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Historia de Concepción

Guillermo Cox y Méndez




ArribaAbajoPresentación

Este libro es una joya literaria. Fue escrito por el año 1887 por un muchacho genial de poco más de veinte años. Guillermo Cox y Méndez es presentado a continuación por un intelectual de la talla de don Carlos Walker Martínez, destacado hombre público de fines del siglo pasado.

El joven Cox escribió numerosas obras antes de morir heroicamente a los 26 años. En 1892 se publicaron las más seleccionadas en un libro que se llamó Obras Escogidas de Guillermo Cox y Méndez, el que incluía esta Historia de la ciudad de Concepción, su tierra natal. De ahí la razón de las referencias que hace Walker Martínez a otros trabajos.

Así, esta Historia nunca fue publicada como tal. De ahí el orgullo de nuestra editorial al haber rescatado un trabajo de tanta categoría que no se encuentra en ninguna biblioteca, salvo la Nacional, en la cual tuvimos que realizar un delicado trabajo de microfotografía del único ejemplar existente.

Un siglo después de haber sido escrita la damos a luz, con el deseo de ilustrar más el pasado de esta importante ciudad.

El Editor




ArribaAbajoGuillermo Cox y Méndez

El nombre de Guillermo Cox y Méndez, autor de estas páginas, representa en nuestra historia contemporánea al joven más brillante de los últimos años. Ninguno como él reunía tan admirablemente armonizadas todas las cualidades que constituyen un gran carácter y una personalidad original y propia. Su talento era notable, su educación esmerada, su aplicación al estudio tenaz, su memoria prodigiosa, su energía incontrastable, su palabra fácil y expresiva, su figura hasta no más simpática y hermosa. No le faltaba nada para aparecer en primer término en la política, en el foro, en la sociedad, porque parecía simbolizarse en su persona el tipo de la juventud en su ideal más puro.

He ahí por qué la noticia de su prematura muerte, tan amarga, tan triste, tan solitaria, allá en la corriente de un río lejano del sur, causó una impresión tan profunda y general, que de uno a otro extremo de la República se la juzgó como una desgracia nacional, sin distinción de círculos ni de partidos: que tanto llegó a ser el prestigio que alcanzó Cox y Méndez en los dos escasos meses de vida pública que le permitieron poner en transparencia sus nobles cualidades.

Quien lea estas páginas apenas podrá convencerse de que su autor contaba poco más de veinte años cuando escribió su mayor parte y lo mejor y más notable que aparece en ellas. Murió de veintiséis años, y el último destello de su genio fue el discurso que pronunció en la sesión del 15 de diciembre de 1891 en la Cámara de Diputados. Ganó allí las espuelas de orador, poniéndose de repente en primera línea entre los mejores, porque reveló desde luego, sin violencia y sin esfuerzo, todo lo de que era capaz y lo que había derecho a esperar de él, que era mucho más ciertamente. La Cámara lo comprendió así, y desde el momento en que con tales condiciones de forma y de fondo terció en sus debates, le prodigó sus aplausos como al más feliz de sus recién llegados. Andando el tiempo, habría sido, sin duda, el más distinguido adalid parlamentario de su causa: que lo llevaban a ese puesto de honor y de esfuerzo su corazón ardiente y benévolo, su arte para hablar con corrección y elegancia, su conjunto, en fin, de dotes tribunicias y de hombre de estado, que eran en él tanto más admirables cuanto que aún no tenía la experiencia de las luchas políticas que sólo se adquiere con la asperísima labor de largo tiempo.

Para juzgar concienzudamente al escritor, con este libro en la mano la prueba se hace fácil. Abra el lector la página 284 y medite la profunda doctrina que encierra el Estudio sobre el racionalismo en sus relaciones con la política, que no tiene por qué envidiar a Donoso Cortés o Balmes; registre la página 392 y aprecie los tesoros de ciencia filosófica que revelan aquellas reflexiones sobre la vida que encantaron, -cuando tuvo de ellas conocimiento en Roma- al célebre Padre Liberatore; lea el artículo inconcluso sobre estética literaria, y comprenderá cuánto y con qué seguridad de criterio había penetrado Cox y Méndez en el mundo de las letras, mediante una lectura escogida y abundante y con un razonamiento no indigno de Bello y Menéndez Pelayo; recorra, en fin, la sección destinada a sus Poesías, y distraiga sobre todo su imaginación en la composición titulada Fin, de la página 599, que es de lo más artístico, de lo más delicado, de lo más bello que pueden ofrecer al sentimiento los versos españoles de la antigua y nueva escuela de la Península y de la América, ¡a la altura de Góngora en sus buenos tiempos!

Si en estas breves líneas, que el ilustrado editor de esta obra me ha hecho la honra de pedirme para servirle de prólogo, me propusiera hacer un estudio prolijo y detenido de lo que en ella se contiene, me vería arrastrado muy lejos, y necesitaría llenar muchas páginas con citas para desempeñar medianamente mi cometido: que tanto es lo notable que en ella abunda. Pero como mi intento es más reducido, me he propuesto, para ir de prisa, apuntar apenas y como de paso, aquello que me ha parecido que marca y determina precisamente el carácter del autor y lo deja (permítaseme la frase) fotografiado en su escuela de literato eximio, como su primer discurso en la Cámara dejó establecida su reputación de orador de raza.

No quiero hacer un largo artículo bibliográfico, ni una biografía histórica. Por eso soy lacónico, y no entro en detalles, ni análisis de ideas y de frases. Prefiero la apreciación a grandes rasgos para modelar debidamente el conjunto: que el bosquejo basta a la distinguida figura de Cox y Méndez para hacerla brillar como la luz sobre un fondo oscuro.

El interés del lector hará lo demás, yendo en el curso de estas hojas de sorpresa en sorpresa hasta formarse por sí mismo, con su propio criterio, la idea levantada que, según dejó aclarado antes, me merece a mí el autor de Fin y del Estudio sobre la vida.

Cox y Méndez preparaba algunos otros trabajos de aliento cuando lo sorprendió la muerte. Era una espada de primera fuerza, y a buen seguro que no habría dejado ociosos los días de lucha que se le esperaban. Había empezado la jornada con brío; y no tenía porqué abandonar el campo en la mitad del camino por inercia o pereza, y mucho menos por miedo a sus adversarios.

¿Cuántas veces, conversando en la intimidad conmigo, me reveló sus proyectos! Y en ellos ¿cuántos sueños de esperanzas, de ilusiones y de anhelos sublimes! Porque su vida real era para él una verdadera poesía, y sus amores de ciencia y de Causa enteramente consagrados al servicio de sus ideas. Nada en él había de vulgar, ni de profano; nada de estrecho, ni de personal, ni de pequeño: se derramaba, por decirlo así, tan natural y espontáneamente sobre las esferas del mundo moral, que casi llegaba a parecer un hombre de otros tiempos, tan puro, tan desinteresado, tan lejos de la ambición común de honores y dinero que es la plaga de los tiempos que corren!

Y como si nada debiese faltar a su virtud, en medio de tantas cualidades que lo realzaban, lo distinguía una modestia excesiva. Recuerdo -y aquí perdóneseme la anécdota en lo que tiene de personal-, que cuando sus amigos le insinuaron la idea de ser diputado, fue a verme y me consultó con una sinceridad tan sencilla que me dio derecho a interrumpirle con alguna broma cariñosa, si podría parecer su candidatura como pretensión exagerada o intrusidad petulante... Mi respuesta fue la que cualquier hijo de vecino habría dado sobre la marcha: -«Yo creo, le contesté, que lejos de ser un acto de intrusión o petulancia la candidatura de usted, es un deber suyo, como joven de corazón y de talento, lanzarse resueltamente a ella. ¡Le exigen y le imponen esta conducta sus antecedentes y su conciencia de cristiano y de patriota!». -¡Tan modesto era, que le extrañó mucho mi lenguaje y necesité de una larguísima explicación para dejarlo tranquilo!

Yo, que le conocía tan de cerca, puesto que me había acostumbrado a verlo de niño obtener los premios de su colegio, y de joven a estimar sus trabajos preparatorios para recibir el diploma de abogado en mi propio estudio; yo, que me honraba con la amistad de su respetabilísima familia y sabía bien que por sangre le venía el ser honrado y bueno; yo, que en los últimos y aciagos días de la revolución lo había visto desempeñar con arrojo heroico comisiones peligrosísimas para cortar algunos puentes del Sur, batiéndose con las guerrillas de la Dictadura y dejando algunos compañeros en el campo; yo, que comprendía, en fin, cuánto iba a valer su concurso a nuestro partido, de fe, de convicciones, de honorabilidad intachable, ¡no podía darle otro consejo!

Era naturaleza excepcionalmente formada para las luchas políticas tales como se plantean en la época actual: la impiedad ciega, brutal, salvaje, por un lado, y por el otro la bandera de Cristo tremolada por la virtud y la ciencia. Cox y Méndez, que estaba tallado en acero, tenía forzosamente que ser, como lo era ya, uno de sus más valientes soldados.

Habría llegado al martirio, si hubiese sido necesario.

De allí la abnegación con que vivió; y -¿por qué no decirlo?- la abnegación con que murió, jugando su vida para salvar la de su deudo y amigo.

Y para concluir, y dar la última y más breve forma a mi pensamiento respecto a los méritos del joven amigo y correligionario a quien consagro estas líneas, yo considero a Guillermo Cox y Méndez como el tipo acabado de la clase de hombres que necesitamos para dar las batallas de la verdad; y si me fuera lícito aconsejar a nuestros jóvenes, yo se los indicaría como el modelo que debieran imitar para armonizar en bellísimo conjunto las dos condiciones que exige la seguridad de la victoria, -más o menos luego, pero cierta:- ciencia para buscar las armas en los libros y fuerza en el corazón para no desmayar de los nobles propósitos.

Cox y Méndez así entendió la misión de su vida. Se gloriaba de ser discípulo de Cristo, y el discípulo de Cristo, decía, «es el que obra como tal así en la familia como en la sociedad, así en la vida pública como en la vida privada; el que no se avergüenza de su fe a los ojos del mundo, ni trepida en aplicar a la solución de todos los problemas sociales el supremo criterio de la doctrina católica».

«He aquí el divino mandato, agregaba, a que el cristiano no puede sustraerse jamás; mandato que así ha de imperar en la enseñanza como en el arte, que ha de cumplirse en la política como en las costumbres sociales, y que un economista cristiano se ha atrevido a estampar en la primera página de una de sus obras. ¡Sublime mandato que coloca el reino de Dios por encima de todo interés humano y condena sin réplica la triste ceguedad de esos políticos que pretenden hacer del Estado un vigilante y tutor de la Iglesia, poniendo a Dios por debajo del hombre, o reducir a la Iglesia al derecho común, igualando el derecho de los hombres al derecho divino! Sublime mandato que ha de ser suprema regla de acción para el cristiano, que hace de él un infatigable obrero del bien, un propagandista ardoroso e incansable, y que está condenando con terrible severidad al positivismo utilitario, al ocio muelle y a la obstrucción cobarde, ¡que son la esencia del naturalismo de nuestra edad!».

C. WALTER MARTÍNEZ
Santiago, 12 de junio de 1892.




ArribaAbajoAdvertencia

Cuando supe que, para dar mayor brillo a la Exposición provincial, se invitaba a la juventud de Concepción a concurrir a un certamen literario sobre la historia de nuestra hermosa ciudad, creí que debía dar a la tierra en que nací prueba del entrañable amor que le profeso, contribuyendo en la medida de mis fuerzas a dar esplendor a un acto que había de redundar en honra y provecho suyo.

Al ver, por otra parte, que para preparar un trabajo sobre la historia de Concepción no se concedía a los que quisieran emprenderlo sino un plazo de dos meses, juzgué que el ánimo de la comisión organizadora de la Exposición era tener por historia de Concepción una época o episodio de ella, y pensé escribir una narración del terremoto del 25 de mayo de 1751 y de los acontecimientos que le siguieron hasta que se trasladó la ciudad de Concepción desde el valle de Penco al de la Mocha. Ocupado estaba en acopiar materiales para ese humilde trabajo, cuando me asaltó una idea que me hizo variar enteramente mis propósitos y planes.

¿No será tiempo, me dije, de que un hijo de Concepción piense seriamente en escribir la historia completa de su ciudad natal? ¿No será tiempo de ofrecer a los ojos de la juventud penquista el grandioso cuadro de la vida de esta ciudad heroica, vencedora en una lucha de tres siglos contra el hombre y los elementos? ¿No convendrá recordar a Concepción su pasado para animarla a pelear las batallas del porvenir? ¿No es una vergüenza que la ciudad de Chile que tiene más interesante y honrosa historia no haya tenido quien la escriba? Y finalmente ¿no será la intención de la Comisión premiar al joven de Concepción que de muestras de haber estudiado mejor la historia de su patria?

Yo contesté afirmativamente a todas estas preguntas, y sin reparar en lo escaso del tiempo y de mis fuerzas, prometí solemnemente a Concepción que, si Dios me prestaba vida y ayuda, había de escribir su historia después de haberla estudiado tanto cuanto merece serlo. El 12 de diciembre hice tan atrevida promesa, y claro está que no tengo hoy la presunción de creer que la he cumplido; lo único que en mes y medio he podido hacer es redactar unos breves apuntes sobre los ciento cincuenta primeros años de vida de Concepción, apuntes que tengo el atrevimiento de presentar al certamen tales como han salido al correr de la pluma, y que me servirán de base para futuras investigaciones.

Pensé haber llegado con estos apuntes hasta 1764, fecha de la traslación de la ciudad al valle de la Mocha; pero me faltó la salud y me faltaron la tranquilidad y el sosiego que tan necesarios son para hacer a toda prisa un largo trabajo. He llegado sólo hasta el año 1700 y he terminado con una pintura fiel del estado de la ciudad a comienzos del siglo XVIII.

En el trabajo que presento no hay sino noticias de segunda mano, tomadas de los antiguos cronistas o de los modernos historiadores de Chile; principalmente debo valiosos auxilios a la Historia General de Chile de don Diego Barros Arana, admirable monumento de investigación, cuyos últimos tomos no han salido todavía a luz. Falta por completo en mis apuntes la consulta de documentos inéditos, el trabajo de revolver los archivos de Chile y España para buscar noticias de esas que no tienen cabida en la Historia General de Chile y que pueden ser preciosas en la historia particular de Concepción.

Un solo documento he consultado que no ha sido hasta utilizado en la Historia de Chile; es la relación intitulada: «Felices progresos que las armas de Su Majestad han conseguido en el reino de Chile desde 31 de diciembre del año pasado de 1657 hasta el presente de 1658. Escritos a un vecino de esta Ciudad de los Reyes en este último bajel que llegó de aquel reino en 20 de diciembre de este año de 58, por el Maestre de campo don Martín de Herize y Salinas, Corregidor que fue de la ciudad de la Concepción, y hoy gobernador lugarteniente de capitán general en la provincia de Chiloé. -Lima, 1658». -El mismo Barros Arana, que en su grande obra parece haber agotado todas las fuentes de investigación, no conoce este documento rarísimo, que últimamente ha sido reimpreso en Madrid junto con otras curiosidades bibliográficas.

Lo que he hecho, pues, es una crónica de los sucesos principales de la historia de Concepción, en la cual no he omitido ninguno de los que permiten apreciar la importancia que nuestra ciudad tuvo en la vida de la colonia, su decisiva influencia sobre los destinos de Chile, y el heroico papel que desempeñó en la secular guerra de Arauco. Por eso he referido sucesos que a primera vista no tienen atingencia directa con la historia particular de nuestra ciudad.

La magnitud de la obra y la brevedad del plazo concedido me obligan a presentar sólo los borradores de este trabajo, porque no he tenido tiempo para hacer otra copia. Los señores jurados me disculparán, en gracia de la promesa que ante ellos renuevo, de dedicar algunos años de mi vida a estudiar y escribir la historia de la más desgraciada, la más interesante y más hermosa de las ciudades de Chile.

PENCON
(Guillermo Cox Méndez)
Concepción, 31 de enero de 1887.






ArribaAbajoCapítulo I

Fundación de Concepción. -Sus primeros pobladores. -Primer ataque de los indios. -Concepción hasta la muerte de Pedro de Valdivia


Catorce años después de haber entrado al valle de Copiapó el Adelantado don Diego de Almagro, casi diez años después de haber llegado a Chile el conquistador don Pedro de Valdivia, y transcurridos nueve desde la fundación de Santiago, salía de esta ciudad el insigne conquistador (2 o 3 de enero de 1550) con una columna de poco más de doscientos hombres, llevando por teniente general de las armas a Jerónimo de Alderete, y a Pedro de Villagrán por maestre de campo. Valdivia, algo resentido todavía de la fractura de un pie, producida por una caída del caballo (8 de septiembre de 1549) durante una revista, se hacía conducir en hombros de indios en una especie de litera. La expedición marchó hacia el sur por el valle central, siguiendo el mismo camino que había recorrido Valdivia con sesenta jinetes en 1546, y proyectaba llegar como entonces a las orillas del Bío Bío, en donde deseaba el caudillo español fundar una ciudad.

Los expedicionarios no hallaron resistencia hasta las orillas del Itata: allí pudo ya Valdivia montar a caballo, y dispuso que marchara la tropa en orden de batalla, colocando los bagajes al centro, que se adelantaran partidas de exploradores, y que se mantuviera de noche gran vigilancia en el campamento, para evitar cualquiera sorpresa de parte de los indios, que siempre estaban a la vista del ejército en disposición amenazadora.

Así llegaron los expedicionarios hasta el Laja, atravesaron este río y luego el Bío Bío, que volvieron a repasar poco después de haber sufrido rudos y continuos ataques de los indios y de haber hecho en dirección a la costa una exploración infructuosa en busca de sitio aparente para fundar una ciudad.

Viendo, por fin, Valdivia que el número y bravura de los indios hacían imposible toda exploración por aquel lado, repasó el Laja, y siguiendo sus orillas y las del Bío Bío, marchó hacia el mar en busca de una hermosa y abrigada bahía que había visto en su exploración de 1546. En Santiago había dejado orden de que por mar se le mandaran socorros a este lugar.

Llegados al valle de Andalién, se detuvieron allí dos días, entre el río de este nombre y el Bío Bío, junto a unas pequeñas lagunas. En este mismo sitio, que es el que hoy ocupa la ciudad de Concepción, asaltaron su campo los indios la noche del 22 de febrero, en número de veinte mil, según Valdivia. No estaban los españoles desprevenidos. Valdivia había dispuesto que la mitad de los soldados velara mientras dormía la otra mitad; la guardia bastó para resistir al primer ímpetu de los indios, que atacaban con los alaridos que hasta hoy acostumbran, y las lagunas en que se apoyaba el campamento protegieron la espalda y flancos de la hueste española.

Se peleó allí una reñidísima batalla en que el valor y el número de los araucanos puso a los españoles en desesperado aprieto; como los caballos, con los gritos, la sorpresa y los golpes se espantaran, hubo necesidad de dejarlos y combatir a pie; las armas europeas hicieron grandísimo estrago entre los valientes araucanos, que no tenían armas defensivas, de suerte que la victoria no tardó en declararse en favor de los españoles, que hicieron en los indios gran carnicería.

«Prometo mi fe, decía Valdivia al rey de España, que a treinta años que sirvo a V. M. y he peleado contra muchas naciones, y nunca tal tesón de gente he visto jamás en el pelear como estos indios tuvieron contra nosotros; que en espacio de tres horas no podía entrar con ciento de a caballo el un escuadrón».

Un solo muerto tuvieron los españoles, y éste fue un soldado herido por un tiro de arcabuz disparado por uno de sus compañeros; pero, según Valdivia, «sesenta caballos y otros tantos cristianos» quedaron heridos, y según otros, ninguno de los españoles combatientes escapó sin herida: la ardiente fe de los conquistadores atribuyó el éxito de esta jornada a la milagrosa intervención del apóstol Santiago.

Por fortuna, no volvieron los indios a atacar el campamento, y se pudo curar aquel día los heridos y trasladar, al siguiente, el campamento al valle de Penco, a orillas del mar.

Apenas llegados, y para verse libres de asaltos y sorpresas, emprendieron la construcción de un fuerte; trazaron una ancha y profunda zanja en semicírculo, que rodeaba todo el campamento, cortaron árboles de los bosques vecinos, y en veinte días hicieron con ellos un parapeto «tal y tan bueno que se pude defender de franceses», según decía Valdivia, y guardaron en él sus bagajes, heridos y enfermos, sin disminuir por estos trabajos la vigilancia, antes bien redoblándola, por temor a los indios, cuya bravura y esfuerzo habían conocido en Andalién.

En esta situación, pensó Valdivia en fundar en aquel sitio una ciudad que, quedando de Santiago casi a igual distancia que la Serena, sirviera de cuartel general a la conquista de la vasta región que acababa de recorrer con sus tropas.

Lo abrigado y seguro de la bahía, la fertilidad de los campos contiguos, la abundancia de aguas, la fácil defensa de aquel valle, por estar rodeado de altos cerros cubiertos de bosques impenetrables, la proximidad del Bío Bío, que iba a ser la base de la futura línea de operaciones contra los araucanos, la misma amenidad y suave clima del sitio, todo designaba aquel lugar como el más a propósito para ubicar la ciudad que Valdivia tenía el propósito de fundar en la región del Bío Bío.

En efecto, el 3 de marzo trazó don Pedro la planta de la ciudad, repartió solares a sus compañeros, y empezó a construir casas provisionales para pasar el invierno. La proximidad de esta estación lluviosa debió retardar la fundación solemne de la ciudad hasta la vuelta de la primavera, y entretanto el 12 de marzo se presentaron los indios, repuestos de su derrota, a la vista del nuevo fuerte, en número mucho mayor que los de Andalién, vistosamente armados con corazas y ce... de cuero de carnero o de lobo, con flechas, mazas y garrotes, divididos en cuatro escuadrones muy separados, y avanzaron... de ataque.

Mandó Valdivia que saliera al campo Jerónimo de Alderete con cincuenta de a caballo y embistiese al escuadrón, que se dirigía a la puerta del frente. Lo hizo así este capitán, y cargando sobre los indios con gran ímpetu, los desbarató en un momento y puso en fuga; huyeron también los otros que no habían entrado en acción, y con esto, cayendo los españoles sobre ellos, mataron casi dos mil, y tomaron cerca de cuatrocientos prisioneros, a los cuales mutilaron inhumanamente, cortándoles la nariz y la mano derecha.

Ocho días después fondeaban en el puerto dos embarcaciones que, al mando de Juan Bautista Pastene, habían salido de Valparaíso conduciendo auxilios de gente y vituallas. Venía con ellos el cura de Santiago don Bartolomé Rodrigo González Marmolejo, cuya presencia fue motivo de gran contento para los soldados. Con la llegada de aquellas naves adquirieron mayor confianza y brío los conquistadores y nueva admiración y espanto los indios: al paso que se cercioraban los primeros de que tenían por mar comunicación fácil y expedita con Santiago, por entonces el centro de los recursos, crecía el terror de los indios a aquellos huincas que no sólo manejaban el trueno y el rayo para dirigirlos contra sus enemigos, sino que atravesaban el mar en sus propias casas para venir a atacarlos.

Pasó el nuevo fuerte de Concepción el invierno de 1550 en la mayor tranquilidad; Alderete por tierra y Pastene por mar hicieron largas correrías, de las que volvieron con abundantes provisiones, entre ellas muchos carneros de la tierra, como llamaban los españoles a los guanacos, que fueron de grande alivio para los conquistadores, que no podían estar muy provistos de comidas.

Llegada la primavera, determinó Valdivia celebrar la fundación solemne de la nueva ciudad, que los ataques de los indios y el rigor de la estación habían retardado hasta entonces. Se eligió para hacerla el domingo 5 de octubre de 1550.

Dio Valdivia a la ciudad el nombre de la Concepción de María; delineó la plaza, que más tarde se trasladó a otro punto, e hizo plantar en ella una cruz; asignó local a la iglesia principal, y le dio por nombre y patrono titular a San Pedro; señaló sitio para el ayuntamiento y cárceles; separó seis cuadras para ermita, huerta y viña de la Virgen de Guadalupe, de que tomó posesión Lope de Landa; seis cuadras para iglesia y convento de la Merced, de que tomo posesión fray Miguel de Segura, como vicario de esta orden; cuatro cuadras para iglesia y huerta de San Antonio, a petición de un devoto del Santo, llamado Gerardo Gil, y un sitio y chacra para hospital.

Nombró Valdivia corregidor de la ciudad al capitán Diego de Oro; cura y vicario a Gonzalo López; alcaldes a Per Esteban y al licenciado Pedro Antonio Beltrán y Diego Díaz; regidores cadañeros a don Cristóbal de la Cueva, Francisco de Rivera Ontiveros y Agustín de las Casas; alguacil mayor con voto y asiento a Jerónimo de Vera, mayordomo y procurador a Gaspar de Vergara, y escribano a Domingo Lozano.

Después de haber aceptado y jurado su cargo los nombrados, se levantó acta de lo obrado, que el mismo Valdivia entregó al escribano, y se procedió a hacer reparto de solares, chacras y encomiendas a los que habían de acimentarse en la ciudad con formal vecindad, que fueron Diego Díaz, Alonso y Gonzalo Sánchez, Diego de Méndez, Per Esteban, Domingo Lozano, Gaspar de Vergara, Francisco de Rivera, Hernán Páez, el licenciado de las Peñas, Diego de Oro, Lope de Landa, Juan de Medina, Vicente Camacho, Juan de Negrete, Mateo Beltrán, Gerardo Gil, Jerónimo de Vera, Jerónimo de Alderete, Alonso Galeano, Juan Valiente y Alonso de Vera.

El gobernador Valdivia se reservó un sitio en la ciudad y todo el campo comprendido entre el mar, el Bío Bío, el Andalién y el camino que iba de un río a otro, con todos los indios que en estos campos vivían. A Gonzalo López, cura de la ciudad, asignó chacra o cortijo; a Lope de Landa las tierras que están a espaldas de la ermita y que todavía llevan el nombre de su primer poseedor, otras chacras a varias personas, como Felipe Herrera, Maestro Tomás, doña Catalina Gonzalo Pérez, etc., y repartió encomiendas de indios a cuarenta vecinos.

Constituido el Cabildo, nombró por su tesorero y contador a Jerónimo de Alderete, y se mostró siempre tan celoso de su autoridad y derechos, que habiéndose presentado algún tiempo después al Cabildo un Vicencio del Monte con un despacho del Presidente y Gobernador del Perú don Pedro de la Gasca, en que le nombraba regidor perpetuo, veedor y factor del ayuntamiento de Concepción, contradijeron los cabildantes este oficio de la Gasca y exigieron al que lo traía que exhibiera el despacho de Carlos V en que concedía al presidente y gobernador del Perú facultad para hacer el nombramiento en cuestión, y sin aquel, se negaron a reconocer la validez de éste1.

Tal fue la fundación de Concepción, la primera de las ciudades australes de Chile; la única de ellas que pudo mantener a raya a los araucanos, la que con mayor constancia y energía soportó todo género de calamidades, y la que, gracias al indomable tesón de sus habitantes, ha llegado a mayor grado de prosperidad y grandeza, venciendo mayores obstáculos que ninguna.

El admirable tino con que los conquistadores españoles elegían el sitio más conveniente para edificar ciudades, dio brillante muestra de si en la fundación de Concepción, que a pesar de la total transformación del país, ha sido y seguirá siendo centro obligado del comercio de una inmensa y rica región.

Casi un año después de la fundación de Concepción2, se publicó en ella, por público pregón, una ordenanza dictada por don Pedro de Valdivia, compuesta de cuarenta y dos capítulos, de los cuales el más importante, sin duda, para nuestra ciudad fue el que dio a su hermana primogénita, la de Santiago, «la primera voz y voto en Cortes» por ser la primera ciudad fundada en el país, constituyéndola así en futura capital del reino. A no ser por esta declaración hecha en favor de Santiago por el primer gobernador de Chile, bien hubiera podido Concepción reclamar para sí los honores de capital, cuando constituyeron en ella los gobernadores su habitual residencia, cuando llegó a ser cabeza de una inmensa diócesis, asiento de la real audiencia, hogar de las más distinguidas familias que en Chile se avecindaron, y cuartel general de la guerra de Arauco, que absorbía toda la vitalidad de este pequeño reino.

Su magnífico puerto y la facilidad de comunicarse por mar con el Callao y Lima, que fueron por largos siglos el almacén, arsenal y metrópoli de Chile, daban todavía a Concepción una ventaja: pero le llevaba Santiago la de estar situada en tierras más fértiles y pacíficas, la de estar en el verdadero centro del país y la de no estar expuesta ni a las invasiones de los indios, ni a los otros azares de la guerra. Así debió de comprenderlo Valdivia, y de esta suerte la guerra que tantos males y tantas glorias atrajo sobre Concepción, fue causa de que desempeñara siempre un papel secundario en los negocios civiles, aunque fuera la primera en los asuntos militares.

Año y medio después de la fundación de Concepción, el emperador Carlos V, a petición de Alonso de Aguilera que, enviado a España por Pedro de Valdivia para dar cuenta al soberano de sus conquistas y pedirle por ellas mercedes, había salido de Concepción diez días después de su fundación, expedía la real cédula siguiente:

«Don Carlos, por la divina clemencia Emperador de los Romanos, Augusto Rey de Alemania; Doña Juana, su madre, y el mismo Carlos, por la gracia de Dios reyes de Castilla, de León, etc. Por cuanto Alonso de Aguilera, en nombre y como procurador general de la ciudad de la Concibición de las provincias de Chile, nos ha hecho relación que los vecinos y moradores de la dicha Ciudad nos han servido mucho en la conquista y pacificación de aquella tierra, donde pasaron muchos peligros y trabajos en ella y en poblar la dicha ciudad y sustentarla, y que los pobladores de ella son gente honrada y leales vasallos nuestros, y nos suplicó en el dicho nombre que acatando a lo susodicho mandásemos señalar armas a la dicha ciudad, según y como las tenían las otras ciudades y villas de las nuestras Indias y como la nuestra merced fuese. Y nos, acatando lo susodicho, lo tuvimos por bien, y por la presente hacemos merced y queremos y mandamos que ahora y de aquí adelante la dicha Ciudad de la Concibición haya y tenga por armas conocidas un escudo, que haya en él un Águila negra en campo de oro y por arriba un sol de oro en cima la cabeza de la dicha Águila, y a los pies una luna de plata, y a los lados cuatro estrellas de oro y dos ramas de azucenas de flores en campo azul, según que está señalado y figurado en un escudo o tal como este, las cuales dichas armas damos a la dicha ciudad por sus armas y divisa señaladas, para que las pueda traer y poner, y haga y ponga en sus pendones, sellos y escudos, banderas y estandartes, y en las otras partes y lugares que quisieren y por bien tuvieren, según y como y de la forma y manera que las ponen y traen las otras ciudades de nuestros reinos, a quien tenemos dadas armas y divisas. Y por esta nuestra carta mandamos al Serenísimo Príncipe don Felipe, nuestro muy caro y muy amado hijo y nieto, y mandamos a los infantes muy caros hijos y hermanos y a los Prelados, Duques, Marqueses, Condes, Ricos hombres, Maestres de las Órdenes, Priores, Comendadores, Alcaldes de los Castillos, y casas fuertes y llanas y a los de nuestro consejo, Presidentes, Oidores de las nuestras Audiencias, Alcaldes, Alguaciles, Marinos, Prebostes, Veinte y cuatro, Regidores, Jurados, Caballeros, Escuderos, y cualesquiera hombres buenos de todas las ciudades, villas y lugares de los dichos nuestros Reinos, y señores, y de las dichas nuestras Indias, Islas y tierra firme del mar océano, así a los que ahora son como a los que serán de aquí adelante y a cada uno y a cualquiera de ellos, en sus lugares y Jurisdicciones, que sobre ello fueren requeridos, que guarden y cumplan y hagan guardar y cumplir la dicha merced que así hacemos a la dicha ciudad de las dichas armas que las hayan y tengan por sus armas conocidas, y señaladas, y como tales poner y traer, y que en ello ni en parte de ello embargo ni contrario alguno no pongan ni consientan poner en tiempo alguno ni por alguna manera, so pena de la nuestra merced, y en mil maravedises para nuestra cámara, a cada uno que lo contrario hiciere.

Dada en nuestra Villa de Madrid a cinco días del mes de abril, año del nacimiento de nuestro Salvador Jesucristo de mil quinientos y cincuenta y dos años.

-Yo, El Rey.-

Yo, Juan de Sámano, Secretario de su Cesarea y Católicas Majestades; la hice escribir por mandado de su Alteza».

La paz y la tranquilidad que favorecieron la fundación de Concepción no fueron, como la calma que precede a las tempestades, sino el anuncio de futuras agitaciones y desgracias. Valdivia había venido al sur para someter a los araucanos a la dominación española y convertirlos a la fe de Cristo; y así, ansioso de realizar cuanto antes sus proyectos, se dispuso a salir a campaña con sus escasas tropas; pero antes de hacerlo mandó construir para resguardo de la ciudad recién fundada un fuerte de adobones de vara y media de espesor y de dos estados de alto, cuya construcción duró cuatro meses y quedó terminada a mediados de febrero de 1551. Dejó en él una guarnición de cincuenta hombres, veinte de ellos de caballería, y con ciento sesenta atravesó el Bío Bío por el vado de Chepe, y marchando hacia el sur cuarenta leguas, fundó la Imperial en la confluencia del Cautín y del Damas, dejó en ella al maestre de campo Pedro de Villagrán con cuarenta soldados, y volvió a Concepción el 4 de abril a invernar en la ciudad.

Recibió en este tiempo por mar refuerzos del Perú, y tuvo noticias de que su teniente Francisco de Villagrán traía refuerzos por tierra; sin esperarlo, salió a campaña el 5 de octubre, pasando por la Imperial, llegó hasta fundar a Valdivia, y volvió a Concepción a principios de mayo para pasar el invierno en las nuevas casas que había hecho construir, persuadido de que los territorios que en sus expediciones había recorrido, quedaban definitivamente conquistados.

Transcurrido el invierno, pasó Valdivia a Santiago, despachó desde allí para España a Jerónimo de Alderete con cartas y setenta mil pesos en oro, vendió algunas de sus propiedades en Santiago, y a fines de diciembre dio la vuelta a Concepción. Apenas llegado a esta ciudad, despachó dos expediciones exploradoras, una por tierra al mando de Francisco de Villagrán, y la otra por mar al mando de Francisco de Ulloa, para que reconocieran el continente y sus costas hacia el Sur, y se dispuso a penetrar él mismo al corazón de la Araucanía.

No nos toca referir con puntualidad y esmero las campañas de animoso Valdivia, que ya han relatado los autores de la Historia General de Chile; cúmplenos tan sólo decir que en diciembre de 1553 estalló el primer alzamiento de los araucanos, encabezado por Caupolicán, que atacaron y destruyeron el fuerte de Tucapel después de abandonado por la guarnición amedrentada y que las noticias de esta sublevación encontraron a don Pedro de Valdivia en Concepción.

El 20 de diciembre supo el gobernador la noticia, y ese mismo día dos horas antes de la noche, cenó deprisa, pidió su bendición al comisario general de los franciscanos, fray Martín de Robleda3, que acababa de llegar de España y que había venido a despedirlo, y salió de la ciudad con quince soldados de caballería. Pasando por las minas de oro de Quilacoya, se dirigió a Arauco, y de este fuerte salió el 30 de diciembre de 1553 en dirección a Tucapel. Por estar ya prolijamente relatada la desastrosa batalla que a inmediaciones de este fuerte se dio el 1.º de enero de 1554 y por no pertenecer ni ella ni la muerte de Pedro de Valdivia, que se le siguió4, a la historia exclusiva de Concepción, omito su descripción aquí, y vuelvo con el lector a esta ciudad, en donde las noticias del desastre de Tucapel van a causar una consternación que por desgracia ha de repetirse no pocas veces en el curso de su historia.




ArribaAbajoCapítulo II

Llega a Concepción la noticia de la muerte de Valdivia. -Consternación del vecindario. -El Cabildo elige gobernador a Francisco de Villagrán. -Es derrotado en Marigüeñu y despuebla a Concepción. -Lautaro saquea y arrasa la ciudad después de abandonada. -Concepción hasta la venida de don García Hurtado de Mendoza


Un yanacona, o indio de servicio, de los que acompañaban a Valdivia, llamado Andrés y de los pocos que escaparon en Tucapel, llevó la noticia de la derrota y captura del gobernador al fuerte de Arauco, del que había salido éste dos días antes de la batalla, y que estaba guarnecido por sólo trece soldados mandados por el capitán Diego de Maldonado.

Determinó éste evacuar a Arauco y marchar al punto a Concepción con sus soldados y los yanaconas escapados de Tucapel, y con ellos llegó a Concepción la noticia del horrible desastre.

La sorpresa y el espanto que produjo esta inesperada nueva son indescriptibles; en la ciudad se creía que el levantamiento de los indios sería fácilmente sofocado por Valdivia; tal confianza tenían en las dotes militares de este caudillo y en la superioridad de los españoles sobre sus enemigos. Además, las nacientes fundaciones de la Imperial, Villarrica, Valdivia, Arauco, Tucapel, Purén y los Confines, parecían prenda segura de la sumisión de los indios, y Concepción se creía escudada por ellas.

Con la derrota de Tucapel y la muerte de su prestigioso fundador, Concepción tenía que temerlo todo; el pequeño ejército de Valdivia no existía, sólo quedaban insignificantes fuerzas diseminadas en las plazas y fuertes de la frontera, que de seguro no podrían resistir al empuje de los indios, enorgullecidos por su victoria.

Pero no sólo estas consideraciones eran para Concepción motivo de dolor y espanto: con Valdivia habían perecido en Tucapel su corregidor Diego de Oro y muchos de sus más notables vecinos, de los cuales nombra el cronista Córdoba y Figueroa a Agustín Gudiel, Juan de Bobadilla, Andrés Villarroel, Juan de Mesa, Juan Peña «y otros dignos de que sus nombres no hubiesen quedado sepultados en el olvido». La confusión y llanto fueron sin igual, dice el mismo cronista; todos los españoles que custodiaban los lavaderos de oro de Quilacoya se replegaron como fugitivos a Concepción, mientras los indios que trabajaban las minas y que alguien hace subir el número de veinte mil, se desbandaban e iban a engrosar las filas del toqui Caupolicán, que había sido elegido para encabezar el levantamiento.

Se reunió apresuradamente el cabildo para tomar alguna providencia en medio de la universal confusión y alarma, y fue la primera abrir una copia del testamento de Valdivia otorgado en Santiago a fines de 1549, copia que el gobernador había entregado al cabildo para que se abriera en el caso de su muerte. En una reunión anterior había acordado el cabildo dar el mando de la ciudad y tropa a Gaspar de Vergara, mientras llegaba el teniente general del reino Francisco de Villagrán, de quien se sabía que había salido de Valdivia en dirección a Concepción trayendo treinta hombres y algunos más que iba recogiendo en las ciudades que encontró en su camino.

Llegó Villagrán a Concepción en los últimos días de enero, y allí supo que el día 6 del mismo mes había abierto el cabildo el testamento de Valdivia, y habiendo encontrado en él que nombraba el gobernador para que le sucediera en este cargo en primer lugar a Jerónimo de Alderete, que estaba en España; en segundo, a Francisco de Aguirre, ocupado entonces en la conquista del Tucumán; y en tercero, al mismo Villagrán, había proclamado a este por bando gobernador de Chile, haciendo en la publicación del acuerdo brillante elogio de sus méritos y persona, y expresando en él que era caballero hijodaldo notorio, y que viviendo Valdivia, siempre había sido la segunda persona de éste por sus grandes talentos y experiencia militar.

Se excusó Villagrán por delicadeza, diciendo que había dos personas llamadas por Valdivia a ejercer el cargo antes que él; pero le representó el cabildo la ausencia de esas personas, la imposibilidad de comunicarse con ellas y la urgencia de que tomara un experto general la dirección de la defensa; le expuso que la utilidad pública era en aquel caso la suprema ley, y con reiterado empeño pidieron y requirieron a Villagrán que aceptara el cargo, por convenir así al servicio de Dios y del rey, de todo lo cual se dejó constancia en las actas del cabildo. Cediendo a estas instancias, aceptó el cargo Francisco de Villagrán, que a su paso por la Imperial había sido aclamado gobernador por el cabildo de esta ciudad, nombró corregidor de Concepción y lugar teniente suyo a Gaspar de Villagrán, despachó para Santiago a los capitanes Diego de Maldonado y Juan Gómez de Almagro para que dieran al cabildo cuenta de los últimos sucesos y le exigieran que reconociera a Villagrán como gobernador; con semejante objeto envió al Perú a Gaspar de Orense, y comenzó a preparar las tropas para salir a campaña contra los indios.

Llegaron por aquellos días a Concepción los dos buques que a las ordenes del capitán Francisco Ulloa había enviado Valdivia a explorar las costas del sur, y temiendo Villagrán que Concepción pudiera encontrarse sin víveres por haber abandonado los vecinos sus sembrados al saberse la noticia del alzamiento de indios, mandó estos buques a Valdivia en busca de provisiones, y el 20 de febrero salió de Concepción con ciento ochenta hombres bien armados y equipados y seis cañones que poco antes de la muerte de Valdivia habían llegado del Perú, llevando por maestre de campo a Alonso de Reinoso, y dejando en Concepción a su tío Gaspar de Villagrán con cincuenta hombres.

Aquella expedición iba a decidir de la suerte de Concepción; bien comprendían sus vecinos que roto el escuadrón del gobernador sería impotente para resistir a la furia de los indios la débil guarnición que quedaba en la ciudad. La ansiedad y el temor que reinaban en aquellos días sólo podían ser mitigados por la confianza que el valor y talentos militares del nuevo gobernador inspiraban a los vecinos de Concepción.

Entretanto, el cabildo de Santiago, al recibir la noticia de la muerte de Valdivia, y sin respetar el testamento de éste, que había jurado el cabildo cumplir, elegía gobernador a Rodrigo de Quiroga y ocultaba el testamento de Valdivia, ignorante de que el cabildo de Concepción lo conocía y le había dado ya estricto cumplimiento. Resultó de aquí un conflicto entre los dos cabildos y los dos gobernadores nombrados, que por fortuna no tuvo consecuencia en aquellas críticas circunstancias, por haberse opuesto el cabildo de Santiago a que viniese Quiroga a Concepción con pretensiones de tomar el mando del ejército. La lealtad y recto proceder del cabildo de Concepción le aseguraron el triunfo en esta singular contienda, y a pesar de las tentativas del cabildo de Santiago, para dividir el país en dos gobiernos, la firme actitud de Villagrán y del cabildo de Concepción impidieron que se llevara a cabo tan errónea medida: el 15 de febrero de 1556 la Real Audiencia de Lima vino a dar la razón al cabildo de Concepción, nombrando a don Francisco de Villagrán corregidor y justicia mayor de Chile, aunque sin darle el título de gobernador por no tener para ello la audiencia reales facultades.

Pero con la elección de don Francisco de Villagrán iba a comenzar para Concepción una larga serie de desventuras: tres días después de haber partido de Concepción, el pequeño tercio del gobernador era destrozado en la cuesta de Marigüeñu por seis mil araucanos mandados por el astuto y valiente Lautaro, después de medio día de sangriento y encarnizado combate en que Villagrán y los suyos hicieron prodigios de heroísmo; y en la misma noche que siguió al día del combate comenzaron a llegar a Concepción los noventa y seis fugitivos que con el gobernador habían escapado del desastre de Marigüeñu.

Noche de desesperación y de dolor fue aquella para los habitantes de Concepción; la aflicción de los que temían haber perdido un padre, un esposo, un hijo o un amigo en la funesta batalla, el ver llegar a los fugitivos heridos y estropeados, o el temor de que se ahogasen en el paso del Bío Bío los que todavía no llegaban, todo esto unido al terror que causaba la seguridad de que de un momento a otro iban a presentarse a la vista de la ciudad los indios envalentonados, hizo de la ciudad un tristísimo espectáculo de desolación y de lágrimas. Entró al día siguiente el resto de los fugitivos que venían a pedir asilo a los que se encontraban tan temerosos y amenazados como ellos; entró con ellos el gobernador que, a pesar de su valerosa energía, se sentía anonadado por la derrota y dictaba con desaliento medidas de defensa; se contaron los que faltaban del ejército que cuatro días antes había salido de Concepción y empezó la ciudad a llorarlos muertos, porque ya era sabido que para un español vencido no había piedad de parte de un araucano.

En medio del universal desaliento y aflicción, circuló la noticia de que los araucanos victoriosos pasaban el Bío Bío, y entonces el terror y la desesperación no tuvieron límites. Nadie pensó en averiguar la verdad, y los caminos que conducían a Santiago comenzaron a llenarse de fugitivos que abandonaban sus casas y sus campos, presa del más profundo terror. En vano Gaspar de Villagrán intentó detener a los que abandonaban la ciudad, amenazando a nombre del gobernador con pena de horca a los que salieran de ella y colocando atalayas sobre los cerros para estorbar la huida a todos. Toda medida fue inútil, aunque el ayuntamiento y algunos valerosos vecinos trataron de animar a todos, exhortándolos a morir, si era preciso, en defensa de sus hogares, antes que entregarlos indefensos a la furia de sus crueles enemigos.

En esta circunstancia pensó don Francisco de Villagrán en que era preciso abandonar la hermosa ciudad, fundada y conservada a costa de tantos sacrificios; y ya fuera por imposibilidad para defenderla, como creyeron los más tímidos, o por deseos de ir luego a Santiago para que esta ciudad le reconociera por gobernador, como murmuraron los más valientes, convocó Villagrán al cabildo, y a pesar de la oposición y representaciones que le hicieron los alcaldes Juan Cabrera y Diego Díaz junto con los regidores del ayuntamiento y mucha parte de los vecinos, dispuso el gobernador que se despoblara y abandonara Concepción, y que se dirigieran sus habitantes y la tropa que los defendía a la ciudad de Santiago.

No se conformó el vecindario con tal resolución, y aun entre las mujeres causó disgusto tal, que hablaban ellas de quedarse en la ciudad para defender sus casas y haciendas hasta la muerte; y aún hubo una señora extremeña llamada doña Mencía de los Nidos que, cogiendo un montante, se puso en medio de la plaza a arengar a los vecinos, y al mismo Villagrán llegó a decir que la idea de abandonar la ciudad sólo podía haber nacido en el pecho de «algún hombrecillo sin ánimo». Le respondió el gobernador que si ella hubiera pronunciado aquel discurso en la antigua Roma, sin duda los romanos le hubieran levantado un templo; pero que en Concepción estaba todo aquello muy fuera de su lugar. Se rieron con esto sin duda los oyentes, y el discurso de la valerosa doña Mencía no produjo efecto alguno,


pues apenas entró por un oído
cuando ya por el otro era salido.



si hemos de creer al cantor de La Araucana5.

Se decidió pues el abandono de la ciudad, y en dos barcos que había en el puerto se embarcaron a toda prisa las mujeres, los niños, los ancianos y una parte del menaje que pudo transportarse; los hombres en estado de cargar armas y algunas mujeres que no cupieron en los buques partieron con el gobernador por tierra en dirección a Santiago, llevando los objetos que pudieron, que por cierto no serían muchos. Refiere Góngora Marmolejo «que quedó en las casas la ropa perdida a quien quisiere tomarla, y en la casa de Valdivia la tapicería colgada y las camas de campo armadas, con grande cantidad de ropa y muchas mercaderías y herramientas, todo perdido, que ponía gran tristeza en general en todos ver la destrucción que por aquella ciudad vino».

Debió acaecer este lastimoso suceso a fines de febrero de 1554, aunque los cronistas no están acordes en fijar el día, y dos o tres después de la batalla de Marigüeño, es decir el 25 o 26 del mes que dejamos dicho. Renunciamos a describir el dolor y las lágrimas de los que desde el puente de los buques, que debieron de ser los de Ulloa, dijeron tristísimo adiós a sus hogares y fortuna; y el temor y desaliento de los que veían alejarse por el mar a tantos seres queridos, mientras ellos se disponían a recorrer cien leguas para ir a pedir asilo a los habitantes de Santiago. Por fortuna, aparte del sobresalto y la fatiga del largo y peligroso viaje, llegaron los que iban por mar a Valparaíso y los que por tierra a Santiago, empleando éstos más de doce días en el camino. Cuenta Córdoba y Figueroa que el cabildo y algunos vecinos de Concepción se fueron a la Imperial después de despoblada la ciudad; pero no parece creíble que se aventurara nadie a recorrer la distancia que separa a estas dos ciudades estando los indios en armas y victoriosos.

Pocos días después del abandono de la ciudad cayeron sobre ella los vencedores de Marigüeñu, asombrados de no encontrar resistencia, y después de haber saqueado o despedazado cuanto encontraron a la mano, completaron su obra de destrucción incendiando la ciudad entera. Un vecino de ella que se encontraba en su repartimiento, ignorante de los últimos sucesos, volvió a la ciudad el día en que entraron los araucanos a ella, y desde un cerro vecino vio con ojos espantados como los indios entraban a las casas y después de robarlas las entregaban a las llamas. Ante semejante espectáculo el infeliz vecino de Concepción volvió la espalda a la ciudad y tomó el camino de Santiago, en donde supo sin duda la explicación de lo que sus ojos habían visto.

Así pereció Concepción por primera vez, cuatro años después de fundada. ¿Puede culparse a Francisco de Villagrán de haberla abandonado por cobardía? No me atrevería a decirlo; estamos demasiado lejos de aquellos acontecimientos para poder apreciar la impresión que ellos pudieron producir en el ánimo de un valiente capitán, y para juzgar de lo que las circunstancias aconsejaran. Siempre me parecen poderosas las razones que los vecinos de Concepción expusieron a Villagrán contra el abandono de su ciudad: los indios, le decían, cobraran mayores bríos al ver que abandonamos la mejor de nuestras plazas; es una vergüenza que así huyamos de ellos abandonándoles rico botín; y si es posible mantener la Imperial y Valdivia que están más distantes del centro de los recursos, fácil y necesario es resistir en Concepción hasta que por mar vengan socorros.

Pero ¿estaba Concepción en estado de resistir a terribles asaltos de enemigos triunfantes? ¿Tenía recursos para defenderse durante un largo sitio? Esto era lo que sólo podía apreciar Villagrán, que conocía los medios de resistencia con que contaba, el estado de sus propios soldados, y el número y empuje de los contrarios que iban a embestir la plaza de un momento a otro. Tal vez Villagrán ahorró, abandonando a Concepción, el sacrificio inútil de todos sus defensores y habitantes, que hubiera sido para Chile calamidad irreparable.

No nos toca referir los sucesos que se desarrollaron en Santiago después de la llegada de Villagrán; no entran en nuestro propósito ni sus conflictos con el cabildo, ni la llegada de Francisco de Aguirre, ni los choques de éste con Villagrán, ni los demás sucesos que en Santiago se desarrollaron hasta que salió Villagrán con ciento ochenta hombres en dirección a la Imperial a fines de octubre de 1554; ésta expedición no se acercó al valle de Penco, y en el otoño del año 1555 volvió Villagrán a Santiago, en donde los vecinos de Concepción esperaban que la Real Audiencia de Lima, a cuya decisión se habían sometido los asuntos de Chile, condenara a muerte perpetua o decretara la resurrección de nuestra arruinada ciudad.

Bien pronto llegaron órdenes de la audiencia para que se suspendieran las hostilidades contra los indios y se repoblase la ciudad de Concepción. Con indescriptible júbilo recibieron esta orden los vecinos de esta ciudad que estaban en Santiago, ansiosos de volver al goce de sus propiedades y encomiendas y de levantar un nuevo hogar en el sitio humeante todavía de la ciudad de Concepción. El invierno de 1555 retardó la realización de estos deseos; pero apenas despuntaron los días templados de la primavera, se comenzaron los aprestos. Dispuso el cabildo de Santiago que todos los habitantes del sur que habían de volver a sus ciudades marcharan unidos «porque no yendo así, se gasta toda la comida que hay, y después no habrá comida hasta que se coja la nueva»; dispuso igualmente que marcharan en dos cuerpos que debían salir de Santiago uno un poco después que el otro y encontrarse al otro lado del Maule, término del distrito de Santiago, ocho días después de su salida; se prohibió a los expedicionarios maltratar a los indios y llevar esclavos y ganados de Santiago.

No pudieron cumplirse exactamente estas disposiciones, por haberse dilatado demasiado los aprestos, de suerte que sólo el 1.º de noviembre salió de Santiago una columna de sesenta y ocho personas entre vecinos y soldados. El real tesoro de Santiago les había dado, por orden de la audiencia de Lima, diez mil pesos, con los cuales se compraron armas, municiones y víveres, y se fletó el navío San Cristóbal para que transportase a Concepción las mujeres, niños, ancianos, y los artículos que pudieran servir de estorbo en la marcha. Al partir, se eligieron alcaldes y regidores que hicieran cabeza de la expedición y tomaran posesión del distrito de Concepción, por haber dispuesto la audiencia de Lima que el cabildo de cada distrito se gobernara con entera independencia, de suerte que Villagrán quedó sin mando alguno. Fueron elegidos alcaldes para el gobierno civil, así como para la conducta militar de la columna, los capitanes Juan de Alvarado y Francisco de Castañeda; regidores del cabildo, Ortuño Jiménez, Lope de Landa, Pedro Gómez y Pedro Bonal; nombraron alférez mayor para que llevase el real estandarte a Luis de Toledo, uno de los compañeros de Valdivia. El 13 de noviembre pasó la columna el Maule y entró en el distrito de Concepción, tomó el cabildo recién nombrado posesión solemne de los términos y jurisdicción de la ciudad, como los estableció Pedro de Valdivia, y nombraron por alguacil del campo a Pedro Fernández.

Mariño de Lobera refiere que don Francisco de Villagrán vino acompañándolos hasta la confluencia del Ñuble con el Itata, pero no dice si el ex-gobernador se quedó en esos campos o se volvió a Santiago. Llegaba la columna a tres leguas de Concepción, enviaron los alcaldes al escribano Domingo Lozano con treinta y dos hombres, para que reconociese la ciudad y viese si había todavía enemigos en ella; volvió Lozano anunciando que todo estaba desierto, y con esto entró la columna en la ciudad despoblada, el 24 de noviembre, sin más pérdida que la de un soldado que el alcalde Castañeda hizo ahorcar por haber herido a un compañero en una riña.

«Luego que llegaron al asiento de la desventurada ciudad, escribe Mariño de Lobera, hubo general llanto en ver el grave estrago que en ella se había hecho, y en especial mostraban gran sentimiento los vecinos de ella que veían sus casas hechas mostazales y llenas de otras yerbas que habían nacido en aquel año». Y en verdad que debió de ser triste espectáculo para los antiguos moradores de Concepción el que ofrecía la asolada ciudad; pero reponiéndose pronto de su tristeza y desaliento, comenzaron, con la ayuda de algunos indios pacíficos, a construir alojamientos que pronto estuvieron terminados y una razonable iglesia en la que decía misa un sacerdote a quien unos cronistas llaman Martín de Abreu, y otros Nuño de Abrego, y que, al decir de Mariño de Lobera, era tan buen sacerdote como soldado.

Levantó el cabildo acta de la reedificación, y de ella constaba que se encontraron treinta y uno de los antiguos vecinos de la ciudad y además el sacerdote Abreu o Abrego ya nombrado, otro llamado el licenciado Ortiz y uno a quien llaman las crónicas el P. Ministro, y que es posible fuera el padre Fray Martín de Robleda, comisario de los franciscanos, a quien ya conocimos despidiendo a Valdivia en los momentos en que éste salía de Concepción para no volver. Se repartieron entre los que quisieron avecindarse en la ciudad ochenta y cinco solares, huertos y viñas, y fue el primero que se presentó a solicitar repartimiento Francisco Gudiel, en nombre de doña Mariana Ortiz de Gaete, viuda de Pedro de Valdivia, que en 1554 había venido a América a juntarse con su esposo, cuya muerte supo en Nombre de Dios al desembarcarse para seguir viaje a Panamá, y que debía hallarse en Chile en la época cuya historia escribimos.

Comenzaban ya los vecinos de Concepción a soñar con felices días de paz y prosperidad, cuando empezaron a notar que los indios que les ayudaban en los edificios acudían al trabajo de mala gana, y que incitaban ocultamente a los de ultra Bío Bío para que de nuevo se echaran sobre la ciudad, que empezaba a renacer de sus propias ruinas. Acudieron los araucanos al llamamiento, y dirigidos por Lautaro, pasaron cuatro mil de ellos el Bío Bío con ánimo de atacar a Concepción, sintiéndose ya libres del hambre y de la plaga de viruelas que por primera vez había desolado su territorio en el verano anterior.

Había salido el alcalde Alvarado con quince hombres a visitar los repartimientos, y en todas partes encontró a los indios sumisos y obsequiosos; se animó con esto y siguió hasta Puchacay, en donde le acometieron algunos indios, que pusieron en grave a prieto a un soldado. Dio con esto Alvarado la vuelta a Concepción, en donde se ocupaban sus compañeros en construir un fuerte en el lugar que ocupó más tarde el almacén real y convento de Santo Domingo6, y a él se recogían de noche por miedo a los indios. Llegó el capitán Alvarado, que era montañés de nación, el 11 de diciembre, y el siguiente día aparecieron los araucanos sobre una loma vecina, formados en apretados escuadrones, haciendo sonar clarines y tambores quitados a los españoles, llevando postes que clavaban en tierra para hacer parapetos contra la caballería, y gran cantidad de pequeños garrotes que arrojaban a la cabeza de los caballos, con lo que conseguían encabritarlos o hacerlos huir. Se colocaron apoyando la espalda en una quebrada, para guarecerse en ella en caso de derrota. Salió el capitán Alvarado del fuerte con soldados de caballería e infantería y acometió con ímpetu a los indios; armaron éstos sus palizadas y esperaron tras de ellas hasta que estuvieron cerca los españoles. Arrojaron entonces sobre los caballos los garrotes que traían aparejados, y aprovechándose de la confusión y desorden que esta estratagema produjo en sus filas, hicieron salir dos mangas de lanceros que, acometiendo a los españoles, derribaron y mataron a cuatro, entre ellos a Pedro Gómez de las Montañas, buen soldado, e hirieron gravemente a Francisco Peña. Flaquearon los españoles, aunque su arcabucería hacía grande estrago en los indios, y abandonando éstos sus trincheras, les acometieron con tal furia que les obligaron a recogerse al fuerte. Estaba éste todavía inconcluso y no pasaba de ser un retranchamiento (nota al pie no se alcanza a leer) de adobes y madera que no podía resistir por mucho tiempo al empuje de los bárbaros embravecidos; se trabó allí una desesperada lucha que, según Córdoba, duró cuatro horas y que debió comenzar a las ocho y media de la mañana, una hora después de empezada la batalla. El clérigo Abreu, rodela y espada en mano, y un soldado natural de Medellín llamado Hernando Ortiz de Caravantes, defendieron la entrada del fuerte con heroico brío, hasta sucumbir, aplastados por el número. Se cuenta que antes de la batalla habían tenido los dos valientes una disputa, motivada por haber propuesto Ortiz que, sin esperar a los indios, se metieran todos en el navío que estaba en el puerto, proposición de que hizo burla el clérigo Abreu, y de aquí nació entre los dos una especie de emulación por mostrarse valientes, que se mantuvo hasta que murieron ambos, siendo testigo el uno de las proezas del otro.

Rota la trinchera por muchas partes e invadido el fuerte por los indios, no quedaba a los diezmados españoles más recurso que buscar asilo en el buque; y así, saliendo hacia la playa por una de las brechas abiertas por el enemigo, comenzaron allí una nueva y desesperada refriega, en la que peleaban unos como leones mientras se metían en el batel los otros. Desde el puente de el San Cristóbal presenciaban con llanos y alaridos este combate las mujeres, que con algunas vituallas y menaje se habían embarcado en la mañana en previsión de lo que pudiera suceder, y desde allí vieron embarcarse a los que pudieron hacerlo acosados por los indios, y huir los demás hacia el interior, abriéndose paso por entre la apiñada muchedumbre de los enemigos.

Hacen grandes elogios los cronistas del coraje de Alvarado, que arengó valientemente a sus soldados al entrar en acción y que durante ella hizo prodigios de heroísmo, y cuentan algunos episodios que dan la medida del indomable esfuerzo y audacia de los defensores de Concepción. El soldado portugués Diego Vázquez, aplastado por su caballo, que tropezó y cayó en una zanja, fue hecho prisionero por los indios, que quisieron despojarle de sus vestidos y armadura antes de darle muerte. Mientras lo hacían, pudo Vázquez desasirse de los que le desnudaban, y arrebatando a uno la daga que a él acababan de quitarle, arremetió a los más cercanos hiriendo a diestra y siniestra, y abriéndose paso a cuchilladas por entre la turba de los enemigos, logró llegar hasta la playa, perseguido por ellos. Se quitó allí rápidamente las botas, que los indios no habían alcanzado a quitarle, y arrojándose al mar comenzó a nadar hacia el navío; se echaron a nado algunos indios tras de él, pero el valiente portugués, que no había desamparado su daga, hirió a algunos con ella dentro del agua, y, sacando ventaja a los demás, alcanzó el navío, que ya zarpaba7.

Otro soldado llamado Domingo Cano, rodeado por los indios dentro del fuerte, no pudo llegar a la playa sino cuando se había apartado de ella el batel; no se desanimó por esto, y, clavando espuelas al caballo, se metió con él al mar, pensando alcanzar a nado el navío; pero volvieron atrás los del batel, le recogieron, y el caballo nadó hacia la playa y se fue tras de los que por tierra tomaban el camino de Santiago.

Así terminó esta horrible lucha de setenta y cinco héroes contra millares de enemigos tan valientes como ellos; perecieron en ella más de veinte españoles8, entre ellos, a más del clérigo Abreu, los capitanes de caballería don Francisco Tello, don Cristóbal de la Cueva y Juan de Cabrera. Llegaron por tierra hasta Santiago el valiente Juan de Alvarado, Gonzalo Hernández de la Torre, Andrés de Salvatierra Narbaja, Diego Díaz, Hernando Ibarra, Francisco Lucero, Francisco de Castañeda, Hernando de Alvarado, y por distinto camino Nuño Hernández de Ragura, después de haber sufrido todos los más horribles padecimientos. Los indios habían interceptado los caminos, derribando sobre ellos enormes árboles, y habían preparado emboscadas para acabar con los que pudieran escapar del desastre. Por fortuna, tomó Alvarado con sus compañeros un camino poco usado que iba muy cerca de la costa y que por ser menos frecuentado por los españoles no habían defendido tanto los indios, y acosado por ellos, extenuado de fatiga y sin víveres, llegó peleando hasta las orillas del Maule, desde donde dio aviso a Santiago del triste fin de su empresa.

Estaba allí todavía el regidor Lope de Landa, a quien había enviado el cabildo de Concepción en busca de socorros y que había conseguido tres mil pesos, con los cuales se disponía a preparar, algún auxilio cuando, el 23 de diciembre, llegó a sus oídos la noticia del desastre que acabamos de narrar. Cuentan los cronistas9 que Francisco de Villagrán no se dolió de lo sucedido, antes se holgó de que el triste desenlace de la expedición de los vecinos de Concepción viniera a justificar el abandono de la ciudad que él había dispuesto casi dos años antes.

Comenzaron pronto a llegar de Valparaíso y del Maule los destrozados restos de la expedición que dos meses antes había salido de Santiago llena de esperanzas, y terminó así esta heroica tentativa de los habitantes de Concepción para dar nueva vida a la ciudad que ya consideraban su patria. Nadie pudo disuadirlos con consejos de su temeraria empresa: en la patria, decían ellos, «la infelicidad se hace leve, como fuera de ella grave»; movidos por este noble sentimiento, que no ha decaído hasta hoy en los hijos de Concepción, se atrevieron sus valientes pobladores a defender con setenta y cinco hombres la ciudad que Villagrán había abandonado con doscientos.

Consumado el sublime pero estéril sacrificio que dejamos referido, se enseñorearon de la ciudad los araucanos, entre cuyos jefes nombran los cronistas a Manquecura, Nicoladande, Lavapié, Colocolo, Puyganí, Guanchoguacol, Pichena, Piroboro, Piotimán Pilón y Lautaro10, algunos de los cuales combatieron armados de espadas, celadas, cotas y otras armas españolas, despojos ganados sin duda en Tucapel y Marigüeñu. Volvieron a repetirse en Concepción el saqueo y el incendio de febrero de 1554, y volvió a ser un montón de escombros la ciudad cuando comenzaba apenas a levantarse de sus ruinas. Entre ruinas había de dormir hasta que viniera el insigne Hurtado de Mendoza a despertarla de su sueño.




ArribaAbajoCapítulo III

Desembarca don García Hurtado de Mendoza en la Quiriquina, y luego cerca de Penco. -Construye un fuerte, y es atacado en él por los araucanos. -Sale a campaña, y vence a los indios. -Envía a Jerónimo de Villegas a repoblar a Concepción. -Concepción hasta la vuelta de don Francisco de Villagrán


No nos toca referir la audaz tentativa de Lautaro, envalentonado por el segundo abandono y ruina de Concepción, para invadir el norte de Chile, ni su derrota y muerte en Mataquito. Pasaremos por alto todos los sucesos que se desarrollaron en Chile antes del 23 de abril de 1557, porque no pertenecen directamente a nuestra historia; sólo diremos que ese día fondeó en Coquimbo una escuadra compuesta de tres naves, un galeón y otras embarcaciones menores, que traía del Perú al joven don García Hurtado de Mendoza, mancebo de veintidós años no cumplidos, nombrado gobernador de Chile por su padre don Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y segundo virrey del Perú. Venía don García a ocupar el puesto de que no había alcanzado a tomar posesión el adelantado Jerónimo de Alderete que, nombrado gobernador por la corte de España en mayo de 1554, había fallecido viniendo en viaje para Chile en abril de 1556.

El nuevo gobernador traía del Perú ciento cincuenta hombres de infantería que venían embarcados, y en la Serena le esperaban ya trescientos de caballería, que a las órdenes de don Luis de Toledo habían venido desde Lima por tierra; traía además en los buques grande acopio de armas, municiones y toda clase de pertrechos de guerra.

Se detuvo don García en la Serena para que le reconociera por gobernador Francisco de Aguirre, que desde su diferencia con Villagrán mandaba en esta ciudad, y pasó en seguida a Valparaíso, desde donde despachó para Santiago al capitán Juan Ramón con orden de que hiciera reconocer al nuevo gobernador por el cabildo, quitara a Villagrán la vara de corregidor y le condujera preso a Valparaíso, desde donde se le mandó a Coquimbo. Se transbordaban allí a un buque en que estaba ya aprisionado Francisco de Aguirre, y en él fueron remitidos a Lima, por temor de que con su prestigio pudieran hacer sombra de oposición al nuevo gobernador.

Venía éste tan impaciente de mostrar sus dotes y experiencia militares sometiendo a los araucanos, que sin esperar que pasara el invierno de 1557, que fue excepcionalmente riguroso, dispuso que la caballería de Toledo, unida a cerca de trescientos soldados que por orden del mismo gobernador habían aprestado los encomenderos de Santiago, siguiera por tierra hacia el sur para juntársele en la arruinada ciudad de Concepción. Dadas estas órdenes, don García se hizo a la vela con su escuadrilla desde Coquimbo con dirección a Concepción el 21 de 1 junio, contra os consejos de las personas conocedoras, que pronosticaban a su expedición un triste desenlace.

Los vientos del noroeste que vienen siempre con las lluvias del invierno, y a que han solido y suelen hacer en nuestras costas fieros estragos durante esta estación, combatieron las naves de don García con violencia tal, que el viejo piloto Hernán Gallego aseguraba que jamás había visto tan desatadas borrascas. Hubo una noche en que la nave de don García, rota y desarbolada, estuvo a punto de estrellarse en la costa, y sólo se salvó por causas que el joven y animoso gobernador calificó de milagrosas. Llegaron, por fin, las naves a la bahía de Concepción cuando empezaba el tiempo a mejorarse, y acercándose a la Quiriquina, desembarcaron los españoles en la isla, cuyos pobladores no se atrevieron a oponerles resistencia. Hasta fines de agosto permanecieron don García y los suyos en la isla, guareciéndose del viento y de la lluvia en chozas de madera y quemando lignita en vez de leña, hasta que, cansado el impaciente gobernador de la tardanza de Toledo y los de Santiago, hizo reconocer la vecina costa de Penco por algunas embarcaciones. Se metió una embarcación pequeña por la boca del Andalién llevando algunos arcabuceros, y con orden de vigilar los movimientos de los indios o persuadirlos a la paz si se acercaban. Los indios no se acercaron, antes por el contrario, los que habitaban la Quiriquina, que habían sido muy regalados por don García, se metieron una noche en balsas que construyeron a escondidas y se fueron a reunir conos del continente, que les habían mandado invitaciones y amenazas para que lo hicieran.

Envió entonces don García al capitán Francisco de Ulloa, a quien ya conocemos, para que escogiese sitio favorable para la construcción de un fuerte. Volvió Ulloa con noticias de haberlo hallado, y al día siguiente se dirigió don García con ciento treinta hombres a la arruinada ciudad de Concepción y desembarcó frente a la derruida iglesia de San Francisco. La visitó el gobernador «con devoción, poniendo con ternura los ojos en ella y en la arruinada ciudad, sintiendo que tan fácilmente se hubieran perdido tantos edificios, templos y riquezas por la obstinación de aquellos bárbaros».

Sin pérdida de tiempo dispuso don García que se comenzara la construcción del fuerte proyectado en una eminencia que dominaba a la arruinada ciudad, y que terminaba en un alto barranco a orillas del mar; Córdoba y Figueroa la llama el alto de Pinto11. En dos días estuvo el fuerte en estado de defensa; se había cavado un profundo foso por el lado de tierra, y tras de él se había plantado una estacada de troncos y maderos: se dejaron entre éstos troneras para seis piezas de artillería, y dentro del recinto se edificaron chozas de madera y paja que debían servir de alojamientos.

Todos los españoles, sin distinción de rango, trabajaron en aquella obra, que dirigió el mismo don García, y como para sacar la tierra del foso no bastaran las palas y bateas que se habían podido encontrar, hizo traer el gobernador su vajilla de plata para emplearla en tan vil oficio. No fue inútil tanta diligencia, porque a los pocos días de estar establecidos los españoles en el fuerte, tratando y comunicando con los indios que a ellos se acercaban, aparecieron sobre la loma del fuerte los araucanos en número de tres mil, si hemos de creer a Góngora Marmolejo, y con gran furia y denuedo embistieron el fuerte. Renunció a describir este asalto, pintado con tal hermosos colores por Ercilla, y sólo diré que lo resistieron victoriosamente los españoles sin perder un solo soldado en más de seis horas de combate. Por ahora concepción no existe, y no es bien que nos detengamos en narrar alegres triunfos, mientras el objeto de nuestra historia yace sepultado bajo sus propias ruinas.

Llegaron poco después, es decir, a mediados de septiembre, don Luis de Toledo, Juan Ramón, Rodrigo de Quiroga y Julián de Bastidas con la caballería y los refuerzos de Santiago, y con esto llegó a tener don García más de seiscientos hombres perfectamente armados y equipados, cerca de mil caballos, seis cañones y abundante armamento y provisiones. El campamento de este ejército, el mayor que hasta entonces se había juntado en Chile, parecía una pequeña ciudad recién fundada. Y por cierto que de buena gana hubiera don García repoblado inmediatamente la arruinada ciudad que tenía a la vista de su campamento; pero creyó más conveniente conservar intactas sus tropas para poder internarse con ellas en las regiones de ultra-Bío Bío, prestar auxilio a la Imperial y demás plazas de la frontera que desde la muerte de Valdivia estaban casi aisladas, y asegurar con nuevos triunfos vida estable y pacífica a Concepción antes de volver a poblarla.

Era, por las nuestras, don García un mozo, a semejanza de don Juan de Austria, de discreción, carácter, conocimientos y talentos militares muy superiores a sus pocos años; encontrados juicios han dado de su persona los historiadores; pero dígase lo que se quiera, nadie podrá negar que era el joven Hurtado de Mendoza uno de esos férreos y grandiosos caracteres que sólo produjo España en el apogeo de su grandeza: había en él algo de semejanza al Gran Capitán, a Cisneros y al Duque de Alba.

Perdone el lector que me entrometa en lo que toca a la historia general de Chile, y que sólo refiera sucintamente cómo salió don García de Concepción a mediados de octubre, y atravesando el Bío Bío frente a San Pedro, derrotó a los araucanos en su ribera y en Millarapue, reconstruyó a Tucapel y fundó a Cañete.

Sólo después de esta serie de victorias y cuando juzgó el gobernador que el territorio que dejaba a sus espaldas estaba definitivamente conquistado, se decidió a fraccionar sus tropas enviando un fuerte destacamento a repoblar las dos veces arruinada ciudad que es objeto de nuestra historia.

En los primeros días del año 1558 despachó don García desde Tucapel al capitán don Jerónimo de Villegas, soldado de su confianza y que ejercía el cargo de administrador del tesoro, para que con ciento ochenta hombres12 repoblase a Concepción en conformidad a las instrucciones que le dio después de consultados los letrados del ejército. Mandó dar pregones con trompetas anunciando que las encomiendas de los antiguos vecinos de Concepción quedaban vacantes por haberlas desamparado éstos sin hacer fuerza bastante para defenderlas, y que los que quisieran avecindarse en Concepción recibirían repartimientos sin que se tomaran en cuenta los antiguos. Profundo disgusto causó la publicación de tan injusta medida entre los antiguos pobladores de nuestra ciudad, que no sólo eran despojados por ella de lo que por muchos títulos les pertenecía, sino que veían desconocido el heroico empeño que en todas ocasiones demostraron por defender sus ciudades y tierras, ya fuera oponiéndose a su abandono decretado por Francisco de Villagrán, ya volviendo temerariamente a ocuparlas para defenderlas como leones hasta ser anonadados por el número y empuje de los enemigos. Por recompensar mejor a los soldados que con él habían venido a la guerra de Arauco, fue injusto esta vez el mal aconsejado don García, iniciando con este acto el prurito, tantas veces seguido por sus sucesores en el gobierno de Chile, de desconocer o desdeñar los servicios que no se hubieran prestado bajo sus propias órdenes. Esta medida, tomada en perjuicio de los primitivos conquistadores de Chile, ha merecido a Hurtado de Mendoza graves y merecidas censuras de algunos historiadores, y contribuyó a despertar entre sus capitanes funestos celos y rivalidades.

Llegaron Villegas y sus compañeros a Concepción dando un rodeo para pasar el Bío Bío en balsas, frente a Talcamávida, por haber tenido noticias de que gran número de indios los aguardaban en el camino del vado de San Pedro, y el 6 de enero de 1558 repobló solemnemente la ciudad en nombre del rey y de don García; plantó en la plaza la cruz, rollo y picota que eran de estilo y nombró alcaldes a Francisco de Ulloa y Cristóbal de la Cueva. Fueron nombrados regidores don Luis de Toledo, don Miguel de Velasco, Pedro de Aguayo, Juan Gómez, Gaspar de Vergara y Juan Gallegos; procurador, Pedro de Pantoja; alguacil mayor, Juan Pérez, y portero del cabildo, Cristóbal Nicón, con doscientos pesos de sueldo. Nuestro conocido Domingo Lozano volvió a ser escribano con un sueldo señalado de trescientos pesos, y para que los trabajos de reconstrucción marcharan con presteza, nombró Villegas alarife o arquitecto, con trescientos pesos de sueldo, a Francisco Medina, y dictó un bando mandando que en un año quedaran cercados los solares y chácaras, para que quedaran las calles regularizadas, so pena de declarar vacantes los que estuvieran sin cerco expirado el plazo.

Se procedió en seguida al repartimiento de las encomiendas, y se señalaron las más importantes a don Miguel de Velasco, a don Cristóbal de la Cueva, al capitán Villarroel, a Pedro Pantoja, a Pedro Aguayo y a don Pedro Mariño de Lobera, el conocido cronista; y se entregaron a todos los vecinos sus repartimientos de tierras bien medidos para que cada uno se mantuviera dentro de los límites de su pertenencia sin perjuicio de sus vecinos y de la ciudad.

Ayudó a Villegas en esta repartición el licenciado Hernando de Santillán, oidor de audiencia de Lima, que había venido a Chile con don García, y que por mandado de éste se fue luego a Santiago a entender en los negocios de ese distrito. No fueron muchos los antiguos vecinos de Concepción que esta vez se establecieron en ella: se habían avecindado no pocos en la plaza de los Confines (Angol); pero así los antiguos como los nuevos pobladores se pusieron con igual empeño a la obra de la reconstrucción de la ciudad, a plantar viñas y arbolados y preparar los campos para la época de la siembra.

Jerónimo de Villegas, a la vez que atendía al gobierno y reconstrucción de la ciudad, recorría las cercanías de ella, invitando a los indios a la paz, unas veces con agasajos y regalos, y otras con amenazas y correrías que llegaron hasta Angol por un lado y hasta las riberas del Itata por el otro. Y tan buena maña se dio Villegas, que redujo a los indios de estas comarcas a vivir en paz, a pesar de las instancias que los de la tierra les hacían para que se sublevaran, y aún consiguió que muchos de ellos vinieran a ayudar en sus faenas a los nuevos pobladores de Concepción, que en breve se levantó de sus ruinas más floreciente y populosa que antes.

En el breve espacio de ocho años Concepción había sido edificada tres veces y dos veces destruida.

Un año cabal después de los acontecimientos que dejamos referidos, esto es, a mediados de enero de 1559, entraba don García Hurtado de Mendoza a Concepción, después de haber alcanzado sobre los indios una serie no interrumpida de victorias que terminaron con la prisión y muerte de Caupolicán, y de haber llegado hasta descubrir la lejana isla de Chiloé, dejando en todas partes brillantes rastros de su pasada. Le recibieron el cabildo y vecindario de Concepción con la pompa y boato que los pequeños recursos de la nueva ciudad permitían, y le hospedaron dignamente en la espaciosa cada que por mandado de él se le había construido a orillas del mar. Apenas llegado, se ocupó don García en arreglar por sí o por medio de sus capitanes los repartimientos, y procuró que los vecinos se proveyeran de herramientas y demás útiles necesarios para la explotación de las minas de oro que en Quilacoya y otros puntos cercanos a la ciudad se conocían desde 1553. En la primavera de 1555 se procedió al repartimiento de minas, se hizo un pequeño fuerte en Quilacoya para protección de los que habían de explotarlas, y comenzaron con toda actividad los trabajos. Fueron éstos por fortuna muy fructuosos; don García tenía seiscientos indios ocupados en las minas, y del oro que éstos sacaban hacía grandes dádivas a los soldados, a los vecinos más pobres, en especial a los casados, y a la iglesia, cuyo patrono había sido nombrado por Villegas don Luis de Toledo.

Fueron estas minas de oro poderoso elemento de progreso para Concepción, porque el que de ellos sacaron los vecinos lo invertían en ganados y edificios, y atrajo muchos mercaderes que venían con su comercio a la noticia del rico metal. Aquí comienza para Concepción una época relativamente larga de paz y prosperidad, que sólo debía ser interrumpida por calamidades imprevistas y muy distintas de las que hasta entonces habían devastado a la hermosa ciudad.

A principios de 1560 recibió don García en Concepción reales despachos en que se le anunciaba que el rey de España Felipe II había nombrado gobernador de Chile a don Francisco de Villagrán, y que su padre, el marqués de Cañete, había dejado de ser virrey del Perú, falleciendo poco después.

Don García, al recibir estas noticias, partió para Santiago, y a principios de 1561 se embarcó para el Perú, dejando como gobernador interino a Rodrigo de Quiroga, que permaneció en Concepción hasta que llegó a las costas de Chile Villagrán, el 5 de junio de este mismo año.

En estas circunstancias, supo el padre fray Antonio de San Miguel su preconización, se hizo consagrar en Lima, y aprovechándose del prestigio y buenas relaciones que tenía en esta ciudad, sostuvo que la ciudad de Concepción debía quedar dentro de los límites de su diócesis, y dirigió aun largas comunicaciones al Rey en este sentido. Cuando creyó dejar estos negocios en buen camino, se embarcó para Chile. Antes de salir de Lima, asistió al concilio de 1567, convocado por el primer arzobispo de la ciudad de los Reyes, don fray Jerónimo de Loaisa, y con don Melchor Bravo de Saravia se vino a Concepción a exigir de la audiencia un informe favorable a sus pretensiones. Despachado este conforme a los deseos del enérgico prelado, pretendió en seguida que la sede de su diócesis fuera trasladada a aquella ciudad y para obtenerlo se dirigió también al Rey, aunque sin conseguir lo que deseaba, porque la traslación no se hizo sino muchos años después.

Quedó con la decisión de la audiencia establecido que fuera el Maule la línea divisoria de ambas diócesis, y aunque el segundo obispo de Santiago, don Fray Fernando de Barrionuevo, quiso resucitar la cuestión poco después, pidiendo al rey la renovación de este fallo, la división subsistió, y subsiste hasta hoy el mismo límite entre las diócesis de Concepción y Santiago.

Era el ilustrísimo obispo San Miguel, por lo que sus cartas13 y sus actos descubren, un hombre de claro talento, de ilustración y energía poco comunes14, y de un celo apostólico proporcionado a las grandes necesidades de los lugares y época en que vivió. Mariño de Lobera alaba su vida ejemplar y austera, su humildad y compostura, su prudencia y recato, su elocuencia y actividad. Apenas pudo observar de cerca el estado de los negocios de Chile, se convenció de que el empecinamiento y saña de los indios era causado en gran parte por la crueldad de los militares y brutal avaricia de los inhumanos encomenderos, que trataban como a bestias de los indios vencidos o pacificados. El deseo de remediar estos males le impulsó a dirigir al rey repetidas comunicaciones, a pedir a la audiencia que mandara uno de sus oidores a visitar los repartimientos y encomiendas, visita que hicieron los oidores Venegas y Vera en todo el país, y a predicar constantemente a los encomenderos la claridad y dulzura en su trato con los indios, como el mejor medio de someterlos sin necesidad de sangre y batallas.

El 18 de mayo de 1569 llegó el señor San Miguel a la Imperial, a pesar suyo cabeza del obispado, y dos años después comenzaba la construcción de la Catedral, dándole por patrono a San Miguel, que todavía lo es de la diócesis y Catedral de Concepción. Los encomenderos ricos, en penitencia de las crueldades cometidas con los indios, dieron al obispo abundantes limosnas, que éste invirtió en iglesias para los pueblos de su diócesis, hospitales para los pobres y decoro y solemnidad del culto15.

Entretanto, el oidor Torres de Vera dirigía desde Concepción las operaciones de la guerra defensiva que se veían los españoles obligados a mantener durante el invierno, y desplegaba en ella prodigiosa actividad y grandes dotes de soldado, que en un magistrado eran más admirables y extrañas. La ciudad de Concepción estaba segura; pero los indios de su distrito, envalentonados por las victorias obtenidas en el verano por los de ultra-Bío Bío, comenzaban a agitarse de tal suerte, que la primavera y verano próximo podían ser muy trabajosos para la ciudad. Lo comprendió así el licenciado Torres de Vera, y deseoso de organizar recursos para entonces, se embarcó para Valparaíso con los treinta soldados peor equipados que había en la ciudad, y pasó de este puerto a Santiago, en donde empleó buena parte del invierno en aderezar ciento treinta hombres, para los cuales tuvo que buscar armas, ropas y monturas, y aun amansar caballos, en lo que gastó ocho mil pesos a costa del real erario.

Se dirigió con estas fuerzas al sur, entrada la primavera, y con ellas recorrió el distrito de Concepción castigando a los indios rebeldes y convidándolos a la paz; les estorbó el que hicieran daño alguno a esta ciudad y la de Angol; y a orillas del Bío Bío destrozó unos escuadrones que lo habían atravesado con intenciones de hostilizar a Concepción.

Iba pasando así el verano de 1570 y gozaba nuestra ciudad de tranquilidad y bienestar gracias a la actividad del licenciado Torres de Vera, cuando el miércoles de ceniza 8 de febrero, a eso de las nueve de la mañana y cuando los vecinos que no estaban ocupados en las cosechas oían la misa mayor, sobrevino un horrible temblor de tierra precedido de un ruido atronador, que por fortuna sirvió de aviso a todos para que dejaran sus casas y salieran a la calle dando gritos y pidiendo a Dios misericordia. Fue el primer remezón tan violento y prolongado, que se desplomaron con gran estrépito todas las iglesias, edificios públicos y casas; los hombres y animales no podían tenerse en pie, y cayendo y levantando corrían por entre las ruinas, cegados por el polvo y el miedo. Se abrieron grietas en la tierra, por las cuales salía humo y agua caliente; y para colmo de desgracia, se vio avanzar por el mar una ola enorme que, traspasando los límites de la playa, invadió la ciudad, inundándola de manera que en la plaza nadaban los caballos, y acabando con esto la obra del terremoto.

Los habitantes de Concepción, locos de espanto, y creyendo llegado el fin del mundo, se refugiaron en la loma que se llamó después de la Ermita; y huyendo del mar, llegaron a su cumbre las madres llevando en brazos a sus hijos, los hombres ayudando a las mujeres y a los viejos, y desde allí vieron todos como el mar iba cubriendo las ruinas y retirándose después sin dejar rastros de las casas. Horrible espectáculo de desolación y llanto debió de ofrecer entonces la arruinada ciudad. «Las lágrimas, dice un historiador, las voces, los gemidos y los alaridos de hombres y mujeres, viendo perdidas sus haciendas en un instante; la ira de Dios que amenazaba el castigo con que los afligía, y el temor de sus conciencias que les acusaban, eran tan grandes que parecía un día de juicio. Este hería fuertemente sus pechos pidiendo misericordia y perdón de sus pecados; aquél con lágrimas los decía a voces; cual, desnudas las espaldas, despedazaba sus carnes a azotes, salpicando a los demás con la sangre, y cual, postrado en tierra, con gemidos del alma se abrazaba con ella, luchando con Dios a brazo partido, y no soltándolo, como Jacob, para aplacarle y que le bendijese»16.

Se hallaba el licenciado Torres de Vera a ocho leguas de Concepción, cuando recibió la noticia de la horrible catástrofe que había reducido a escombros a esta ciudad, y sin pérdida de tiempo se dirigió a ella con los cien soldados que tenía consigo, recelando y con razón, que los indios aprovecharan la ruina de la ciudad para arrojarse sobre sus indefensos habitantes. La llegada del animoso Torres de Vera infundió a éstos algún aliento, y animados por su palabra y por su ejemplo, empezaron a toda prisa la construcción de un fuerte con los restos de las casas arruinadas. Cercaron con vigas hincadas en la tierra, ramas y maderos, un cuadrado de trescientos pies por lado, levantaron en las esquinas dos cubos, defendidos cada uno por tres piezas de artillería cuyos fuegos podían barrer el campo inmediato, y dentro de este recinto se guarecieron todos sin que los indios osaran atacarlos. El licenciado Torres de Vera, después de dejar a los desgraciados habitantes de Concepción en seguridad contra todo asalto, volvió a salir a campaña a los tres días de llegado, para contener a los indios e impedirles que talaran y robaran los campos, lo que dejaba expuesto a Concepción a los horrores del hambre.

Por la orilla del Bío Bío se dirigió Torres de Vera hasta las del Laja, castigando a los indios de guerra; se volvió por Quilacoya y Gualqui, sorprendiendo de noche y desbaratando algunas ju... y llegó así hasta Talcahuano y Túmbez, en donde prendió por sorpresa y castigó a algunos caciques que estaban tratando de unirse con los indios de guerra de la ribera sur del Bío Bío. Emprendían entretanto los pobladores de Concepción la reconstrucción de sus casas, y por temor a los temblores no volvieron ya a hacerlas de altos, a la manera de España; los indios, que los veían ocupados en aquella faena venían cada día en pequeño número y aprovechándose de lo quebrado y montañoso del terreno, a robar los ganados; pero Torres de Vera dispuso las guardias y vigilancia de tal suerte, que apenas daban señal de alarma los estancieros, ya estaba él con un destacamento haciendo estragos en los indios ladrones.

Pero además de éste, había para los habitantes de Concepción otro motivo de alarma: después de pasado el terremoto, la tierra seguía temblando con poca violencia, pero lo bastante para tener a los vecinos en constante inquietud y temerosos de que la catástrofe volviera a repetirse. Duraban ya estos temblores cinco meses; la gente no se atrevía a recogerse a las casas, que iban construyendo, y pasaba las noches en cabañas pajizas cuya caída no podía producir daño alguno a los que en ellas se asilaban; pero que ofrecían un miserable abrigo contra la lluvia y frío del invierno. En esta situación, los vecinos, que consideraban como especial favor del cielo que nadie hubiera perecido en el terremoto, aunque no quedaron sino cuatro casas en pie, determinaron implorar solemnemente la clemencia divina por medio de un protector o abogado.

En el mes de junio se reunieron todos en la Iglesia mayor en público cabildo, presidido por el licenciado Torres de Vera, y habiendo echado a la suerte la elección de patrono, recayó ésta en la Natividad de la Virgen Santísima. Hicieron entonces voto todos los presentes de edificar una ermita dedicada bajo esta advocación, sobre la loma en que se habían asilado huyendo de la inundación, y desde luego plantaron en ella una cruz; prometieron además ir todos los años a esta ermita a cantar vísperas en la tarde del día de Cenizas, y el siguiente tenerle por festivo e ir en procesión desde la Iglesia mayor todos los eclesiásticos de la ciudad, el cabildo secular y todos los vecinos, descalzos, a celebrar en la ermita una misa solemne. Se levantó acta de esta reunión y voto, que fue suscrita por todos los presentes entre los cuales mencionan los cronistas al licenciado don Juan Torres de Vera y doctor Diego Núñez de Peralta, oidores de la audiencia; al padre Martín de Coz, cura y vicario; al comendador Fray Fernando Romero, vicario provincial de la Merced; al corregidor Alonso de Alvarado, los alcaldes Gómez de Lagos y Diego Díaz, los regidores Pedro Pantoja y Pedro Gutiérrez, el escribano Antonio Lozano, el capitán Diego de Aranda y Fernando de Huelva17. Esta acta tenía fecha 8 de julio de 1570; de ella constaba que desde que se hizo la promesa y se plantó la cruz en la loma, cesaron enteramente los temblores. El voto, que fue aprobado por el obispo de la diócesis, se cumplió religiosamente durante muchos años.

A mediados de julio llegaron a la costa de Chile dos naves que traían del Perú un refuerzo de doscientos cincuenta hombres, muchas municiones y cuatro cañones, reunidos con grandísima dificultad en aquel país, gracias a los esfuerzos del virrey don Francisco de Toledo. Venían estos refuerzos a las órdenes del general don Miguel de Velasco, que había ido a solicitarlos a nombre del gobernador Bravo de Saravia, y del capitán Juan Ortiz de Zarate. En los meses de invierno que siguieron, y mientras una parte de la guarnición de Angol sufría un rudo revés y era socorrida por el infatigable Torres de Vera, se preparaba el gobernador para salir a campaña con las tropas recién llegadas.

A principios de enero de 1571 llegaba a Concepción don Miguel de Velasco, con orden del gobernador de tomar la dirección de la guerra, desconociendo así los inmensos servicios prestados por el oidor Torres de Vera. Disgustado éste por el injusto desdén con que se le trataba, se retiró a su casa, dispuesto a no tomar parte alguna ni en los consejos, ni en las operaciones militares, con universal sentimiento de los habitantes de Concepción, que le demostraron su adhesión y cariño, recibiendo fríamente al gobernador Saravia, que llegó poco después con las tropas que el general Velasco no había alcanzado a traer de Santiago.

A fines de enero, el general Velasco con ciento treinta hombres y algunos cañones atacaba a los indios sublevados en Purén y sufría la más vergonzosa derrota. Saravia recibió la noticia de este desastre en Concepción, donde su imprudente obstinación y su presunción arrogante le habían creado dificultades con los oidores de la audiencia, y al punto quitó el mando de las tropas a Velasco para confiarlas al maestre de campo Lorenzo Bernal de Mercado.

Entretanto, los indios del distrito de Concepción, que no sentían ya sobre si la férrea mano del licenciado Torres de Vera, comenzaban a levantarse con alarmante atrevimiento.

Los desastres sufridos por los españoles los envalentonaban más y más, y bien pronto toda la ribera norte del Bío Bío estuvo en armas.

Tres leguas al sur de Concepción, en un lugar llamado Lebquetal, tenía su encomienda un vecino de Concepción llamado Hernán Páez, que, como los demás encomenderos de las inmediaciones y gracias a la vigilancia y celo de los oidores, trataba a los indios humanamente y procuraba su bienestar, edificándoles una iglesia y socorriéndolos en sus necesidades. Los indios de esta encomienda, que eran muy numerosos, animados por la altivez araucana, que con nada se doblega, se sublevaron repentinamente, dieron muerte a tres españoles y fueron a establecerse con sus mujeres en la cumbre de un alto cerro, en donde bien pronto se les juntaron otros indios de las cercanías.

Por fortuna, el nuevo general Bernal de Mercado era hombre muy capaz de devolver a las armas españolas el lustre que habían perdido durante el gobierno de Saravia, y apenas tuvo noticias del alzamiento, salió de Concepción con ciento cincuenta españoles y doscientos indios auxiliares, y después de una desesperada lucha, en que hasta las mujeres indias combatieron heroicamente, logró desalojar a los sublevados, matando a trescientos de ellos y cogiendo ciento cincuenta prisioneros, sin perder más que cinco españoles y doce auxiliares. Agregan los cronistas que, habiendo caído en este combate muchas indias en poder de los españoles, en la noche siguiente se ahorcaron todas ellas con sus propios ceñidores18.

Se fue en seguida Bernal a Angol, en donde prosiguió con éxito sus campañas, y el viejo y desprestigiado gobernador Saravia fue a pasar el invierno en Valdivia. Concepción quedaba en tanto casi desguarnecida, por creerse erradamente que estaban pacificados los indios de su distrito.

En los primeros meses de 1572, y hallándose Saravia en Concepción, de vuelta ya de Valdivia, se supo con grande alarma en esa ciudad que un numeroso cuerpo de indios de guerra estaba reunido en actitud amenazante por el lado de Talcahuano; salieron al punto a atacarlos los pocos soldados que en la ciudad había, a las órdenes de Pedro de Pantoja, y apenas se hubieron alejado, se dejaron caer sobre la ciudad varios escuadrones de indios que estaban emboscados en los cerros del norte y del oriente. Invadieron la ciudad por el lado de San Francisco, creyendo encontrarla indefensa y manifestando su confianza y alegría con el estruendo y vocerío acostumbrados. Hubo entonces en la ciudad un momento de confusión horrible: los vecinos del barrio invadido huían despavoridos, al aproximarse los indios, hacia la casa del gobernador. Este, turbado por el miedo y la sorpresa, no sabía que providencia tomar, cuando se le presenta el oidor Torres de Vera diciéndole que aunque el mandato del rey y su propia voluntad le mantenían alejado de los asuntos de guerra, era llegado el momento de que la salud de la ciudad se sobrepusiera a todas las consideraciones, y le pidió permiso para salir contra los indios. Le respondió el aturdido Saravia que hiciera lo que quisiere, y con esto corrió el licenciado a ponerse a la cabeza de los vecinos, que se armaban a toda prisa para rechazar a los indios, que se entretenían en saquear las chácaras y primeras casas de la ciudad.

Atravesó el oidor a escape las calles de la población, seguido de los vecinos Gonzalo Mejía, Diego de Aranda, Campofrío, Felipe López de Salazar, Hernando de Alvarado, Francisco Gutiérrez de Valdivia, Gonzalo Martín, Juan de Córdoba, Antonio de Lastur, el capitán Juan Torres de Navarrete, Baltasar de Castro y el mismo Martín Ruiz de Gamboa, que se encontraba en Concepción enfermo y tullido de un brazo, y encontraron que algunos vecinos escaramuceaban ya para detener a los indios. El intrépido oidor, a quien Baltasar de Castro dio su propia adarga viéndole casi desarmado, para animar a los demás se metió por el medio de un escuadrón, hiriendo y matando con tal furia que logró atravesarlo; pero, se cerraron tras él las filas de los indios, y se encontró el oidor del otro lado rodeado de enemigos, y mal heridos él y su caballo. No desmayó por esto su valor; antes, arremetiendo a los indios con mayor furia, logró romper de nuevo el escuadrón y reunirse con sus compañeros al otro lado, en donde cayó muerto su caballo de las muchas lanzadas que había recibido. Animados por tan heroico ejemplo, embistieron los vecinos a los indios espantados, y a poca costa los pusieron en fuga, después de arrebatarles todas las presas que habían hecho.

No se desanimaron los indios por el fracaso de su intentona, antes bien, usando de nueva industria, se emboscaron una noche en gran número cerca de la ciudad, proyectando dejarse caer sobre ella a medio día, cuando los vecinos estuviesen comiendo. Por fortuna, tres de éstos, Diego de Bustamante, Juan Molinés y un tal Lucero, salieron al monte en la mañana a buscar fagina y sin notarlo atravesaron la emboscada; estando del otro lado de ella, algunos indios que se creyeron descubiertos cargaron sobre los tres, y derribaron del caballo a Molinés y a Bustamante; pero pudo escaparse Lucero y corrió a dar la alarma a los soldados, que habían vuelto ya de su excursión a Talcahuano. Fueron los primeros en acudir contra los indios los capitanes Alonso Picado, Diego de Aranda, Pedro Pantoja, Alonso de Alvarado, Juan de Torres Navarrete y Antonio de Lastur; se vinieron tras ellos algunos soldados hasta el número de treinta, y todos cargaron sobre los indios que, rabiosos de verse descubiertos, peleaban con gran furia y ganaban terreno.

Entretanto, los vecinos se agolpaban en la plaza a pedir al gobernador que enviase socorros a los defensores de la ciudad, y éste, después de negarse a hacerlo, mandó algunos arcabuceros, con cuyo auxilio se recobró el terreno perdido y comenzaron a ceder los indios. En lo más reñido de la pelea, se adelantó un indio de las filas, dio con su macana al soldado Alonso de Vera un golpe en la cabeza con el cual lo desatentó, y se abrazó en seguida con él para derribarlo del caballo; pero acudió entonces Juan de Córdoba en socorro de su camarada, e hirió al indio en la espalda de una lanzada; se volvió éste como un león, arrebató a Córdoba la lanza y le mató con ella el caballo, hizo igual cosa con el del capitán Diego de Aranda que se acercó a atacarlo, y se reunió en seguida a su escuadrón llevándose la lanza de Córdoba por trofeo. Los indios, diezmados por el fuego de la arcabucería, que hacía horribles estragos en sus apretadas filas, huyeron luego, dejando el suelo sembrado de cadáveres.

Fueron estos los últimos ataques formales que Concepción tuvo que sufrir de los indios; la aborrecida ciudad, a fuerza de constancia y de sacrificios había vencido el obstinado rencor del salvaje araucano, que debió de comprender desde entonces que en vano se ensañaba contra una ciudad contra la cual habían sido inútiles el hierro, el fuego, los terremotos e inundaciones, porque en el amor patrio de sus habitantes tenía asegurada la existencia y su futura grandeza.

Tres años después de los sucesos que acabamos de narrar, y tras de una serie de acontecimientos insignificantes que no pertenecen a nuestra historia, ponía fin el doctor Bravo de Saravia a su desgraciado gobierno, entregando el mando a Rodrigo de Quiroga, nombrado gobernador por Felipe II, y el pueblo de Concepción celebraba con salvas y Te Deum la noticia de este suceso, que tuvo lugar el 26 de enero de 1575.

Al mismo tiempo, el rey, informado de los sucesos y estado de Chile, decretaba la supresión de la audiencia de Concepción, que tantos bienes había hecho al país, fundándose, sin duda, en que no convenía dividir el gobierno en un país pequeño, cuya vitalidad estaba enteramente concentrada en una guerra perdurable, ni convenía tampoco mantener un tribunal de justicia en una ciudad perpetuamente amenazada por los indios. El aislamiento a que la guerra tenía reducidas las ciudades de Chile, y la autoridad omnímoda que tenían que ejercer en ellas los jefes militares, hacían enteramente infructuosas las labores de la audiencia, y sus choques continuos con los gobernadores habían disminuido su prestigio. La ingerencia que la audiencia tenía en la administración pública obligaba a los oidores a separarse y emprender largos viajes o desempeñar funciones incompatibles con las de su oficio de jueces: así hemos visto al licenciado Egas Venegas recorriendo todas las ciudades del sur y visitando los repartimientos y encomiendas durante dos años; a Torres de Vera desempeñando durante mucho tiempo las funciones de jefe político y militar del sur, y más tarde, haciendo en los distritos del norte visita análoga a la que había hecho en el sur Venegas. Todas estas consideraciones convencieron al rey de que en el reino de Chile no podía la audiencia todavía prestar servicios de ninguna especie.

En mayo de 1575 llegaba de Lima a la Serena y luego a Santiago, Gonzalo Calderón, nombrado visitador por el rey, con el encargo de informarse de las personas más autorizadas de Chile sobre la conveniencia de que siguiera existiendo la audiencia. El licenciado visitador no pasó de Santiago, en donde se encontraba entonces el oidor Torres de Vera, visitando los repartimientos, y todos allí le aconsejaron unánimemente la supresión de la audiencia de Concepción. Siguió este consejo el licenciado Calderón, y el 8 de junio notificó a Torres de Vera que cesara en el ejercicio de sus funciones, y envió un emisario al corregidor de Concepción don Francisco Gutiérrez de Valdivia, para que hiciera igual notificación a los oidores Núñez de Peralta y Venegas. En Santiago, la supresión de la audiencia fue celebrada con grandes muestras de júbilo, mientras Concepción deploraba principalmente la separación del licenciado Torres de Vera, que había sido su valeroso defensor en tantas ocasiones y que fue trasladado a la audiencia de Charcas, junto con los otros oidores. De todos ellos puede decirse que fueron incansables y decididos defensores de los indios; pero que sus nobles esfuerzos fueron casi enteramente estériles por culpa de la codicia de Bravo de Saravia y la crueldad de los encomenderos.



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