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Fuentes Bibliográficas
Julio Bañados Espinosa. La Batalla de Rancagua. Sus Antecedentes y sus Consecuencias
Capítulo XXII

CAPÍTULO XXII
Lo que hace O’Higgins al llegar a Santiago.- Salva a su madre y a su hermana y con ellas emigra.- Medidas de José Miguel Carrera.- Disposiciones del presbítero Uribe.- Manda incendiar a Valparaíso.- Esfuerzos inútiles de Carrera.- Los patriotas emigran con dirección a Mendoza.- Algunos almacenes son entregados al saqueo.- Peripecias del viaje de O’Higgins al través de la cordillera.- Encuentro en la Ladera de los Papeles.- Misa de gracia dicha en la ciudad de Rancagua en honor del triunfo obtenido.- Entrada triunfal de Osorio y su ejército en la capital.- Se abre era de la Reconquista Española.

 

O’Higgins apenas llega a Santiago, cubierto de polvo, abrumado con dos días de impresiones violentas y fatigas, encendida la frente, ardiente la mirada, sombrío el ceño, se dirige a su casa en donde derraman lágrimas de cruel incertidumbre su madre, doña Isabel Riquelme y su hermana Rosa. Fácil es comprender la ternura de aquel recibimiento, de aquella escena íntima de familia.

José Miguel Carrera, por su parte, sabido el desastre de Rancagua, envía tropas a fin de proteger la retirada de los fugitivos, corre aquí y allá llevando una palabra de entusiasmo a los que los rodean, hace esfuerzos supremos para organizar la defensa en otra parte, llama en auxilio de la capital las milicias de los departamentos y de los pueblos vecinos, procura en vano encender en el alma abatida de los que habían perdido hasta la última esperanza de victoria, el deseo de seguir peleando. Ya que no puede impedir al enemigo la entrada a Santiago, halaga el proyecto ilusorio de dirigirse a Aconcagua o a Coquimbo para levantar montoneros y organizar un nuevo ejército que permitiera salvar a la patria de las garras del león ibero.

Mientras Carrera trata, a fuerza de actividad, de hacer olvidar su gran falta de abandonar a su suerte a Rancagua, el presbítero Uribe, otro de los miembros de la Junta de Gobierno, luego que tiene conocimiento de la retirada de Carrera y que sabe el desastre, con punible ligereza y atolondramiento da al gobernador de Valparaíso las siguientes órdenes por demás tremendas:

1º. “Al momento incendie V. S. los buques, dejando a Valparaíso en esqueleto, retírese con todas las fuerzas a esta capital sin perder instante. Dios, etc. Santiago, 2 de octubre de 1814”.

2º.  “Julián de Uribe. 5. Gobernador de Valparaíso.- Esta mañana se ofició a V. S. se pusiese en marcha para la capital, ahora se le repite acelere sus marchas destruyendo enteramente el puerto. No deje V. S. un solo cañón útil. Los buques, bodegas y cuanto haya incendie. Dios guarde a V. S. muchos años. Santiago y octubre 2 de 1814.

Julián de Uribe.- Manuel Muñoz y Urzúa”.

3º. “Señor Gobernador de Valparaíso.- Aunque a V. S. se le tiene prevenido incendie los buques, si han quedado algunos menores haga que éstos marchen a Coquimbo conduciendo los cañones y demás pertrechos. Se encarga de nuevo a V. S. no deje otra cosa que escombros. La fuerza del ejército marcha para el camino de Coquimbo.- Dios guarde a V. S. muchos años.- Santiago y octubre 3 de 1814.

Julián de Uribe”.

4º. “Debe V. S. sin perder instante reunido con toda la tropa, municiones, caballos, bueyes, mulas, y cuantos otros auxilios pueda, ponerse en marcha para Quillota en donde debe subsistir hasta segunda orden, recogiendo del mismo modo lo que pueda en ese destino, no dejando en Valparaíso una cosa útil en que pueda hacer presa el enemigo. Dios guarde a V. S. muchos años. Santiago y octubre 3 de 1814.

Julián de Uribe.

Señor gobernador de Valparaíso”.

Todos los esfuerzos de Carrera son inútiles. Ya nadie obedece. El terror se apodera de los espíritus. Un pavor indescriptible y la desesperación difícil de pintar que sucede a las derrotas, toman asilo aun en los pechos más varoniles. Los soldados, arrojando al suelo o quebrando sus armas, huyen por doquier, se esconden, y van de puerta en puerta, de casa en casa, de corazón en corazón, gritando:

- ¡Sálvese quien pueda!

- ¡Sálvese quien pueda!

La mayor parte de los patriotas que habían militado en el ejército o que se habían comprometido seriamente en la revolución, preparan sus maletas y vuelan hacia la cordillera.

El camino a Aconcagua se ve cubierto de cabalgaduras, de soldados, de oficiales, de familias, de rezagados, de vehículos, de personas de diversas clases y condiciones.

¡Aquello parece la mudanza de todo un pueblo!

Carrera, desplegando energía suprema y actividad prodigiosa, trata de hacer olvidar su debilidad al frente de Rancagua, tomando medidas desesperadas. Como puede, rogando, amenazando, evocando el amor a la patria, consigue reunir un puñado de hombres y los pone a las órdenes de los bravos capitanes Maruri y Molina a fin de proteger la retirada de los insurgentes por el lado de la cuesta de Chacabuco.

En medio de su precipitación, y animado del propósito de no dejar elementos de guerra ni recursos al enemigo, hace saquear la administración de tabaco, la fábrica de fusiles y los almacenes de víveres. Acopia los caudales públicos y saca los utensilios valiosos de las iglesias de la capital. Consigue con esto reunir trescientos mil pesos, los que entrega a su ayudante Barnechea, quien en compañía del coronel Meriño y veinte infantes reciben orden de ponerlos en salvo.

Al amanecer del 4 de octubre Carrera y los suyos marchan hacia Aconcagua en dirección a la cordillera.

O’Higgins, a su vez, con su madre, su hermana, Ramón Freire, Alcázar, Anguita, el capitán López y una parte de los dragones salvados del desastre de Rancagua, se pone en movimiento el 8 de octubre con la resolución de cruzar las cuatro leguas y media que distan entre los paraderos Juncal y las Cuevas. La cordillera esta cubierta de nieve; el cielo borrascoso; las huellas del camino borradas por los hielos del crudo invierno; sopla por los lugares que hay que recorrer un viento entumecedor; la naturaleza presenta un espectáculo tan terrible como magnífico.

Al llegar la comitiva al punto denominado Ojos de Agua, en plena cordillera, se detiene a contemplar de frente las inmensas sábanas de blancas nieves que se extienden hasta perderse de vista. La luz al proyectarse sobre la alba superficie de aquel océano helado, arroja reflejos sobre los ojos de los viajeros que les producen fuertes irritaciones. No hay un solo surco que sirva de guía. Hay que abrir un camino especial para que las cabalgaduras de O’Higgins y de los demás deudos y compañeros no se sepulten en la nieve movediza que el viento mueve y arremolina con facilidad.

Pasada la cumbre de los Andes, a media noche del 12 de octubre, los viajeros alojan en la posada de las Cuevas. El 17 llegan a Mendoza en donde reciben toda clase de atenciones y auxilios de San Martín, gobernador de Cuyo, y de los antiguos amigos de O’Higgins, Juan Mackenna y Antonio José de Irisarri.

El infortunado Carrera, perdidas sus esperanzas de resistencia, profunda mente abatido con el peso de tantas desgracias y responsabilidades y sintiendo dentro del pecho rugir su corazón, como puede escala la escarpada cordillera en compañía de quinientos hombres. En la Ladera de los Papeles fue alcanzado por una partida realista. Allí se batió hasta que siendo derrotado, se escapó favorecido por las sombras de la noche y se lanzó a las nieves sin más comitiva que su hermano Luis, los capitanes Maruri, Astorga, Jordán y unos cuantos soldados.

El 13, desde la cumbre de los Andes. Dio un último adiós a Chile.

¡Qué ideas cruzarían por su hermosa cabeza en aquella triste hora, qué sentimientos por su corazón, qué decepciones por su alma, qué movimientos de orgullo por su conciencia, qué arrebatos por toda aquella naturaleza viril e indomable!

Aquella mirada y aquel adiós a Chile fueron los últimos.

¿Tendría en ese instante el doloroso presentimiento de que no iba a volver más a la tierra de sus dulces ensueños, de sus primeros amores, de sus primeras locuras, y de sus primeras glorias inmortales?

¡Arcanos del pasado, misterios insondables!

Dejémosle que siga su destino, para reanudar los acontecimientos.

Osorio, orgulloso por la victoria obtenida contra los patriotas, asistió al siguiente día de la batalla a una solemne misa de gracias que hizo dar en la iglesia de San Francisco a la cual invitó a los jefes y oficiales de su ejército y a la gente del pueblo.

El día 4, después de nombrar gobernador político y militar de la ciudad al coronel Juan N. Carvallo a cuyo mando dejó también para cubrir la guarnición el batallón Valdivia, dio orden de marchar a Santiago.

Sucesivamente se pusieron en movimiento el escuadrón Abascal, la caballería de Elorreaga, la división Montoya y en fin los famosos Talaveras con Maroto a la cabeza.

En Santiago los realistas sinceros que había y los patriotas que tenían temor de ser perseguidos, hicieron un grandioso recibimiento a Osorio, quien entre aplausos, banderas, hurras y flores daba comienzo a la era luctuosa que la historia denomina: la reconquista española.