Edición 611 - Desde el 24 de marzo al 6 de abril de 2006
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Asesinato del coronel Gerardo Huber pone al descubierto la mafia que operaba en el Batallón de Inteligencia del Ejército

 

Roto el pacto de silencio en la

INTELIGENCIA MILITAR

 

CORONEL Gerardo Huber Olivares, asesinado porque “sabía demasiado”

La investigación judicial sobre el asesinato del coronel Gerardo Huber Olivares, ocurrido en misteriosas circunstancias a comienzos de 1992, está dejando entrever la existencia de una organización criminal encargada de proteger el secreto de diversas operaciones comerciales ilícitas y otros delitos cometidos por miembros de la inteligencia militar, subordinados al general Augusto Pinochet.

El coronel Gerardo Huber egresó de la Escuela Militar en 1964, con la especialidad de ingeniero. Diez años más tarde se incorporó a la Dina y fue enviado a Argentina para infiltrar a grupos que apoyaban al MIR chileno en su lucha contra la dictadura de Pinochet. Luego, de retorno en Chile, trabajó con el estadounidense Michael Townley en la creación de armas químicas para la “guerra antisubversiva”.

Al promediar los años 80, Huber fue destinado al complejo químico que el ejército tiene en Talagante, provincia de la cual llegó a ser gobernador entre 1987 y 1989. En marzo de 1991, Huber se trasladó a la Dirección de Logística donde se hizo cargo de la compra y venta de armamentos en el exterior. Dos meses después, al promediar mayo -según ha afirmado su viuda, Adriana Polloni, hija de un ex jefe de inteligencia del ejército- el coronel Huber se entrevistó con el general Pinochet para darle a conocer diversas irregularidades en Logística. La viuda sostiene que Pinochet lo mandó al Hospital Militar para que lo viera un siquiatra.

 

ARMAS PARA CROACIA

 

A mediados de octubre de 1991 llegó a Chile Ives Marziale, representante de Ivi Finance & Managment Incorporated, empresa dirigida por el alemán Gunther Leinthauser. Su objetivo era adquirir armas de segunda mano para el ejército croata, que preparaba la defensa de Bosnia ante la ofensiva serbia para conquistar Sarajevo.

Marziale contaba con la asesoría de Sidney Edwards, ex oficial de la Real Fuerza Aérea británica, quien en el mes de abril había establecido contactos con dos ejecutivos de la Fábrica y Maestranza del Ejército (Famae), el coronel David Fuenzalida y José Sobarzo Poblete, para sondear las posibilidades del complicado negocio dada la prohibición de Naciones Unidas de vender armas a los bandos en conflicto en la ex Yugoslavia. Sidney Edwards era un viejo conocido de la Fuerza Aérea de Chile pues actuó como contacto de los ingleses con las fuerzas armadas chilenas durante la guerra de las Malvinas.

El 19 de noviembre, Marziale y Edwards, acompañados por el capitán (r) de la Fach Patricio Pérez, llegaron a Famae a cerrar el trato por 370 toneladas de armas en una transacción que superaba los seis millones de dólares. El destino encubierto sería Sri Lanka. El cargamento incluía fusiles SG-542, lanzadores y misiles Blow Pipe y Mamba, cohetes Low, morteros y granadas, además de una gran cantidad de munición 7.62.

Los detalles de la operación se realizaron sin sobresaltos, salvo por un detalle: el transporte aéreo de la carga. Tras fracasar un primer contacto con la empresa Southern, pidieron ayuda al general (r) de la Fach Vicente Rodríguez, ex jefe de Inteligencia de esa institución y representante de Enaer para América Latina. Rodríguez contactó a la empresa Main Cargo, de Antonio Sahd y del agente de aduanas Sergio Pollmann, quienes iniciaron apresurada búsqueda de un avión que llevara las armas a Europa.

Solicitaron ayuda a un connotado especialista en carga aérea, de militancia democratacristiana, quien a su vez recurrió a diversas agencias. Finalmente consiguieron un avión de la empresa Florida West, utilizada con frecuencia por la CIA. Paralelamente, decidieron pedir la colaboración de un experto en problemas de embarque, el empleado civil Ramón Pérez Orellana, funcionario de Exportaciones e Importaciones de la Dirección de Logística.

El general Carlos Krumm, director de Logística, llamó al coronel Huber, jefe de Pérez Orellana, y lo instruyó para que pusiera a ese funcionario a disposición del general Guillermo Letelier, director de Famae. Ese es el aparente único nexo del coronel Huber con la operación clandestina destinada a llevar armas a Croacia.

El 29 de noviembre salió del aeropuerto de Pudahuel el cargamento de muestra, de once toneladas por un valor superior a 200 mil dólares. El 1° de diciembre el avión aterrizó en Budapest, Hungría, donde fue allanado por la policía y confiscado el cargamento, cuyas cajas estaban rotuladas como ayuda humanitaria del Hospital Militar chileno. El día 7 un periódico húngaro publicó la información y en La Moneda el escándalo estalló en las horas siguientes como una granada de fragmentación.

El 2 de enero de 1992 fue destituido el director de Famae, brigadier general Héctor Guillermo Letelier. Dos días más tarde, a petición del ministro de Defensa, Patricio Rojas, la Corte Suprema designó al juez Hernán Correa de la Cerda como ministro en visita para investigar el caso.

El magistrado citó a declarar al coronel Gerardo Huber, quien aseguró haber recibido una orden verbal del entonces director de Logística del Ejército, general Carlos Krumm, para que diera curso a la exportación de las armas. El ministro Correa decretó orden de arraigo para Huber.

 

UNA NOCHE OSCURA

 

El miércoles 29 de enero de 1992, el coronel Huber decidió pasar unos días de descanso junto a su familia en la casa de su compadre Erwin Tapia, en San Alfonso, Cajón del Maipo. Había presentado un certificado médico aduciendo mareos debido a un fuerte estrés y depresión. Cerca del mediodía, el oficial salió junto a su hijo menor -José Ignacio, de seis años- a caminar por las riberas del río Maipo. En la noche, sus amigos y su familia decidieron dar un paseo por el sector. Huber, en cambio, prefirió quedarse solo viendo televisión. En la casa no había teléfonos y en el lugar los celulares no funcionan. Sólo un equipo de radio permitía comunicarse.

Al terminar el paseo, cerca de las diez de la noche, la familia del militar y sus amigos regresaron a la casa y advirtieron que el coronel había desaparecido. Pasada la medianoche, la esposa del oficial y su hijo mayor, cada vez más inquietos, decidieron salir a buscarlo. La noche estaba oscura, no había luna ni tampoco disponían de linternas. Sólo podían utilizar los focos de un automóvil. Una y otra vez, haciendo sonar la bocina del vehículo, recorrieron el sector de San Alfonso. Finalmente, cerca de las tres de la madrugada, ubicaron el automóvil marca Nissan de color gris del coronel Huber. Estaba a un costado del puente El Toyo, seis kilómetros al poniente de San Alfonso. La puerta del conductor estaba abierta y en el asiento las llaves. Pero no había rastros del coronel. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué había motivado al militar a salir de la casa? ¿Se había reunido con alguien? ¿Había sido secuestrado? Las dudas se agolparon en la mente de Adriana Polloni.

Esa misma noche miembros del Batallón de Inteligencia del Ejército (BIE), iniciaron la búsqueda del coronel Huber. Al día siguiente la prensa dio cuenta de la desaparición del militar.

Diecinueve días después, el cuerpo de Huber, con el cráneo destrozado, fue hallado en un islote del río Maipo, 27 kilómetros más abajo del puente El Toyo.

Se dijo que una profunda depresión lo había llevado a tomar la decisión de quitarse la vida. Adriana Polloni llevaba más de veinte años junto a su esposo y sabía que no era de los hombres que se suicidan.

Más de tres años después, en septiembre de 1995, el caso tuvo un espectacular vuelco. El cuerpo fue exhumado y peritos de Investigaciones afirmaron que existían indicios para suponer que el coronel Huber había sido asesinado.

 

CRECEN LAS DUDAS

 

La investigación de la muerte de Huber recayó en la jueza María Soledad Espina (hermana del senador Alberto Espina), titular del Segundo Juzgado de Letras de Puente Alto.

La autopsia efectuada en febrero de 1992 en el Instituto Médico Legal por la doctora Myriam Gallo estableció que la causa de muerte era un traumatismo encéfalo craneano e inmersión en el agua, “que tiene características pre mortem y que basándose en la presencia de cieno y arenilla en el aparato respiratorio, estómago y primera porción del duodeno bien pudo ocurrir en estado agónico”.

Hasta 1996 la incógnita era si el coronel Huber pudo haberse disparado. La jueza Espina intentó resolverla con una serie de peritajes balísticos encargados al Laboratorio de Criminalística de Carabineros. Se utilizaron más de veinte cráneos humanos reconstituidos, recubiertos con plastilina para simular cuero cabelludo y piel. También se emplearon cabezas de cordero, ya que son las más parecidas a las humanas. Además se buscó una pistola 7.65 de las mismas características que la que tenía Huber, ya que la que siempre llevaba consigo no había aparecido.

Los peritajes del Labocar descartaron por completo que el coronel Huber se hubiese autoinferido una lesión, al menos con su pistola. Meses más tarde la jueza Espina ordenó nuevos experimentos con fusiles disparados a diferentes distancias. Se utilizó armamento calibre 5.56 y 7.62 para comparar luego las lesiones en los cráneos. Por otra parte, las pruebas de nitrato y carbono en las manos del cadáver del coronel arrojaron resultados negativos, no tenían residuos de pólvora. Todo indicaba entonces que el coronel había sido asesinado.

La jueza se constituyó en el puente El Toyo y aseguró que era casi imposible que alguien cayera accidentalmente. Descartó también que el militar se pegara un tiro arriba del puente o que le hubiesen disparado en ese lugar: era absolutamente imposible que se precipitara al río sin que quedaran restos de sangre en la baranda y pavimento del puente.

“Suponer que él se hubiera suicidado con su pistola, que hasta el momento no es la que le habría causado la lesión, resulta también imposible, porque significaría que para no dejar rastros de sangre el coronel tendría que haberse colgado de la baranda con una mano y con la otra haberse pegado el disparo”, señaló la jueza María Soledad Espina en 1996.

 

LA HORA DELA VERDAD

 

Sin embargo, la causa durmió durante trece años caratulada en los tribunales como suicidio, hasta que el juez Claudio Pavez asumió el caso en septiembre de 2005 y decidió caracterizarla como homicidio calificado. Investigador acucioso, Pavez inició nuevos interrogatorios y recabó antecedentes de otros procesos donde se describen las formas de operar de los servicios de inteligencia a fines de los 80 y comienzos de los 90. Muy pronto pudo elaborar una larga lista de presunciones que le permitieron aproximarse a lo que verdaderamente ocurrió a comienzos de 1992.

Así, el 7 de marzo pasado el juez Claudio Pavez sometió a proceso a cinco altos oficiales en retiro como autores de asociación ilícita para ocultar el asesinato del coronel Gerardo Huber. Ellos son el general (r) Eugenio Covarrubias, jefe de la Dirección de Inteligencia del Ejército (Dine) en 1992; el general (r) Víctor Lizárraga Arias, subdirector de la Dine en la misma época; el general (r) Carlos Krumm, ex director de Logística; el brigadier (r) Manuel Provis Carrasco, ex jefe del Batallón de Inteligencia del Ejército (BIE); y el capitán Julio Muñoz, amigo de Huber y ex miembro del BIE.

María Inés Horvitz, abogada del Consejo de Defensa del Estado (CDE), declaró poco después que “todo apunta a la intervención bastante directa de Víctor Lizárraga y Manuel Provis”, como autores materiales de la muerte del coronel Huber.

Según antecedentes que han trascendido, que se acumulan en los siete libros de la causa, medio centenar de oficiales y suboficiales de la Dine y el BIE juraron incondicional lealtad a Pinochet en 1996. Algunos de ellos se confabularon para evitar que el coronel Huber revelara a los tribunales o a la prensa lo que sabía acerca del comercio ilícito de armas y sustancias químicas, emprendido desde diversas instancias castrenses en búsqueda de lucro para un pequeño número de altos mandos.

El juez Pavez tuvo a la vista, por ejemplo, una declaración del 30 de noviembre de 2003 tomada en Holanda por dos detectives al ex suboficial Rodrigo Peña González, integrante en 1989 del Batallón de Mantenimiento de Material Blindado y Artillería, quien afirmó que el coronel Huber le entregó documentos sobre tráfico de armas y una nueva droga mortal elaborada por el ex químico de la Dina Eugenio Berríos. Peña González declaró en el marco de las investigaciones realizadas por el ministro Hugo Dolmestch para esclarecer la desaparición de cinco miembros del Frente Patriótico Manuel Rodríguez luego del secuestro del comandante Carlos Carreño, en septiembre de 1988.

Según Peña, el coronel Huber pensaba entregar esos documentos al periodista británico Jonathan Moyle, iniciativa que se vio frustrada cuando el reportero apareció muerto en su habitación del Hotel Carrera, comprobándose más tarde que había sido asesinado. Ese homicidio hasta hoy permanece en penumbras. Peña, quien pidió asilo político en Holanda en 2001, relató que Huber le entregó otros documentos con antecedentes sobre compra de armas a Israel y ventas a países árabes.

Según las presunciones del juez Pavez, el coronel Huber habría sido secuestrado por agentes del BIE y conducido a un recinto secreto de la Escuela de Inteligencia del Ejército (EIE) en Nos, donde también funcionaba el Laboratorio de Guerra Bacteriológica del Ejército, que en 1992 dependía del director de la Dine, el general Eugenio Covarrubias. Este oficial junto a Manuel Provis mantuvieron secuestrado al químico Eugenio Berríos en septiembre de 1991, antes de que fuera sacado -en octubre- hacia Argentina y luego a Uruguay, donde finalmente fue asesinado por los servicios de inteligencia chileno y uruguayo.

 

CAREOS Y CONTRADICCIONES

 

El 15 de febrero de 1992 el general Lizárraga y el brigadier Provis viajaron a Linares a buscar al hijo menor de Huber, que estaba con su tía Clina Polloni. Provis ha sostenido ante el juez Pavez que fueron a buscar a una vidente para intentar dar con el paradero del oficial desaparecido. Lizárraga, por su parte, ha dicho que eso es mentira. Una de las presunciones del magistrado es que viajaron para traer al niño de seis años y usarlo para presionar a Huber, propósito que falló al negarse la tía a entregar al muchacho.

Otro dilema que busca esclarecer el juez Pavez es saber cómo los secuestradores se enteraron de que Huber estaría solo aquella noche de enero de 1992 en San Alfonso. Una presunción es que les avisó un nieto de Pinochet, Hernán García Pinochet, que estaba presente como yerno a la sazón del dueño de casa.

El magistrado también logró ubicar e incautar la pistola Walter PPK calibre 7.65 mm. que portaba Huber y que ahora tiene el número de serie adulterado. Se mantiene en reserva la identidad de quien guardaba el arma.

Lizárraga y Covarrubias afirmaron ante el juez que Pinochet dirigía personalmente el Batallón de Inteligencia del Ejército. El anciano ex dictador, que también declaró en el proceso, sostuvo, como es habitual, que no recuerda nada.

En tanto, la investigación del magistrado avanza rápidamente. El Mercurio sostuvo el sábado 18 de marzo que el presunto autor material del asesinato del coronel Huber sería un militar activo, destinado en un regimiento del sur del país y con nexos con un ex agente de la CNI.

Manuel Provis, sindicado como uno de los principales sospechosos, trabajó codo a codo con el mayor (r) Alvaro Corbalán en el cuartel Borgoño de la CNI, y surge hoy como uno de los principales operadores de la inteligencia militar tras el retorno de la democracia en 1990. El estaba al mando del Batallón de Inteligencia del Ejército -cuya base estaba en un cuartel ubicado en la calle García Reyes de Santiago-, sindicado como brazo operativo de la Dine, en estrecho contacto con la Central de Información y Coordinación, unidad que tenía a cargo las escucha y recolección de datos provenientes de las comunicaciones policiales internas.

Del director del BIE, hoy inexistente en la estructura del ejército, dependían siete departamentos: Dirección Metropolitana de Inteligencia Política, Brigadas Regionales de Inteligencia, Departamento de Inteligencia de Telecomunicaciones, Departamento Sicopolítico, Departamento de Inteligencia Externa, Departamento de Seguridad y Departamento de Apoyo Logístico y Administrativo.

El Departamento de Inteligencia de Telecomunicaciones era el encargado de las escuchas telefónicas.

En aquellos primeros meses del retorno a la democracia, desde el Ministerio del Interior se solicitó la colaboración de expertos en contrainteligencia de España, Israel y Estados Unidos para rastrear la presencia de micrófonos ocultos en La Moneda. Se encontró un dispositivo de escucha oculto en el escritorio del titular de Interior, Enrique Krauss, sumiendo en la inquietud a los funcionarios del palacio.

 

ESCUCHA AL CONGRESO

 

El cuartel de escucha que el BIE mantenía en Viña del Mar se ubicaba en calle Alvarez. Allí, en un bungalow de dos pisos, protegido por un portón de fierro y frondosos árboles, funcionó durante más de un año un equipo de agentes dedicados a captar comunicaciones telefónicas. Metros más allá, otro grupo de agentes, encubiertos en un local que aparentaba ser una compraventa de automóviles, desarrollaban tareas de apoyo.

La vigilancia electrónica sobre el Congreso era apoyada por camionetas que se estacionaban en sectores cercanos al edificio. Esos vehículos se estacionaban ocasionalmente también en el cuartel central del BIE, en calle García Reyes de Santiago.

Una camioneta Volkswagen cerrada, de color crema, perteneciente también al Departamento de Inteligencia de Comunicaciones, frecuentemente se estacionaba en la Plaza O’Higgins, vecina al Congreso Nacional. En ella, un complejo equipo de escucha no dejaba de funcionar. Este trabajo era apoyado por agentes encubiertos que frecuentaban la sede del Legislativo. Uno de ellos, un hombre alto y de bigotes, asistía a la sesiones y recogía fotocopias de documentos considerados importantes que le entregaba un anónimo contacto en el corazón del Parlamento.

Toda esa información era procesada y clasificada por un equipo de a lo menos ocho hombres, varios de ellos civiles, que actuaban como analistas de inteligencia. Uno de ellos era sobrino del general (r) Hugo Salas Wenzel, ex director de la CNI.

 

OPERACIONES ESPECIALES

 

En un ámbito del BIE muy difuso aún, conocido por algunos como G-4 y dirigido por un capitán, existía una unidad confidencial que realizaba operaciones especiales. Probablemente una de ellas haya sido el denominado “Sistema de Control de Bajas”, que algunos oficiales han revelado al juez Claudio Pavez, y que consistía en una estructura destinada a sacar del país a los agentes en peligro de quedar expuestos ante la justicia o que mostraban debilitamiento en su lealtad a Pinochet y sus adláteres.

Esa unidad se vinculaba con el Departamento de Servicio Secreto de la Dine y con algunas instancias de la justicia militar para dar protección a los agentes que estaban apareciendo involucrados en numerosos procesos por derechos humanos que se activaron con fuerza tras el retorno de la democracia. Gracias a esta estructura pudieron eludir la justicia durante largo tiempo agentes como el “Guatón” Osvaldo Romo, el “Fanta” Miguel Estay Reyno, el “Mauro” Carlos Herrera Jimenez, el “Huiro” Arturo Sanhueza Ross y el químico Eugenio Berríos, entre otros.

Cada uno de ellos tiene una vasta carrera delictiva bajo la cubierta de agentes de los servicios de inteligencia y seguridad. Sanhueza Ross, por ejemplo, se inició persiguiendo a los guerrilleros del MIR en Neltume. Entonces era teniente. Hizo méritos para ser incorporado a la Dine y fue destinado al equipo de ejecutores, que llevó a cabo asesinatos como los del 7 de septiembre de 1983 en las calles Fuenteovejuna 1330, de Las Condes, y Janequeo 5707, de Quinta Normal, que costaron la vida a cinco dirigentes y militantes del MIR. El 4 de septiembre de 1989, el ahora capitán Sanhueza Ross participó en el asesinato del dirigente mirista Jecar Nehgme Cristi. Hoy se conoce que ese equipo de ejecución de la Dine tenía un objetivo alternativo a Nehgme: el periodista Manuel Cabieses Donoso, director de Punto Final. Tanto Jecar Nehgme como el director de PF (la revista había reaparecido en agosto de ese año), fueron sometidos a seguimientos y controles encubiertos a fin de conocer exactamente sus movimientos y elegir el momento y lugar del atentado.

La investigación del juez Pavez ha comenzado a abrir una nueva Caja de Pandora que podría conducir a la aclaración de muchos procesos judiciales pendientes, algunos de los cuales languidecen en los tribunales. Entre ellos, por ejemplo, el del espionaje telefónico que sepultó en 1992 las aspiraciones presidenciales de Sebastián Piñera; el del asesinato en Montevideo del químico Eugenio Berríos y su presunta participación en la muerte del ex presidente Eduardo Frei Montalva y en la creación de un revolucionario sistema para refinar cocaína; el por el asesinato del periodista británico Jonathan Moyle; y por las redes ocultas del tráfico de armas, que aparentemente benefició al general Augusto Pinochet.

No parece casualidad que en el tráfico de armas a Croacia, que costó la vida al coronel Gerardo Huber, uno de los implicados, José Sobarzo Poblete, jefe de Presupuesto de Famae en el momento de negociarse la transacción, fuera también gerente de Belview, una firma a través de la cual Pinochet lavó dinero en Estados Unidos, Europa y Chile

 

MANUEL SALAZAR SALVO (*)

 

(*) Periodista de la Universidad de Chile, autor de Contreras, historia de un intocable; Guzmán: quién, cómo y por qué; Bajo sospecha; Traficantes y lavadores; Chile: 1970 y 1973 y La historia oculta del régimen militar, en conjunto con Ascanio Cavallo y Oscar Sepúlveda. Profesor de investigación periodística en varias universidades, Salazar fue acusado de “espionaje” por la justicia militar en 1992, tras haber publicado en La Nación el artículo “Vigilados y escuchados. Cómo ha operado la inteligencia militar sobre los civiles en los últimos dos años”. Parte de esos antecedentes se reiteran en este artículo y comprometen las actividades del Batallón de Inteligencia del Ejército.

 

(Publicado en Punto Final Nº 611, 24 de marzo, 2006)

 

 

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