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ArribaAbajoCapítulo XI

La República (1817-1842)


Llegada de Freire en 1817.- Los primeros Gobernadores de la Independencia.- Persecuciones a los realistas.- Agitaciones políticas.- La revolución de José Prieto Vargas 1818-1819.- Unión de Talca a la asamblea de Concepción contra el Director Supremo.- Pronunciamientos militares de don Juan de Dios Castro y de don Manuel Quintana Bravo.- La asamblea departamental de 1826.- Talca lucha por ser provincia.- Adelantos locales.- Fundación del Instituto Literario.- Creación de la provincia en 1833.- Portales cumple su palabra.

La noticia de que una parte del Ejército Libertador, al mando de don Ramón Freire, había descendido los Andes y se encontraba acampado en las serranías del Teno, llenó de entusiasmo a los vecinos de Talca. Hombres de todos los rangos se apresuraron a reunírsele: en acelerada y oculta marcha partieron llevando a su cabeza a don José Manuel Borgoño y a don José Prieto Vargas.

Freire los incorporó a su columna, entre cuyos oficiales había también muchos vecinos que tuvieron que cruzar los Andes en 1814; entre ellos estaba don Matías Silva. Respuesta de las fatigas de la marcha, bajó la división patriota hasta Cumpeo, donde sostuvo un encuentro con los realistas el 3 de febrero48.

Sólo don Vicente de la Cruz y Burgos, no pudiendo resistir su situación, sin tropas y con todo la opinión del pueblo en su contra, se apresuró a salir de la ciudad y huir a Concepción. Freire entraba en ella el 11, y el pueblo, en solemne Cabildo, nombró Gobernador interino al anciano y respetado vecino don Pedro Donoso y Arcaya. A Donoso le tocó publicar por bando el nombramiento de Bernardo O'Higgins como Director Supremo, nombramiento que fue bien recibido por el vecindario, «con los sentimientos justos de un verdadero americanismo, tan interesado en nuestra sagrada causa y la de verse libre de la opresión de los tiranos», según decía Donoso al Director Supremo el 24 de febrero.

Pasados algunos días, calmados los ánimos y definida la situación de los patriotas, éstos volvieron a reunirse en Cabildo abierto el 17 de abril, con el fin de elegir una corporación que reflejara las ideas abiertamente patriotas. Se designó a don Dionisio San Cristóbal y Opazo, a don Manuel Vergara y a don José María Maturana, para que eligieran a las personas que formarían el nuevo Cabildo. Éste quedó integrado así: como primer alcalde, don José Manuel Borgoño; como segundo, don Ignacio Vergara; alcalde provincial, don Matías Silva; y regidores los señores don Diego Miguel Cruz, don Domingo Opazo y Artigas; decanos, don Francisco Urzúa y Opazo, y sub-decano, don José Miguel Opazo y Artigas; y alguacil mayor don Francisco Salcedo y Opazo.

La designación del Gobernador interino recayó en don José María Silva y Donoso, una de las desgraciadas víctimas de la tiranía. Silva hacía poco que había llegado a Talca, después de ser libertado de los castillos de Valparaíso por los patriotas, a raíz del triunfo de Chacabuco.

Mas las necesidades de la guerra exigían por el momento poner en Talca a un militar al mando de la provincia. El primero en ocupar este cargo por nombramiento supremo fue el coronel don Luis de la Cruz. El coronel Cruz tomó importantes medidas para resguardar y traer la tranquilidad a la región. La primera de ella fue asegurar a los realistas repartidos en la provincia y suprimir a los últimos partidarios del montonero Neira49.

Don Vicente de la Cruz y Bahamonde, don José Antonio de Armas, don Matías Barasarte, don José A. Antúnez, don Manuel Concha, don José Oliveira, don Melchor Zapata, don Juan N. Cruz, don Juan Crisóstomo Zapata y don Manuel Astaburuaga, fueron apresados, remitidos a Santiago y secuestrados sus bienes50.

Don José María Silva y Donoso, en premio de sus sufrimientos, fue nombrado Presidente de la Junta de Secuestros, o sea depositario de los bienes confiscados a los realistas. Todas las medidas de Cruz fueron aprobadas por el Cabildo en sesión de 11 de septiembre. En esta ocasión pidió esta corporación al Director Supremo que dejase en el mando a don Luis de la Cruz «y que si se iba a dedicar a asuntos militares le facultase a ella para elegir un teniente de Gobernador que lo reemplazara en su ausencia».

El gobierno central no escuchó esta proposición y nombró a don Francisco Montes y Larrea para sucesor de don Luis Cruz. El gobierno de Montes fue de corta duración. Durante él los talquinos prestaron su adhesión a una pronta declaración de la independencia. En ella no sólo estamparon su firma los «ciudadanos», sino también las más distinguidas damas, que lo hicieron «como ciudadanas», dando muestra de su preclaro patriotismo, único, caso entre todas las ciudades de la naciente República en que la mujer exteriorizaba su sentir de patriota y su sacrificio por una causa. Este acto y el de la adopción de una nueva bandera nacional, dio origen a que el 5 de octubre se hicieran grandes fiestas patrióticas, con iluminaciones y bailes populares, luciendo todos hasta el más infeliz, el gorro de la libertad.

El 25 de diciembre entregó Montes el mando de la ciudad al Teniente Coronel don Enrique Martínez, cuyo gobierno se extendió hasta junio de 1818, en que volvió a hacerse cargo del mando don Luis de la Cruz, quien a su vez lo entregó el día 14 de julio al Coronel don Matías Zapiola.

El mismo día en que se hizo cargo del mando el coronel Zapiola, fue elegido el segundo Cabildo independiente o patriota, en la siguiente forma: alcalde de primer voto, don José Miguel Opazo y Artigas, de segundo don Manuel José Henríquez, regidor decano don Pedro Urzúa y Opazo, alcalde provincial don Bernardo Letelier y regidores los señores Domingo de Opazo y Artigas, Gregorio Fernández, Ramón Concha y Francisco Barros.

El vecindario, que recién terminaba de sufrir las incertidumbres de Cancha-Rayada y del triunfo de Maipú51, se sintió feliz con el nuevo Cabildo, formado por esclarecidos patriotas, lo que les daba confianza en la nueva etapa que iba a comenzar.

Se corrió en estos días una lista entre el vecindario para pedir una Constitución.

* * *

Parece que Zapiola llevaba instrucciones de dar a Talca un Gobernador propio, es decir, un ciudadano elegido entre los vecinos principales. Desconocedor del ambiente, se fijó en el joven patriota don José Prieto y Vargas, que había sido uno de los más ardientes revolucionarios y cooperadores en la avanzada de Freire en 1817. Hijo de un distinguido hogar, estaba vinculado a las principales familias de la ciudad, pero su carácter era violento, voluntarioso, creyó siempre que las revoluciones eran cosas tan fáciles como las combinaciones, escamoteos de voto o cambullones de Cabildo.

Designado Gobernador por Zapiola, Prieto principió a ejercer el mando con actos propios de un joven atolondrado. Sin práctica alguna, pues nunca había sido ni siquiera cabildante, única escuela que tenían los hombres de aquellos años para aprender algo en el orden administrativo y judicial, vio bien pronto su inexperiencia. Para salvar este obstáculo llevó a su lado, por nombramiento que le hizo el 26 de mayo de 1818 como asesor, al escribano don Tomás Henríquez. Unía a su incapacidad su «viciosa conducta». Esta situación hizo elevar los clamores del vecindario al Director Supremo, quien dispuso su inmediata separación y nombró en su reemplazo al Teniente Coronel de Milicias don Patricio Letelier.

Esta designación fue bien recibida. Era Letelier un antiguo patriota y acaudalado vecino. Hombre de buena educación. Se hizo cargo del mando el día 14 de agosto de 1818 y prestó juramento ante el Cabildo «por su palabra de honor y por la cruz de su espada, desempeñar fielmente el cargo».

La justa destitución de José Prieto fue mirada por sus hermanos y algunos de sus parientes como un ultraje. Tenían todos el espíritu de los caudillos, que no toleran observaciones y creen que sus actos son los únicos justos y verdaderos. Desde el primer momento principiaron a reunirse y conspirar, ya no contra el gobierno local, sino contra O'Higgins.

Se reunían en casa de don José Prieto, a la que concurrían sus hermanos Francisco de Paula y Juan Francisco y su primo don José Vargas. Estos conspiradores principiaron a escribir panfletos contra O'Higgins, y difundir proclamas, llamando a los pueblos a un régimen federal y a luchar contra la tiranía.

Poco les costó a las autoridades dar con el foco de estos conspiradores y ordenó prenderlos. Sabedores de esta orden, se apresuraron a salir de Talca, jurando antes de partir «perder la vida en la demanda». Don Francisco de Paula se fue a Cumpeo, desde donde principió a lanzar sus proclamas. Al pasar por allí el Batallón de Granaderos, lo atrajo y sublevó. Quiso seguir su campaña y pasó a Santiago. En esta ciudad fue denunciado y fusilado por orden de O'Higgins. Sabedor de esta desgracia su hermano José, juró vengarse redoblando la campaña con los granaderos, amigos y partidarios, formando una fuerte montonera que llegó a cortar las comunicaciones con Concepción52.

Esta situación determinó al gobierno a enviar una división militar para destruirla, al mando del coronel don Pedro Barnechea. La montonera no se dejó tomar, se escabullía y burlaba su persecución. Se plagaron los campos de patrullas y de espías, para tenderles lazos, pero todo fue inútil. Esto sucedía en febrero de 1819. Un mes después, el 31 de marzo a las 8 de la noche, se presentó don José Prieto a la cabeza de sus huestes a la casa de don Juan Albano Cruz, en Quechereguas, y le pidió plata bajo amenaza.

Después de esta estimación, avanzó hacia Talca y se instaló a una legua de la ciudad, en Hulquilemu. En abril de 1819, resolvió el intrépido Prieto atacar a Talca. Era al mismo tiempo que una temeraria aventura, una galante osadía, pues pretendía entrar a la ciudad donde había sido Gobernador, encontrar hombres que secundaran sus planes federales y estrechar en sus brazos a su amada.

El 18 mandó un altivo oficio al Cabildo rechazando los ofrecimientos de perdón que le tenía hecho el Gobernador:

«Hago un total desprecio del perdón que se me anuncia por conocer, debo morir por defender la causa. Todavía quedan dos... y es necesario sepan morir al ejemplo del mayor».



Pidió al Cabildo la entrega de tres mil pesos en el plazo de horas, hasta la una de la mañana, y desafió a Barnechea, diciéndole:

-Trate de defenderse, que yo trato de pelear con Ud.

El Cabildo no respondió. Prieto hizo avanzar a su gente hasta la calle de San Juan de Dios, produciendo gran alarma en el pueblo. Sólo al día siguiente, 19 en la noche, se atrevió a atacar la plaza, por todas sus bocas calles, «con mucho brío», pero sin hacer un asalto cuerpo a cuerpo, sino que sus hombres se limitaron a disparar a media cuadra de distancia. No sintiéndose con fuerzas suficientes para vencer, se retiró en la misma noche a sus posesiones de Huiquilemu, desde donde emprendió marcha al sur, huida que terminó con la toma de Linares, donde saqueó las oficinas públicas.

Barnechea no descansaba; día a día acosaba más y más a Prieto, que ya estaba casi rendido por los elementos y las circunstancias. El día 12 de mayo paró su montonera en las casas de su amigo y amparador don Roque Vergara, de la ciudad de Talca. Don Roque Vergara y su hija doña Manuelita lo recibieron con gran atención:

«Después de comer un rico valdiviano y frutas se pusieron a jugar los Prietos y las niñas».



Al poco rato de irse a descansar sintió doña Manuelita ruidos de cajas y corrió a avisarle a Prieto que creía vinieran los dictatoriales. Prieto calmó sus temores diciéndole que eran sus soldados que se entretenían con las cajas tomadas en Linares. No se engañaba doña Manuelita, pues muy pronto se vio la casa rodeada y el aire atronado de estampidos. Un corto tiroteo fue suficiente para derrotar y poner en fuga a su montonera, de la que murieron veintisiete hombres. Sólo cuatro soldados de Barnechea perecieron en el encuentro.

Así cayó don José Prieto en poder del Coronel dictatorial. Don Juan Francisco, según su propia expresión, se salvó «por una feliz casualidad a la grupa de un granadero».

Inmediatamente Barnechea, que se sentía molesto desde los primeros pasos de su campaña, ofició al Director Supremo, el 13 de mayo diciéndole: «Deseaba con ansias proporcionar a V. E. un día más de gloria».

Prieto fue conducido a Talca y encerrado en la cárcel, junto con sus principales ayudantes. El 13 hizo su primera declaración ante el juez don Ramón Picarte; en ella manifestó entereza y valor. Dijo haber luchado por una causa que él creía justa, por un régimen federal y que ahora estaba preso por uno de fuerza. El 14 volvió a declarar y con todo valor dijo que O'Higgins oprimía a los pueblos. El día 20 terminaron las declaraciones de los otros presos. El 22 el Consejo de Guerra dictó sentencia condenando a la pena de muerte a los montoneros para el día 24, a las 8 a. m., en la Plaza principal.

El mismo día 22, se mandó suspender la sentencia «por motivos poderosos». Era el Cabildo que lo había pedido mientras llegaba el perdón del Director Supremo53. El Cabildo y el vecindario de Talca se había preocupado desde el primer momento por la suerte de Prieto. Hicieron gestiones y movieron influencias para impedir el fatal desenlace. Casi tuvieron éxito, pues Barnechea, indeciso, mandó al principio suspender la ejecución de la sentencia, después volvió atrás y ordenó se cumpliera. Vio que era su deber como militar y como partidario de O'Higgins: matar a un enemigo más del Director Supremo era contribuir a la tranquilidad del país, mientras que quitar la vida a un desconocido cabecilla era cosa sin importancia.

Barnechea contestó al Cabildo: «Jamás se oirá en Chile que Barnechea contribuya en inútiles servicios a la Patria», y sus palabras llenaron de terror a los cabildantes.

Sin embargo, no desmayaron, insistieron con todas sus fuerzas para que se esperase la llegada del perdón. A pesar de todo la ejecución se retardó dos días; fijada para el 24 se llevó a efecto el 26.

El día 25 ordenó Barnechea poner a Prieto en capilla, «y habiéndole hecho poner de rodillas le leí la sentencia de ser fusilado», dice el escribano. Se llamó a un confesor para que lo preparase a morir cristianamente. Al día siguiente, pasada la una, fue sacado de la cárcel con una buena escolta. Se leyó a son de cajas, la sentencia que ordenaba su ejecución, se le pasó por las armas entre una y dos de la tarde54.

Barnechea hizo desfilar las tropas delante del cadáver.

Prieto fue sepultado en la Iglesia Parroquial.

* * *

El movimiento general que se levantó en todo el país contra la dictadura de O'Higgins, tuvo una franca acogida en Talca. Las familias realistas, los parientes de Prieto, y todos aquellos cuyos esfuerzos y esperanzas aparecían truncadas, vieron en él una oportunidad de liberación.

Talca se había preocupado de la suerte del país, concurriendo con su representante don Casimiro Albano Cruz a la Convención preparatoria de 1822. Había asimismo felicitado al Director Supremo el 16 de septiembre de 1822 por la organización de la expedición libertadora55.

El 29 de diciembre de 1822 recibió el Cabildo al nuevo Gobernador, don Juan de Dios Romero, nombrado en lugar de don Manuel Antonio Recabarren.

Desde 1817 había tenido Talca cinco Gobernadores impuestos por la autoridad central. Este hecho que no tiene nada de particular para nosotros, ya que el régimen era centralista, lo tuvo en aquel momento, pues los hombres que actuaban en la política lugareña, tenían deseos de tener gobernadores nombrados entre sus vecinos. Así comprendía, y se desprende de los documentos de la época, las nuevas ideas de libertad que engendró la revolución provocaron ambiciones y deseos en favor de una intervención en la dirección de los negocios públicos.

El movimiento revolucionario de Concepción fue muy bien mirado por los talquinos. El pueblo reunido en Cabildo abierto el 15 de enero de 1823, dirigió un oficio a los revolucionarios de Concepción, a fin de exponer a los jefes los sentimientos del vecindario, «lo amargado que se ve del tirano y lo importante que es se coloque aquí una fuerza para que se propague el dulce nombre de los libres».

Se comisionó por medio de una acta56 poder a don Miguel Barasarte, a los señores don Bernardo, don Toribio y don Feliciano Letelier, a don Tomás Bravo y al R. P. Joaquín Vera, para que fueran a Concepción a manifestar los sentimientos de la ciudad.

Dos días después, el 17, se volvió a reunir un Cabildo abierto para designar Gobernador. Presidió don Antonio Vergara, quien pidió «que la elección se hiciera en paz y quietud». Se eligió al vecino don Juan de Dios Castro, que se había mostrado enemigo de O'Higgins y partidario de los revolucionarios. Alcaldes fueron nombrados los señores José Miguel Opazo y Artigas y Diego Miguel de la Cruz.

El acta agrega «acto ejecutado sin violencia y sin bayonetas».

El General O'Higgins miró esto como uno de los tantos cambullones del bullicioso Cabildo talquino. Preocupaciones graves, derivadas de la situación política, absorbían toda su atención.

Pocos días después, el 28 de enero, fecha en que dejó el mando, llegaba la noticia a Talca. Todos sintieron que se abría una nueva esperanza. El 8 de febrero se lanzó una proclama que decía:

«Hemos visto que el Gobierno de la Capital conducido por un egoísmo y ambición inexplicable ha perseguido la virtud y el mérito».



El Cabildo, por su parte, comunicó a la Asamblea de Concepción57 «que los votos de los habitantes de Talca están unidos a la justa causa de los libres».

* * *

Si don Juan de Dios Castro había sido elegido por votación popular Gobernador de Talca, el día 17 de enero, su elección se debió a las múltiples gestiones que desde tiempo atrás venía haciendo para ocuparlo. A pesar de estar emparentado con la familia realista de los Cruz, se había mostrado patriota y llegado a ocupar después del triunfo de Chacabuco el cargo de Teniente de Ministro del Tesoro58. Su elevación al poder no fue bien mirada por una gran mayoría del vecindario, que bien pronto se dio cuenta de la sorpresa de que había sido víctima. Lo más grave y antipático era la vuelta de los Cruz, cosa que el vecindario no podía soportar, pues aún estaba vivo el recuerdo de su tiranía.

Un mes después de hacerse cargo del mando, ya existían fuertes murmuraciones en su contra:

«Soy criticado con dolor -decía-, no ambiciono mando, el gobierno que no tiene fuerzas que le sobrevengan tiene estos resultados, máxime en los pueblos cortos, que hay siempre diferencias entre las familias, y esta pasión es la que obra».



Estas palabras de Castro reflejan con exactitud su situación. El vecindario no le quería ver allí. Este movimiento de opinión lo encabezaba el activo patriota don José María Silva, que sólo veía en Castro a un Cruz.

El 8 de marzo de 1823 se reunió en casa de Silva una gran número de vecinos que establecieron una especie de asamblea popular o Cabildo abierto. Después de deliberar, ya cerca del anochecer, se atrevieron a oficiar al Gobernador:

«Los ciudadanos aquí suscritos, en nombre suyo y de otros, hacen presente a Ud. la necesidad que hay de que en este momento se mande franquear la Sala Consistorial para reunirse allí con el objeto de exponer cosas interesantes al buen orden y seguridad pública».



Le pidieron también poner las fuerzas a disposición del pueblo59.

Castro se negó. Siguió reunido este grupo de vecinos hasta media noche y a las 11 le envían a Castro un último oficio en el que le decían:

«Dentro de media hora esperamos su contestación, bajo las responsabilidades puestas en nuestra nota».



Los patriotas como ellos se llamaban, habían trazado un plan consistente en la celebración de un Cabildo abierto, mientras don Patricio Letelier con sus milicianos esperaría afuera del pueblo órdenes para entrar por la fuerza si Castro no cedía. Letelier partió a tomar el mando de sus milicianos que bien pronto reunidos en gran número se situaron en las casas del Trapiche.

Al día siguiente volvieron a reunirse en casa de Silva para dar término a sus planes. Se comisionó al mismo Silva y a don Bernardo Letelier para pedirle su renuncia. Castro vio su situación perdida; por un lado tenía a todo el vecindario, o lo más representativo en su contra, y por el otro eran escasas las fuerzas con que contaba para su defensa. Por otra parte, Letelier con sus milicianos le amenazaba. Había comunicado a los reunidos en casa de Silva que sus fuerzas «están que prenden en el aire para arrollar las cortas fuerzas que tiene el Cabildo de guardia, la plebe sólo espera que avance para saquear su casa, la de su padre y hermanos políticos, porque ha comprendido que ésta es una guerra entre patriotas y godos».

Castro se dio cuenta de esta situación, y expresó a Silva y a Letelier que estaba dispuesto a entregar el mando, pero no en el Cabildo sino en la persona del sargento mayor don Antonio Cienfuegos. Silva aceptó. Quitadas las fuerzas puestas por Castro en la sala del Ayuntamiento, se reunieron los vecinos en Cabildo abierto, ante quien aceptó el mando Cienfuegos.

Parecía que la situación estaba ganada por el vecindario, pero Castro retirado en su casa, desde las primeras horas iba bien pronto a perturbar el orden que había costado tantos sacrificios establecer. No podía, tanto él como sus partidarios los Cruz, contentarse con la pérdida de tan ambicionado cargo. Era también cuestión de partido y de rivalidades. La trama de Silva lo había sorprendido, pero ahora él, iba a tomar la revancha.

Meditó su plan de conspiración.

A las 12 de la noche del mismo día 9, con dos o tres de sus partidarios, sorprendió al piquete de tropas acuarteladas en la cárcel, le habló y repartió dinero. Los soldados, que no comprendían los fines de Castro, no trepidaron en ponerse a sus órdenes, ante el oro que pasaba por sus manos. Al amanecer del 10, Castro era dueño de la fuerza y podía imponerse. Era doblemente audaz, recogía el guante y atropellaba la ley.

Sus primeros pasos consistieron en oficiar a Cienfuegos para que reuniese el Cabildo, y que «sin el menor retardo le entregara el mando», pues tenía órdenes de Freire. Cienfuegos no creyó que esto fuera una falsedad y mandó reunir el Cabildo, al que se apresuró asistir Castro. Cienfuegos le pidió exhibiera poderes y Castro sólo pudo exhibir uno en que se le nombraba jefe de las tropas contra los Pincheira. Varios vecinos le reclamaron a grandes voces que eso nada tenía que ver con el mando de la ciudad. Castro no se amilanó ante este argumento y con gran audacia les dijo: «Yo tengo la fuerza y mando».

Cienfuegos, hombre de calma y de gran dignidad, replicó: «V. M. sólo de ese modo puede usurpar la autoridad legítimamente constituida».

Se sintió por un momento en la Asamblea que la fuerza se imponía. Cienfuegos vacilaba. Entonces desde su sitio gritó don José Miguel Opazo y Artigas:

«Ud. señor Cienfuegos es responsable si entrega el mando al señor Castro; debe Ud. sostenerse a todo trance, para corresponder a la confianza que el pueblo le ha depositado».



Opazo había salvado la dignidad de la autoridad. Cienfuegos no entregó el mando y así se pudieron retirar los vecinos confiados aparentemente a sus casas.

Castro, furioso por la tenacidad de Cienfuegos, principió de nuevo a conspirar. Rodeado de sus soldados y partidarios dijo al pueblo reunido en la plaza que había sido repuesto, que tocaran las campanas y se prendieran cohetes y así lo hicieron sus secuaces.

Los enemigos de Castro, los partidarios del orden y del régimen legal, vieron que éste era un caudillo que se les imponía por la osadía y por la fuerza60, y resolvieron sostener a Cienfuegos. Se organizó con prontitud un piquete de cuarenta y tres tiradores y se situaron en las puertas de la casa de Cienfuegos. Por su parte los hacendados armaron a sus huasos y en corto tiempo más de mil trescientos hombres estuvieron prestos a invadir Talca y a no dejar un partidario de Castro con vida si éste no respetaba a Cienfuegos. Esta amenaza llegó a oído de los Cruz que obligaron a Castro a abandonar la ciudad y dejarla en manos de la autoridad legal61.

«La muy antigua y nacional»62ciudad de Talca tendría que experimentar aún nuevas amarguras.

* * *

No habían pasado aún los tristes recuerdos del fatal gobierno de Castro y de sus partidarios los Cruz, que evocaban los días del Tribunal de Vigilancia, cuando fue a desempeñar el mando de la ciudad don Manuel de Quintana y Bravo, hombre despótico y atrabiliario63.

Desde su llegada a Talca, en abril de 1823, tuvo dificultades con el Cabildo. Esta corporación veía sus esperanzas frustradas, cuales eran la de elegir ella al Gobernador; y el Gobernador por su parte sólo veía a los cabildantes como hombres preocupados de pequeñeces. Los ánimos se agriaron en tal extremo que Freire se vio en la necesidad de mandar a don Manuel Bulnes a calmarlos.

Los patriotas se reunían en la casa de don José María Silva, que era el caudillo. Levantaba los ánimos y era el alma de estas reuniones el cura de la ciudad, don Ángel María Rivera. Rivera no descansó hasta hacer salir a Quintana, llegó a ser el árbitro de la política lugareña. Ganó la elección de diputados realizada el 6 de agosto, en que resultaron elegidos su amigo Silva y el presbítero don Bernardino Bilbao.

El 15 de marzo de 1824 se sublevó el regimiento Cazadores. Quintana y Bravo, que se encontraba irritado por su destitución y resentido con el cura Rivera, vio en esta revuelta la ocasión para recuperar el mando:

«Halagó a la tropa con promesas de perdón, si lo ayudaban a derribar a los cuatreros del Cabildo».



En medio de la confusión que se produjo, se apoderó de hecho Quintana del mando.

Ya dueño de la situación, descargó sus rencores contra el Cabildo, ordenando la prisión del decano don José Antoni Rivera y la confiscación de sus bienes. Los cabildantes se sintieron aterrados por estas medidas, que según ellos «no respetaban los derechos del hombre».

El procurador de ciudad, don Dionisio San Cristóbal y Opazo, quiso a nombre del Cabildo oponerse a ellas a pesar de las amenazas de Quintana, que vociferaba que no «había más ley que lo que él dijese».

Algunas semanas después resolvió reunirse el Cabildo. El 7 de abril se juntaron los señores José Miguel Opazo, Pedro Bravo, Dionisio San Cristóbal y Opazo, Manuel José Henríquez, Domingo Silva y Ramón Letelier. Elevaron una queja contra Quintana, pidiendo se le procesase por sus delitos «pues si queda impune este crimen, decían, nos reducirá en breve a la más espantosa anarquía, y alistará Chile gobernantes que al asilo de las bayonetas mandarán despóticamente los pueblos a la ley de sus antojos».

La autoridad judicial dio lugar a la formación de causa. Sin embargo, Quintana, amparado por su amigo el General Freire, siguió en el mando, despreciando toda oposición. Dueño y señor de la autoridad, designó en agosto de 1824 un nuevo Cabildo para que reemplazara al que lo había acusado. Tuvo para ello una curiosa razón:

«Ya que todo es una misma familia -dijo-, da lo mismo uno que otro, es cuestión de nombres».



El 5 de octubre comunicó a Freire haberse efectuado tranquilamente las elecciones de diputados, «pues no están José María Silva y el Cura», y haber resultado elegidos don Casimiro Albano y don José Manuel Borgoño, y de suplentes don Manuel Pío Silva y don Carlos Rodríguez.

La influencia de los vecinos hizo salir por fin a Quintana del mando en noviembre de 1824, fecha en que se hizo cargo del mando don José Patricio Castro. Con esta designación se tranquilizaron los ánimos. El 16 de enero del año siguiente hubo nueva elección de cabildantes, notándose una franca reacción hacía los antiguos patriotas. El bando de los Cruz no tuvo representantes. Fueron elegidos alcaldes don José María Silva y don Pedro José Donoso y Arcaya. Donoso y Arcaya tuvo que renunciar por su ancianidad, y se designó en su reemplazo a don Dionisio San Cristóbal y Opazo.

* * *

El año 1826 es uno de los más importantes en la historia de Talca. Envuelta la República desde la caída de Freire en la anarquía, ella repercutió en la vida de los habitantes de San Agustín de Talca.

La tradición colonial de la independencia del Cabildo, reforzada con la que formaron las generaciones siguientes y sus propósitos de influir en la elección de sus gobernadores, hizo surgir una serie de conflictos entre esta corporación y el poder central. El Ejecutivo no reconoció esta facultad. Poco a poco les fue quitando atribuciones: primero no les dejó nombrar a sus gobernadores, y después privó a los alcaldes de la facultad de ejercer justicia64. Quedó así el Cabildo reducido a un cuerpo edilicio, sin intromisión alguna en la política. Sólo algún tiempo podía durar esta situación, los acontecimientos de 1826 vinieron a definirla, adquiriendo verdadero relieve la actitud de los cabildantes.

Dictada la Constitución federal de 1826, Talca pasó a formar parte, como cabeza de departamento, de la provincia de Colchagua, cuya capital era Curicó. El Cabildo y todo el vecindario reclamó. No podían tolerar depender de una ciudad que había estado siempre sujeta a ellos. Era cuestión de dignidad y orgullo. Además de las razones históricas existían algunas de orden geográfico. Talca tenía cerca de diez mil habitantes y Curicó sólo alcanzaba a tres mil. Su situación inmediata al caudaloso Maule y al puerto de Constitución, le daba un rango superior a la ciudad cabecera de la nueva provincia.

El movimiento de opinión encontró franco eco en el Cabildo65 y los representantes al Congreso Nacional. El Dr. don Casimiro Albano elevó un memorial al Gobierno el 17 de Mayo, haciendo ver todas las razones que tenían los talquinos para no conformarse con ser un simple departamento.

El 20 el vecindario reunido manifestó su sentir a don José Patricio Castro, quien los transcribió al Gobierno, el que contestó diciendo que el Congreso era el único facultado para definir la situación. Se recomendó entonces a sus representantes, don Juan Albano y don José Ignacio Cienfuegos «que lucharan con toda energía y si no obtenían su triunfo se retiraran de la sala».

El 6 de octubre elevó el Cabildo al Congreso un extenso memorial.

Lo que más molestaba a los talquinos en esta situación, era que el Intendente de Curicó les obligaba a hacer sus comunicaciones oficiales por su intermedio. Casi un año había transcurrido en este cambio de notas sin obtener nada. Los talquinos resolvieron el 10 de noviembre nombrar una Junta para que resolviera este asunto, «jurando dar sus vidas y sus haciendas por la independencia». Ella quedó compuesta de los señores Pedro Nolasco Vergara, Matías Silva, Juan C. Zapata, Juan de Dios Castro, José Miguel Cerda, José María Silva y Cienfuegos, y Dionisio San Cristóbal y Opazo. Esta Junta prestó juramento de «fidelidad y bien obrar». En ella se ve a hombres de los dos bandos, unidos para luchar por una sola causa, movidos por el orgullo tradicional de su ciudad. La Junta se constituyó el 26 de abril de 1827, con el nombre de Comisión Representativa y acordó: 1.º: Separarse de Colchagua; y 2.º: elegir una Asamblea Departamental.

Éste era un acto de verdadera revolución pacífica. Se negaban a mandar representantes a la Asamblea de Colchagua y por su parte establecieron una Asamblea Departamental.

Todo el vecindario apoyó esta iniciativa, y con gran entusiasmo se llevaron a efecto las elecciones de diputados por las diversas doctrinas.

El 19 de mayo abrió sus sesiones la Asamblea Departamental con asistencia de los siguientes diputados: José Miguel Opazo y Artigas y Juan de Dios Castro, por Pelarco; Antonio Maturana y Vergara y Francisco Correa y Corvalán, por Lontué; Manuel Pío Silva y Cienfuegos, José Antonio Palacios, Antonio Vergara Donoso y José María Silva y Cienfuegos por Talca; Ramón Letelier, por Curepto; Juan Francisco Prieto y Vargas, por Pencahue; Alejo San Cristóbal y Opazo, por Talpén.

En esta sesión presentaron los diputados sus poderes y prestaron juramento ante ellos «representantes de la soberanía», el Gobernador interino Dionisio San Cristóbal y Opazo, el Cura, el comandante de Armas y los prelados66. Se eligió presidente a don Miguel Opazo y Artigas y vice presidente a don Antonio Maturana y Vergara; secretario a don Manuel Palacios y edecán a don Pablo Bretón, teniente de caballería. Se acordó comunicar la instalación al Supremo Gobierno y demás Asambleas Provinciales.

Esta acta fue muy bien recibida por el Cabildo, que había sido el propulsor de este movimiento revolucionario. Felicitó a la Asamblea y acordó que el 20 de mayo fuera tenido como el día nacional de la ciudad. A petición del diputado don Matías Silva, las sesiones quedaron instaladas «bajo los poderosos auspicios de N. S. M. Reina de los Cielos y de su esposo San José».

La Asamblea siguió funcionando regularmente. El 22 de mayo se discutió el reglamento interior y se nombraron las comisiones. Se acordó fijar los límites y división del departamento. En la sesión del día 30 se declaró Intendente al Gobernador67 y el 3 de septiembre se aprobó el reglamento de serenos. La anarquía por que atravesaba el país, se puede ver reflejada en esta situación. La Asamblea Departamental actuaba de una manera dependiente. El 13 de septiembre, habiendo renunciado San Cristóbal, que había sucedido a don Patricio Castro, eligió el Cabildo para Gobernador a don José Francisco Gana, elección que fue confirmada por el Ministro del Interior.

Gobernó Gana con el aplauso general del pueblo hasta el 13 de diciembre, fecha en que partió a Colchagua a hacerse cargo de la Intendencia. Lo reemplazó por derecho propio el Alcalde don Juan N. Cruz. Éste tuvo en sus primeros meses de mando un pacífico gobierno. El 12 de enero de 1828 se nombraron los diputados a la Asamblea Constituyente, recayendo la elección en don José Francisco Gana y don Casimiro Albano y Cruz.

El Cabildo tomó por estos días algunas iniciativas de bien público, como fue el acuerdo del 7 de febrero de fundar un panteón, que mandó delinearlo el 6 de mayo. Autorizó a los agustinos para fundar un hospital por erogación popular y se nombró a don Domingo Opazo y Artigas para recibir las donaciones.

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El año 1829 no iba a ser tan pacífico para el vecindario. El 29 de enero hubo elecciones de alcaldes, saliendo elegidos don Francisco Urzúa Opazo y don Matías Silva y Leal.

El vecindario por su parte principió a luchar por la salida de Cruz. El 7 de junio se citó a un Cabildo abierto para hacer elección de Gobernador; Cruz puso alguna resistencia, pero abrumado ante una gran mayoría, se decidió en favor de don Matías Silva.

El 14 de junio se eligió Gobernador en propiedad a don José María Silva y Cienfuegos. Silva y Cienfuegos dejó el mando en octubre de 1830 en don Dionisio San Cristóbal y Opazo, que como hombre de espíritu conciliador asumía esa responsabilidad en todos las circunstancias difíciles.

Los acontecimientos revolucionarios que agitaban a Santiago y Concepción, llevaron a la Gobernación al antiguo patriota don Matías Silva y Leal, que desde 1817 no figuraba en la política activa. Talca había roto el 19 de octubre de 1829 con el Congreso, declarando que no tenía vinculación alguna con sus representantes y calificando de revolucionarios a los congresales. Por otra parte se unía a la Asamblea de Maule y Concepción para defender la Constitución quebrantada por la representación nacional.

Don Ignacio Molina, delegado de la Asamblea de Maule que había llegado a Talca el 15 de octubre, era el gestor y alma de todo este movimiento. Don Matías Silva y Leal abrazó con gran entusiasmo la causa constituyente, organizó el batallón cívico, entre cuyos oficiales estaban sus hijos y tuvo como preocupación predominante organizar una fuerza respetable que pudiera encarar una situación difícil.

Don Ramón Freire salió de Concepción y llegó a Talca a las 4 de la tarde del 15 de diciembre de 1829, a la cabeza de sus tropas: «Fue aclamado con muchísimo y vivísimo entusiasmo». Sus tropas vivaquearon en la plaza de Armas y él se alojó en casa de doña María Antonia Donoso. Los talquinos le prestaron toda clase de ayuda y cooperación. Entre los que le siguieron figuraron los señores Matía Silva, Santiago Cruz, Pedro A. Donoso, Manuel J. Henríquez, Juan de la Cruz Donoso, Francisco Vergara y Donoso, Vicente Antúnez, Ramón Bascuñán, Francisco Urzúa y Opazo, Diego Vergara, Manuel Donoso y Rafael Gana.

En Lircay pelearon y murieron muchos jóvenes talquinos, entre ellos don José Dolores Silva, hijo del patricio don Matías. El triunfo pelucón y la elevación al poder de don Diego Portales, iba a traer importantes consecuencias para la política sustentada por los talquinos desde 1826. El Ministro no pudo tolerar la actitud levantisca de los talquinos.

El 9 de agosto de 1830 dirigió una nota al Congreso de Plenipotenciarios, dando cuenta «de la tenaz resistencia de los talquinos para formar parte de la provincia de Colchagua».

El Congreso autorizó al Ejecutivo para intervenir en la Gobernación directamente. Se apresuró don Diego Portales a comunicar esta resolución al Intendente de Colchagua, don Pedro Urriola, diciéndole:

«Si Talca persiste en su escandalosa desobediencia, proponga Ud. inmediatamente al Gobierno los funcionarios que está facultado».



La orden del Ministro era enérgica. Urriola, conocedor del espíritu de sus vecinos, aguardó algún tiempo, esperó con calma y sólo la comunicó el 23 de mayo de 1831. Talca había seguido en su «escandalosa desobediencia», como la calificaba el Ministro, nombrando a sus Gobernadores y a sus cabildantes, pero poco a poco se le fue cercenando su autoridad. El 6 de mayo se comunicó al Cabildo eligiera personas afectas al nuevo Gobierno y que el Gobernador no tendría mando militar alguno. Esta era una medida importante, pues así el poder central tendría un control, ya que el nombramiento del jefe militar era de su exclusivo resorte. Por otra parte la elección del 13 de marzo había elevado al mando a don Pedro Nolasco Vergara, hombre de un carácter pacífico y conciliador, lo que contribuyó a apaciguar los ánimos.

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Los talquinos no sólo habían gastado su tiempo en armar y desarmar revoluciones. Un grupo de ciudadanos se venían reuniendo en casa de don Ramón Vergara, con el fin de estudiar los adelantos locales más necesarios. Eran viejos patriotas preocupados de asuntos de interés local. Entre ellos figuraba el Gobernador don Pedro Nolasco Vergara, don José Francisco Gana, don José Santiago Palacios, don Domingo Opazo y Artigas. La Municipalidad68 recibía continuamente sugerencias de estos vecinos. El 15 de febrero de 1831 acordó colocar cuarenta faroles en la ciudad, numerar y dar nombre a las calles69.

La reunión de Vergara, en la noche del 11 de diciembre, acordó hacer una colecta entre el vecindario para fundar una sociedad para fomentar la ilustración en Talca. Se pensó en la erección de dos colegios, uno de hombres y otro de mujeres. Don Ramón Vergara ofreció donar $5.000 anuales para su mantención. Sabedor el Presidente Prieto de esta iniciativa, manifestó al Gobernador Vergara que el Ejecutivo estaba dispuesto a ayudar a tan noble idea. Por otra parte el vecino don José Ignacio Cienfuegos, antiguo cura de la ciudad, eminente patriota y ahora Obispo de Concepción, gastaba gran actividad en dotar a Talca de un buen establecimiento educacional. Cienfuegos, con el dinero obtenido de los bienes del célebre abate Molina, aquel hermano lego de la residencia de los jesuitas en 1755, después célebre naturalista, fundó el Instituto Literario en 1830, para plantear la cual se había expedido una autorización suprema el 5 de julio de 1827.

La educación femenina no fue descuidada y en 1832 se abrió el primer colegio para señoritas, dirigido por doña María Josefa Salinas.

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Promulgada la Constitución de 1833, Talca se negó a jurarla, pues siempre ella quedaba unida a Colchagua. Sus representantes al Congreso don José Ignacio Cienfuegos y don José María Silva y Cienfuegos no la suscribieron.

Don Diego Portales ordenó al Intendente de Colchagua don Pedro Urriola que se trasladara a Talca y se empeñara con el vecindario y la Municipalidad, para que se reconociera la nueva Carta Fundamental. Vergara «en frases de rotunda negativa no accedió, pues era la opinión del pueblo no aceptarla».

Urriola comunicó a Portales el resultado de sus gestiones. El Ministro no tomó en esta ocasión una medida de fuerza, por el contrario, manifestó al vecindario «que si juraba la Constitución sería provincia la Gobernación de Talca». Halagados por esta promesa, el 26 de julio se celebró un gran y solemne Cabildo abierto, donde el vecindario y las autoridades juraron la nueva Constitución. Hubo fiestas populares, se tiraron monedas y medallas al pueblo, por todas partes, se gritaba: «Honor a la gran Convención», «Viva la Constitución».

Se cantó una misa de gracias.

El rico vecino don Ramón Vergara abrió los salones de su casa y dio un gran baile en el que la sociedad celebró el acontecimiento. El populacho agrupado en las ventanas decía maliciosamente «si con baile va sonando, sigan tocando, sigan tocando».

Portales cumplió su promesa y presentó al Congreso un proyecto por el que se declaraba provincia al departamento de Talca. Sancionado ese proyecto, fue promulgada la ley el 30 de agosto de 1833. El 5 de septiembre se reunió la Municipalidad y acordó grandes fiestas para celebrar el cumplimiento de los anhelos ya formulados desde 1826. En noviembre llegaba a Talca el primer Intendente, el teniente coronel don Lorenzo Luna.

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El Coronel Luna fue recibido en sesión especial por la Municipalidad, el día 27 de noviembre de 1833, a las once y media de la mañana, «con mucha complacencia por todo el vecindario». Por Decreto Supremo de 18 de diciembre de ese mismo año, se nombró al primer Secretario de la Intendencia de Talca, don Pedro Vidal Letelier.

Muy corto fue el gobierno del coronel Luna. Solamente tuvo algunos meses de duración, pues en febrero del año siguiente, el 12, entregó el mando al nuevo Intendente, teniente coronel don José Javier Bustamante, bajo cuyo período se principió a tramitar la fundación de la villa de Molina en Lontué, en terrenos donados para ese efecto por don José Antonio Rosales.

Durante el período de Bustamante renunció el secretario Letelier, siendo nombrado en su reemplazo don José Miguel Munita, Licenciado en Leyes, por Decreto Supremo de 20 de marzo de 1834. Ocupó este cargo hasta 1839, y el 16 de diciembre de ese año fue nuevamente nombrado Letelier.

Munita ejercía desde 1824 el cargo de juez de letras en comisión en primera instancia. La administración de justicia se hacía por los subdelegados, jueces de distrito y alcaldes. Muchas dificultades, tanto en la jurisdicción como en la interpretación de las leyes, indujo a la Municipalidad, que era la autoridad que administraba justicia en primera instancia, a pedir al Gobierno el nombramiento de un juez de letras en comisión, o fiscal de la ciudad. Nombrado Munita Secretario de la Intendencia, pasó a reemplazarlo don Joaquín Gutiérrez, nombrado el 8 de noviembre de 1834, puesto que ocupó hasta 1839, siendo reemplazado por el antiguo juez Munita, quien ejercía el cargo aun en 184270.

Nombrado Ministro de la Guerra el Intendente Bustamante, fue reemplazado por el regidor más antiguo que lo era don Ramón Vergara, quien muy corto tiempo alcanzó a dirigir los destinos de la provincia. Atacado de una cruel enfermedad mental, le sucedió el alcalde de primera elección don José Miguel Cerda, que fue confirmado por decreto de 20 de agosto de 1834, quien a su vez fue reemplazado por don José Domingo Bustamante, nombrado en 22 de noviembre de ese año.

Pesada tarea tuvo que desarrollar el nuevo Intendente. La ciudad fue duramente dañada por un fuerte temblor el 20 de enero de 1835, a las once y veinte minutos. Los templos y la iglesia parroquial se destruyeron íntegramente; la cárcel, el edificio municipal y el hospital sufrieron perjuicios de gran consideración. Gracias a que el movimiento principió débilmente los vecinos tuvieron ocasión de huir.

Bustamante entregó el mando el 19 de agosto de 1835 al regidor don Miguel Concha, quien entró a ejercer el mando interinamente. El gobierno del señor Concha, es interesante por tratarse de la primera ocasión en que era ejercido por un vecino de la ciudad. Bajo su gobierno la Municipalidad se organizó económicamente. Se dictó un reglamento sobre entradas y gastos, que fue aprobado por decreto supremo de 28 de octubre de 1836. En él se ordenaba la confección de un presupuesto anual de gastos, la manera de celebrar los contratos, determinaba la inversión de los fondos municipales y creaba el cargo de tesorero y de las comisiones de cuentas, organismo que fiscalizaría toda inversión.

También se preocupó la Municipalidad de hermosear la ciudad. Por acuerdo de 7 de agosto de 1834 se había acordado traer álamos de la provincia de Colchagua para colocarlos en la Alameda de la ciudad. Se preocupó además de la mantención de los edificios públicos, municipalidad, cárcel, plaza de abastos, hospital y escuela, de la alimentación de los reos y pago de gendarmes.

La tranquilidad local fue garantizada mediante la creación de un cuerpo de vigilantes o serenos, en mayo de 1838, cuyo primer comandante fue don Bernabé Verdugo. En 1841 existían además dos serenos a caballo que ganaban diez pesos mensuales71.

Desde 1834, conforme al reglamento dictado el 8 de julio de ese año por el Intendente interino don Ramón Vergara, cada vecino estaba obligado a mantener un farol en la puerta de su casa, bajo multa de cuatro reales, desde el anochecer hasta las once en verano y hasta las diez en invierno. También estaba prohibido arrojar basuras a la calle y blanquear las casas bajo multas de cuatro pesos, según decreto de la Intendencia, de 9 de septiembre de 1836.

Una dolorosa pérdida vino a sufrir la ciudad con el incendio de la iglesia de San Agustín, ocurrido el 25 de diciembre de 1838. Era el templo del patrono de la ciudad. El incendio destruyó completamente el edificio que recientemente se reparara de los desperfectos sufridos por el temblor de 1835.

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Ya hemos hablado que por decreto supremo de 5 de julio de 1827, se autorizó la fundación del Instituto Literario de Talca, gracias a los esfuerzos desplegados por el Obispo Cienfuegos, para realizar los deseos de don Juan Ignacio Molina, de que se emplearan sus bienes en la enseñanza pública. Con fecha 12 de noviembre de ese mismo año Cienfuegos dictó el primer reglamento nombrando una Junta Organizadora. La Municipalidad por su parte se interesó por estas gestiones y el 20 de enero de 1829 acordó nombrar al Dr. Casimiro Albano Cruz para que, junto con los apoderados de Cienfuegos, removiese todos los obstáculos y «planteara el Instituto provisionalmente». Esta resolución fue aprobada por el Gobierno por decreto supremo de 29 de Enero.

Vuelto de Europa Cienfuegos en 1830, nombró administrador de la nueva fundación a don Juan de la Cruz Donoso y profesores de latín, primeras letras y filosofía a los señores Fray José Segovia, José Miguel Munita, Mariano Palacios, Rafael Barazarte y Vicente Varas, con un sueldo de quinientos pesos anuales cada uno.

Desde 1831 a 1835 funcionó el Instituto en el convento de la Merced sólo con las cátedras de primeras letras, que llegó a tener sesenta y dos alumnos, y la de latín con veinte alumnos. En 1834 se abrió la de filosofía con sólo ocho alumnos.

El temblor de 1835 destruyó el edificio y determinó la suspensión de las clases. Inmediatamente se iniciaron las gestiones para su reapertura en un nuevo y más cómodo local, construido especialmente, para lo cual la Municipalidad acordó ceder un solar a dos cuadras de la Plaza de Armas. Por decreto de 30 de noviembre se destinó la suma de once mil novecientos setenta y ocho pesos para su construcción, según los presupuestos y planos que se confeccionaron para ese efecto.

La obra de la nueva construcción marchó muy lentamente, a pesar de todos los esfuerzos. El Obispo Cienfuegos dispuso, por escritura otorgada en Talca en 7 de noviembre de 1840, la aplicación de parte de sus bienes y de los que legara para este fin su amigo el abate Molina al Instituto Literario y traspasó las atribuciones directivas a la Municipalidad.

El Instituto vino solamente a reanudar su funcionamiento el 9 de octubre de 1843, con cuarenta y cinco alumnos, siendo su primer rector don José Anacleto Valenzuela, que además era profesor de latín y regentaba esa cátedra. El Instituto tenía cátedras de matemáticas, desempeñada por don Felipe Astaburuaga, que era agrimensor, y de geografía y gramática castellana, servida por don Juan de la Cruz Donoso Cienfuegos, sobrino del Obispo.

En 1840 pensó el señor Cienfuegos agregarle al Instituto una biblioteca y para ello ordenó se remitiera a esa ciudad dos cajones de libros que tenía en Santiago.