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Opinión

30 de Julio de 2013

Políticos “rayando la papa” hace 200 años: La locura del poder

En Chile la enajenación mental y el poder político han tenido una larga y tormentosa relación. La ludopatía de Pedro de Valdivia y la erotomanía de Francisco de Aguirre, quien se jactaba de haber procreado más de cien vástagos para el engrandecimiento del reino, inauguran los trastornos conductuales nacionales. Cincuenta años más tarde, en plena […]

Gonzalo Peralta
Gonzalo Peralta
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En Chile la enajenación mental y el poder político han tenido una larga y tormentosa relación. La ludopatía de Pedro de Valdivia y la erotomanía de Francisco de Aguirre, quien se jactaba de haber procreado más de cien vástagos para el engrandecimiento del reino, inauguran los trastornos conductuales nacionales. Cincuenta años más tarde, en plena guerra de Arauco, don Alonso de Ribera, destacado militar enviado para derrotar de una vez por todas a los irreductibles mapuche, acabó sus días chapoteando en la demencia senil. Ya anciano y con el cuerpo molido de batallas, don Alonso apenas se sujetaba al caballo. Orgulloso y presumido, ocultó sus achaques, pero el deterioro llegó a tal grado que no podía ni firmar los decretos. Finalmente cayó en cama y ya agónico, deliraba dando mandobles y órdenes militares desde el lecho. Murió loco, pobre y muy soldado.

Hacia 1650 arribó a Chile un nuevo gobernador con el mandato, una vez más, de reducir a los díscolos mapuche. Pero don Antonio Acuña y Cabrera, caballero entrado en años y en lujuria, padecía de una enajenada obsesión erótica hacia su joven y bella mujer doña Beatriz de Salazar. Enamorado perdido, le obedecía en todo como un adolescente enceguecido de ardor primaveral. Aprovechando ese poder, la pérfida esposa encaletó a su muy numerosa parentela, colocada por el gobernador en los más altos cargos de gobierno. Logró incluso que nombrara a sus hermanos como jefes del ejército y éstos se lanzaron en las más desprolijas y atrabiliarias incursiones militares con el único objeto de capturar indígenas para venderlos como esclavos. Fueron tantos los atropellos, las derrotas y los desatinos, que estalló un gigantesco alzamiento indígena que casi perdió el reino. Acusado por sus mismos subordinados, fue el único gobernador depuesto por el clamor popular. De la aprovechada doña Beatriz y su angurrienta parentela nunca más se supo.

Nuestros próceres de la Independencia tampoco salieron muy bien librados del diván del analista. El padre de la patria, don Bernardo O´Higgins sufrió de infinitas dolencias, tanto físicas como psicológicas. Afectado por un estado mental muy peculiar denominado “psicología del desterrado” sufrió de “neurosis de abandono” en vista de su condición de hijo ilegítimo. Esta carencia primordial se expresó en ataques de angustia y desesperación, agresividad repentina y una marcada ambivalencia entre la tristeza y la exaltación. Este síndrome, que ahora podría calificarse como bipolar, lo hacía víctima de una afectuosa benevolencia que llegaba hasta la falta de carácter y la debilidad. Inseguro por su origen y su situación familiar, era reservado hasta el autismo. Sus actuaciones públicas, con la fachada de fortaleza y resolución y su conocido coraje en batalla, casi suicida, solapaban una profunda inseguridad vital. Esta “contradicción vital” entre padre de la patria y huacho abandonado le provocó apoplejía cerebral, cefaleas, molestias a la vista y neuralgias faciales, en sus palabras “un corrimiento a la cara” que no lo dejaba vivir.

Su amigo y camarada de armas, el libertador argentino don José de San Martín, también fue víctima de múltiples padecimientos afectivos. Hombre de acción y carácter, pero a la vez muy enfermizo, combatió esta discordancia con una terapia basada en el consumo habitual de opio. Mitre afirmaba que “abusaba del opio”. Vicuña Mackenna dijo que su doctor personal, un tal Zapata “lo envenenaba casi cotidianamente con opio”. Sus variadas dolencias físicas, sus heridas de batalla y sus muchos accidentes lo habrían convertido en un dolorido adicto a la potente droga, que entonces se recetaba sin mayor restricción. Sufría además de un estado ansioso y de crisis convulsivas que han sido interpretadas como epilépticas.

Ya en el siglo XX y bajo el régimen parlamentario emergió la polémica figura de don Federico Errázuriz Echaurren, Presidente de Chile entre 1896 y 1901. Tenía don Federico reputación de putero inveterado. Según cuenta Luis Orrego Luco en sus memorias, una noche un amigo suyo, al acudir a casa de unas alegres señoritas inglesas en calle San Isidro, le negaron la entrada. Picado por la sospechosa negativa, se quedó esperando hasta que llegó un carruaje del cual bajó, embozado, el Presidente Errázuriz acompañado de Eduardo Mac-Clure. Una vez en la casa, se escucharon risas y música; las pérfidas inglesas se reservaban para el mandatario. Como sutil venganza, el rechazado buscó por todo Santiago un organillero, le pagó una fuerte suma y lo instaló, frente a la casa de las inglesas, a tocar majaderamente la Canción Nacional. Hubo carreras, luces encendidas y caras asomadas por las ventanas. Se escuchó entonces la carcajada presidencial, al tiempo que la calle se llenaba de pelusas, ociosos y copuchentos. Poco después don Federico enfermó, dejando el gobierno en manos del vicepresidente. Al retornar, víctima de su vida bohemia, en una época en que la sífilis era epidemia, o como dice Carlos Vicuña de “sus vicios que lo llevaron prematuramente al sepulcro” Errázuriz sufrió una trombosis cerebral y falleció el 12 de julio de 1901.

Pero sin duda, la seguidilla de muertes presidenciales más absurdas e inesperadas de nuestra historia se gestaron en una aguda depresión. Hacia 1910 el Presidente Pedro Montt sufría un cuadro depresivo galopante. Su condición era tan deplorable, que durante un discurso el 1 de mayo fue víctima de un acceso de llanto ante el asombro de la nutrida concurrencia. Con sus defensas bajas, el mandatario empeoró de arterioesclerosis y arritmia cardíaca, arrastrando penosamente su mandato hasta la fecha de celebración. En vista de la cercanía del Centenario y sus múltiples actividades públicas, viajó a Alemania para tratarse y estar en mejor forma. Apenas llegado a la ciudad de Bremen, lo encontraron muerto. Traído a Chile fue sepultado con honores un lluvioso día de agosto. El Vicepresidente, don Elías Fernández Albano, se resfrió durante el funeral y murió el día 6 de septiembre, apenas 12 días antes de las celebraciones. Apurados ante tanta desgracia, lo reemplazó el alegre y sonrosado Emiliano Figueroa, y la fiesta del 18 siguió adelante.

Las dolencias mentales han influido poderosamente en la vida política nacional, incluso las patologías imaginarias. En la víspera de la guerra civil de 1891, el Congreso, opositor al Presidente Balmaceda, ensayó una maniobra político psiquiátrica. En la sesión del 24 de julio en la Cámara de Diputados, el honorable Julio Zegers Samaniego, buscando una fórmula para sacar a Balmaceda del poder, recordó la facultad del Congreso para decidir si el Presidente estaba imposibilitado o no para ejercer como tal y, ante la sorpresa de los asistentes agregó. “¿Quién juzga si la demencia se apodera del Presidente de la República? El Congreso. Hay casos difíciles en el campo de la ciencia; los alienistas mismos pueden hallarse en desacuerdo. Sin embargo es claro que la Constitución ha dado al Congreso la facultad de juzgar sobre la renuncia voluntaria y sobre la dimisión forzosa del Presidente de la República… la Cámara tiene la facultad de declarar vacante la Presidencia en cierto casos; y conviene que vaya meditando acerca del estado moral y fisiológico del Presidente de la República”.

La idea de Zegers tuvo eco en la prensa opositora, que lo zarandeó de la manera más infame, acusándolo de “tener apariencias delicadas y facciones de mujerzuela” y cuestionando derechamente su salud mental. A partir de la proposición del diputado Zegers de declarar loco a Balmaceda surgió la idea de acusar constitucionalmente a todo el ministerio. Ante esta amenaza, Balmaceda acordó que si presentaba la acusación procedería de inmediato a disolver el Congreso. Los ataques y descalificaciones desembocaron en la acusación constitucional que marcaría el quiebre entre Balmaceda y el Congreso y el estallido de la guerra civil de 1891.

Otro caso célebre de enajenación imaginaria fue el levantado por la defensa del general Pinochet tras su apresamiento en Londres y su regreso a Chile para ser juzgado. El diagnóstico aceptado por la Corte Suprema y que significó la libertad para el dictador aducía una “enajenación mental conocida como demencia vascular” y que esa dolencia provocaba un déficit cognoscitivo que imposibilitaba un juicio justo y eficaz. Liberado gracias a esta declaración de insanía, el impúdico general se fue de paseo a Iquique, donde paseó, compró y gozó de un espléndido tour. Antes de regresar a Santiago, el diario “El Nortino” entrevistó a doña Lucía y al responder a si los motivos del viaje respondían a un deseo personal de Pinochet u a otra cosa, la desfachatada señora declaró: “Por supuesto pues linda… ¿Cómo no va a ser una decisión personal, si él es dueño y señor de decidir? ¿Usted no creerá esa estupidez de que está loco o demente?”

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