Andújar, y al año siguiente era enviado a Chile por el príncipe de Esquilache, virrey del Perú.
Hizo durante diez años la guerra a los bárbaros. En 1625 era maestre de campo del tercio de Arauco y cuatro años más tarde el presidente Fernández de Córdova le nombraba (abril 19 de 1629) uno de los doce beneméritos de Chile. En consecuencia, el virrey del Perú, conde de Guadalcázar, le premió en 1631, dándole el corregimiento de Lipes en aquel país.
No estuvo, sin embargo, largos años ausente de Chile don Bernardo, porque le encontramos en Santiago ejerciendo el destino de corregidor y teniente general del marqués de Baides en 1640. En 1648 era otra vez corregidor de Santiago, y parece que falleció en 1668, cuarenta y siete años después de haber venido por primera vez a Chile.
Casado con una bisnieta de Juan Bautista Pastene (doña Lucía Pastene y Justiniano) su hijo, el esposo de doña Catalina Lisperguer, don Pedro de Amaza y Pastene, se señaló treinta y cinco años por notorios servicios desde la rebelión de 1655 hasta 1690 en que falleció. En 1657 fue nombrado corregidor de Quillota para apaciguar los indios comarcanos que daban muestras de querer rebelarse, y en tiempo de Meneses (abril 30 de 1666) fue nombrado por éste su teniente general.
En 1677 reconstruyó, en su carácter de corregidor, las casas capitulares de Santiago, arruinadas desde el terremoto de 1647, y sirvió en seguida en la mar contra los piratas. Bajo el gobierno del presidente Garro desempeñó asimismo durante tres años el gobierno militar de Valparaíso. Tomóle su residencia el oidor don Diego Portales y fue absuelto de todo cargo. Don Pedro de Amaza y Pastene había sido alcalde de Santiago en 1674, y su primo hermano el ilustre Carrera, dos años más tarde, en 1676.
En cuanto al hijo del último Amaza nacido en 1684, de doña Catalina Lisperguer, seis años antes del fallecimiento de su padre, sólo haremos notar la extraña particularidad de que a la edad de catorce años (1698) fue admitido don Pedro de Amaza y Lisperguer como regidor de Santiago y que fue digno de reputación(dice un documento de la época) por su desvelo y vigilancia en la reconstrucción de la cárcel de mujeres y portales de la plaza, no obstante sus pocos años, y cortas experiencias.
Don Pedro de Amaza y Lisperguer era capitán de leva en 1703 y acompañó al presidente Ibáñez en sus excursiones por la tierra en calidad de comisario general de caballería.

XXIX.
Cuadro sinóptico de los veinte y dos hijos de don Juan Rodulfo Lisperguer

Nota correspondiente al capítulo XI
Primer matrimonio con doña María de Torres
Mujeres
Doña Águeda Lisperguer y Torres. Monja agustina
Doña María Clara de Velasco. Monja agustina
Varones
Pedro Lisperguer Bittamberg, heredero directo del nombre de la familia.
Fernando Lisperguer y Torres, muerto sin sucesión.
Segundo matrimonio con doña Catalina Lorenza Yrarrázaval
Mujeres
Doña Antonia Estrada de Velasco.
Doña Juana Lisperguer Yrarrázaval. Moja agustina
Doña Mariana. Monja Agustina
Nicolasa. Monja Agustina
Doña María, doncella.
Doña Agustina (fallecida de tres meses)
Doña Ana, casada con don Antonio Garcés de Marcilla
Doña Micaela, casada con don Francisco de Aguirre.
Doña Inés, casada con don Diego Gallardo.
Doña Catalina, casada con don Pedro de Amaza
Varones
Juan Rodulfo Lisperguer Yrarrázaval, clérigo.
Fadrique Lisperguer, capitán.
Tercer matrimonio con doña Inés Aguirre y Cortés
Mujeres
Doña María Lisperguer y Aguirre, casada con el capitán Gregorio Baños.
Doña Isabel, casada con el general don Antonio Marín de Poveda.
Doña Agustina (se ignora).
Varones
Don Fernando Rodulfo Lisperguer y Aguirre. Menor
Don Pedro Lisperguer y Aguirre. Menor
Don Juan Francisco Lisperguer y Aguirre . Menor
Varones 7
Mujeres 15
Total 22

XXX.
Fe de bautismo y de casamiento de don Alonso Campofrío con doña Catalina de los Ríos

Han llegado a última hora a nuestras manos, mediante la oficiosidad de un amigo dos interesantes documentos que reproducimos en seguida, extraídos del archivo de la Catedral de Santiago.
Según el primero de esos documentos, resulta que don Alonso tenía, según presumíamos, 40 años cuando se casó con doña Catalina, que tenía apenas 22 ó 23.
A primera vista se creería que la documentación de la vida de la Quintrala está agotada por lo que aquí publicamos, pero nos hayamos lejos de creer que este interesante argumento nacional haya sido tratado con toda la profundidad de investigación a que es acreedor.
Así, por ejemplo, en el Archivo secreto de la Real Audiencia, tal cual lo organizó en 1849 el comisionado don Gabriel Palma, aparecen varias piezas judiciales relativas a doña Catalina de los Ríos y sus procesos, documentos que no hemos podido consultar por el desorden en que se encuentra ese archivo, siendo que por su importancia debía estar en mejores condiciones que el Archivo General, o pasar a los armarios de éste o de la Biblioteca Nacional.
Nos contentamos en consecuencia con indicar esos códices, que están apuntados de la manera siguiente:
Legajo letra X, N° 52—Recusación del oidor don Cristóbal de la Cerda (aludida en el texto) por doña Águeda Flores,
Legajo letraY, N° 32. —Información recibida con motivo de las diligencias que hacia doña Catalina de los Ríos para que se terminase su causa en 1664.
Legajo letra Y, N° 33. —Recusación del oidor Peña Salazar por doña Catalina de los Ríos (aludida en el texto).
En cuanto a los dos documentos sacados del archivo de la Catedral a última hora, helos aquí:
Fe de bautismo
El presbítero Miguel Tagle que suscribe, Cura-Rector de la Parroquia del Sagrario de la Catedral de Santiago de Chile, certifica que a fojas 168 vta. del libro número 3 de bautismos y matrimonios que principia en 21 de noviembre de 1604 y termina en 5 de marzo de 1618, se encuentra una partida, que copiada a la letra, es como sigue: En ocho de febrero del dicho año (mil quinientos ochenta y cuatro, que encabeza la página)se bautizó Alonso hijo del capitán Alonso de Campofrío y de su legitima mujer doña Mariana de Riberos. Fueron sus padrinos Alonso de Riberos el Viejo y la Señora Catalina Ortiz. T.e olio i crisma. Bautizóle el Licenciado Calderón. —Gerónimo Vázquez."
Concuerda con el original citado, y para que conste doy el presente a petición de parte y para los fines que le conviniere, en esta Parroquia del Sagrario de la Catedral de Santiago, a treinta días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y seis años. En este libro hay también partidas de mil quinientos ochenta y cuatro: son fragmentos de otros libros.
Miguel Tagle
Cura Rector
Fe de matrimonio y velaciones
El presbítero Miguel Tagle que suscribe, Cura-Rector de la Parroquia del Sagrario de la Catedral de Santiago de Chile, certifica que a fojas 112 vta. del libro número 4 de bautismos y matrimonios que principia en 18 de abril de 1621 y termina en 9 de enero de 1631, se encuentra una partida, que copiada a la letra, es como sigue: En nueve de Enero de seiscientos y treinta i uno con licencia ñra. El licdo. Jorge Martínez veló a don Alonso Campo frió de Carvajal i a doña Catalina de los Ríos (e n el margen dice: d. Al de Carvajal y D. Cat. Flores) habiendo sido de antes desposados por el provisor deste obispado y Recibieron las bendiciones nuptiales en la hermita de San Saturnino siendo padrinos don Jn. Rodulfo i doña Magdalena Flores su tía y testigos Dio de Caceres i Bernardo Monte. —G. Asensio de Fuentes."
Concuerda con el original citado, y para que conste doy el presente a petición de parte y para los fines que le conviniere, en esta Parroquia del Sagrario de la Catedral de Santiago, a treinta días del mes de agosto de mil ochocientos setenta y seis años.
Miguel Tagle
Cura-Rector

Ilustraciones

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Portada. Alrededores de Santiago (Dibujo de Rugendas). Del Atlas de la Historia Física y Política de Chile, por Claudio Gay, París, 1834. Derecha. Benjamín Vicuña Mackenna (1831-1886)

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Izquierda. Pedro de Valdivia, Gobernador de Chile (De la Histórica Relación del Reino de Chile, del Padre Alonso Ovalle, Roma, 1646). Derecha. Francisco de Aguirre, autor Anónimo (Archivo de la Universidad de Chile).

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Izquierda. El Gobernador Don Alonso de Sotomayor. Dibujado en 1600 por Fray Diego de Ocaña (1570-1608). Universidad de Oviedo. Derecha. Alonso de Ribera, Alonso García Ramón y D. Luis Merlo de la Fuente (De la Histórica Relación del Reino de Chile, del Padre Alonso Ovalle, Roma, 1646).

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Izquierda. Plano de la Ciudad de Santiago de Chile (De la Histórica Relación del Reino de Chile, del Padre Alonso Ovalle, Roma, 1646). Derecha. La Iglesia de San Agustín y la Casa que fue de la “Quintrala”, en el siglo XVII, esquina de Estado con Agustinas, Santiago de Chile. Dibujo de una fotografía de 1860.

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Izquierda. El Señor de la Agonía (o Señor de Mayo), en el Templo de San Agustín de Santiago de Chile (Escultura del Siglo XVII), cuya fiesta se celebra cada año por voto de la ciudad y en recuerdo del terremoto del 13 de mayo de 1647. Derecha. Primer Templo de la Compañía de Jesús en Santiago de Chile (De la Histórica Relación del Reino de Chile, del Padre Alonso Ovalle, Roma, 1646)


Notas:
[1] El título de consejero de Pedro Lisperguer aparece en una información rendida por su bisnieto don Fadrique Lisperguer para obtener una encomienda de indios en 1685 (Papeles de la familia Cerda).
[2] Acta del Cabildo de Santiago de 13 de diciembre de 1568.
[3] Información citada del capitán don Fadrique Lisperguer, tataranieto de Bartolomé Flores por la línea materna.
Flores prestó sus dos negros a Valdivia para la construcción del barco que intentó hacer en Concón, a poco de haber llegado, bajo la dirección de Gonzalo de los Ríos, y allí perecieron, según la información citada. Pero consta de la historia que un negro escapó a uña de caballo con Gonzalo de los Ríos (cuya familia debía ligarse más tarde tan estrechamente con los Lisperguer), y el que salvó era tal vez uno de esos esclavos de Bartolomé Flores.
[4] Acta del Cabildo de Santiago del 11 de agosto de 1541. Información citada de Fadrique Lisperguer
[5] Esta propiedad tocó más tarde en herencia a doña Magdalena Lisperguer, hija de don Pedro, y en 1624, siendo ella soltera, vendióla su madre doña Águeda de Flores en 3.500 pesos, un caudal considerable en esa época.
Consta esta dote del texto de una escritura de 9 de 1624, que existe en poder del señor Luis Montt.
[6]Títulos de las tierras de Talagante, en posesión del señor Luis Montt.
Esas posesiones eran tan considerables que, según la famosa mensura general del agrimensor Ginés de Lillo en 1604, deslindaban con tierras de Lonquén (La Calera), Tango (San Bernardo), y Pelvin; ocupando panizos considerables en la opuesta ribera del Mapocho hasta Melipilla y tal vez hasta el mar por el valle de Llollehue (hoy Llolleo) que corre hasta el mar, dicen los títulos arriba mencionados.
En estas tierras Bartolomé Flores reservó también doscientas cuadras para que tuviese donde sembrar su encomienda de indios. Y de allí el origen del actual pueblo de Talagante, situado dentro de esos terrenos.'
La encomienda fue sin embargo despojada de aquella concesión ciento cincuenta o doscientos años más tarde, a consecuencia de una gran peste que diezmó a sus indios. Fue con este motivo transportada al valle de Purutún por los Amaza y Lisperguer, y allí todavía existe con el nombre de Pueblo de Indios o Unión Americana, que le dio don Juan Vicuña, verdadero fundador de la última villa, según decreto del gobernador de Quillota don Luis Lynch y del intendente de Valparaíso, general Aldunate, fechos en julio 30 y agosto 17 de 1862.
La traslación de esa encomienda tuvo lugar en 1717, según una declaración publicada por el actual usufructuario del vínculo de Purutún don Felipe Eugenio Cortés en el Mercurio de Valparaíso del 31 de julio de 1862.
La importancia de las tierras de Talagante no consistía tanto en su extensión como en sus regadíos, y en que atravesaba por su centro, el camino de carretas de Valparaíso, lo que favorecía sus talajes para los bueyes y el carguío.,"
En cuanto a que doña Agueda de Flores fuera dueña también de las tierras de Acúleo hasta Cauquenes, según afirma el canónigo Bermúdez, biógrafo de una de sus nietas, no tenemos comprobante que lo acredite, y aun creemos que sea un error, nacido de que en uno de los títulos de la familia Lisperguer se mencionan las tierras de la actual Requínoa {Raquinua), lo que ha hecho suponer que éstas deslindaban con las de la cacica de Talagante. Pero ese nombre era sólo el del cacique Raquinua, en cuyas posesiones el gobernador Vizcarra dio en enero de 1599 un jirón de tierra en la vecindad de Talagante a doña Águeda de Flores. Acúleo, Viluco y Cauquenes fueron más tarde propiedad de los descendientes de los Lisperguer, pero por título diferente, el de los Lecaros Amaza, en el siglo XVIII
[7] Además de los bienes que por su lecho (no por su matrimonio) adquirió Bartolomé Flores, obtuvo otros predios por donación de Pedro de Valdivia en el mismo territorio de Talagante. Llamábase ese feudo el encón (rincón) de Moco y tierras de Quitoa, que tienen por linde, de una parte, las tierras de Raquinua, y de la otra parte tierras de Caucamilla, y al cabo lindan con tierras de León Maulé, que son tierras del dicho cacique de Talagante (Titulo de Pedro de Valdivia del 19 de junio de 1547). En estos títulos se da a doña Elvira el nombre de señora y heredera y en los papeles de la familia Cortés se la nombra también señora natural de los Pueblos, desde Talagante hasta Cauquenes.
[8] Gay fija la fecha del nombramiento de Lisperguer como juez o exterminador de hechiceros, en el 23 de enero de 1576, y aun parece que en calidad de tal llegó más allá del Maulé en desempeño de su comisión (Gay, Historia de Chile, tomo II, pág. 74) .
En cuanto al testamento de Bartolomé Flores, fue otorgado en artículo de muerte en la data que apuntamos, y en él dice el conquistador que instituye por universal heredera a su hija natural doña Águeda de Flores, con cargo de que respete las donaciones intervivos que había hecho en favor del hospital de Santiago (de lo que en otra ocasión tratáremos) y de sus indios de encomienda en Talagante, en Putagán y en el territorio de los indios puelches...
Hemos dicho antes que doña Águeda era hija única, porque aunque aparece como testigo del testamento un Bartolomé Flores d mozo, no lo menciona en el cuerpo del instrumento que hemos consultado ni le da ningún derecho el testador.
Otro de los testigos fue un padre de la Merced, cuyo convento llegaba entonces hasta el Santa Lucía y deslindaba con la heredad y viña de Flores, en la cual existía también el molino de su propiedad y que había donado en vida (1567) al hospital de San Juan de Dios. Ese molino se conserva todavía con el nombre de Molino de Sotomayor, en la falda oriental del Santa Lucía, y hacia juego con el que el alcalde Rodrigo de Araya había levantado en la punta sur del mismo cerro y que es el que hoy posee el apreciable señor Stuven, paisano de Bartolomé Flores.
Según esto, lo que hoy se llama el palacio de Pedro Valdivia estaba dentro de' la heredad de Bartolomé Flores, y como éste tenía molinos, bodegas de vino y otras industrias. ¿No sería aquel su bodegón?
El testamento de Bartolomé Flores existe en copia autorizada, aunque incompleta, en poder de nuestro apreciable amigo don Francisco de Paula Figueroa, cuya ilustrada versación en este género de investigaciones es muy conocida. Y como estos documentó* son muy raros y a la vez muy característicos, le damos cabida, con otros no menos interesantes, en un cuadro o Apéndice que seguirá a este estudio y lo completará.
[9] Era ésta la llamada el Árbol copado, entre la quebrada de las Zorras y Viña del Mar, que Pedro de Valdivia había adjudicado a Bartolomé Flores, según hemos contado en la Historia de Valparaíso. En este puerto tenía también doña Agueda una tienda de mercaderías (y tal vez fue la primera de su especie) en compañía con don Tomás Pastene, hijo del primer almirante del mar del sur, Juan Bautista Pastene.
[10] El testamento de doña Águeda de Flores se encuentra en el legajo de Ginés de Toro Mazote, correspondiente a 1595 en el Archivo General. Está firmado con una letra excelente, corrida y varonil, como la de la mayor parte de las mujeres de ese tiempo, desde doña Marina Ortiz de Gaete, viuda de Valdivia, hasta doña Isabel Osorio de Cáceres, con un siglo de diferencia. La letra de doña Águeda, no menos que sus sentimientos íntimos, revelan que su padre se esmeró en darle tan buena educación como entonces era posible.
[11] Es digno de recordarse que aunque los cronistas antiguos suelen mencionar el nombre de Juan Rodulfo Lisperguer, no haya habido uno solo que mencione su origen, sus antecedentes, ni siquiera su muerte, con medianos detalles.
Sólo el jesuita Rosales da una cuenta minuciosa e interesante de este fracaso en que los españoles perdieron de una sola vez mayor número de soldados que durante toda la era de la conquista, porque las victimas de Tucapel con Valdivia fueron sólo 53, las de Marihueno con Villagra 96, las de Curalaba con Oñez de Loyola 40, y las de las Cangrejeras, posterior a aquella derrota, 97.
Merecería por esto que nosotros reprodujésemos aquí los capítulos que el escrupuloso cronista consagra al benemérito chileno Juan Rodulfo Lisperguer. Mas no siendo esto posible, nos contentamos con copiar de su pluma el retrato moral con que cierra aquellos. Fue don Juan Rodulfo, dice, de gallarda disposición, discreto, cortés, liberal, de ánimo generoso, intrépido en las batallas, prudente en las disposiciones, noble de condición, por serlo tanto en linaje.
[12] De las trampas juveniles de don Pedro hemos encontrado una constancia en cierto poder que él dio a su padre con fecha 30 de marzo de 1595 para representarle en un pleito que un tal Francisco Peña le había puesto en Lima por 500 pesos, cuya suma, decía don Pedro, le había regalado el virrey del Perú. Se encuentra este documento en el protocolo de Ginés de Toro Mazote, correspondiente a los años de 1594 a 1597, a fs. 1.244.
[13] La Real Audiencia fue instalada en Santiago el 8 de septiembre de 1609. Entre otros servicios eminentes prestados por el doctor Mendoza a la colonia se recordaba un viaje que hizo al Perú, como delegado de Santiago, en 1595, a solicitar socorros, y se ve que hasta en esto estaban en rivalidad los Lisperguer y los Mendoza.
Se ha conservado el poder que los más importantes vecinos de Santiago firmaron en esa ocasión para acreditar al doctor Mendoza ante el virrey, y entre esas rúbricas se encuentran las de muchos de sus parciales: Tomás Pastene, Luis de las Cuevas, Juan de Ahumada, Gaspar de la Barrera, Agustín Briceño, Juan de Azocar, Alonso de Córdoba, etc.(Archivo General, poder ante Ginés de Toro, marzo 10 de 1595).
[14] Hemos contado en otra ocasión las peripecias de este lance extraordinario con toda la minuciosidad que podía ofrecernos un proceso completo del asunto, exhumado por nosotros en 1869 del archivo de la Real Audiencia, que entonces se custodiaba (?) en una de las secretarías de la Corte de Apelaciones. Por esto nos hemos limitado aquí a presentar de relieve únicamente el aspecto político, no el social, de aquella riña pública. El que quisiera conocerla bajo el último punto de vista, la encontrará en el capítulo XIV de la Historia de Santiago (vol. I), bajo el título de Una pendencia en el siglo XVII.
[15] Rosales dice que este lucido refuerzo, que tan bien se avenía con el rumboso gusto de don Pedro, fue sólo de 50 hombres. Pero en la información del nieto de este último, don Fadrique, que ya hemos citado, se asegura que fueron 500: un cero más.
Probablemente el número no fue ni tan diminuto como el que señala el historiador ni tan abultado como el que apunta el deudo. Por lo demás, creemos inútil agregar que todas las noticias que aquí damos son completamente inéditas, pues volvemos a repetir que lo único que se encuentra en las crónicas impresas es el nombre de uno que otro de los Lisperguer, y generalmente en la más lastimosa confusión de los unos con los otros.
Los despachos de capitán de caballos ligeros de don Pedro Lisperguer y Flores tienen fecha de octubre 10 de 1606 y le fueron conferidos por el gobernador García Ramón. Este mismo le nombró general de las costas por temor de invasión de piratas en 1607. Quince años más tarde el gobernador Osores de Ulloa le nombró (enero 10 de 1622) teniente general del reino.
La tasa de tributos que don Pedro ajustó en Lima con el virrey fue la que rigió en Chile durante el siglo XVII.
[16] Miguel Luis Amunátegui, Los Precursores de la Independencia, vol. I, pág. 130.
[17] Según Pérez García, el oidor Solórzano tomó posesión de su destino el 1? de junio de 1613.
[18] Este curioso documento de la época, que prueba el terror que habían inspirado al oidor Solórzano los matrimonios celebrados en contravención a las leyes de Indias, fue otorgado ante el escribano Donoso Pajuelo y se encuentra en el Archivo General en el legajo correspondiente a los años 1616-17, pág. 223. Se nota en él que la última frase que hemos tarjado fue agregada por el oidor con su hermosísima letra, sobre el protocolo del escribano, lo que parece descubrir su ansiedad por casarse él mismo, pues descuenta a una hija en la condición, contentándose con el casamiento de cualquiera de las dos.
Por lo curioso y peculiar publicamos este documento en el Apéndice.
[19] El documento a que aludimos es una venta hecha por doña Luisa de Solórzano a su cuñado don Pedro Lisperguer de una esclava tuerta, natural de Lima, ante Miguel de Miranda Escobar el 24 de septiembre de 1625 (Archivo General).
[20] Buscando con empeño, pero sin fruto, los testamentos de los dos Pedro Lisperguer, padre e hijo, encontramos al fin en los papeles de la familia Cortés una nota que nos explicó lo infructuoso de nuestros esfuerzos. Esa nota, que es de fines del siglo pasado, en un negocio de capellanías, dice así:
Y tanto el testamento de don Pedro el hijo como el testamento de don Pedro su padre no se hallan ni en uno ni en otro de los archivos de los escribanos de este reino de Chile, porque el primero falleció en la capital del Perú y el segundo murió en Panamá.
Tenemos perfecta seguridad de que don Pedro Lisperguer y Flores estaba vivo en septiembre de 1625, pues en ese mes le vendió en Santiago una esclava su cuñada doña Luisa Solórzano. Pero con la misma certidumbre sabemos que falleció antes de agosto de 1628 por cuanto existe un poder otorgado el 7 de ese mes por su madre doña Agueda de Flores, como curadora de sus nietos, para cobrar en Lima 19.500 pesos que su hijo difunto había enviado a Lima en cordobanes hacía tres años con el alférez Pedro de Viedma, el cual, según parece, se alzó con aquel dinero.
¿Fue la persecución de esa considerable suma la que llevó a don Pedro a Panamá y a su tumba en aquel mismo año?
[21] Según el padre Guzmán (vol. II, pág. 852) la cesión hecha a los agustinos por don Francisco Riveros (¿el mozo?) y sus hermanos don Alonso y doña Catalina tiene la fecha del 16 de febrero de 1593. Pero la toma de posesión de local, según Gay, fue el 13 de mayo de 1595.
[22] El mismo autor consigna esta donación de dos mil pesos. Gay, t. II, pág. 228.
[23]Eyzaguirre, Historia eclesiástica de Chile, t. I, pág. 94.
[24] No hemos podido cerciorarnos del verdadero nombre de este sacerdote. Pero existe constancia de que a principios del siglo decimoséptimo había en San Agustín un fraile de misa llamado Lisperguer, y el obispo Salcedo dice que era sobrino de estas Lisperguer. Después hubo muchos otros frailes agustinos de ese apellido.
[25] Doña Magdalena Lisperguer no hizo -en persona su testamento sino que dejó un poder para confeccionarlo, según sus instrucciones, a su sobrino don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, hijo de su hermano don Pedro, y del cual haremos copioso recuerdo cuando tratemos en un cuadro por separado de Los Lisperguer del siglo XVII. Otorgó aquel instrumento el patricio don Juan Rodulfo el 27 de abril de 1648, y extrayéndolo de los papeles de un amigo aficionado a antigüedades, lo reproducimos como Apéndice.
El general Ordóñez Delgadillo, marido de doña Magdalena Lisperguer, era viudo, y en consorcio con ésta, y al parecer en buena inteligencia, habían fundado ambos una capellanía de siete misas, seis años antes del fallecimiento de doña Magdalena en favor del presbítero don Diego Ordóñez Delgadillo, hijo del general. Doña Magdalena consagraba una de esas misas a su hermano Juan Rodulfo, y ésta es la única memoria doméstica que del héroe de Boroa hemos encontrado en su hogar después de su muerte. Verdad es que su marido había sido uno de los más constantes y lucidos camaradas de su hermano. La imposición se encuentra en el archivo de la Curia, y tiene la fecha del 8 de abril de 1642.
[26] Carta del obispo don Francisco Salcedo al fiscal del Consejo de Indias en España, fecha en Santiago el 10 de abril de 1634.
El ilustrado escritor nacional don Crescente Errázuriz, que ha sido el primero en dar a luz las pruebas de aquel crimen en un interesante artículo histórico publicado en El Estandarte Católico del 29 de mayo de 1875, añade sobre este particular el párrafo siguiente: Se dijo que habían obtenido (doña Catalina y doña María) ciertas yerbas venenosas de un indio a quien se apresuraron a asesinar para que después no las fuese a denunciar, y que con esas yerbas procuraron envenenar el agua de la tinaja que bebía el dicho gobernador.
[27]C. Errázuriz. Artículo citado
[28] Esta carta existe original en el Archivo de Indias, donde la hicimos copiar en 1870. Ribera da de preferencia al apellido de la madre de los Lisperguer, según era costumbre en esa época.
[29] Nuestra copia dice recitaron, pero éste es un evidente error. Habría sido tarea difícil para los agustinos recitaruna Lisperguer.
[30] Carta citada del gobernador Ribera al rey.
[31] Se conserva esta referencia en los títulos de la hacienda del Hospital, archivados en la Tesorería de Beneficencia de Santiago. Está contenida en la cesión que el presidente Sotomayor hizo, con fecha 18 de enero de 1585, a un soldado llamado Francisco de Toledo, de ciento y cincuenta cuadras vacas en aquel territorio de Codegua.
Conviene no confundir las estancias otierras de crianza y labradío que los gobernadores daban a los conquistadores con las encomiendas, porque aquellas tenían un pequeñísimo valor, mientras que las últimas, como constituían la cesión gratuita de cierto número de indios de trabajo, eran muy solicitadas. Las encomiendas eran, además, movibles y personales, porque los colonos las llevaban de una estancia a otra o de un valle a otro, según sus necesidades.
[32] Carta inédita del obispo Salcedo al fiscal del Consejo de Indias, fecha en Santiago el 10 de abril de 1634. El azogue debía estar probablemente en estado incandescentes para producir aquella.
[33] Tanto la instrucción previa al enlace del oidor Torres de Altamirano a su apoderado el oidor Tala verano, como la fe de su casamiento, se encuentran en un protocolo del escribano de la Real Audiencia Bartolomé de Maldonado, que no sabemos por cual acaso o aventura se halla depositado en la notaría de San Bernardo. Debemos a la galantería del señor Francisco S. Cañas, escribano de ese departamento, la ventaja de haber encontrado tan curioso documento. En el archivo general no existe pieza alguna del archivo de Maldonado
[34] Carta citada al Consejo de Indias.
[35] Pidióle la muerte de don Gonzalo de los Ríos a su hija doña Catalina (escribía el obispo Salcedo en 1634) una hermana de su padre que hoy vive. Carta citada.
[36] Rosales, Historia inédita.
[37] Con Francisco de Salcedo, obispo de Santiago,Carta al fiscal4 del Consejo de Indias, fecha mayo 16 de 165$,
[38] El don Gaspar Calderón a que se refiere Salcedo en esta carta, era un gran señorón de la colonia, de quien dice Rosales que fue persona de igual nobleza y méritos en la guerra, y a quien el gobernador Jara Quemada despachó en 1612 desde las Fronteras para hacer recluta de gente en Santiago, probablemente a virtud de su influencia en esta ciudad. Su nombre cabal era Gaspar Calderón y Altamirano.
En cuanto a don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano qué acabamos de nombrar, ya tendremos larga cuenta que dar más adelante en la historia que hemos emprendido de esta notable y siniestra familia.
[39] Mató también doña Catalina (escribía al Consejo de Indias el obispo de Santiago tantas veces citado, con fecha 10 de abril de 1634) a un caballero del hábito de San Juan, pocos años ha, enviándolo a llamar para tener mal trato con él aquella noche, de cuya muerte conocieron en esta Audiencia; y para moderar la atrocidad con que le mataron, persuadieron a un negro esclavo suyo dijese que él lo había muerto y se condenase, que se darían traza para librarlo. Murieron las personas que le podían valer, y así ahorcaron al negro por haberse condenado él mismo, y a ella la penaron con pena pecuniaria solamente, por haberle valido el favor de don Blas de Torres Altamirano, oidor de Lima, que estaba casado con su hermana.
Parecería a primera vista que el obispo denunciante ha padecido aquí un error al hablar del billete amoroso que doña Catalina de los Ríos hizo llegar at manos del incauto caballero, porque, como tenemos dicho, aquella dama no sabía escribir. Pero el prelado no dice que lo escribiera ella, sino simplemente que lo envió a llamar con un billete, y éste pudo escribirlo cualquiera de su casa o fuera de ella. Hoy día mismo las españolas se hacen escribir sus cartas de amor por los escribanos de ese oficio que hay al torcer de cada esquina en sus ciudades.
[40] Don Justo Pastor Peña, 1846.
[41] Zapiola, Recuerdos de Treinta años, pág. 153.
[42] Quiso matar por su persona a don Juan de la Fuente Loarte, Maestre-escuela de esta Santa Iglesia y vicario general de este obispado, corriéndolo con un cuchillo porque procuraba impedir y sus liviandades (Salcedo, Documentos citados).
[43] Encuéntrase este documento, del que sacamos las anteriores noticias, completamente desconocidas, en el archivo de Miguel Miranda Escobar, protocolo correspondiente a 1626, página 460. El humilde provisor no dejaba más bienes de fortuna que una pobre chacarilla valorizada en 400 pesos y cuatro esclavos. Todo lo demás era deudas, préstamos y empeños, sin exceptuar su escasa vajilla de catorce platos que estaba en casa del prendero.
De su menaje de casa dice que deja seis sillas de asentar, excepto las mayores y mejores que son de doña Águeda de Flores, y un tabufete, asimismo suyo. La firma del testador es casi ininteligible y dice sencillamente Dr. Loarte.
[44] Álvarez de Toledo, citado por el padre Ovalle en su Historia de Chile.
Es curioso observar que todos los capitanes que se mencionan en los tres primeros versos de esta octava real, con excepción de Pastene, fueron corregidores de Santiago alternativamente, y en este orden:
Juan de Herrera en 1562.
Gaspar de la Barrera en 1572.
Alonso de Campofrío en 1588.
Jerónimo de Molina en 1595.
Luis de las Cuevas en 1627.
Véase también la Historia de Valparaíso, t. I, cap. VIII.
Podemos completar hoy los datos que sobre el viejo y valiente Alonso Campofrío publicamos hace ocho años, con algunos curiosos antecedentes domésticos que hemos encontrado más tarde en los archivos de Santiago.
La madre de don Alonso Campofrío Carvajal el viejo, se llamaba doña Francisca de Villalobos, y era, como su padre, natural de Alcántara en Extremadura, donde ambos tenían un pequeño mayorazgo.
Don Alonso vino a Chile por los años de 1560 a 70 y se casó con una sobrina bisnieta de Pedro de Valdivia, doña Mariana de Riveras y Figueroa. Tuvo sólo cinco hijos, y de éstos cuatro fueron hombres, llamados Jusepe de Carvajal, Juan de Villalobos, Manuel de Carvajal y Alonso Campofrío.
Fue el último el infortunado marido de doña Catalina de los Ríos, al paso que su hermano don Manuel, con mucho más venturoso, se casó con una de las hijas de la ilustre Isabel Osorio de Cáceres, de cuyo enlace ha quedado descendencia directa entre nosotros. No así por fortuna de doña Catalina de los Ríos, cuyo seno esterilizó el cielo y la muerte.
Don Alonso el viejo falleció en Santiago el 10 de enero de 1593 y dispuso ante Ginés de Toro (protocolo de 1589-93 a fs. 953) de los pocos bienes de fortuna que tenía. Consistían éstos en su casa de Santiago, una casa y viña en Concepción, una hacienda de cabras en Paine y pequeño mayorazgo de Alcántara, todo lo cual deja a sus hijos para que se partan hermanablemente, disponiendo que lo entierren en la catedral y que los jesuitas le digan seis misas. Agrega también el viejo soldado que debía a su compadre don Francisco de Mañara, residente en Lima, la cantidad de 140 pesos de oro. ¿Sería aquel Francisco de Mañara hermano o deudo del famoso don Juan de Mañara, que fue el verdadero Juan Tenorio de Sevilla, y cuyo retrato auténtico se muestra todavía en la sala de recibo del hospital de aquella ciudad de que fue en su vejez honrado y filantrópico administrador?
Un año antes de su muerte, don Alonso el viejo había tomado a su servicio un indio, con encargo de vestirle, doctrinarle y curarle en sus enfermedades. Se otorgó esta última escritura ante el alcalde Luis Jofré el 6 de marzo de 1592. Don Alonso era hombre evidentemente pobre, pero de grandes hechos y de una alta probidad extremeña.
Los Carvajal Campofrío existían con este apellido en 1701, en cuyo año veremos que don Alonso Campofrío y sus hermanas doña Josefa y doña Catalina, estando huérfanas de padre y madre, nombran curador a don Pedro Covarrubias Lisperguer, el 19 de febrero de 1701, ante el escribano Francisco Vélez.
[45] Consta este dato de un poder otorgado por el Cabildo de La Serena el 20 de marzo de 1614, y que existe en el archivo de la notaría de San Bernardo.
[46] La mayor parte de las cartas dótales de aquel tiempo hablan en este caso de virginidad y limpieza, etc. Pero don Alonso se contentaba sólo con lo último.
La dote de doña Catalina estaba distribuida de la manera que sigue:
La casa de la Calle del Rey tasada en $ 10.000
Las haciendas de la Ligua id 11.500
Por 11.120 cabras de dotación de las últimas 4.442
Por 570 vacas de la misma 980
Las demás partidas son cordobanes, cueros, etc., y una cadena de oro de Coquimbo (Andacollo) cuyo valor era de 525
Los regalos dados a doña Catalina por don Alonso fueron los siguientes, según una escritura anterior a su enlace (julio 22 de 1626):
Un aguamanil dorado (que existía todavía en 1665), valorizado en 160 patacones.
Un cabrestillo (cadena) de oro esmaltado en 500
Una cruz con esmeraldas 400
Un traje de terciopelo carmesí 300
Dos zarcillos de oro con una imagen de la Virgen labrada 160
Un rosario de coral con casas de oro 50
Una negra esclava en 500
Una vajilla de plata cuyo importe era de 300
[47] Don Alonso y doña Catalina firmaron (la última por poder) una obligación de 4.300 pesos al mercader don Pedro del Portillo el 29 de octubre de 1626 y otra a don Juan de Gómez por 538 pesos 2 reales el 22 de noviembre de 1626 por mercaderías compradas en sus tiendas ( Archivo General)
[48] Este don Cristóbal de la Cerda y Sotomayor era en 1633, época de estos sucesos, uno de los oidores más honorables y el más antiguo, porque había venido a Chile en 1619. En el año subsiguiente habla sido presidente interino de Chile por muerte del virtuoso don Lope de Ulloa, y es curioso observar que sean sus descendientes directos los poseedores actuales, por título de mayorazgo, de las valiosas propiedades de doña Catalina de los Ríos en el valle de la Ligua, según más adelante hemos de referir.
[49] Don Crescente Errázuriz, Artículo citado.
El actual ilustrísimo arzobispo de Santiago, muy versado, como se sabe, en cosas de la colonia, se inclina a creer que la causa del atentado contra el cura de la Ligua, en que hacía cabeza un padre agustino, pudo ser el rigor que el obispo Salcedo puso en suprimir los conventillos que las órdenes regulares tenían en diversos parajes del país (1a moral de cuyas casas era muy dudosa), cuya medida los frailes, especialmente los agustinos, acusados en esa época de díscolos y alborotadores, como un siglo antes lo habían sido por la Gasea los mercedarios, tuvieron muy a mal. El fraile agustino que atacó al cura de la Ligua debió ser probablemente el padre Juan de Lisperguer, hijo tal vez de don Fadrique, don Bartolomé o don Mauricio Lisperguer, y primo por tanto de doña Catalina.
Treinta años después de esta fecha (1662) existía un sobrino de doña Catalina en el claustro de San Agustín. Era éste el provincial don Pedro Flores, de quien en otra ocasión tal vez contemos algo de interés.
[50] Así llama el padre Guzmán, por decir tallador, al artífice del "Señor de Mayo”. El obispo Villarroel dice que esta extraordinaria imagen fue labrada por milagro, porque el padre Figueroa no conocía el arte de ensamblador. Se ignora la fecha exacta en que se ejecutó esta primera obra de escultura chilena, pero debió ser por el año de 1603 a 1604, pues el obispo Villarroel, que escribió su libro de Los dos cuchillos en 1643 ó 44, dice en él que hacía de su ejecución ahora cuarenta años,
[51] Es una cosa, no sólo de tradición sino suficientemente averiguada hasta constituir un hecho positivo, que la lúgubre casa de los Lisperguer, y que lo fue también de doña Catalina de los Ríos, es la que hemos dicho sirve hoy de recinto a un alegre café público, y hay que agregar la curiosa circunstancia de que hasta hace pocos años existía en ella una celda con puerta a la calle de Agustinas (donde hoy se ven bulliciosas salas de billar) en que estaban guardadas todas las prendas usadas, trajes, cargadnos y demás adminículos de la cofradía del “Señor de Mayo”. Por manera que la expulsada efigie volvió a ser protegida por el techo de doña Catalina de los Ríos, y tal vez con su adusta mirada cambió la última suya la agonizante criolla.
Se ha creído por alguien que la casa de la Quintrala fue la que hoy lleva el número 14 en la calle de Huérfanos, esquina de la de las Claras, propiedad de la señora doña Carmen Cifuentes, a consecuencia de tener en su segundo patio, y en el costado poniente, un espacioso sótano abovedado de cal y ladrillo. Pero esta construcción que hemos visitado, gracias a la amabilidad de nuestro amigo el señor Joaquín Echeverría, es de una construcción moderna, y destinada a usos mucho más tranquilos y agradables que la cueva de la Quintrala. Hoy día se halla bajo un espacioso comedor y sirve de bodega de vinos y menestras de despensa.
Sin embargo, cuando la actual poseedora de la casa la ocupó hace veinte años, le costaba infinito trabajo conservar su servidumbre, porque nadie, ni hombre ni mujer, quería servir, y sobre todo, dormir en la terrible casa de la Quintrala y de su ánima en pena.
En otra ocasión hablaremos de esta supuesta casa de la Quintrala que también tiene su historia porque nació en ella el ex Presidente de la República don José Joaquín Pérez y se celebraron los primeros conciliábulos secretos de la Patria Vieja en 1809 y 1810.
En cuanto a que la casa de .San Agustín fuera habitada por las Lisperguer, tías de doña Catalina, tenemos de ello persuasión moral, pero no prueba histórica, como en el caso de aquella.
[52] Estos títulos tienen la fecha del 20 de octubre de 1552, y hay de curioso en ellos que para dar la posesión de las tierras no se tomó el alcalde Juan Fernández de Alderete, que era ya viejo, el trabajo de ir a la Ligua con el interesado, sino que el último hizo venir dos indios, vasallos del cacique Carande, llamados Lepulemo y TagoFondo, y por medio de un lenguaraz del nombre de Juanillo notificó a las partes que en aquellos dos indios le daba y le dio la posesión de ellos (a Gonzalo de los Ríos, allí presente) de todos los demás caciques e indios (Papeles de la familia Cerda).
[53] En una cédula anterior, datada en Santa Juana el 9 de diciembre de 1611, el presidente Jara había revalidado la posesión de estas mismas tierras en estas precisas palabras: De los cuales dichos valles y tierras, así del Papudo (Ligua), donde ha tenido y tiene el dicho Gonzalo de los Ríos los edificios e ingenio de azúcar y cañaverales y el asiento de hacienda y la habitación y la mayor parte de sus ganados, corrales e indios, como el de la Ligua, llamado por otro nombre Longotoma.
Nótese que el gobernador menciona en primer lugar los ganados, en seguida los corrales, y por último, los indios; y este es el tenor característico y representativo de la mayor parte de ese género de documentos en la conquista.
[54] Este precio fue fielmente pagado en la sabrosa moneda contratada, y oportunamente vendióse ésta para las horchatas matinales de Lima por 243 pesos (Cuentas de la testamentaría de doña Catalina de los Ríos. Papeles de la familia Cerda).
[55] La propiedad de doña Isabel Osorio de Cáceres estaba junto a un tambo de indios, es decir, en una de las posadas indígenas del camino del Inca, y allí existía ya una villa con su acequia de regadío en 1599. En esta fecha había muerto ya Ramiriáñez de Saravia, y su noble viuda, que solía curar las pestes de sus indios por sus propias manos, se había retirado a la ciudad dando ese predio en arrendamiento. La hacienda de Pullay se extendía entonces hasta el llano y falda de la cuesta del Melón, dicen unos títulos de la época, en posesión de don Manuel Yrarrázaval y que publicamos en una Memoria sobre la agricultura de Chile en 1856 (pág. 15).
[56] Título dado por el gobernador don Pedro Vizcarra desde Quinchamalí, el 6 de febrero de 1599. Están tan bien señalados en aquella provisión los límites de esta heredad] que nosotros hemos recorrido tantas veces en alegre y juvenil galope, que hoy mismo no acertarían los ingenieros modernos a fijarlos con más precisión. Va la mano derecha, dice la cédula, hasta la entrada del valle hasta el puerto, por donde entra el rio del dicho valle, y la costa hasta el río de Catal-Pirco, y por la otra parte, como se baja la cuesta de Melón, a mano izquierda, la sierra adelante y hasta topar con el dicho río de Catal-Pirco donde entra en la mar.
[57] Es de creer que los Ríos tuvieron posesión de Longotoma durante cerca de un siglo, a pesar del testamento del almirante Lameros, y que doña Catalina sólo les restituyó aquella heredad después del terremoto de 1647, que arruinó todos los conventos de la capital, incluso el de San Agustín, recientemente construido. Desde esa época la tomó en arriendo doña Catalina para sus vacadas, porque en las cuentas de su albacea hay una partida que dice como sigue: A los padres agustinos, por 17 años de arriendo de Longotoma, desde 20 de diciembre de 1647, en que se le restituyó y entregó la dicha estancia, hasta el 20 de junio de 1665, 5.250 pesos.
[58] Tenía además doña Catalina una curtiembre en que fabricaba cordobanes para el Perú y dos molinos, uno de pangue, para el uso industrial de aquella fábrica, y otro de trigo. En lo que era deficiente el fundo era en vacas, porque sólo se encontraron 895 animales de asta, y aun de éstos, cuando los comisionados para el ^inventario de los bienes de doña Catalina los contaron en el rodeo de San Lorenzo, el 7 de septiembre de 1665, se presentó en los corrales el padre agustino fray Andrés de Madrid, seguido de sus vaqueros, para reclamar 400 reses como pertenecientes a la estancia de Longotoma. Era en esa época administrador del ingenio el alférez don Diego Bautista Aguilar, y el de San Lorenzo se llamaba don Antonio López. Disfrutaba el primero solo una renta de 300 pesos y 280 el segundo; pero es preciso tener presente también que en esos años una vaca valía ocho reales y una oveja real y medio.
[59] Consta la inserción de todos estos artículos del inventario de la casa de doña Catalina de los Ríos, y el precio en que se vendieron algunos de ellos, como la capa de viaje, que fue enajenada en 30 pesos (Papeles de la familia Cerda)
[60] Este viaje del oidor Cuba es histórico, y fue ordenado por el atrabiliario presidente Meneses en 1664, un año antes que falleciese doña Catalina. Pero no hay constancia suficiente de que fuese aquella una investigación por cuenta de la última. Presumimos que doña Catalina tenía arrendada por su vida su encomienda de San Juan a un tal Sebastián de Balmaceda, por la suma de mil pesos, de los cuales su albacea tuvo que devolver una parte por el fallecimiento de doña Catalina.
Carvallo llama al oidor Cuba y Arce, Cueva y Arce y el manuscrito que tenemos delante Cubayarse, y así más o menos es la ortografía curial de los mamotretos de que estrujamos poco a poco estas gotas de la historia, riachuelos que van a engrosar el lecho común de la crónica general y verdadera. A don Fadrique Lisperguer, que era capitán, lo llaman comúnmente Fray Dique.
[61] En un instrumento público otorgado ante el corregidor Juan de Barahona en 1641, un siglo cabal después que Bartolomé Flores había sido vecino y procurador de Santiago, aparece que vivía todavía doña Águeda de Flores, y que en ese año tomó a su servicio un indio ladino llamado Diego, natural de San Cristóbal, cerca del Biobío, por el alquiler de veinte pesos anuales, un vestido y la bula. Según esto, a pesar de tantas penas y de tantas vergüenzas vivió doña Águeda cerca de un siglo, o por lo menos, más de noventa años
[62] El curioso poder para testar de doña Catalina y de don Alonso Campofrío, estando de partida para nuestras haciendas de la Ligua, fue otorgado ante el escribano Miguel Miranda Escobar el 4 de noviembre de 1626, y se encuentra en el protocolo del escribano Alonso de Ruano correspondiente a los años de 1619-30. Para el caso de la muerte de ambos, nombran albaceas al provisor del obispado don Jerónimo Salvatierra, al padreagustino fray Bartolomé Montero y a su agüela doña Águeda. Firma como testigo y a ruego de doña Catalina, por no saber firmar, Don Pedro de Figueroa, caballero que tenía el mismo nombre del lego artífice del Señor de la Agonía. ¡Siempre San Agustín y sus frailes!
[63] El nombre de la víctima está en blanco, por no recordarlo probablemente el albacea al asentar la respectiva partida: era una niña de corta edad.
[64] Es casi una compensación de tantos delitos saber que en medio de éstos expiró el último cómplice y compañero de doña Catalina, don Jerónimo de Altamirano, porque entre las partidas del inventario de los muebles y ropa de doña Catalina de los Ríos formado en 1665, se habla de ciertos vestidos de luto en muy mal estado que se hicieron hace tres años para el luto de don Jerónimo de Altamirano, sobrino de la dicha difunta.
Doña Catalina por esto habla en su testamento sólo de una cantidad de dinero que había regalado a su sobrino, y mandó que no la cobraran a sus herederos.
[65] Acuerdo del 17 de enero de 1660. El señor Amunátegui ha publicado íntegramente este interesante documento en sus Los Precursores de la Independencia (vol. II página 358) para demostrar el cruel tratamiento que los indios de encomiendas (inquilinos) recibían de los hacendado en el siglo XVII
[66] Consta esto de las declaraciones que prestaron los indios de la encomienda de doña Catalina en la visita trienal que el corregidor de Quillota hizo del partido de la Ligua en 1665, después del fallecimiento de doña Catalina. Los indios declaraban que hada tres o cuatro años que recibían regularmente el traje anual a que estaban obligados los encomenderos por la ley, y señalaban ese plazo diciendo que disfrutaban tal beneficio desde que estuvo aquí el oidor Peña y metió presa a doña Catalina.
El visitador fue en esta ocasión el maestre de campo don Francisco Pizarro Cajal, que también anduvo enredado en procesos criminales por homicidios y alevosías. Su salario por esta visita subió a 42 pesos, honorario hoy no de corregidor sino de médico.
[67] Provisión de la Real Audiencia de 17 de enero de 1660, publicada por el señor Amunátegui.
Era tal el terror que inspiraba a todos doña Catalina de los Ríos con su orgullo y su veneno, sus riquezas y el puñal de sus esclavos, y es tan antigua y connatural la aversión de los chilenos (fruto de tres siglos de duro y silencioso servilismo) para comprometer su opinión y su responsabilidad en cosas que no sean de su interés, que no había un solo testigo hábil contra doña Catalina de los Ríos en aquel largo proceso de infamias que duraba ya cerca de medio siglo porque, decía la Audiencia, aunque se han procurado reducir a testigos e información (las acusaciones de la Ligua) no se atreven a declarar los que las dicen, por diferentes atenciones que informan y otros respectos, y todos se reducen a que la misma vista de ojos será concluyente información, pues los presos y lastimados y castigados en la forma en que están serán los mejores testigos.
De todas suertes, para honor de aquellos magistrados, que siquiera tenían el valor de los decenviros de Venecia, apuntamos en seguida sus nombres en el orden en que firman su provisión informativa contra doña Catalina. Eran aquellos don Nicolás Polanco de Santillana, oidor desde 1644; don Pedro de Hazaña, desde 1555, y el mismo que presidió el alboroto de las Monjas Claras en el año subsiguiente; don Juan de la Huerta Gutiérrez, oidor reciente, y fiscal don Manuel Muñoz y Cuéllar.
[68] Archivo de Indias. Libro de manuscritos en mi poder titulado El presidente Meneses.
El oidor Solórzano de Velasco aborrecía sin embargo al fiscal Muñoz, y tenemos a la vista los más terribles denuncios contra el último enviados por el primero al rey ( Archivo de Indias).
Después de la muerte de doña Catalina, su albacea don Martín de Urquiza se desistió de la recusación contra el oidor Peña y asentó en sus libros la partida del costo de la diligencia en los términos siguientes: Item, 22 pesos que me mandaron exhibir los señores presidentes y oidores en la causa de recusación que hizo la dicha difunta al doctor Francisco (?) de la Peña Salazar por haberme apartado de dicha recusación, 22 pesos.
[69] Sólo después de la muerte de doña Catalina se logró aprehender y traer a Santiago algunos de sus esclavos aterrorizados por sus crueldades. En el libro de cuentas de sus albaceas se leen estas dos partidas. Item, al ayudante Juan de Vera por traer al negro Pablo y Magdalena, que se hallaban prófugos más allá de doce leguas: 28 pesos. Item, a Alonso de Candía, mestizo, por traer al mulato Juan Sanduco, desde diez leguas, 26 pesos.
[70] En el archivo del escribano Alonso Fernández Ruano correspondiente a 1656 existe una escritura de este capitán en que toma en préstamo a usura la cantidad de cien pesos, lo que prueba su escasez de recursos.
[71] He aquí la cuenta del costo de esta sumaria, según aparece de los libros del albacea Urquiza:
Item, cuarenta y nueve pesos y cinco y medio reales que pagué al señor don Juan de la Peña Solazar por tres días que ocupó en la sumaria de la causa que se le hizo por esta Real Audiencia sobre la muerte que se le acumuló 'de la mulata Michaela, esclava del capitán don Francisco de Figueroa, que a 10 pesos ensayados cada día, los treinta pesos que percibió montan los derechos a 49 pesos 5 reales corrientes; 49 pesos, 5 reales.
El peso ensayado valía 1 peso 75 centavos, más o menos
[72] Declaración del testigo don Juan de Orbe y Gaviria en el proceso de Meneses en Lima. Tenemos en nuestro poder este proceso y muchos otros documentos inéditos del Archivo de Indias en los cuales están probados todos los atentados e infamias del presidente Meneses. Algún día esperamos darlos a luz.
[73] Carta del oidor Peña Salazar a Felipe V. Santiago, diciembre 15 de 1664 (Archivo de Indias).
[74] Carta citada del oidor Peña Salazar (Archivo de Indias)
[75] Este sobrino eran don Diego de Caravajal, y de su descendencia en América vinieron probablemente los Caravajal de Concepción, que son en esta ciudad lo que los Lisperguer en Santiago, porque a uno de ellos que se ejercitaba en el campo le cupo un siglo después el título de duque de San Carlos, con el cual pasó a España.
[76] Los tres testamentos de doña Catalina (contando con el poder para testar de 1626) existen en el Archivo General en diversos protocolos. Después de descifrarlos, los hemos hecho copiar cuidadosamente, y figuran entre los más notables documentos con que justificamos más adelante la presente relación.
[77] No sabríamos explicarnos la predilección de doña Catalina por San Ildefonso, arzobispo de Toledo, cuya fiesta se celebra el 23 de enero, y por San Nicolás de Tolentino, cuyo aniversario cae el 10 de septiembre, excepto por la circunstancia de que los frailes franciscanos tenían por esa época en la Chimba una pequeña granja con capilla dedicada al primero de aquellos santos.
Respecto al segundo, el obispo Villarroel instituyó después del terremoto del 13 de mayo de 1647, una cofradía en San Agustín bajo la advocación de San Nicolás de la Agonía. El nombre de Nicolás no es tampoco ajeno a la variada nomenclatura de los Lisperguer, y tal era el nombre de uno de los nietos de doña Águeda de Flores, hijo de don Pedro Lisperguer, a quien dejó adjudicada en mil pesos, para que se ordenase, esa misma chácara de Tobalaba que ahora doña Catalina de los Ríos, su nieta, dejaba a su alma.
La chácara de Tobalaba, llamada por el vulgo campesino Toda- la-agua, fue, hasta hace veinte años, propiedad de las monjas agustinas. Esta misma chácara o el valor de su imposición fue reclamada por los padres agustinos en 1758, según un escrito del procurador en esa orden, que se conserva en la Curia.
[78] En su primer testamento doña Catalina había sido más generosa con sus indios, pues les legaba dos mil pesos en ganado de lana.
[79] ¿Es esta doña Francisca la del oidor Solórzano?... ¿Y era su fragilidad la que por afinidad intima consolaba la Quintrala con aquel legado?
[80] No sabemos las relaciones que ligaron en vida a doña Catalina de los Ríos y al caballero Urquiza. Pero además de los doce mil pesos que lega aquella al último en cada uno de sus testamentos, consta que desde hacía trece años (en 1652) le había prestado la testadora cierta suma que también le condonaba.
Este don Martín de Urquiza era alcalde de Santiago el 19 de diciembre de 1556, cuando el alboroto de las Monjas Claras, que en otra ocasión hemos contado, y debía ser hombre de mucha posición, malicia, paciencia, olfato o buena estrella, cuando, siendo deudor de doña Catalina, logró hacerse su heredero y su primer albacea, en desaire de don Juan Rodulfo Lisperguer, primo hermano de la testadora y el personaje de más monta de la familia y tal vez de la sociedad santiaguina en esa época. En su testamento de 1662 doña Catalina había nombrado al último su albacea, y dádole la preferencia por el tanto en la venta de sus bienes; pero en el último, dictado al parecer en la hora de la muerte y revocando otros anteriores, especialmente uno en favor de los padres de Santo Domingo, sólo aparece librándole mil pesos.
[81] Para todas las demás características y peculiares disposiciones de doña Catalina de los Ríos, nos referimos a sus dos testamentos ya mencionados.
Nos contentaremos con agregar que los dos padres agustinos que intervinieron como testigos en su último instrumento fueron el padre fray Bartolomé de Zoloaga y el padre maestro Juan de Toro Mazote, el mismo que siendo provincial de la orden siete años más tarde (1672) nombró a Carlos II patrono de la cofradía del Señor de la Agonía, que bajo la advocación de San Nicolás había fundado el obispo Villarroel en 1647 y que doña Catalina de los Ríos acababa de enriquecer.
Doña Catalina hacía por su cuenta la fiesta de San Agustín desde 1643 y la del Señor de Mayo desde 1649, esto es, dos años después del gran terremoto.
Por lo demás, los padres agustinos, a virtud de la vecindad de su convento y de sus constantes relaciones místicas con los Lisperguer, intervenían siempre en los testamentos de la familia. Así en el de doña Magdalena Lisperguer, tía de doña Catalina, otorgado en 1648, y que también publicamos, figuran los padres fray Ignacio Montes de Oca, el padre predicador Luis Alderete y el padre José de Mendoza, todos agustinos. Lecho de infeliz pecadora, y a la vez de gran dama santiaguina, hemos de ver más adelante rodeado de nubes de padres y de clérigos, y madres que parieron unos y otros por docenas,
[82] Los otros seis testigos fueron: Álvaro Torres de Vivero, Luis Verdugo de Godoy, Juan Jerónimo de Chávez, Andrés Gómez Sastre, Diego de Godoy y Manuel Tirinos. Habiendo declarado doña Catalina que no sabía firmar, firmó por ella don Álvaro de Torres.
En cuanto a Zerpa, que era un hombre gigantesco, de mucho valor y de perversa índole, Carvallo refiere en su historia (vol. I., pág. 453) curiosos detalles. La mano mutilada era la del marido de la mujer a quien él amaba, y el letrero textual que en ella puso fue el siguiente: Yo, Matías de la Zerpa, porque me agravió.
Preso el hechor por este crimen, se fugó al Perú desde Valparaíso; y allí perjuró en el proceso de Meneses. Volvió a Chile y se casó con la mujer del infeliz a quien mutiló. Años más tarde murió arrepentido, pero el presidente Garro quiso deshonrar sus restos como los de un asesino y de un perjuro.
Debemos agregar aquí que aunque doña Catalina no tuvo reparo de declarar en este último documento de su vejez, así como en todos los que otorgó en su juventud, que no sabía escribir, cuando estuvo casada y después de viuda, por rubor de otro motivo, ocultó aquella circunstancia. Así en una petición sobre encomiendas de indios de 1645, el escribano que la escribió pone esta diligencia: Doña Catalina de los Ríos me dio esta petición y con ella los recaudos que cita y no firmó por estar enferma en la cama e impedida de la mano derecha. En otra ocasión, diez años más tarde, habiendo ido a notificarle cierta diligencia judicial el escribano Bocanegra a su chácara de Tobalaba el 25 de octubre de 1655, este puso al pie de la notificación que no firmó doña Catalina porque aunque dijo que sabía escribir no firmaba por decir estaba falta de salud.
Parécenos todavía conveniente agregar aquí la fe de muerte de doña Catalina, documento de rigor en esa época del coloniaje cuando no era moda todavía hablar del estado civil, y que hoy en plena república se deja al albedrío del primero que pasa por la calle y va a solicitar un pase de la tesorería de Beneficencia.
Aquel documento decía así: Doy fe que hoy día de la fecha de éste, vide muerta, al parecer naturalmente, y pasada de esta vida, a doña Catalina de los Ríos, la cual estaba amortajada en el hábito del señor San Agustín en las casas de su morada. Y porque consta del mandamiento del dicho alcalde, doy el presente en la ciudad de Santiago de Chile a diez y seis de enero de mil seiscientos sesenta y cinco. Pedro Vélez (escribano público).
[83] He aquí la justificación de esta curiosa cuenta, según los libros del albacea Urquiza:
Item, por diez pesos que pagué al comisario Manuel Gómez por cuatro tablas
que mandó para el ataúd 10 ps.
Item, 4 pesos que pagué al capitán Juan de Solórzano de la hechura del ataúd 4 ps.
Item, doce reales de clavos al dicho para el ataúd y también. cuatro reales de tachuelas 2 ps.
Item, tres y media varas de bayeta de Castilla para el dicho ataúd a 7 pesos 24 ps. 4 reales
Dos piezas de cinta de hiladillo para el dicho ataúd 2 ps.
Total 42 ps. 4 reales
Nótese que don Martín decíacinta de hiladillo y no huincha porque don Martín escribía en español y no en quichua.
Debe agregarse todavía el precio de lo que los antiguos llamaban una tumba en la fosa de las iglesias, y era una especie de encatrado de madera que se ponía sobre la sepultura en los cabos de años y otros sufragios: este aparato costó 3 pesos 4 reales. De modo que el costo de un féretro de primer orden en el siglo XVII era de 50 pesos más o menos, equivalente a uno de cuatro veces ese precio hoy día.
[84] Como, aprovechando del caso especial y determinado de doña Catalina de los Ríos, queremos dar a conocer, en cuanto es posible, las costumbres de una época, copiamos en seguida los dos justificativos de la mortaja y toca de la difunta que hemos encontrado en sus papeles: “Item, tres pesos 6 reales de toca de lino, a 10 reales, para una toca con que la enterraron a la dicha difunta: 3 pesos 6 reales.
Item, tres varas de sempiterna negra que le di al padre presentado fray Antonio Vásquez de Taboada, de la orden del señor San Agustín, por el hábito que dio para enterrar la dicha difunta, para mortaja, a 3 pesos: 40 pesos 4 reales.
[85] Ignoramos lo que significaba esta cofradía de Cinquipirá (en otra parte leemos Chiquinqueral); pero lo del guión no lo ignoramos, porque si es cierto que el albacea de doña Catalina pagó 4 pesos a cada uno de los ocho mayordomos de las cofradías por batir sus insignias, vendió la última el mismo albacea a los negros por 10 pesos. ¡Qué solícitos albaceas los de doña Catalina de los Ríos!
Por lo demás, todo era pagado en esa época con una suntuosidad que hoy haría estremecerse de regocijo a los sacristanes, síndicos y demás milicia laica, valerosa guerrilla de la divina que vive del altar. Así los doblesde la Catedral costaron 25 pesos, y por la asistencia del cabildo eclesiástico pagó don Martín de Urquiza 139 pesos. A cada una de las tres comunidades invitadas se abonó a razón de doce reales por hora y por fraile en el entierro y a dos pesos en las honras, y como el número de cada hábito se limitó a 16, resultó que cada convento llevó a su caja 54 pesos. Los agustinos, como dueños de casa, se reservaron el novenario, cuyo importe fue de 144 pesos.
Los más modestamente pagados fueron los presbíteros, de los que asistieron veinte y dos, porque tal vez no cupieron o no había más, y cada cual por su módica tasa de ocho reales, aunque el prebendado que cantó la misa mayor llevó 4 pesos. Sólo la música fue barata: 8 pesos por las tres funciones: el entierro, la vigilia y las honras, y así sería ella.
Los costos del entierro de doña Catalina de los Ríos, desde la mortaja al último responso, ascendieron a 1.129 pesos 6 reales comprendiendo los lutos de la servidumbre, que eran de rigor en las familias patricias. Sólo el leva del sobrino de doña Catalina, Gonzalo de los Ríos y Covarrubias, necesitó 43 pesos en paño, fuera de la hechura, y para las sirvientes y el paño de tumba se compró en 79 pesos una pieza de bayeta o paño de la tierra.
[86] Los inventarios originales de doña Catalina de los Ríos se encuentran en el protocolo del escribano Pedro Vélez Pantoja, correspondientes a 1665, y corren desde la hoja 79 a la 96. Pero nosotros hemos preferido servirnos de los de la cuenta administratoria del albacea Urquiza. Los originales son completamente ininteligibles.
[87] He aquí cómo estaba descompuesta esta suma:
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A esta suma hay que agregar un sitio en la Calle del Rey, vendido a don Pedro Prado de la Canal en 2.266 pesos, todo lo cual hace un total de 80.254 pesos.
No se toma en consideración la encomienda de doña Catalina, que poseía en segunda vida y que legó a su sobrino don Fadrique Lisperguer porque ese no es un valor enajenable en especié.
En cuanto al detalle de las producciones, por el interés que pueden ofrecer para la historia de nuestra agronomía, reproducimos enseguida datos del libro de cuentas de la testamentaría de doña Catalina.
En la chácara de Tobalaba, que hoy arrienda el apreciable caballero Hernández por un subido canon, se trasegaron, pocos días después de la muerte de la dueña, 14 arrobas de vino de cuatro años y se vendieron a tres pesos arroba. La cosecha de ese año fue de treinta y una tinajas, cuya vasija de greda, copiada sobre la de los romanos, vese todavía en los patios de las antiguas chácaras de Santiago. Pero once años más tarde (1676) la producción había descendido a diez y nueve tinajas.
La cosecha de almendras (seis quintales) se vendió a 6 pesos quintal y la de aceite (dos botijuelas) a 6 pesos. La troj de trigo contenía 280 fanegas en enero de 1665, y se valorizó en un peso. Nueve años más tarde el precio había decaído a siete reales fanega: el siglo XVII era todavía la edad del sebo para los chilenos.
Se encontraron también en la despensa de Tobalaba treinta fanegas de fréjoles que se vendieron a tres pesos, mandándose cinco fanegas para semilla a la Ligua, y setenta fanegas de papas que se repartieron al propio precio entre San Agustín, San Francisco y don Juan Rodulfo Lisperguer y Solórzano, cuyo último todo lo compraba por mayor, pues tenía veinte y dos hijos.
Los únicos productos que se traían de la Ligua eran algunas botijas de grasa para el consumo de la casa del albacea Urquiza, porque el flete no soportaba el acarreo. Entonces valía dos pesos la carga de la Ligua a Valparaíso y debía ser casi el doble a Santiago.
[88] En las cuentas de éste aparece un gasto individualizado de 56.037 pesos hasta donde nosotros hemos podido llegar, y en él figuran las siguientes partidas que por curiosas apuntamos:
Por ropa para los indios de encomienda durante nueve años $ 8.258
Por jornales de los esclavos del albacea enviados a trabajar a la Ligua $ 9.043
Figura también una partida de afrecho remitida a la Ligua desde Santiago para la curtiembre de badanas, y otra de pangue desde Valparaíso para los cordobanes. Hay otra partida de quince pesos por doce caballos que se sacaron de prorrata en la Ligua y que fue preciso reemplazar para el servicio, diez reales por caballo. ¿Cómo serían ellos?
[89] Este testamento está cosido en la última página del protocolo a que pertenece y que correspondía al año de 1656 y procedente del archivo del capitán Pedro Vélez. Por esta circunstancia se explica su deterioro, que es anterior a los últimos años del siglo pasado.
[90] A su vez, la madre mejoró a doña Josefa, en el caso de que su haber no llegase a dos mil pesos, por su testamento de 1656. Publicamos en el lugar oportuno uno y otro documento.
[91] Los despachos de don Juan Rodulfo tienen las siguientes fechas: capitán de infantería por Lazo de la Vega, 30 de julio de 1632: capitán de caballería por el mismo, 5 de noviembre de 1634; maestre de campo general por el presidente Baides, el 9 de septiembre de 1642. El segundo despacho está refrendado por Tesillo, el célebre historiador de las campañas de Lazo de la Vega (Papeles de la familia Cortés).
[92] Acta del Cabildo de Santiago del 23 de febrero de 1655 publicada por el señor Amunátegui en sus Precursores, vol. II, pág. 296.
[93] Según una información de familia que tenemos a la vista, don Juan Rodulfo trajo 400 hombres en tres buques. De este refuerzo habla Carvallo y dice que los soldados fueron 396.
[94] Nunca hemos creído que estas sobrinas fuesen tales sino hermanas del oidor y del provisor Machado, hijas de don Hernando, quien, para casarlas en Indias, se valió de este ardid. No hacemos empero cuestión de esta simple sospecha nuestra, bastándonos con enunciarla. El provisor Machado de Chávez, que dejó de heredero a don Pedro Lisperguer y Bitamberg, nos confirma en esta sospecha, porque dice sencillamente mi sobrino, y este en realidad lo era. Si doña María no hubiese sido hija de don Hernando Machado de Torres, no habría podido ser tío del último el provisor.
Don Hernando Machado fue el oidor encargado por el virrey del Perú para investigar el número de indios que existía en Chile a fin de preparar la abolición del servicio personal. Sobre esto tuvo un pleito en Lima al cobrar sus honorarios, y con este objeto mandó al Perú a su hijo don Pedro, otorgándole un poder ante Bartolomé de Maldonado el 19 de noviembre de 1619.
[95] No parece que los dos portugueses usaban de igual largueza con todos los grandes caballeros de Santiago, porque hemos visto una ejecución por 1.800 pesos contra un don Tomás Calderón, hijo de otra de las sobrinas de los Machado y que fue, como Gonzalo de los Ríos, tres veces corregidor de Santiago en el espacio de 25 años (1642, 1659 y 1667), lo que implica una gran influencia social, excepto con los judíos.
[96] Sacamos estos datos del testamento del provisor Machado de Chávez, otorgado ante el escribano Manuel de Toro Mazote el II de abril de 1661, día en que falleció, y en el cual figura como testigo el tercero de los Yrarrázaval nacido en Chile, a la sazón muy joven. En el Apéndice publicamos un extracto de las principales deudas del oidor Machado de Torres.
[97] Durante algún tiempo habíamos creído que doña Lorenza de Zárate era chilena, y la suponíamos hija del conquistador Pedro de Zárate, que vino a Chile con Almagro y con Valdivia, y hermana o tía del sargento mayor Antonio de Zárate y Tello que en 1694 vivía en Santiago de 80 años de edad. Pero en unos curiosos apuntes genealógicos pertenecientes al lamentado monseñor Eyzaguirre, y que nos ha franqueado el inteligente joven don Enrique Cueto Guzmán, muy versado en el conocimiento de las antiguas familias de Chile, hemos visto que doña Lorenza era sevillana.
Para rastrear en los archivos algunos testamentos de los Lisperguer y de los primeros Yrarrázaval nos han servido también algunas referencias bondadosamente suministradas por el presbítero don Lorenzo Robles y don Antonio Castro, heredero el último de los papeles y apuntes del famoso genealogista-ratón Romo.
[98] Archivo General. Protocolo de Ginés de Toro, 1593.
Es curioso observar, a propósito del alcalde de Santiago en 1593, que era un abogado de nota, cuán común era el nombre de Juan Fernández en Chile en esa época.
Además del capitán de mar y conocido descubridor, podemos señalar de memoria los siguientes:
Juan Fernández Alderete, primer alcalde de Santiago.
Juan Fernández Negrete, que lo era a fines del siglo XVI.
Juan Fernández Rebolledo, sargento mayor de Arauco, el famoso derrotado de las Cangrejeras.
Juan Fernández Gallardo, que casó con una de las Lisperguer y de quien hemos de hablar más adelante.
En un solo protocolo del escribano Manuel de Toro Mazote, perteneciente a 1620, hemos encontrado, foja de por medio, dos testamentos de dos Juan Fernández: uno, Juan Fernández Guevara que testó el 6 de mayo de aquel año, y otro de Juan Fernández de Córdoba.
Debemos agregar que el fiador de doña Lorenza fue don Gaspar Jorge de Segura, mercader de mucho fuste, según parece, pues vemos su nombre en muchas escrituras de compra y venta de la época. El nombre de Jorge es apellido, como el de Gregorio en Las Heras.
[99] Don Francisco de Yrarrázaval debió traer consigo otro hijo, hermano o sobrino, porque el historiador Rosales habla de un valiente capitán llamado Carlos Yrarrázaval, a quien don Alonso Sotomayor hizo su alférez general tan luego como entró a gobernar el reino (1583). Es la única noticia que tenemos de este soldado cuyo nombre lleva hoy uno de sus descendientes.
[100] El jesuita Rosales no da más noticias de este personaje, excepto la de nombrarle una sola vez así: El fiscal Navia.En el Apéndice publicamos algunas noticias sobre la tradición del primer olivo en Chile.
[101] Doña Antonia de Estrada falleció en Santiago el 3 de julio de 1594, y en su testamento declara que además de su chácara y casa que deja a su hija, poseía una quinta en la Chimba y varias acre- encías contra las tesorerías de Valdivia y La Serena, tal vez por sueldos insolutos de su marido, ya difunto. Ese testamento se encuentra en el protocolo de Ginés de Toro correspondiente a 1594. Doña Antonia dejó también un hijo, el capitán Álvaro de Estrada, a quien nombró su albacea.
Su hija doña Catalina (que dio su nombre a su nieta, la mujer de Juan Rodulfo Lisperguer) no le sobrevivió muchos años, porque falleció el 14 de marzo de 1630. Otorgó su testamento cerrado ante Manuel de Toro Mazote (hijo de Ginés) y en él declara que su hija doña Antonia Aguilera de Estrada está casada con don Fernando Yrarrázaval y Zárate, el primero de este nombre y de este apellido que naciera en Chile.
En premio de los servicios de sus antepasados, el rey dio una encomienda de indios en Quito a doña Antonia Aguilera de Estrada en vida de su madre doña Catalina de Navia. Con este motivo envió la última un poder a don Fernando Yrarrázaval y Zárate, que se hallaba en Lima, el 11 de octubre de 1616. En ese poder se llama al apoderado simplemente don Fernando de Zárate: en tan poca cuenta se tenía comparativamente al que le precedía (Archivo General).
[102] El sobrino a que aludimos de doña Catalina Lorenza, fue don Fernando de Yrarrázaval y Zapata, hijo del hermano de aquella, don Antonio Alfonso, y que llevó el nombre de su abuelo, el primer Yrarrázaval nacido en Chile.
En cuanto a la esposa de don Antonio Alfonso Yrarrázaval, doña Nicolasa de Zapata, y su descendencia posterior, damos por separado algunas noticias en el Apéndice.
[103] En el Apéndice publicamos algunos datos desconocidos sobre este personaje y su familia en España y en Chile.
[104] En un informe de Ramiriáñez contra el protector de indígenas Erazo, oponiéndose a la venta de ciertos terrenos de los indios de su encomienda de Quilicura, a quienes defendía con caluroso interés contra los funcionarios codiciosos que pretendían despojarlos, manifiesta aquel su propósito de volverse a España, porque dice que si hubiese de quedarse en este país daría dos mil pesos por las misma tierras que trataba de vender por la quinta parte de ese precio el protector de los naturales. Este documento tiene la fecha de 1593 y existe en poder de} señor Francisco de Paula Figueroa. En ese mismo documento dice Ramiriáñez que cuando la peste del año anterior, él y su esposa doña Isabel trajeron a sus indios de Quilicura a su chácara de Santiago (Yungay) para cuidarlos y asistirlos personalmente.
[105] Hemos dicho, en efecto, que doña Catalina de los Ríos es llamada todavía por la tradición popular cacica de Guanguali, y aunque no consta de su testamento que poseyese allí algunas tierras, tal vez tuvo su encomienda en ese paraje, que colindaba por el norte con la chácara del Llano de Portales, de los Bravo de Saravia. La parte de esta propiedad que caía a la Cañada se llamaba a mediados del siglo pasado la villa de Saravia, por la aglomeración de ranchos que se había hecho en la vecindad de las casas de los marqueses de la Pica. Ese mismo barrio se llamó más tarde, a causa de las paredes de cuernos que provenían de las matanzas vecinas,la ciudad de los cachos, y después el Galán de la Burra, por cierta insignia pintada en una esquina en que figuraba con un minero una borrica.
Según una tradición que se ha conservado en una respetable familia de Santiago, tuvo doña Catalina una casa o quinta de campo en la calle de la Compañía abajo (esquina nordeste de la calle del Sauce), y desde un mirador que allí habla construido inspeccionaba los trabajos y los castigos de sus indios de Guanguali. Pero sobre esto no hemos encontrado ningún comprobante, excepto la tradición recordada de la familia Munita, que poseyó esa misma casa hasta hace pocos años.
[106] El testamento de doña Isabel Osorio de Cáceres fue otorgado ante el escribano Manuel de Toro Mazote y existe en su protocolo correspondiente a los años de 1613-26, a fs. 355. Y se conoce por las manchas de grasa de las extremidades de sus páginas que ha sido y es un documento leído y muy registrado por los cazadores de capellanías, cuya profesión existe como cualquiera otra entre nosotros.
En lo que resalta también en un sentido particular el contraste de la manera de ser de doña Catalina de los Ríos y de doña Isabel Bravo de Saravia, es en el inventario de sus bienes.
Practicó los de su casa-habitación en la chácara de la Cañada el alcalde Diego de Godoy, y no se encontraron en ella sino los objetos más humildes de comodidad y de labor: un telar, un escritorio, dos colchones, cuatro sábanas, cinco camisas, un solo faldellín de damasco, una fuente de la China. Toda la plata labrada de doña Isabel consistía en seis candeleros.
En el inventario de Pullay se encontraron seis mil cabras, dos mil ovejas, 1.300 vacas, 300 yeguas, 150 quintales de jarcia, 600 cordobanes en una curtiembre, 100 botijas de vino añejo, 400 de mosto y 9 esclavos.
Doña Catalina juzgaba que el acervo líquido que dejaba a sus hijos importaba diez mil pesos, esto es, la renta de seis meses de cualquiera de sus propiedades hoy día. Todo lo que dice de sus tierras de Illapel está contenido en este renglón: Dejo una estancia en el valle de Illapel, otra en Pama (Combarbalá) y otra junto a ella.
Existe otra cláusula curiosa y característica de la época y de su autora en el testamento de doña Isabel. Le había facilitado el bravo obispo Pérez de Espinosa, fundador del Seminario de Santiago, dos cabras para que aprovechase de su leche, y la agradecida testadora deja todas las cabras de su chácara a una tal Leonor Pinto, excepto cuatro, dice, que han de devolverse al Seminario para que el préstamo fuese doblado.
Una cabra valía entonces 20 centavos...
Otra particularidad. Entre los testigos del testamento de doña Isabel firma Fray Pedro Valdivia. ¿Será este fraile algún retoño de la conquista, o el conquistador en persona tocado por la vara del espiritismo?
[107]Isabel firma Fray Pedro Valdivia . ¿Será este fraile algún retoño de la conquista, o el conquistador en persona tocado por la vara del espiritismo?
[108] Decimos que Diego de Rosales se equivoca al llamar a don Diego Bravo de Saravia almirante del mar del sur, porque si bien es cierto que se halló en la escuadra que batió a la flota holandesa de Spilberg frente a Cañete (no frente a Arequipa, como dice también el jesuita) en 1615, fue sin duda al mando de alguna tropa y como soldado de tierra. El que mandó en jefe fue don Rodrigo de Mendoza, pariente del virrey y conde de Montes Claros.
[109] El padre Rosales, provincial de jesuitas, cuando doña Marcela estaba en sus quince, y vivía calle de por medio con la marquesa en la calle de la Catedral.
Doña Marcela era hija del capitán Juan Egas de Hinestrosa, natural de Écija, en la provincia de Sevilla, como lo eran sus abuelos paternos don Lope de Egas y doña Marcela Castañeda.
Su madre llamábase doña Catalina Sáenz de Mena, hija del bravo capitán Francisco Sáenz de Mena, uno de los mejores soldados del presidente Sotomayor en la guerra de Arauco, compañero y amigo de los capitanes Juan Rodulfo Lisperguer, el de Boroa, Ordóñez Delgadillo (suegro de doña Magdalena Lisperguer), Alonso de Campofrío (suegro de la Quintrala), Carlos Yrarrázaval, Gaspar de la Barrera, todos discípulos en la guerra del valeroso y aguerrido don Alonso Sotomayor, el Alonso de Ribera del siglo XVI.
[110] En un mamotreto antiguo que hemos visto metió el diente una intrusa polilla donde el manuscrito decía que don Bernardo era catedrático de cánones, y la oración apolillada quedó así: El doctor don Bernardo Iturrizura, que fue catre... de nones... de la insigne universidad de Henares, etc.
[111] En el Apéndice publicamos algunas noticias sobre el testamento, la casa y el mayorazgo de doña Marcela de Hinestrosa.
[112] Doña Apolinarda de Toro falleció en Santiago el 11 de febrero de 1701, y sus hijos de corona estaban distribuidos como sigue: Fr. Ginés y Fr. Manuel Ramírez de Toro en la Merced, Fr. Buenaventura en San Francisco y Fr. Agustín en San Juan de Dios.
El siglo XVII seabrió lleno de pompa para ios claustros de Santiago.
Tan sólo la Merced ostentaba dos Yrarrázaval (don Juan y don Antonio), hijo este último de doña Nicolasa Zapata y Benavides. San Agustín era regido por el padre Pedro Flores Lisperguer cuando falleció en 1655 doña Catalina de los Ríos; 42 años más tarde (1705) era secretario del Definitorio otro Pedro Lisperguer.
Hubo en Santo Domingo un tercer Pedro Lisperguer de cogulla, a quien el oidor Alonso de Solórzano hizo elegir provincial con tan grandes alborotos que llegaron hasta el rey en 1659. Y debió ser este prelado sumamente mozo cuando conquistó tan encumbrado honor, porque setenta y cuatro años más tarde (1732) presidía todavía un Pedro Lisperguer un capítulo como vicario in capite, a propósito de la venta de una chácara del convento al médico don Juan Daniel Darigrandi (Archivo de Juan de Morales, tratados del 22 de junio de 1732).
El siglo XIX no tuvo menos brillo en su alborada para las órdenes regulares, porque nadie ignora que el mercedario Larraín fue uno de los prohombres del año X; que el padre Guzmán, nuestro primer historiador de la independencia, era miembro de una familia poderosa, y así acontecía con los padre Ovalle de la Merced, los Infante y los Zárate de San Francisco, los cuatro hermanos Velasco, parientes del conde Quinta Alegre de Santo Domingo y los famosos hermanos Salinas y los Figueroa de San Agustín. Pero la revolución de la independencia, democrática y frailesca en su origen, mató por sus consecuencias lógicas las órdenes monásticas.
[113] Los que consumaron la alianza de los Garcés Lisperguer y los Aldunate fueron don Manuel Martínez de Aldunate y doña Josefa Garcés, nieta de doña Ana Lisperguer, nacida en 1718 y desposada a los 14 años en 1732. Según los libros de la Catedral, los desposados sólo se velaron el 30 de agosto de 1638, siendo pa drinos de la ceremonia el doctor Ruiz de Berecedo y su primera esposa doña Jerónima del Castillo. Por lo demás, en el archivo de la parroquia de Santiago no se encuentra dato alguno de interés, siendo el mayor número de las partidas asientos de indios. Del siglo XVI existen sólo unas pocas hojas que comienzan en 1584, y del siglo siguiente se encuentra un libro que comenzando en 1596 salta a 1633.
Los padres de don Manuel Martínez eran don Juan de Aldunate y doña Juana Barahona, descendiente la última en línea recta del bravo Juan de Barahona, compañero de los Cuevas, de los Bravo de Saravia, de los Ordóñez Delgadillo, de los Campofrío y de los primeros Lisperguer en las más sangrientas batallas y en los más altos puestos del reino. Juan de Barahona era corregidor de Santiago en 1581 y entonces sólo se firmaba Juan de Baraona. La h, como la doble y y la doble s, son partículas más recientes de la meticulosa heráldica de Santiago.
Fue, según tenemos entendido, el último representante de esta rama de los Aldunate Lisperguer, don Juan Aldunate, rico hacendado de Chada, y que en algunas peculiaridades de su carácter denotaba todavía que la sangre de don Pedro Lisperguer el pendenciero, y don Juan Rodulfo el animoso, no había degenerado en dos siglos.
Un hijo de don José Martínez de Aldunate y doña Josefa Garcés, llamado don Juan Aldunate y Garcés, era alcalde de Santiago en 1766, y éste era, según tenemos entendido, el "abuelo del último don Juan Aldunate.
Los Errázuriz del año X y del año XXIII, don Fernando, don Javier, don Isidoro y don Ramón, fallecido en septiembre de 1875, eran también Errázuriz Aldunate.
[114] Ruiz de Berecedo era en 1729 el consultor de la familia Lisperguer, y doña Catalina Lisperguer Yrarrázaval, la rica propietaria del mayorazgo de Purutún, le nombró en ese año su albacea.
La biblioteca de Berecedo debía ser valiosa, porque en una sola ocasión envió y España 400 pesos al padre fray Tomás de Ovalle, para que le remitiese libros. Legó éstos más tarde al entonces canónigo y después memorable obispo Alday, su sobrino nieto (la abuela materna de Alday era doña Josefa Ruiz de Berecedo), y son los mismos que heredó más tarde monseñor Eyzaguirre, deudo de Alday y heredero de muchas de sus virtudes.
[115] Doña Bernarda hizo su primer testamento por mano de su hermano el oidor Aldunate el 24 de abril de 1749, tres años después del fallecimiento de su esposo Ruiz de Berecedo. Pero cinco años más tarde (6 de febrero de 1754) lo revocó e hizo otro. Otros cinco años pasaron y otro testamento hizo para otros herederos el 22 de noviembre de 1759. Pasaron después dos decenios, y cada uno tuvo su testamento por separado, uno el 14 de septiembre de 1769 y otro el 8 de agosto de 1778. Todavía le llevó el escribano, el albacea y el capellán otro testamento el 7 de agosto de 1783 y otro la misma solicita trinidad el 3 de agosto de 1785.
Pero al fin, como no era posible que la pobre señora enterara un siglo haciendo escrituras y pagándolas, falleció en 1789 bajo las cláusulas de un décimo testamento, cuyo último es tan largo que parece la décima edición de todos los anteriores juntos, aumentada y corregida, en más de cincuenta páginas en folio del protocolo del escribano Borda.
Entre otras cosas dispuso la señora que se vendiese su chácara de Lo Ruiz por el mínimum de 26 mil pesos, y su casa de la calle de las Monjitas por 18 mil, imponiendo una capellanía en favor de Santa Ana, de cuya santa era, así como Ruiz de Berecedo, sumamente devota. Fundó otra capellanía de seis mil pesos en favor de una niña llamada Basilia Ruiz, que ambos esposos habían criado (porque Berecedo no tuvo familia a pesar de dos enlaces) y que se casó con un don Manuel Jiménez de Noguerol.
Peléase actualmente esta capellanía desde Lima por un bisnieto de Noguerol, nacido en 1861, y cuyo padre, don Manuel de Noguerol, falleció en el callejón de San Francisco de aquella ciudad el 31 de enero de 1874.
Y en esto han venido a parar (en un callejón de Lima) los diez codiciados testamentos de doña Bernarda Aldunate Garcés y Lisperguer.
[116] Las seis advocaciones de los fieles dominicos representan a los fundadores de las órdenes regulares, Santo Domingo, San Agustín, San Francisco y San Pedro Nolasco, y dos pasajes de la vida del Redentor, la Anunciación y la Crucifixión. Son lienzos de media vara en cuadro, y no carecen de cierto mérito, especialmente el último.
[117] De este entroncamiento provinieron los Solar que se casaron con Marín, y los Recabarren y los Echeverría que a fines del siglo pasado contrajeron alianza con aquellas familias: don Gaspar Marín, nieto de doña Micaela Lisperguer, con doña Luisa Recabarren, y don José Joaquín Echeverría con la hermana de la última doña Rafaela.
Los Chavarría son de familia antiquísima de Villarrica, pero el primer Echeverría que vino a Chile fue don Bernardo Ruiz de Echeverría, caballero de Sevilla, que se enriqueció en el comercio y la labranza de valiosos fundos. Fue alcalde de Santiago en 1741 y falleció en 1745.
De su hijo don Diego Echeverría y Aragón, dueño de las haciendas de Ocoa y del Romeral y de la casa sobre cuyo solar se levantó la que hoy se llama la Alhambra, provino el conocido ministro del director O’Higgins don Joaquín Echeverría y Larraín.
En el Apéndice publicamos el testamento de doña Isabel de Aguirre otorgado en La Serena ante Javier de Campusano el 6 de febrero de 1735.
[118] Este don Juan Fernández Gallardo, suegro de doña Inés Lisperguer, y que tan sabrosa venganza tomó del presidente Meneses, haciéndole beber agua puerca de la Alameda, era alcalde de Santiago en 1719, y su nieto don Fernando Gallardo Lisperguer, hijo de doña Inés, lo fue en 1723, todo según Carvallo, que no es muy fuerte ni en nombres ni en fechas.
[119] Los Pastene descienden de un Bonafide Pastene, señor de Génova hace 700 años, y como los Rodríguez del Manzano y Ovalle, provienen de Men Rodríguez de Zanabria: el justador, mayordomo del rey don Pedro (no sabemos si del cruel o del ceremonioso), las castas semirregias se reconocieron en Chile y se enlazaron.
Juan Bautista Pastene, cuya mujer unos llaman doña María Balcázar y otros doña Ginebra Seixas (y tal vez poseyó Bonafide a las dos), tuvo tres hijos, de los cuales uno fue don Tomás, y con una hija de éste casó el primer Ovalle que vino a Chile, don Francisco Rodríguez del Manzano y Ovalle, mayorazgo en 1615 y en 1640. Otro de los hijos de don Juan Bautista fue el valeroso deán de Santiago que ya hemos recordado y otro tuvo el nombre de don Francisco, padre de un famoso abogado del mismo nombre que figuró al lado de los Ríos y de los Mendoza en las reyertas de 1614.
Fue don Francisco de Ovalle uno de los animosos vecinos que se opusieron a la traslación de la planta de Santiago a otro lugar, después del terremoto de 1647, y fue también padre del historiador Alonso de Ovalle y del bravo capitán Tomás de Ovalle, que en la Albarrada pidió, según Diego de Rosales, la vanguardia a Lazo de la Vega y pereció después heroicamente en batalla con los indios.
En el lugar oportuno publicamos el testamento de doña Inés Lisperguer y de doña Rosa Gallardo su hija, otorgados en Santiago, el primero, el 16 de junio de 1714 ante Juan de Morales Narváez, y el segundo, el 25 de agosto de 1767, ante Miguel Gómez de Silva.
[120] A fin de no abrumar el texto con datos personales, por grande que sea el interés de éstos, hemos concentrado en el Apéndice todas las noticias que hemos logrado adquirir en papeles de familia y en los archivos de los tres Amaza, don Bernardo, don Pedro su hijo y don Pedro y Lisperguer su nieto.
[121] Este Rojas no es el ascendiente del ilustre patricio don José Antonio Rojas. El padre de éste era don Andrés Rojas La Madrid, fundador del mayorazgo de Polpaico, y que a mediados del siglo pasado figura en los libros del consulado de Santiago como uno de los mercaderes más acaudalados del reino. Era alcalde de Santiago en 1742. Su esposa fue doña María Mercedes Uturguren y Calderón.
[122] Por lo que tiene de curiosa la distribución de este caudal del claustro, vamos a reproducir su distribución.
Puso doña Catalina la mitad del dinero (8 mil pesos) a censo del cinco por ciento para que los réditos sirvieran a los alimentos y regalías de la virgen del Señor.
Por la dote de monja pagó 3.345 pesos 3 reales, cuya última porción (los 45 pesos 3 reales) era una innovación en la antigua y ya secular tarifa.
En hacer una cómoda celda y amueblarla gastó doña Catalina 3 mil pesos, habiendo comprado el derecho y la llave de ella a don Blas de Reyes, rico comerciante de Valparaíso (el de la cruz de Reyes).
Por último, para el servicio de Sor Ignacio, que así se llamaba la monja, le dio su madre dos esclavas (una mulata y una negra), comprada aquella en 600 pesos y la otra en 800.
Y por tanto esto ha de echarse de ver que no era tan duro el cautiverio como la tradición lo pinta, y esto sin contar las coronillas y los huevos chimbos, las ollitas y los escapularios.
Doña Ignacia pasó pues tan regalada vida que a su tiempo pudo fundar con los sobrantes de su caudal una capellanía, que es como si hubiera fundado una pelotera: tanto ha sido lo que con su nombre y su herencia han jugado a la pelota sus deudos y capellanes. La capellanía era de 4mil pesos y la fundadora era monja de Santa Clara la antigua.
Parecía doña Catalina tan buena madre y tan justa, que habiendo dado a su hija doña María (la de Ruiz de Azúa) en dote sólo 16 mil pesos, la mejoró en su testamento en 4 mil pesos para igualarla con sus dos hermanas. A doña Luisa le dio 21 mil pesos, esto es, mil pesos más que a las otras; pero sería tal vez por un motivo especial de legado, ajuar u otra honesta causa.
[123] Doña Catalina Lisperguer dispuso de sus bienes ante Bartolomé de Mondaca en 27 de febrero de 1729, y su testamento es uno de los documentos mejor redactados, racionales y sensibles de aquella época. Dijimos que había dejado de albacea a Ruiz de Berecedo, y es muy posible que él lo redactara. Doña Catalina firma con letra de mujer anciana, pero de buen tipo y corrida, lo que descubre una educación cuidadosa por parte de sus padres.
[124]La vida de doña Catalina Amaza y Lisperguer ha sido escrita y publicada en Lima en el presente siglo en un vol. en 8? de 130 páginas, con el siguiente título: Breve noticia de la vida y virtudes de la señora doña Catalina de Iturgoyen Amaza y Lisperguer, condesa de la vega del Ren, por el canónigo magistral de la catedral de Lima don José Manuel Bermúdez.
Es un libro bastante raro del que no conocemos en Chile sino dos ejemplares, uno de los cuales existe en poder del señor presbítero don Miguel Tagle, digno cura del Sagrario.
[125] Bermúdez, Obra citada, pág. 19.
[126] * Bermúdez, Obra citada, pág. 118
[127] Autor citado, pág. 119. No debe causar al lector demasiado asombro que todo esto se cuente como biografía de una dama chilena, porque de este género de santas y de iluminadas ha habido muchas en nuestra tierra, desde doña Constanza de San Lorenzo, india araucana que entró de monja agustina en agosto de 1592 y falleció en 1642 con tal reputación de milagros, que asistieron a sus exequias los dos cabildos y predicó en ellas el famoso obispo Villarroel.
El historiador Eyzaguirre cuenta también prolijamente las diversas apariciones del diablo que tuvo la famosa monja clarisa doña Úrsula Suárez, una vez en un columpio y otra en un espejo; al paso que el padre Guzmán asegura en su historia en diálogos (t. 2, pág. 870) que a la monja capuchina doña María Antonia Ipinza le comunicó el Señor don de saber lo futuro, como lo publicaron después de su muerte sus mismos confesores.
La escuela de los espiritistas, es, pues, mucho más antigua en Chile que lo que vulgarmente se cree.
[128] El mayorazgo no pasó sin embargo directamente al marqués de Cañada Hermosa por su mujer sino por su hija doña Constanza Marín de Poveda y Azúa que se casó con su propio tío don Tomás de Azúa, fundador de la universidad de San Felipe, que Ruiz de Berecedo había solicitado hacia un siglo.
Una de las hijas de don Tomás de Azúa y de doña Constanza Marín de Poveda (doña Pabla) casóse en el último tercio del pasado siglo con don José Ramón Cortés, dueño de las haciendas de Viña del Mar, Concón y la Palma, de Quillota.
Los Lecaros, mercaderes de Vizcaya, como los Larraín, los Zañartu, los Vicuña, los Eyzaguirre, los Echaurren, y demás falange de hombres de trabajo y de economía que transformaron la existencia colonial del siglo XVIII, se emparentaron también con los Amaza, porque el primer Lecaros que vino a Chile, don José Lecaros Egos- que, se casó con doña María Ovalle y Amaza, nieta de don Bernardo de Amaza.
De este matrimonio nació doña Micaela Lecaros, casada con el rico negociante don Pedro Lecaros Berroeta, y de ambos la famosa doña María Josefa Lecaros, fundadora del mayorazgo de Viluco, Cauquenes, y otros predios que hoy disfrutan sus herederos los Larraín Lecaros.
[129] El señor Scipión Cortés ha tenido la amabilidad de enviarnos esta reliquia de familia para inspeccionarla. Es una espada toledana, cuya hoja de acero muy bien templado y dúctil, tiene pulgada y media de ancho y un metro y diez centímetros de largo. La inscripción en el acero está muy deteriorada, pero se lee todavía de la siguiente manera:

Soy de Jn. De Lisperguer

y abajo

alabado SÑEcRAMEN

En la extremidad de la hoja, junto a la espiga de la empuñadura, se leen estas palabras que parecen los nombres de los fabricantes.
[130] En el Apéndice damos cabida al texto original de estos blasones.
[131] Consta que doña Catalina estaba viva en 1771 por una escritura que en consorcio con su marido firmó ante Pedro Vélez el 19 de junio de ese año, aceptando la herencia de su padre don Fernando de Yrarrázaval bajo beneficio de inventario: | tan pobres eran esos ilustres caballeros antes de su alianza con los Bravo de Saravia!
En ese documento doña Catalina está firmada de una manera curiosa por medio de una serie de letras minúsculas sin ningún aparte; así doña catalinalorençadeyrrarazabaliandia . Don Juan Rodulfo firma con una letra grande, irregular pero atrevida, a manera de soldado.
Doña Catalina Lorenza, falleció de parto, como lo cuenta su viudo en el testamento que publicamos de él más adelante, y la niña que nadó de este fatal alumbramiento murió a los cuatro meses. Se llamaba Agustina.
Uno de los más notables entroncamientos de los Yrarrázaval a principios del siglo XVII fue con el caballero don Antonio Boza y Solís, natural de Canarias, dueño de la famosa viña de lo Boza, colindante con lo Ruiz en Quilicura, y de la casa que hacía esquina a la Calle del Rey y la Cañada (hoy de la señora Masenlli de Sánchez).
Don Antonio era alcalde de Santiago en 1720 y ya estaba casado con doña Catalina Yrarrázaval. Tuvo muchos hijos e hijas, a las que enseñó la música, mientras que a los hijos les meneó con tanta dureza el látigo que uno se metió de fraile en San Francisco, otro fue cura de Santa Ana, otro jesuita y murió en Imola, otro asesor de tres virreyes del Perú y otro ambulatorio, llamado don Miguel, cuyo testamento tenemos a la vista y en él dice que en el Perú dejó muchos hijos naturales pero que no se acuerda de sus nombres. Este testamento fue otorgado en Santiago el 4 de enero de 1799 ante Agustín Díaz.
De una hija de don Antonio Boza, doña Antonia, admirable señora que falleció de más de cien años en 1821, casada con el marqués de Montepío, don Juan Nicolás Aguirre, provienen los Larraín Aguirre, los Vicuña y cien otros vástagos por línea femenina. Los Vicuña (línea masculina) descendían de honrados mercaderes de Bilbao establecidos en Chile a principios del siglo XVIII.
[132] Estos hijos fueron los siguientes:
Don Fernando Rodulfo Lisperguer y Aguirre, que falleció joven y sin sucesión: don Juan Francisco y don Pedro Lisperguer y Aguirre, que quedaron niños a la muerte de su padre y no se ha tenido otra noticia de ellos;
Doña Agustina Lisperguer y Aguirre, que parece fue monja; doña María, que casó con el capitán Gregorio Baños, a quien don Juan Rodulfo hizo también su albacea; y Doña Isabel. Esta última casó con un hijo del presidente de Chile don Tomás Marín de Poveda, el general don Antonio de Poveda. Pero no tuvo familia, y en 1729, estando ya viuda, cedió todos sus bienes a su cuñado don José Marín de Poveda, marqués de Cañada Hermosa, casado con su sobrina nieta Ana de Azúa (hija de su hermana doña Catalina Lisperguer), llevada, dice, del amor de tres hijos que aquellos tenían y de los cuales era madrina. En cambio, el marqués debía darle 50 quintales de jarcia cada año para su subsistencia. Esta escritura de cesión fue hecha ante el escribano Oteiza el 2 de julio de 1729.
[133] Información citada de don Fadrique Lisperguer. En el Apéndice publicamos un cuadro sinóptico completo de los 22 hijos de don Juan Rodulfo Lisperguer y sus tres consortes.
[134] Testamento citado de 1729.
[135] Don Pedro Felipe Lisperguer fue casado con una señora Caravajal y Avendaño, nobilísimo apellido de la colonia, y aunque existe su testamento otorgado en 1727, no hemos podido hallarlo a mano.
Hubo otro Pedro Felipe Lisperguer, clérigo, el cual se hallaba tan pobre, un año antes de la muerte de su padre, que suscribió el 4 de enero de 1728 una escritura de agradecimiento y obligación por 268 pesos, resto de 300 pesos que le había prestado un don Antonio Rojas.
Este mismo clérigo debía estar muy. agotado hasta de misas, porque en ese año envió un poder a Lima al general don Agustín Carrillo, presidente del tribunal de cuentas, para que le pelease ciertas capellanías de poca monta en aquella ciudad. Sin embargo, no por corto de medios, había olvidado la fiereza de su raza, pues el buen presbítero se firma siempre en tres largos renglones y con no mala letra don Pedro Felipe Lisperguer y Bittamber.
Diremos de paso que este nombre de Pedro Felipe, puesto de moda a principios del pasado siglo por don Pedro Felipe de Azúa Amaza y Lisperguer, nieto de doña Catalina Lisperguer, prestigioso arzobispo de Bogotá, donde murió al regresar a su amado Chile, se ha perpetuado hasta nosotros, y hoy existe un hermoso niño de tres años que lleva también el nombre de Pedro Felipe y es descendiente de los Lisperguer y Bittamberg.
Hubo por esa época otro Pedro Lisperguer y Solis tan pobre como los otros Pedros porque habiéndose comprometido a reclutar por contrata diez soldados de caballería en 1702, a razón de 70 pesos por soldado, sólo pudo dar cumplimiento al enganche de ocho, y respecto de los dos que faltaban presentó como fiador al capitán Millán López Martínez por la suma de 140 pesos.
[136] El último Lisperguer parece que redondeó las capellanías de su familia en cuatro mil pesos, de los cuales dos mil están impuestos en una hacienda de Talca y dos en la de Pocochay, que fue de la familia Álvarez de Araya, en el departamento de Quillota.
Después de su muerte se disputaron sus réditos tres clérigos llamados don Juan de Lisperguer, don José Rojas y Amaza y don Agustín Álvarez de Toledo, todos por líneas femeninas, y por un avenimiento amistoso se partieron de ellos en 12 de septiembre de 1764.
Entró después a disfrutarla desde 1780 a 1816 el capellán de las capuchinas don José María López Lisperguer, y por fallecimiento de éste el canónigo don Francisco Javier Garro, dueño que fue de la casa en cuyo sitio edificó la suya hace veinte años el almirante Blanco.
Cuando el canónigo Garro falleció en 1843, se dividieron otra vez la renta de la capellanía el minorista don José Toribio Aeta, que acaba de fallecer de cura de Quillota (marzo 16 de 1876), y un sobrino nieto del capellán de las Capuchinas, el presbítero don Pablo González, que aún vive, y el mayorazgo don Felipe Cortés ya mencionado.
Por el fallecimiento reciente del cura Aeta, la familia Cortés litiga ahora el acrecimiento de su parte, y es probable que en su rama quede el total de las capellanías que es bastante escaso, pero que ha producido al menos el beneficio de mantener en movimiento los papeles de los Lisperguer, que son los más hojeados y los más engrasados de los archivos.
Regla matemática para los curiosos. Donde haya una hoja de esquina sucia y grasienta, abra el protocolo, y encontrará de seguro un testamento o una capellanía de Lisperguer u otro ricacho. Y en esto vienen a parar las glorias del mundo. En la fosa un puñado de huesos, en los archivos una mancha de sudor…
[137] Para que el lector estudioso pueda formarse idea del material acumulado por algunos de estos compiladores de oficio en la época colonial, apuntaremos la nomenclatura de sólo tres escribanos que bastaron para ocupar un siglo entero.
El escribano José Álvarez Hinestrosa desempeñó su oficio durante 44 años (1710-1754) y formó 43 protocolos.
El escribano don Juan Bautista Borda trabajó 38 años (1732- 1770) y dejó 29 protocolos.
El escribano don Agustín Díaz, el famoso notario de gobierno durante la Independencia, sirvió su cargo 36 años (1791-1827), y dejó 23 protocolos.
Total de años, representados sólo por tres escribanos, 118. Total de protocolos, 95.
[138] Al de Agustinas, único que existía a la sazón
[139] Ininteligible. Parece que dijera las tierras de Umquinto. ¿Auquinco?
[140] Ininteligible.
[141] Ininteligible.
[142] Aquí está mutilada la hoja, sin duda por ser la última del protocolo. Pero los hijos de doña Florencia no pudieron ser más de doce aun teniendo uno por año, como antes y ahora acostumbran las chilenas, pues se casó en 1614, y su marido no existía ya en 1628. La mutilación es muy antigua porque en un documento del siglo pasado hemos visto referencia a esta circunstancia.
[143] Ininteligible.
[144] Este provisor Salvatierra figura como uno de los canónigos del cabildo de Santiago en las ruidosas cuestiones que éste sostuvo con la Inquisición de Lima 8 años más tarde, esto es, en 1634.
[145] Este don Juan Roco Carvajal fue hombre de cierta importancia en la colonia y figuró como alcalde de Santiago en dos períodos, esto es, en 1699 y en 1711.
[146] Desde que se había introducido en Chile el comercio de los portugueses se comenzó a llamar patacones los pesos de a ocho reales.
[147] Hay una palabra ininteligible, pero por el número de misas de aniversario que dispone en su segundo testamento debe ser en este ciento y sesenta.
[148] Hay una palabra ininteligible.
[149] Palabras borradas por la carcoma y humedad.
[150] En su pomposo lenguaje, los españoles de América llamaban maestre de campo a todo el que había sido alcalde o regidor y general al que había sido corregidor o intendente de una ciudad o provincia.
[151] Hasta aquí el presente testamento es igual en todas sus partes al de 1662.
[152] Templaderas o enfriaderas de plata.
[153] En la provisión de la Real Audiencia de 1660 contra doña Catalina de los Ríos que publica el señor Amunátegui, dice Erazo.
[154] Las palabras de cursiva son tomadas de un traslado que tenemos a la vista por ser ininteligibles en el original.
[155] Palabras ininteligibles en el testamento original y en el traslado que me ha servido para compulsarlo.
[156] Todo lo que sigue y está de cursiva no existe en el testamento original porque ha sido borrado y destruido en el protocolo; pero hemos tenido la fortuna de completarlo, así como la de restaurar otros leves pasajes del texto, con una copia contemporánea que existe en un legajo perteneciente a los papeles de la familia Cerda y que tiene la siguiente carátula: Nº 29. Sobre embargo de los bienes de doña Catalina de los Ríos.
[157] Esta frase está agregada de letra del oidor en el protocolo.
[158] Carcoma del papel
[159] Carcoma de la escritura
[160] Ilegible
[161] La Quintrala.
[162] El oidor Torres, que escribió estas instrucciones con pulso muy suelto y con Una letra elegante que imita la inglesa moderna, puso en el original Catalina, pero la mano qué escribió las notas marginales, qué parece ser la de don Gonzalo de los Ríos, puso encima el nombre familiar de la última: Catral.
[163] Estas notas marginales parecen ser de letra de don Gonzalo de los Ríos, futuro suegro del oidor de Lima.